martes, 30 de diciembre de 2014

Del arte obsoleto de regalar


Amiga,
Sigo empeñada en hacer cosas que nadie hace ya. Tal vez esa sea la mejor manera de darse cuenta de que uno se está poniendo viejo, ¿no? –insistir en hacer cosas que ya nadie hace. Este año volví a mandarle regalitos por correo a mis hermanas. Más que todo porque a estas alturas son los únicos regalos que compro y también porque elegir regalos es un ritual de fin de año que me recuerda mejores tiempos.

Los regalos se elegían andando por la calle y mirando muchas cosas hasta que algo te hacía ¡plin! Así lo seguí haciendo yo este año en la feria navideña de Princess Street en la que todo el mundo parecía estar también comprando regalos, contradiciendo los tiempos modernos. Después busqué una caja donde meterlos y salí corriendo a llevarla al correo con la esperanza de estar a tiempo para que llegara, si no en Navidad, al menos antes de que se acabara el año.

Cuando el señor del correo, con su fuerte acento y su ceño siempre fruncido, me dijo que era imposible que el paquete llegara para el 24, y me cobró por el envío casi lo mismo que costaron los regalos, me di cuenta de que en realidad ya no tiene sentido seguir empeñada en mandar regalos desde lejos. La lógica indica que hay que adaptarse a los tiempos.

Hoy en día, la gente elige lo que quiere y lo pone en una lista en una página web y listo. Lo que se debe hacer es elegir, sin muchas pretensiones de originalidad, entre las cosas que el interesado ha propuesto y mandarlo lo más pronto posible para que se sume a los regalos que se acumulan al pie del arbolito. Ya no se espera nada más del que regala. Sólo que cumpla con el ritual a tiempo y sin interferir demasiado.

Yo también hago listas de lo que quiero que me regalen. Interminables listas de libros. Pero a los pocos que se animan a regalarme algo en estas fechas no parece gustarles lo que a mí me gusta. Entonces me mandan aparatos de cocina que pican vegetales o baten huevos. Y yo lo agradezco, por supuesto. Porque entiendo que sigue existiendo gente que, en este mundo regido por listas de regalos, quiere seguir ejerciendo la soberanía de la elección.

¿Qué será mejor? ¿Seguir pensando que tenemos derecho a elegir lo que regalamos? ¿O terminarnos de convencer de que el que recibe el regalo es el que debe escogerlo? Visto de un lado, la respuesta es simple. El que recibe es el que va a usar el objeto regalado. Ergo le toca elegirlo. Nuestro papel como bailarines de la danza de los regalos no es otro que acompañar, no llevar el paso.

Y, sin embargo, visto del otro lado, si nos empeñamos en seguir imaginando que elegir regalos es más bien una diversión ejercida por el que otorga, como aprendimos en tiempos idos, la respuesta es menos directa. Comprar se supone que es una de las actividades que nos llenan los días ociosos de fin de año. Y el consumidor es quien elige. O así debería ser. Pero hay una violencia implícita en esa imposición del gusto del que compra. Una violencia que dice: yo pago; tú te la calas.

Por eso existen tantas maneras de devolver los regalos. Al menos en este lado del mundo en el que el usuario tiene tantos derechos como el comprador original. Una de las cosas que aprendí la única vez que celebré aquí mi cumpleaños de manera pública es que resulta totalmente aceptable que no te guste lo que te regalan. Y por eso es de lo más normal que junto con el regalo te den la factura de la tienda. Así se te hace más fácil devolver lo que te dieron y cambiarlo por algo menos extraño a tu gusto.

Existe incluso un servicio online de oferta de regalos no deseados, donde la gente puede vender o intercambiar lo que no le gusta. El sitio permite –e incluso propicia– el anonimato, no vaya a ser que justo la persona que te regaló esa cosa horrible que no te gustó nada ande por ahí buscando qué comprar y se antoje de tu regalo.

Yo solía comprar de regalo cosas que a mí misma me hubiera gustado tener. Si en esos tiempos hubiera existido ese sitio de intercambio de cosas previamente queridas, como dice la página, y si yo hubiera estado de ánimo de visitar un sitio como ese en los ratos de ocio entre el 24 y el 31, no hubiera sido extraño que me encontrara con algún regalo que yo misma le hubiera dado antes a alguien.

Las cosas que nos gustan no son para nada las cosas que los demás quisieran tener en sus casas o en sus vidas. Por eso el arte de regalar está muriendo. No falta nada para que todos los regalos se resuelvan con una de esas tarjetas que no son más que un eufemismo del dinero en efectivo. Te regalo dinero para que lo gastes en lo que quieras, como hacían nuestros padrinos cuando éramos niños. Y esos son tal vez los regalos que mejor recordamos: los limpios billetes neutros, llenos de infinitas posibilidades, que se sacaban los adultos del bolsillo con un gesto magnánimo.

Pero qué gracia tiene transferir la elección. Todos somos consumidores todo el tiempo. Compramos cosas que vamos a usar, que necesitamos o queremos. Sólo por un rato a fin de año podíamos darnos el lujo de imaginar qué comprar para otros, de elegir algo que pudiera gustarle a alguien que queremos y que nos quiere. Además, los regalos nos decían algo de quienes se animaban a elegir para nosotros un regalo.

Ahora los regalos sólo nos dicen aquí está lo que quieres o sigue comprando lo que más te gusta. Ya no recibimos sorpresas y no nos queda ni siquiera la opción de desilusionarnos o de darnos cuenta de lo poco que nos conocen los demás. ¡Qué inmensa pérdida!

Espero que hayas recibido muchos regalos inesperados este año. Y que incluso algunos no te hayan gustado para nada. Cuando descubras uno de esos regalos atravesados en una gaveta, a mediados del año que viene, acuérdate de que son una especie en extinción... ¡y atesóralos!

Felices fiestas y cariños muchos,
r


martes, 9 de diciembre de 2014

La isla en invierno


Amiga,
Te escribo en medio de un ventarrón que hace que la casa toda cruja como un barco en medio de la tormenta. Hay una alerta amarilla porque los mares van a estar encrespados. Los cielos bajos son de un blanco que asusta. No hay una pizca de azul en el horizonte. El termómetro marca tres grados. Se anuncia nieve.
Así son los diciembres por aquí. Preñados de vientos. Inundados de lluvias contra las que no valen ni paraguas ni impermeables. En medio del ventarrón la lluvia no cae sino que revolotea en todas direcciones. Salí el domingo, con mi chaqueta de invierno que olía a closet. Me olvidé de los guantes y me dio algo de frío en las manos. Pero aparte de eso, no me atormentó demasiado el clima infame. Y me descubrí pensando que en realidad no se siente tan mal estar afuera.
El viento te moja la cara. Las ropas se inflan y desinflan alrededor de tu cuerpo, como si en vez de gente fueras el mástil de una vela rota. Más allá de eso, es sólo frío y agua. Nada que no se pueda remediar. Eso es lo que piensas cuando estás afuera, cuando te das cuenta de que has hecho esto antes, cada invierno. Y por lo tanto lo puedes hacer otra vez. Sobrevivir el invierno. Porque hay un punto en el que dejas de ser un bicho del trópico. Cuando estás afuera.
El problema real es cuando estás adentro. En la tibieza de la casa que resiste el frío con la calefacción a todo lo que da, te acuerdas de tu árbol genealógico. Te pasan por la mente las playas de Falcón, los calorones de Guanare, la resolana de Baquisimeto, la Avenida Baralt en pleno mediodía. Miras por la ventana y ves las matas estremecidas por el viento y dejas para mañana la caminata obligada de cada día. Piensas que puedes arreglártelas sin servilletas o que en realidad no hace falta comprar huevos porque todavía queda uno, íngrimo, en la nevera.
Cuando estás adentro, mirando la tormenta desde la ventana, te olvidas que has pasado por esto antes y que lo has superado. Te acobardas. Te refugias en la memoria de lugares cálidos. Te preparas un cafecito con leche y buscas algo que leer que te recuerde el verano. Y a pesar de que el pronóstico del tiempo asegura que el clima va a empeorar mucho antes de que mejore, te convences de que mañana sí vas a salir a enfrentar la tormenta.
Pero hoy no. Hoy es mejor releer La otra isla, de Francisco Suniaga. Imaginar que caminas por La Asunción, bajo el sol de las once de la mañana. Y si el viento hace sonar las tejas, o se mete silbando por las rendijas de las ventanas haciéndote levantar la vista y mirar afuera, sólo tienes que suspirar y seguir leyendo. Porque el mundo de afuera puede esperar mientras la imaginación vuelve a la isla.
Cariños margariteños,
r

lunes, 1 de diciembre de 2014

La hermosa recompensa




Amiga,
Estuve concentrada escribiendo, hasta que me agarró una gripe que debe haber llegado con Lyo desde el medio oriente (estuvo en Omán hasta hace unos días). Como hoy mi cabeza parece estar más de allá que de acá, me puse a leer noticias viejas en la prensa y me encontré con un texto que no puedo dejar de traducirte. Se trata del brevísimo discurso de aceptación que pronunció el mes pasado la extraordinaria Úrsula K. Le Guin al recibir lo que en español podríamos llamar el Premio Nacional de Literatura, en los Estados Unidos.
Abajo van las palabras de la gran dama de la fantasía y la ciencia ficción, que a sus 85 años sigue siendo brillante y lúcida como pocos.


A los que otorgan este hermoso premio, mil gracias, de corazón. A mi familia, mis agentes, mis editores, sepan que el que yo esté aquí se debe tanto a su trabajo como al mío y que la hermosa recompensa les pertenece tanto a ustedes como a mí. Me alegro de aceptarlo y compartirlo en nombre de todos los escritores que han sido excluidos de la literatura por tanto tiempo: mis colegas autores de libros de fantasía y ciencia ficción, escritores de la imaginación, que por cincuenta años han visto cómo las hermosas recompensas han sido sólo para los autores llamados realistas.
Vienen tiempos duros, tiempos en los que desearemos escuchar las voces de aquellos escritores que puedan imaginar alternativas al modo como vivimos hoy, que puedan ver más allá de nuestra sociedad –atacada por el pánico y rodeada de tecnologías obsesivas– hacia otras formas de ser, que puedan incluso concebir verdaderos lugares para la esperanza. Necesitaremos escritores que puedan recordar la libertad: poetas, visionarios, realistas de una realidad mayor.
En este momento, necesitamos escritores que conozcan la diferencia entre la producción de un bien de consumo para el mercado y la práctica de un arte. Desarrollar materiales escritos que se acomoden a las estrategias de ventas, con el fin de incrementar las ganancias corporativas y los ingresos publicitarios, no es equivalente a la práctica responsable de escribir y publicar libros.
Y aún así, he visto a los departamentos de ventas tener un mayor control que los departamentos editoriales. He visto a las mismas editoriales que publican mis libros, atacadas por un absurdo pánico lleno de ignorancia y codicia, cobrarle a las bibliotecas públicas por un libro electrónico seis o siete veces más de lo que cobran por esos mismos libros al público en general. Acabamos de ver a una empresa de esas que obtienen excesivas ganancias intentar castigar a una editorial por desobediencia, y hemos visto a escritores amenazados por una guerra santa corporativa. Y veo a muchos de nosotros, los productores, los que escriben los libros y los que hacen los libros, aceptando esta situación, dejando que los que sacan provecho del mercado nos vendan como desodorantes y nos digan qué publicar, qué escribir.
Los libros no son sólo mercancías. La acumulación de ganancias entra con frecuencia en conflicto con los objetivos del arte. Vivimos en el capitalismo y parece imposible escapar de su poder, pero también parecía imposible escapar del poder divino de los reyes. Los seres humanos pueden enfrentarse a cualquier poder humano y cambiarlo. La resistencia y el cambio comienzan a veces en el arte. Y con mucha frecuencia en nuestra forma específica de arte, el arte de las palabras.
He tenido una larga carrera como escritora. Una muy buena carrera, en buena compañía. Aquí, al final de esa carrera, no quiero ver cómo la literatura americana se vende al mejor postor. Nosotros, los que escribimos y publicamos libros, queremos y debemos demandar nuestra parte de las ganancias; pero el nombre de nuestra más hermosa recompensa no es ganancia. Su nombre es libertad.

Hasta aquí las palabras de Úrsula K. Le Guin, que puedes escuchar de viva voz en su página web.
Su demanda de libertad para escribir lo que sea que seamos capaces de imaginar me parece imprescindible en estos tiempos. Y eso vale tanto para los que escribimos ficción como para los que escribimos ensayos y libros académicos. Para los que soñamos, pensamos y enseñamos. Porque la desmedida ganancia, que es el último objetivo de la cultura corporativa, no puede ser la regla por la cual se mida la imaginación o el pensamiento. Pero, agrego yo, tampoco el poder del Estado –tenga la ideología que tenga– puede pretender imponerse y coartar la libertad de los que reclaman su derecho a imaginar el mundo.
En efecto, todo poder humano puede contrarrestarse y cambiarse. Y la literatura está ahí para empujar el carro.
Con este impulso libertario te dejo, agregando además cariños muchos,
r

lunes, 24 de noviembre de 2014

Poema/Regalo


Amiga,
He estado leyendo a Billy Collins y me entraron unas ganas enormes de traducir uno de sus poemas. Es para ti, claro, porque estoy celebrando contigo las buenas noticias.
Pero también y al mismo tiempo para Gina, que está cumpliendo años hoy.
Del libro El problema con la poesía y otros poemas, por Billy Collins:
Tú, lectora
Me pregunto cómo vas a sentirte
cuando te des cuenta
de que fui yo quien escribió esto y no tú,


que fui yo quien se levantó temprano
para sentarse en la cocina
y nombrar con un lápiz


las ventanas inundadas de lluvia,
la enredadera que cubre la pared
y el pescadito que da vueltas en la pecera.


Anda, mira para otro lado,
muérdete un labio y arranca la página,
pero escúchame. Era sólo cuestión de tiempo


para que a uno de los dos se le ocurriera
darse cuenta de las velas apagadas
y del reloj murmurando en el rincón.


Además, nada pasó esa mañana –
una canción en la radio,
la corneta de un carro sonando afuera –


y yo sólo estaba pensando
sobre los potes de sal y pimienta
que estaban uno al lado del otro en el mantel.


Me preguntaba si se habían vuelto amigos
después de todos estos años
o si todavía se sentían extraños el uno del otro


como tú y yo
que nos las hemos arreglado para ser
a un mismo tiempo conocidos y desconocidos.


Yo en esta mesa frente a un plato de peras,
tú recostada en el umbral de alguna parte
cerca de unas hortensias azules, leyendo esto.


Hasta aquí el irresistible poema de Billy Collins, a quien descubrí en un programa de radio leyendo poemas sobre perros y gatos...

Espero que te haya gustado tanto como a mí.

Cariños muchos,
r


miércoles, 29 de octubre de 2014

Recordar las casas 7



Amiga,

He tratado de escribir varias veces sobre la séptima casa en la que viví en mi vida y por alguna razón el texto se me queda siempre a medias. Tal vez porque en realidad no recuerdo mucho de esa casa de Barquisimeto en la que apenas viví unos meses con mi familia antes de montar tienda aparte para siempre. Me acuerdo que quedaba en una esquina con la Avenida 20, pero muy lejos del centro. Cuando la familia se mudó a esa casa ya yo había comenzado clases en la UCV, en enero de 1979. Así que sería tal vez julio o agosto de ese año que la familia salió de Caracas. Siempre nos mudábamos por esas fechas para poder comenzar el año escolar en el nuevo colegio.

Me acuerdo que la casa tenía una reja alta afuera, pero no era una pared cerrada como las que se usaron después, sino una reja pintada de blanco y rodeada por un marco de concreto que recuerdo también blanco. La casa hacía esquina, así que la cerca daba la vuelta y llegaba al otro lado, donde había un portón que no recuerdo haber visto nunca abierto. El carro se estacionaba siempre en la calle, sin demasiados sobresaltos. En esa época mi papá tenía un Mercedes azul que había comprado usado y estaba muy orgulloso de sus asientos de cuero y de su poderosa máquina que apenas se escuchaba al arrancar.

Rebeca me sacaba a dar una vuelta en ese carro cuando no había nadie en la casa o los viejos estaban durmiendo la siesta. Era un carro enorme, pero tan suave y fácil de manejar que hasta yo, que apenas estaba aprendiendo, podía dar una vuelta a la manzana sin tener ningún accidente. Era como si se manejara solo. No sé cuántas vueltas a la manzana dimos en ese carro azul y enorme. Pero creo que esa fue una de las poquísimas veces que Rebeca se atrevió a romper las reglas de la casa. Lo hacía por mí, para complacerme cuando yo le rogaba que me enseñara a manejar. Pero creo que también lo hacía por ella misma, porque en esa época ella estaba aprendiendo a rebelarse y la suya fue siempre una rebelión pequeñita, modesta, pero implacable.

Ese fue el sentido de rebelión que la llevó a plantarse delante de mi papá cuando cumplió los dieciocho años para anunciarle que se casaría con Luis, su primer y único novio, aunque no hubiera terminado la universidad. Era su manera de hacer las cosas, sin levantar la voz, sin discutir, sin montar una escena. A mi papá no le quedó otra que aceptar, porque sabía que si no lo hacía perdería a su hija mayor. Pero con la cara amarrada puso una condición como para no dar su brazo a torcer: Rebeca tenía que seguir estudiando en la universidad y graduarse. Ella prometió que así sería y lo cumplió.

La escena en la que Luis y Rebeca anunciaron que se casarían sucedió en esta casa. O al menos así es como yo lo recuerdo. Aunque bien puede haber sido en la casa de la California Norte, justo antes de que la familia se mudara. Lo que sí es cierto es que fue ahí que se casaron, cruzando la calle para sellar el pacto en la iglesia de enfrente. Tal vez por eso mi memoria de esa casa está vinculada a mis recuerdos de Rebeca, porque esa fue la última casa en la que vivimos juntas, por apenas unos meses. Y tengo una especie de sentimiento de culpa por no recordar más detalles, por no recordar ninguna conversación con ella, ningún intercambio de esos que con el tiempo se vuelven decisivos, reveladores. La vida no es una película y por eso los recuerdos son más bien invenciones con las que rellenamos los huecos de lo que hemos estado viviendo sin darnos cuenta.

Al cruzar la reja había un porche, uno de esos rectángulos techados que ya no existen más pero que eran, en las casas de antes, un refugio fundamental. Cuando uno llegaba de afuera lo protegían a uno del sol o de la lluvia. Si uno estaba saliendo ese era el lugar en el que se detenía a pensar qué se le había quedado. Y si sólo quería mirar para afuera o escapar del encierro, ahí estaba el porche donde uno se podía instalar a leer o a pintarse las uñas o a sacarse las cejas o simplemente a conversar en un lugar limítrofe entre la casa y la calle. Los porches fueron siempre para mí espacios de libertad y de expansión; lugares para estar adentro y afuera al mismo tiempo. Como los balcones.

Este porche tenía una trinitaria enredada en el techo que, según recuerdo, también se agarraba de la reja del frente y formaba como un túnel vegetal. Cualquiera que conozca el calor inclemente que puede llegar a hacer en Barquisimeto sabrá el alivio que significa tener una mata generosa que le dé sombra a cualquier parte de la casa. Creo que de esa casa me viene el cariño por las trinitarias, que son las matas que más me gustan, porque se enredan con sus hojas verdes de cualquier superficie que las soporte, porque tienen flores pequeñas pero abundantes, y porque en el trópico crecen sin necesitar nada de nada. Ni siquiera agua, porque con la lluvia les basta.

Después del porche había una sala que recuerdo amplia, con una inmensa ventana enrejada que daba al porche. Al fondo estaba el comedor y a la derecha dos cuartos. En uno de los cuartos dormían los viejos, en el otro mis hermanas menores. En esa casa yo no tuve un cuarto propio y nunca lo resentí. Mi vida ya estaba en otra parte y estaba bien que la familia se fuera adaptando a esa realidad. En las pocas semanas que viví en esa casa dormí en el cuarto de atrás. Era un hueco oscuro forrado de corcho que los dueños de la casa, o los inquilinos anteriores, habían acondicionado quién sabe para qué. Tal vez tocaban música o revelaban interminables rollos de fotos. Nunca supimos. Todavía hoy me acuerdo de la oscuridad y del olor de ese cuarto en el que dormía sobre un colchón en el suelo.

Entre el comedor y el cuarto oscuro estaba la cocina, que parecía más bien un ancho pasillo. Tenía un lavaplatos automático, que para nosotros era una extraordinaria novedad. Había una pequeña mesa dentro de la cocina donde se tomaba café y se conversaba a veces. Y creo recordar que teníamos dos neveras. Tal vez una que ya estaba en la casa y otra que llegó con la mudanza. 

Me acuerdo del piso de esa cocina, porque era de linóleo, esa especie de plástico en cuadritos que supongo que se puso de moda después, pero que yo no había visto nunca antes. Los pisos de las casas en las que había vivido eran de granito, de cemento, de baldosas, todos materiales sólidos y arraigados firmemente al suelo. El linóleo, en cambio, era una cosa semipermanente que se desconchaba y que a nadie en la casa le gustaba. Pero no había nada que hacer. Aquella era una casa alquilada, en la que estábamos de paso, y no valía la pena cambiar nada.

El lugar que todos usábamos más en toda la casa era un patio enrejado que había atrás, a un lado de la cocina. Este patio o corredor tenía piso de ladrillos rojos y allí veíamos televisión sentados en una mezcla extraña de muebles de hierro y de mimbre. Recuerdo reuniones familiares en ese lugar y comilonas y largas conversaciones. Una reja negra separaba este patio interno del patio propiamente dicho. Afuera el piso era igual y el espacio terminaba en el gran portón cerrado que daba a la Avenida 20.

Pero lo más impresionante de esa casa era que en la esquina de ese patio había una piscina. Era una piscinita que se cruzaba en dos brazadas y el agua apenas le llegaba a uno a la cintura cuando estaba completamente llena, pero para nosotras era una increible novedad. Creo que la primera cosa que hicimos al llegar a esa casa fue vaciar la piscina, lavarla a fondo y ponerla a llenar otra vez. Tardó una par de días en llenarse y cuando estuvo hasta el tope compramos un perol plástico que flotaba y distribuía el cloro que era necesario para mantener el agua limpia.

Me acuerdo claramente de haberme bañado sola por horas en esa especie de bañera grande. Me gustaba el modo como las ramas de una mata que había afuera se reflejaban en el agua. Me encantaba quedarme flotando con los ojos abiertos mirando el cielo. Escuchaba el sonido que el agua hacía cuando me movía y sentía que no podía haber una paz más completa que esa. Entonces llegaba alguna de mis hermanas o mi mamá me llamaba desde dentro de la casa porque ya era hora de poner la mesa y la paz se acababa.

En esa casa tuvimos nuestro primer perro cocker spaniel, al que le pusimos Negro, porque era oscuro como un carbón. Nos lo había regalado mi tía Zoraida que tenía una perra de esa raza y que siempre que paría dejaba un hijo en alguna de las ramas de la familia. Llegó a la casa cachorrito, seguramente después de miles de ruegos para que mi mamá lo aceptara, porque a ella nunca le gustaron los perros. Y ahí vivió con nosotras, o más bien con mis hermanas, hasta que Rebeca se lo llevó para su nueva casa cuando se casó. Me acuerdo haber pasado noches en vela en aquel cuarto de corcho consolando al cachorrito para que se durmiera y dejara dormir a los demás. Ese perro fue el abuelo de un perro que tuvimos después Ruth y yo, al que llamamos Rufo. Tú lo conociste cuando me fuiste a visitar años después a Guanare.

Cuando Rebeca se casó la casa se llenó de familiares que vinieron de Caracas y de Guanare. Se pusieron mesas en el patio de afuera y en el de adentro. Me acuerdo de los preparativos, de las muchas cosas que había que hacer antes de que llegaran los invitados a la fiesta. Pero no me acuerdo de la fiesta en sí ni de la ceremonia. Sólo tengo un recuerdo nítido de Rebeca en ropa interior, con medias de nylon y la cabeza envuelta en un paño o tal vez llena de rollos como se usaban antes, con las piernas levantadas y recostadas en la pared de corcho de aquel cuarto de atrás. Estaba descansando antes de vestirse.

La única otra cosa que recuerdo del día del matrimonio de Rebeca es que después de que los novios se fueron una pareja de amigos de Luis se peleó y él se fue y la dejó a ella sola. Cuando ya se había ido todos los invitados tuvimos que ir a llevarla a donde vivía, que era en una finca por la vía hacia Chivacoa. Fuimos a llevarla mi tío Rafael Calles, mi primo que se llama igual que su papá y yo. Me acuerdo muy bien de ese viaje porque fue uno de los episodios más extraños y absurdos que he vivido. Cuando llegamos a la finca la reja de entrada estaba cerrada con un inmenso candado. Estuvimos mucho rato decidiendo si dejar a la mujer ahí o si regresarnos todos otra vez para atrás. Al final ella quiso quedarse. La vimos subirse a la reja con su traje largo de fiesta y saltar al otro lado. La oscuridad se la tragó en un instante.

Me acuerdo que hice maletas muy poco después del matrimonio. Iba a vivir en una residencia que quedaba en la Avenida Las Acacias, detrás de la Universidad. Mi papá me llevó en su flamante Mercedes y me dejó instalada allí, con muchas recomendaciones, al cuidado de la señora Elvira, que era la dueña de la casa en la que funcionaba la pensión de señoritas en la que viví durante mi primer año de universidad. Yo tenía 17 años y me sentía una gente grande. Esa pensión es el primer lugar en el que viví por mi cuenta. Y, como sabes, es una cuenta larga la de las habitaciones, cuartos, cuartuchos, apartamentos y casas en las que he vivido desde entonces. Tal vez valga la pena seguir contando esta historia. Ya veremos.

Mientras tanto, te dejo aquí un abrazo barquisimetano...
r

lunes, 20 de octubre de 2014

Mitologías


Amiga,
Los lunes, mientras trato de limpiar la casa, escucho podcasts en mi viejo iPod. A veces oigo música, o alterno las canciones de Janis Ian y Tiny Ruins con programas que me cuentan sobre la formación de Alemania o los libros que están por salir o que ganaron premios hace poco.
Al principio era mi manera de alejar la miserable sensación de ser una ama de casa sobrecalificada (una licenciatura, dos maestrías, un doctorado, casi veinte años de experiencia en docencia e investigación... para terminar limpiando pocetas!).
Pero ahora que he aceptado mi destino he construido una historia diferente. Mientras trato de expandir mis horizontes, aprendiendo sobre historia universal o nuevas formas de explicarnos el mundo, aprovecho para limpiar un poco la casa.
Hoy he estado escuchando un programa que Peter Conrad presenta en BBC 4 sobre las mitologías del siglo en que vivimos, siguiendo los pasos de aquel emblemático libro de Barthes, Mitologías. Y he redescubierto esta noción elemental: lo que es relevante no es la realidad cruda sino el modo como se cuenta. Barthes los llamaba mitos. Los intelectuales mediáticos de hoy las llaman narrativas.
Necesitamos historias para darle sentido a la vida. No sólo a nuestras pequeñas, intrascendentes vidas individuales, sino también a la Vida con mayúscula que vemos suceder en todas partes. Y por eso inventamos mitos del origen o fábulas apocalípticas. Necesitamos imaginar inicios y finales. Es algo que nos define como especie: somos bichos que cuentan.
Este es mi mito de hoy, amiga. Mi relato: soy una escritora que mientras batalla con sus demonios y avanza línea a línea en un territorio desconocido, sin saber a dónde llegará, si es que llega a algún lado, limpia la bañera, saca el polvo de los libros que se apilan en los estantes, pasa aspiradora, coletea, lava la ropa y la tiende a secar en una cuerda dentro de la casa, porque es otoño y afuera llueve.
Soy como la vaca de Morábito. ¿Conoces ese poema precioso? Sólo por si no, aquí te lo dejo:
Como delante de un prado una vaca
que inclina mansamente la cabeza
y sólo la levanta para contemplar su suerte,
o una ballena estacionada justo
en la corriente de una migración de plancton,
a veces me sorprendo estático
y hundido, estacionado
en medio del gran prado del lenguaje.
Pero no tengo dos estómagos
y hasta la vaca busca, cata, escoge,
separa cierta hierba que le gusta,
no es un edén el prado, es su trabajo,
y la ballena, cuando come el plancton,
separa las partículas más gruesas,
se gana el pan diario, su inmenso pan,
buscándolo en el fondo de los mares,
después emerge, expulsa el diablo de su cuerpo
y vuelve a sumergirse sin saber
si come el plancton o lo respira.
No es fácil ser cetáceo ni rumiante
y yo no tengo doble estómago, y con uno
hay que escoger, no todo sirve,
sólo la poesía no desecha,
ve el mundo antes de comer.
Mundo en ayunas ¿a qué sabes?
Poder hacer una única ingestión que dure de por vida,
que con un solo almuerzo nos alcance
y tener toda la vida para digerirlo...
Tener un grado de asimilación inmenso,
saber que todo se digiere
y lo perdido da un rodeo y regresa.
Por eso escribo: para recobrar del fondo todo lo adherido,
porque es el único rodeo en el que creo,
porque escribir abre un segundo estómago
en la especie.
El verso con su ácido remueve las partículas
dejadas por el plancton de los días
y a mí también, como el cetáceo,
me sale un chorro a veces,
una palabra vertical que rompe el tedio de los mares.
Hasta aquí la vaca y la ballena de Fabio Morábito. Y hasta aquí yo también, por hoy, amiga. Me voy en busca de mi propio prado. Aunque sólo me pare a contemplarlo, rumiando mis historias. A ver si en unos minutos o unas horas, con la casa ya limpia, sucede que respiro y sale un chorro.
Te dejo un abrazo mítico,
r

sábado, 4 de octubre de 2014

Diez años



Amiga,

Hoy prendí mi vela frente al retrato de mi hermana, como lo hago todos los 4 de octubre desde hace diez años. Me senté a recordar lo que pasó ese día y no me sorprendió demasiado darme cuenta de que todavía me pongo a llorar cuando me acuerdo del grito de Patricia cuando le di la noticia, del llanto de mi mamá en el teléfono y de la cara de mi papá diciéndome que le habían matado a su muchacha en la calle, en pleno día, como se mata a un perro.

No es verdad que nos deja de doler la muerte violenta de un ser querido. Nos duele siempre. Pero tenemos que vivir como si ese dolor no existiera, hasta que llegan estos días en los que nos sentimos con derecho a recordar y a llorar por nuestros muertos otra vez.

Hoy debería tratar de conmemorar la vida de mi hermana con un recuerdo alegre. Pero no se me da la alegría en este día, amiga. Me quedo mirando por la ventana y no se me ocurre otra cosa que recordar el día en que me dieron la noticia y yo tuve que dársela a mi sobrina, a mis padres y a mis hermanas.

Uno vuelve una y otra vez a los mismos recuerdos, como si el trauma sólo pudiera superarse si uno es capaz de reconstruir minuto a minuto lo que pasó. Pero yo no estaba ahí cuando mataron a mi hermana y sólo puedo recordar lo que me dijeron y arrepentirme por no haber preguntado más detalles, por no saber más.

El resto es el tiempo que ha pasado. Parece mentira, dice uno, cuando ha pasado tanto tiempo y todo vuelve a la memoria como si hubiera sucedido ayer. Pero no es cierto. He olvidado tantas cosas. A veces creo que recuerdo el tono de voz de mi hermana. Pero no estoy segura. Me acuerdo más de su cara y de sus gestos, del modo como se reía y del modo como se ponía seria para contar algo que le preocupaba.

La verdad es que mi hermana se me desdibuja en la memoria y eso me hace sentir doblemente culpable. Porque yo estoy viva y ella no. Porque desde hace diez años he sentido que ella hubiera aprovechado mucho más su vida de lo que yo he aprovechado la mía.

En este día en el que me puedo sentar a llorar otra vez por mi hermana, te mando un abrazo adolorido, apagado, entregado y muy, muy triste,
r

viernes, 3 de octubre de 2014

¿Quién necesita identidad?



Amiga,
Acabo de regresar de Londres, donde estuve hablando sobre Doña Bárbara en una clase de postgrado del King´s College y sobre Historia menuda de un país que ya no existe, de Mirtha Rivero en un seminario de investigación. Dos eventos separados en los que sentí que estaba tratando de explicar un país al que ya no pertenezco, en un idioma extraño, sin tener en realidad una idea clara de cómo hacerlo.
Algunos asistentes me hicieron preguntas que traté de responder lo mejor posible, dudando mucho y con muy pocas certezas, no sólo porque estaba hablando en inglés, sino también porque a estas alturas hace rato que dejé de creer en la posibilidad misma de explicar lo que sucede en Venezuela. La tierruca se me ha vuelto un lugar tan extraño y lejano que cada vez me siento menos capaz de representarlo. Es por eso que declaré ayer mismo que éste sería el último evento académico al que asistiría en mi vida. Al menos de este lado del mundo.
¿Cómo explicar, en un evento académico, que los venezolanos parecemos estar viviendo hoy en al menos dos universos paralelos? ¿Cómo describir de manera convincente la obsesión que tenemos con nombrar la realidad desde trincheras opuestas? ¿Cómo hacer entender que frente a una misma realidad hay siempre dos discursos que no sólo no son compatibles sino que ni siquiera tienen puntos en común? ¿Cómo hacer todo esto sin elegir un lado, sin reconocer que mi propia visión también está marcada por una frontera, enraizada en una trinchera?
Uno de los colegas presentes me reclamó, o más bien me previno, sobre ese deseo de llegar a un consenso. Un consenso que sí existe aquí desde hace años y que, según él, le ha hecho mucho daño a la sociedad británica. Mi respuesta no fue satisfactoria y fue una de las preguntas que hubiera querido tener la oportunidad de volver a responder. Hubiera querido decirle que lo que queremos, los que aún creemos en la democracia, no es un consenso absoluto, sino al menos un espacio para el diálogo de todas las fracciones que hoy se atrincheran cada una en su hueco, negándose a reconocer la existencia de los demás.
Otro colega me preguntó por qué necesitamos definir una identidad si hoy en día las identidades son sólo otra forma de la opresión y a lo que debemos aspirar es a la destrucción, al desmontaje de todo discurso identitario. Estuve de acuerdo en que lo ideal sería que no tuviéramos necesidad –nunca– de definir un nosotros. Ni en Venezuela ni en ninguna parte.
Pero dije también que la necesidad de definirnos es parte de la naturaleza humana y que aunque nosotros mismos no queramos definirnos, como individuos, cada vez que se nos interpela con las preguntas ¿quién eres tú? o ¿de dónde vienes? no nos queda otra opción que responderlas, como sabe muy bien cualquier exiliado. Porque las preguntas identitarias tienen una fuerza, una violencia, difícil de resistir. Y esto se multiplica cuando se trata de países enteros y cuando se producen diásporas como la nuestra.
Tampoco creo que mi respuesta haya sido satisfactoria en este caso. Y por eso lo seguimos conversando con Katie Brown frente a un pub en el laberinto de calles que rodea LSE, el vecindario del nuevo edificio Virginia Woolf del King´s College, donde está el departamento de español y portugués.
El tema de la identidad es largo y complicado. Fue uno de los temas discutidos en Cambridge y que parece dejar a todo el mundo insastisfecho. Con razón. Pero creo que si elegimos dejar el tema de lado y decidimos –dando un manotazo al aire– que es un tema fascista y que no tiene interés alguno en estos días, lo que estamos haciendo es abandonando un campo de batalla que hoy en día es más significativo que nunca.
Cuando un gobierno con aspiraciones de hegemonía absoluta se adjudica el derecho de definir quiénes entran en la categoría de “venezolanos” o de “patriotas” y quiénes están excluidos de ese territorio, no es recomendable –al menos en términos políticos– abandonar la discusión. Porque la identidad no es una realidad que cuelga en las matas como si fuera un mango. La identidad es un espacio de significación, una red discursiva, y su riqueza y su existencia misma dependen de que haya muchos discursos constituyéndola. Si esos discursos se reducen a un solo lado, a una sola visión, entonces la identidad se nos quedará incompleta y habrá muchos que se quedarán afuera. Todos los fanatismos están hechos con esas visiones parciales.
La identidad es todos los discursos que nombran el nosotros, todos juntos y revueltos. Y esa pluralidad debe seguir alimentándose, sin abandonar nunca el campo de batalla o el terreno de juego. En este caso también, como en tantos otros, el que calla otorga. Estas y otras razones estuvieron presentes en la discusión posterior al seminario y luego me siguieron dando vueltas, en inglés y en español, durante lo que quedó de ese día. Creo que en sueños seguí también armando argumentos para explicar y comprender el modo como funcionan los discursos identitarios en Venezuela.
Al regresar hoy al mundo electrónico en el que me pongo al día con lo que sucede en la tierruca, me encontré con la inmensa polémica alrededor del asesinato del parlamentario oficialista Robert Serra. No sé quién puede alegrarse con la muerte de otro ser humano. No se me ocurre siquiera que sea posible que, en Venezuela, donde tantas familias han sido devastadas por la tragedia de perder a un ser querido en un hecho violento, exista quien pueda festejar que se esté sumando otra víctima a la ya larga lista. Dos víctimas, porque junto a Serra mataron a su asistente, María Herrera.
Este caso sirve para mostrar, una vez más, que en la tierruca la realidad se construye discursivamente de maneras siempre contradictorias y excluyentes. En este caso, como en tantos otros, tampoco hay un mínimo consenso que permita elaborar un plan de acción basado al menos en un par de premisas comunes. Porque cuando –desde el oficialismo– se ofrece que el caso será investigado y los culpables serán llevados a la justicia, esta promesa se hace al mismo tiempo y a veces casi en la misma frase en la que se acusa a la oposición de algún tipo de complicidad con lo ocurrido. Y cuando –desde la oposición– se lamenta una muerte más, dos muertes más, se hace en medio de una diatriba política en la que se acusa al gobierno de no hacer su trabajo más elemental, que es el de cuidar las vidas de todos los venezolanos.
Ojalá, amiga, que esta vez sí, de verdad, se haga justicia. Pero no tengo esperanzas. Creo que, cuando el polvo y la ventolera se asienten, esta muerte también será olvidada, como tantas otras. Porque no hay voluntad de verdad en el estado venezolano. Sólo hay revanchismo, paranoia y deseo de venganza. Y con esos sentimientos no se alcanza una justicia real.
Te mando un abrazo adolorido,
r

jueves, 25 de septiembre de 2014

De aspavientos y malacrianzas


Amiga,

Estoy casi llegando de Cambridge donde presenté una ponencia sobre el libro Historia menuda de un país que ya no existe, de Mirtha Rivero. La conferencia, organizada por la Venezuela Research Network, fue un momento perfecto para encontrarnos venezolanos de adentro y de afuera, así como gente de otras partes interesada en analizar la cultura y la política venezolanas, en el amplio sentido de los dos términos.

No viene al caso comentarte con detalles el lado académico del evento. Lo que sí quería era contarte del fenómeno curioso de las identidades que se ha estado produciendo en estos últimos años en los que tantos venezolanos se han ido y han terminado enseñando en las universidades algún aspecto de la tierruca. El primer resultado de esta diáspora académica, creo, es la necesidad de fraguar espacios de diálogo con los que quedaron allá. El segundo, la creación de una nueva generación de apasionados por el estudio de lo nuestro.

En el primer caso, el de la búsqueda de lugares de contacto, de espacios de encuentro, creo que se trata de responder a una necesidad humana de juntarse con lo semejante. Pero basta con que se junte un grupo de venezolanos para que las diferencias broten casi de inmediato. Y no hablo de la diferencia política que divide a la gente en dos bandos claramente delimitados. Más bien estoy pensando en las diferencias de tono, de registro discursivo. Los que siguen allá continúan utilizando un tono crispado y prepotente de hablar, de gesticular, de plantarse ante el mundo que ya hemos olvidado los que estamos afuera.

No le atribuyo ninguna virtud a ese apocamiento del tono y de la gestualidad. Los exiliados nos hemos encogido bajo el peso del mundo al que hemos tenido que enfrentarnos. Hemos aprendido que ocupamos un espacio minúsculo y que a nadie le importa quiénes somos ni qué pensamos. Nos hemos acostumbrado a andar por ahí sin que nadie nos note. Decimos lo que pensamos en un tono menor, sin arrebatos, sin énfasis. Tenemos un ego desinflado, moldeable, pequeñito. Hemos dejado de sentir que el mundo empieza y termina en nuestro ombligo.

La malacrianza es algo que hemos olvidado los que estamos afuera. No podríamos sobrevivir en este mundo inhóspito si anduviéramos por ahí exigiendo protagonismo. Hemos tenido que descubrir, muchas veces en otro idioma, los tonos correctos para comunicarnos con el mundo y eso nos ha hecho menos seguros, más modestos. Estamos aprendiendo todo de cero y a veces nos sorprendemos descubriendo el agua tibia. Estamos obligados a preguntar y a escuchar. A seguir instrucciones al pie de la letra. Nos hemos resignado a responder sólo cuando se nos pregunta y siempre con muchas dudas por delante. Gajes del exilio.

Tal vez por eso, en reuniones como éstas miramos los toros desde la barrera y nos asombra y nos escandaliza lo que calificamos como falta de maneras de nuestros colegas. Nos asombra que interrumpan cuando otro habla y que hagan gestos de desaprobación sin disimular en lo más mínimo. Nos escandaliza que, sin más ni más, alguien se pare y se vaya en medio de una discusión, porque no le han dado la palabra o porque se ha acabado el tiempo y la moderadora ha cerrado el debate, pidiéndonos que terminemos de conversar en el pasillo mientras tomamos café.

Pero aún así nos alegra reencontrarnos. Durante las primeras pausas, en la mesa del café, al principio no nos mezclamos mucho. Cada quien parece estar aferrado a su trinchera. Pero luego hay otras pausas y otros momentos para comer y fumar. Entonces nos tanteamos y nos acercamos a cada grupo a ver de qué se habla y todo parece fluir sin tantas trabas y se nos olvidan las lecciones que hemos aprendido y terminamos enfrascados en conversaciones a gritos en las que todos se interrumpen unos a otros y abiertamente se descalifican sin tapujos.

Me alegró recuperar por un par de días ese tono enfático. Esa pasión con la que atacamos y nos defendemos cuando estamos entre nosotros. Porque recordé en la piel, en la garganta, ese modo de ser bullicioso y maleducado, que no tiene que ser ni bueno ni malo sino que parece como de otra parte, de otro tiempo. Un tono y un énfasis que ahora ya no me creo capaz de sostener por mucho más de un par de días. Hablamos de memorias y de nostalgias, pero sobre todo se habló de política, como es inevitable entre nosotros.

Sin embargo me alegró, sobre todo, ver y escuchar a los jóvenes que están abordando el estudio de la cultura venezolana sin las taras de los viejos. Entre los jóvenes la discusión sobre el régimen y su caudillo es sólo un detalle tangencial. Lo que cuenta en verdad es otra cosa. Mientras los viejos no pierden ocasión de embarcarse en largas y enrevesadas discusiones sobre el cómo y el por qué y el hasta cuándo del régimen que nos agobia, los jóvenes discretamente observan y sonríen y se van a un rincón a hablar de otra cosa sin tantos aspavientos. Saben que el futuro les pertenece.

Te mando un abrazo maleducado y gritón,
r


jueves, 11 de septiembre de 2014

El sí de los niños


Amiga,
Te escribo sentada en la cocina, con un tecito enfrente, mirando a mi gato que agarra sol en el patio. Septiembre nos ha traído un último remanente de verano y los pájaros y las moscas revolotean agradecidos. Y tal parece que los independentistas escoceses también están aprovechando el impulso del resto de verano que queda.
Hace unos días se anunció, por primera vez, que una encuesta daba como ganador al sí en el referéndum por la independencia. Eso bastó para que se destapara una especie de euforia de último minuto. Hasta en este pueblito nuestro en el que nunca pasa nada, y donde parecía que nadie estaba pendiente de las campañas de un lado o del otro, en  estos últimos días han aparecido letreros de YES en las ventanas, incluido uno que puedo ver desde aquí mientras te escribo.

Ayer me fui al centro a leer un rato en la biblioteca nacional, como todos los miércoles, y en el camino hice un recorrido más largo de lo habitual para ver cómo se sentía el ánimo de la ciudad. Había mucha gente en la calle, como siempre que hace sol. Al final de Princess Street había un toldo y una mesa de la campaña a favor de la independencia. Me paré a mirar y pedí que me regalaran uno de esos botones de ponerse en la solapa.

El hombre que estaba a cargo me dijo que tenía que firmar la petición a favor de la independencia. Había al menos tres personas haciendo cola y la carpeta en la que recogían firmas se veía abultada. Me pregunté para qué se necesitaba firmar una petición si en menos de una semana iba a haber un referéndum. Pero no dije nada.

Estaba a punto de seguir mi camino cuando uno de los voluntarios que estaba cerca me preguntó si quería un botón. Le dije que sí. Se acercó a la mesa donde se acumulaban los botones al lado de las firmas y eligió uno para mí. Rosado. Me lo dio con una enorme sonrisa, pensando tal vez que había acertado con mi color favorito. Estuve a punto de devolvérselo y pedirle uno rojo o azul o amarillo. Cualquiera que no fuera rosado. Pero no me pareció correcto. Le di las gracias y me guardé el botón en el bolsillo.

Después de todo yo no iba a usarlo. Sólo lo quería como documento. Así como guardé propagandas del sí y del no, cuando se hizo el referéndum en Venezuela contra Chávez. (Un referéndum que ganó el NO, aunque ya parezca que todos se han olvidado.) Así quería guardar una muestra de la campaña de los dos bandos a favor y en contra de la independencia. Pero en todo el centro de la ciudad no conseguí un solo toldo, una sola mesa, ni un íngrimo representante del NO repartiendo volantes. Esa es tal vez la imagen que mejor retrata el clima que se vive esta semana en la capital de este país al borde de la independencia.

Yo ya voté, por correo, al día siguiente que llegaron las papeletas. No había leído la pregunta que tenía que responder. Me imaginaba más o menos el contenido, pero no sabía cómo estaba formulada. La pregunta me sorprendió. Dice: ¿Debe Escocia ser un país independiente? (Should Scotland be an independent country?)

Esa es una pregunta que suena como un golpe bajo. Y lo es. Es como cuando te preguntan si crees en la libertad, en la felicidad, en el amor al prójimo o cualquiera de esas grandes emociones que son al mismo tiempo valores incuestionables. Todo país debe ser independiente. Esa es la ley. Y si vas en contra se esa ley estás sin remedio a favor de los imperios, de los opresores, de los más poderosos. Esa es una pregunta que nadie puede responder de manera negativa, si quiere hacerlo -como se dice- con el corazón en la mano.

Yo había decidido ya con la cabeza fría cuál iba a ser mi voto. Pero eso no impidió que me sintiera como una traidora de todas las causas nobles y justas cuando marqué la casilla del NO.

Si Escocia se separa del Reino Unido a raíz de esta consulta, una de las causas va a estar en la formulación de esa pregunta. Hay todavía diez por ciento de indecisos y entre ellos una inmensa mayoría son niños entre los 16 y los 18 años de edad. Esos adolescentes van a ir juntos, en cambote, a votar por un futuro en el que ellos van a vivir para siempre. Y en ese espíritu de fiesta y regocijo van a decidir desde el fondo de sus entrañas el futuro del reino.

No me cabe la menor duda de que al menos ellos –los que todavía declaran que están indecisos– van a votar por el sí. Porque si yo, que soy extranjera, que no siento ningún vínculo emocional por este lugar, cuando leí esa pregunta me sentí interpelada –en el más puro sentido althuseriano–, si yo me sentí impelida y obligada a responder que sí en nombre de todas las buenas causas habidas y por haber, ¿qué otra cosa puede sentir un adolescente nacido y criado en esta tierra?

El modo como se formula una pregunta tiende a derminar la respuesta. Por eso las encuestas son tan fáciles de manipular. Y eso lo saben muy bien los nacionalistas que están impulsando el proceso de independencia.

Otra cosa que saben muy bien es cómo remover viejos resentimientos y cómo alimentar falsas esperanzas. Y aquí es donde el parecido con lo que nos ha pasado en la tierruca hace que se me paren los pelos de punta.

Ayer, un reportero de la BBC que estaba entrevistando a una pareja en un vecindario de clase media de Edimburgo –ella iba por el sí, él por el no– se volteó hacia un grupo de adolescentes que se había acercado al ver el revuelo de cámaras y micrófonos. Ante la pregunta de por cuál opción votarían todos respondieron en coro “YES!”. Uno de ellos se encargó de responder por qué, de esa manera concisa con que los adolescentes del mundo entero reducen todo a una consigna fulminante: “more money, man.”

Estos jóvenes han sido convencidos por la misma oferta de todos los populismos que creen que la mejor vía para llegar al corazón de la gente es ofrecerles dos simples recompensas: venganza y dinero. ¿Te suena conocido?

Es terriblemente triste.

Te dejo aquí un abrazo espantado,
r



martes, 26 de agosto de 2014

Admirar los cuentos



Amiga,

Ya no nos quedan sino migajas del verano. Todos los festivales están ya cerrando y del bulto de entradas que compré sólo esperan dos, huérfanas, en el estante de la biblioteca. De las muchas cosas que vi y escuché me quedo con los poemas visuales de Margaret Tait y la brillante intervención de Lydia Davis, empujada y azorada por las preguntas de Ali Smith, en la feria del libro.

El trabajo de la Tait se puede ver en la página de la Biblioteca Nacional de Escocia (aquí) y no necesita nada más que del asombro de quien mira. Sus videos son una muestra de que la poesía tiene muchas formas y que una de ellas es puramente visual. Es posible que la fascinación que se siente hoy por esas imágenes tenga que ver con una forma de nostalgia: vemos el modo como se vivía antes, como la gente se vestía, hablaba y caminaba en Edimburgo en los años cuarenta y cincuenta. Pero también, creo, se trata de una forma de usar la luz, las texturas, los pequeños relatos que la vida regala.

Y creo que, saltando en el tiempo, eso es precisamente lo que hace Lydia Davis con sus cuentos. Estuve a punto de usar las comillas y me resistí. Hasta hace poco las hubiera usado, acostumbrada a los encasillamientos a los que nos entregamos con tanta comodidad los que hemos enseñado alguna vez literatura. Porque los cuentos de Davis no caben en ninguna categoría. Esto se ha dicho mucho ya. Pero ella lo dijo de la mejor manera el domingo cuando habló con Ali Smith: hay una amplia gama de posibilidades para todo tipo de textos, que va desde una frase hasta novelas de miles de páginas. Esa es una línea continua y ningún autor tiene por qué sentirse obligado a definir qué espacio quiere ocupar en esa línea o qué tanto quiere moverse de un extremo a otro.

Y Davis ocupa todos los espacios que van desde lo más breve hasta la novela. Pero nada de lo que te cuente sirve para entender la sensación de maravilla y, por qué no, la alegría de descubrir lo que se puede hacer en pocas líneas, cuando se olvidan las convenciones de lo-que-debe-ser. Así que me voy a atrever a traducir unos pocos cuentos de Lydia Davis para dejártelos aquí de regalo, con todo y sus deliciosos títulos:

El lenguaje de la compañía de teléfonos
“El problema que usted reportó recientemente está ahora funcionando correctamente.”


El pelo del perro
El perro se fue. Nos hace mucha falta. Cuando tocan la puerta, nadie ladra. Cuando llegamos tarde a la casa, nadie nos espera. Todavía encontramos motas de su pelo blanco aquí y allá en la casa y en la ropa. Las recogemos. Deberíamos botarlas. Pero es todo lo que nos queda de él. No las botamos. Abrigamos una loca esperanza: si acumulamos suficientes tal vez podamos volver a tener al perro con nosotros otra vez.


Historia circular
Los miércoles temprano en la mañana hay siempre mucho ruido afuera en la calle. Me despierta y siempre me pregunto qué será. Es siempre el camión que recoge la basura. El camión viene todos los miércoles temprano en la mañana. Siempre me despierta. Siempre me pregunto qué será.


Bloomington
Ahora que he estado aquí un tiempo, puedo decir con certeza que no he estado antes aquí.


La lección de la cocinera (una historia de Flaubert)
Hoy he aprendido una gran lección; nuestra cocinera me la enseñó. Ella tiene veinticinco años y es francesa. Descubrí, cuando le pregunté, que no sabía que Louis-Philippe ya no era rey de Francia y que ahora tenemos una república. Aunque hace ya cinco años que dejó el trono. Ella dice que el hecho de que no tengamos un rey simplemente no le interesa en lo más mínimo. Esas fueron sus palabras.
¡Y yo me creo un hombre inteligente! Comparado con ella, soy un imbécil.


Hasta aquí algunos de los cuentos más breves de la última colección de historias de Lydia Davis que se llama Can’t and Won’t. Creo que vale la pena explicar el último cuento. Davis tradujo Madame Bovary hace poco. Dicen que es la mejor traducción que existe en inglés de la novela del maestro francés. Mientras traducía, estuvo leyendo toda la correspondencia que Flaubert escribió durante los casi tres años en que estuvo embarcado en la escritura de su novela más famosa. En esas cartas Lydia encontró pequeñas anécdotas que fue rescatando para convertirlas en varios cuentos –sin comillas.

Dicen que la admiración es uno de los mejores incentivos de la creación. Espero que así sea, porque no será por falta de inspiración que yo no me dedique a trabajar ahora que el verano se ha ido.

Te mando un abrazo admirado,
r


PD: Recaída: Me dejé llevar por la admiración y le dejé a Ali Smith una copia de mi tesis de maestría en la que traduje dos de sus maravillosos cuentos. También hice mi cola y le pedí que me firmara uno de sus libros. Su dedicatoria: “Para Raquel, con unas enormes gracias por el acto de traducción –el acto más creativo de todos. Ali Edinburgh 2014 August”