martes, 21 de diciembre de 2010

¡Feliz Solsticio de Invierno!



Amiga,

Con esta foto tomada hoy en el parque, te envío mis mejores deseos en el día más corto del año.

¡Feliz Solsticio de Invierno!

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miércoles, 15 de diciembre de 2010

Recordar las casas 5

Amiga,

Estaba esperando que consiguieras dónde vivir y que la memoria de estar damnificada se te borrara un poco, para seguir con mi cuento de las casas. No me voy a extender mucho más, de todos modos. Quiero cerrar la memoria de las primeras casas en las que viví con estas tres casas en las que todavía formaba parte de una familia —la casa de la California Norte, el apartamento de Terrazas del Club Hípico y la segunda casa de Barquisimeto. Las demás, las casas en las que estuve sola o acompañada, buscando algo que no sé si encontré, las dejo para más adelante. Cuando encuentre el modo de contarte un tiempo que tú ya conoces.

Supongo que sería a mediados de 1975 cuando nos mudamos a Caracas. Durante unos dos años vivimos en una casa en la California Norte que era de José Agustín Catalá. Eran los tiempos de las vacas gordas del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez y a mi papá le dieron un cargo alto en el Ministerio de Agricultura y Cría. Creo que esa fue la época en la que se encargó de los módulos de Apure. Viajaba mucho y tal vez por eso la vigilancia sobre nosotras se aflojó un poco y al mismo tiempo se volvió obsesiva cuando comenzamos a ser más díscolas de lo que se esperaba de nosotras. Habíamos entrado de lleno en la adolescencia.

Aunque había algunos pecados veniales, como fumar o beber, en realidad había un sólo pecado capital: tener novio. Fumar y beber era algo que hacíamos por contrariar a los mayores o por parecernos a ellos, y era sin duda considerado una afrenta, pero tener novio en la adolescencia era mucho más que un pecado o una afrenta: era una terrible desgracia. Por ese pecado capital nos persiguieron y acosaron durante años. Tal vez por eso para mí esos años están marcados por una sensación de encierro en la casa y libertad en la calle.

Fue el tiempo en el que descubrí que me estaba convirtiendo en una gente grande y ya no quería que nadie me diera órdenes. El típico momento en el que juras que no vas a parecerte nunca a tus padres y que vas a ser ante todo una persona íntegra y que vas a actuar toda la vida de acuerdo a dos o tres principios simples. Era ese tiempo en el que los matices de grises resultan inconcebibles. El tiempo del todo-o-nada, de cuando-sea-grande-van-a-ver.

La casa estaba en la avenida Berlín. Tenía un jardincito enfrente y la cerca baja de lajas de piedra, característica de las casas construidas en esa zona entre los años cincuenta y sesenta. Era de dos pisos y bastante grande. Después de la casa del cerro, creo que es la casa más grande en la que vivió la familia completa. En la planta baja, al entrar, había una especie de recibidor desde el que se veía la sala y el comedor. En ese lugar de entrada montábamos el arbolito y el nacimiento en diciembre, pero el resto del tiempo era un espacio más bien inútil. A la derecha había una pared curva forrada en madera contraenchapada que daba a la puerta del escritorio de mi papá.

Ése debe haber sido el escritorio más grande y mejor iluminado que tuvimos. Aunque era formalmente la oficina de mi papá, recuerdo haberlo usado muchas veces para hacer tareas y para leer. En la casa de mis padres no hubo nunca muchos libros, pero había una colección de los típicos tomos empastados que todo adeco que se respetara debía tener al alcance de la mano: ¡las obras completas de Andrés Eloy Blanco y de Rómulo Gallegos! Desde esa magra herencia cultural había comenzado yo a interesarme en la lectura y ya empezaba a acumular mis propios libros. Pero mis lecturas favoritas habían sido, años atrás, los suplementos de comiquitas. Había leído Sussy, secretos del corazón, con tanto entusiasmo como había leído los suplementos de todos los superhéroes habidos y por haber, además de Archie y las increíbles historias del monje loco, que tenía unos dibujos en sepia que paraban los pelos.

Pero lo más interesante que pasó en esa oficina no tenía nada que ver con la lectura. A los catorce años tuve un noviecito que me visitaba en las noches, cuando todo el mundo estaba durmiendo. Y a través de las rejas de esa inmensa ventana nos dábamos unos largos besos que, por supuesto, nunca pasaron de ahí. Una de esas noches llegó mi papá a estacionarse con el inmenso carro que le habían dado en el ministerio y al vernos siguió de largo. Al día siguiente se armó el drama del siglo. Yo no había cumplido ni quince años y se suponía que no estaba en edad de tener novio. Me castigaron, me encerraron, me amenazaron, y aún así las visitas por la ventana del estudio de mi papá se mantuvieron por mucho más tiempo de lo que todos en la casa imaginaban.

Al lado del escritorio había un bañito pequeño que sólo usaban las visitas. Más allá estaba el comedor haciendo una forma de ele con la sala y en el ángulo entre la sala y el comedor estaba la cocina. La sala daba a una puerta de vidrio que comunicaba con un patio de cemento. Al final del patio había un jardincito que tendría apenas un metro de ancho y ocupaba todo el fondo de pared a pared. De ese jardín sólo recuerdo una frondosa mata de amapolas que se enredaba en una especie de pérgola. En ese jardín enterré un lorito que se me murió de hambre.

Es una de las tantas culpas que cargo en la vida. He tratado de disculparme a mí misma pensando que no había podido salvarlo, pero la verdad es que el pobre loro se murió por simple y llano descuido mío. Los pájaros pequeños tienen un estómago tan minúsculo que, para que no se mueran de hambre, tienen que ser alimentados todo el tiempo, como los bebés. Yo cumplí con mi tarea los primeros días, pero en algún momento se dio una de esas salidas multitudinarias en las que nos íbamos en cambote al cine o a pasear por el Centro Comercial El Marqués, que quedaba a unas cuadras de la casa, y me olvidé del loro. Cuando regresé estaba muerto. Se había muerto de hambre. Lo enterré en el patio y lloré de culpa como si hubiera asesinado a un niño.

El patio se comunicaba por detrás con la cocina. No recuerdo con detalle cómo era la cocina, pero tenía una forma cuadrada y había espacio para un pantry donde desayunábamos y merendábamos. Recuerdo ese pantry como el lugar en el que se dieron las noticias más duras y se compartieron los momentos más íntimos de una época que aparece en mi memoria como una batalla campal, confusa y llena de gente. Porque en esa casa vivieron con nosotros por un tiempo mis tíos Miguelín y Mayuya con sus dos hijas, Jaqueline y Carolina. Y antes, o después, ya no me acuerdo, vivió con nosotros la hermana menor de mi mamá, Cynthia, que en realidad se llama Cristina y que nunca quiso que le dijéramos tía.

Detrás del comedor había una puerta que daba al garage. En ese espacio, que alguna vez estuvo abierto, pero que fue cerrado por alguno de los inquilinos anteriores, mi mamá montó una guardería. Ella estaba empeñada en usar ese espacio vacío para montar un negocio propio. Pintamos las paredes con motivos infantiles y pusimos algunos muebles que ahora no recuerdo. Esa guardería nunca funcionó en realidad, porque sólo cuidamos a un pobre niñito que dejaban en la mañana y regresaban a buscar en la tarde, a veces en la noche. Me acuerdo cómo nos turnábamos para atenderlo y que en algún momento mi mamá se sintió culpable o algo así, porque se dio cuenta de que a ese niño lo estábamos criando nosotras y no la gente que debía ser la responsable de cuidarlo. Así que le entregó el niño a sus padres y hasta ahí llegó la guardería.

Después ese lugar, que era y no era el garaje, se dedicó a otras cosas, pero eso ya no me acuerdo bien. Me parece que en algún momento se volvió un taller donde mi mamá se dedicó a la pintura y en otra época hubo ahí peroles de hacer cerámica y hasta un horno, pesadísimo, para cocer las tazas y platos que mi mamá hacía. Pero es posible que esté mezclando recuerdos de otras casas, porque todos parecen caber en ese lugar vacío que era el garaje.

Entre la sala y el comedor había un espacio, al pie de la escalera, donde pusimos un aparato de sonido. No recuerdo si venía de la casa anterior, pero me parece que no. Creo que era un aparato nuevo. Porque me acuerdo de la novedad de las cornetas estereo y, sobre todo, me acuerdo de unos audífonos, pesadotes y enormes, que uno se ponía para escuchar la música y se transportaba a otro mundo. Ese lugar de la casa me viene a la memoria así: yo estoy acostada sobre un cuero de vaca, blanco y negro, que servía de alfombra; tengo los audífionos puestos; estoy oyendo la banda sonora de la película Juan Salvador Gaviota y el perro que teníamos en esa casa, que se llamaba Nevado, está acostado en la alfombra conmigo y tiene su cabeza sobre mi barriga. Es uno de los recuerdos más perfectos que tengo.

La parte de arriba de la casa tenía un estar amplio donde veíamos la tele y dos cuartos a la derecha, donde dormíamos nosotras y dos cuartos a la izquierda, al final de un pasillo, donde estaba el cuarto de mis padres y el cuarto de huéspedes. Creo que en ese pasillo había un baño y había otro del lado de los cuartos de nosotras. Nuestros dos cuartos se comunicaban a través de una abertura en la pared que no llegaba a ser una puerta, sino que era más bien un umbral. Así que esa parte de la casa era un ir y venir, un entrar y salir, que no paraba. En esos dos cuartos aprendimos a afeitarnos las piernas, a hacernos peinados, a pintarnos las uñas, a maquillarnos, perfumarnos y emperifollarnos.

Teníamos también una puerta que se abría al balcón que daba al frente de la casa. Creo que desde ese tiempo me quedó el gusto por los balcones que conservo hasta hoy. ¡Me encantan los balcones! Pero no los balcones cerrados que son un remedo de balcón, sino los balcones abiertos a los elementos, los balcones en los que uno puede sentir que está afuera, donde te mojas si llueve o te achicharras si hace sol. Los balcones en los que puedes escuchar el ruido de la calle, en los que se pueden venir a refugiar los pájaros, en los que puedes tener matas, tender ropa, asomarte al mundo y fumarte un cigarro.

En el balcón de esa casa fumábamos y conversábamos. Sobre todo cuando vivieron con nosotras mis primas, Jackeline y Carolina. Desde ese balcón hablábamos con los amigos de la cuadra para ponernos de acuerdo para ir al cine, a pesar de que a mi mamá siempre le pareció de muy mal gusto eso de andarse gritando desde el balcón a la calle o viceversa. Aún así, ese era para nosotras el lugar en el que no estábamos ni en la calle ni en la casa. Una frontera porosa y amable, permisiva y hasta alcahueta. Recuerdo haberme sentado muchas veces en ese balcón, sola, con un cigarro y un cuaderno, a escribir un diario que nunca le mostré a nadie y que terminé botando a la basura unos años después.

Y eran sin duda tiempos de escribir diarios. La casa de la California es para mí el lugar en el que aprendí a tomar decisiones, a ensayar a ser una adulta aunque supiera que todavía no lo era. Es la casa en la que las hijas declaramos una guerra sin cuartel a unos padres que apenas podían entender lo que estaba pasando, porque sus niñas habían crecido demasiado pronto. Esa casa es para mí el lugar de una batalla eterna y el sitio en el que tomé las decisiones que me parecían las más importantes de la vida. Ahí cumplí quince años, dejé de peinarme, decidí que no quería tener hijos, que ya no creía en Dios y que el matrimonio era una convención inútil, que sólo servía para complacer a los demás.

Cuando llegamos a Caracas yo tenía trece años y me tocaba empezar tercer año de bachillerato. A todas nos inscribieron en un colegio de monjas que estaba en los Dos Caminos. Creo que se llamaba María Inmaculada. Cuando pasé a cuarto año, tenía que decidir si estudiaba Ciencias o Humanidades. Elegí Humanidades y me tuvieron que cambiar de colegio. Me inscribieron en el Cristo Rey de Altamira y ahí terminé mi bachillerato. Ese cambio implicó que perdiera el beneficio de que mi mamá me hiciera transporte puerta a puerta al entrar y salir del colegio. Como una especie de castigo por ser la disidente de la familia, me inscribieron en el transporte del colegio, un horroroso autobús amarillo que venía a buscarme a la puerta de la casa a las cinco de la mañana.

Durante dos años me levanté a las cuatro y media. Era la única persona que estaba levantada en la casa a esa hora y, aunque a veces podía parecer un castigo horroroso, en realidad en esas madrugadas me gustaba sentirme dueña de aquella casa dormida. Mientras me arreglaba y desayunaba sin hacer ruido, el mundo parecía haber aceptado que yo tenía un lugar en el mundo, una especie de responsabilidad que sólo a mí me tocaba. Y eso parecía ser suficiente.

Respeté el horario del transporte al pie de la letra durante el primer año. Pero cuando empecé a cursar quinto año me atreví a agarrar un autobús normal y corriente, en la Avenida Francisco de Miranda, que me dejaba frente al Unicentro El Marqués. De ahí caminaba hasta la casa sintiendo que me adueñaba por primera vez de la ciudad, de sus calles, de su ritmo. En esos paseos clandestinos, porque no se suponía que debía regresar sola a la casa, aprendí a tomar poco a poco las riendas de mi propia vida.

Cerca de la casa había una biblioteca pública, la Biblioteca Paul Harris, en la que pasé horas con mi amiga de entonces, Efigenia Sideris, o con los funcionarios que trabajaban en la biblioteca que estaban siempre con ánimo de conversar, supongo que por puro y simple aburrimiento. Entre los empleados de la biblioteca estaba Eduardo Liendo, que en ese tiempo no era ni remotamente el escritor famoso que es ahora, y sólo había publicado una novelita que nadie había leído: El mago de la cara de vidrio. Pero el que se convirtió en mi amigo por muchos años fue Gerardo Becerra. Era uno de esos tipos barbudos, miembro orgulloso de lo que —supe después— llamaban la izquierda erótica, porque su deporte favorito era andar detrás de las carajitas. Muchos años más tarde, cuando decidí dejar definitivamente de depender de mis padres, Gerardo me alquilaría una habitación en el apartamento que él compartía con su pareja de entonces, una chilena que se llamaba Marta.

Pero estoy ya muy lejos de la casa de la California Norte. Y la razón es que ya para ese tiempo me interesaba mucho más la calle que la casa y mis recuerdos de esa época me sacan una y otra vez a la calle. Todavía hoy puedo recordar de memoria cada casa y cada negocio que había en el trayecto de la casa al CC El Marqués. Me acuerdo cómo eran todos los pasillos del Centro Comercial, las salas de cine y mi tienda favorita, una rosticería donde comprábamos las empanadas argentinas —¿o eran chilenas?— más ricas que he comido en la vida.

También recuerdo el camino del colegio, que estaba en la sexta transversal de Altamira, a la Avenida Francisco de Miranda. Un camino que he hecho a pie muchísimas veces después y que siempre he recorrido con una sensación de libertad y desafío, en homenaje al tiempo en el que empecé a definir mi futuro y tenía una fe inquebrantable en mí misma.

A la distancia, esa niña que fui entre los trece y los quince años me parece hoy ingenua. De una ingenuidad conmovedora, eso sí. Pero no puedo evitar sentir una pizca de simpatía por esa persona esperanzada y emprendedora que fui. Estuve siempre muy orgullosa de las opciones que tomé en la vida, y hasta hace poco hubiera contado con gusto las aventuras y los riesgos que corrí. Ahora ya no estoy tan segura, amiga. Ahora todo se me desdibuja y más bien me parece que no era necesario tanto afán ni tanta furia, para llegar al final a esto. A este destierro helado.

Así que mejor dejo este cuento hasta aquí antes de que me arrepienta siquiera de haber querido contártelo y borre de un golpe de tecla todo lo que llevo escrito.

Te mando un abrazo nostálgico,

r

lunes, 6 de diciembre de 2010

Tiranías de hielo


Amiga,

Seguimos sepultados bajo nieve. Hoy cayó una nevada menuda, indecisa entre agua y nieve, que dejó sin embargo un par de centímetros más de copos blancos sobre lo que ya se había acumulado. Como no tengo nada más que hacer en estos días aparte de leer y mirar por la ventana, he estado observando el comportamiento de los vecinos ante el avance de la nieve.

Parece haber una especie de código implícito relacionado con el asunto de apalear la nieve de los frentes de las casas. En principio lo lógico sería que cada quien apaleara la nieve que le corresponde, es decir, la que se acumula enfrente de su casa, porque es un espacio claramente delimitado. Visto así es de lo más simple. Pero todo se complica cuando comienzan a aparecer las excepciones.

Si tienes una vecina casi inválida, o demasiado viejita, te toca quitarle la nieve de enfrente, por puro sentido común y solidaridad elemental. La mayoría de los vecinos lo hace sin esperar nada a cambio y creo que ese es el lado loable del asunto. Los vecinos se ayudan entre sí y todo el mundo siente que está contribuyendo con su granito de arena, hoy por ti mañana por mí, etc.

Pero ese código de ayuda a los desvalidos se complica cuando aparecen los vecinos que trabajan más de la cuenta, los que van más allá de lo que razonablemente se espera de ellos, y se convierten en una especie de guardianes del bien público. Esos son los vecinos que esperan con la pala en la mano a que deje de nevar y de inmediato salen a la acera y se dedican a limpiar no sólo su frente sino el frente de la vecina que está demasiado gorda para fajarse con una pala, el frente de la vecina que tiene ya más de ochenta años, el frente de la otra vecina que trabaja en el día y no tiene tiempo para eso. Pero cuando llega al frente de mi vecino de la izquierda, se para y se devuelve, dejando una especie de frontera en la nieve que no es más que una forma de exclusión.

El punto es que Peter, mi vecino del lado izquierdo, no usa mucho su entrada del frente, porque él y su familia tienen un par de carros estacionados atrás y entran y salen por el patio. Así que muy rara vez se enteran de que la nieve está alta del lado de acá y la verdad es que no creo que les importe mucho. Por lo tanto, no la limpian. Y creo que están en su derecho, porque la casa del vecino está en el vértice de un ángulo de la plaza, lo que implica que sólo ellos tendrían en principio que pasar por su frente. Ellos y el cartero, si es que llega en medio de la nieve.

Al lado de Peter vivimos nosotros y si queremos salir sólo tenemos que usar la acera que bordea la plaza por la derecha en vez de la de la izquierda y asunto resuelto. Es por eso que Lyo ha estado limpiando nuestro frente y el de la vecina de la derecha, Susan, que apenas se puede mover dentro de su casa. Y del mismo modo que el vecino exagerado que limpia todo un lado de la plaza, Lyo también ha estado poniendo en evidencia, sin querer, la dejadez del vecino que le importa un pepino que su frente se llene de nieve.

Pero el tema del despeje de la nieve no termina ahí. Esta tarde, cuando terminó de nevar, vi venir desde el fondo de la plaza a un vecino que no había visto antes. Venía limpiando con una pala nueva, luminosa y escarlata. Hacía alarde del ímpetu típico de la gente que ha estado mucho tiempo encerrada y necesita estirar las piernas y mover los brazos. Yo lo oía venir con su pala, haciendo el sonido típico que hacen las palas al mover la nieve, como si levantaran arena: squashh, squashh…

Me asomé en la ventana para ver, una vez más, cómo el vecino se detenía en el límite imaginario que todos habíamos construido entre la eficiencia y la desidia. En algún momento el vecino levantó la cabeza y me vio. Yo no me moví. A fin de cuentas estoy en mi casa, mirando por mi ventana. No creo que eso tenga nada de malo. Lo vi dudar. Lo vi hacer una pausa. Y, para mi sorpresa, lo vi seguir acercándose, squashh, squashh, squashh, squashh, hasta que llegó a la puerta de Peter.

Ahí me empezó a dar vergüenza y me quité de la ventana pensando que, ahora que Lyo no está, me iba a tocar a mí pedirle la pala a la vecina para hacer mi parte: nobleza obliga. Pero seguí oyendo la pala sonar contra la nieve, pasar frente a mi casa y seguir por todo el resto de la acera hasta el final de la plaza. No podía creer que el vecino se hubiera tomado la molestia de apalear el frente de todas y cada una de las casas del vecindario. Abrí la puerta y me asomé para estar segura de que lo que estaba oyendo era cierto. En efecto, casi al borde ya de la calle el vecino al que le debemos las aceras limpias de hoy venía de regreso con puñados se sal a terminar su obra. Se le veía sonriente, orgulloso y decidido.

Y aquí es donde viene el punto retorcido de la historia. Hacer un favor simple, que implica apenas un esfuerzo mínimo, no requiere ningún otro reconocimiento más allá de unas bien sentidas gracias. Pero ¿qué tipo de reconocimiento espera el que ayuda de más, el que hace un despliegue de esfuerzo que va más allá de toda convención? No puedo evitar suponer que lo que espera va más allá de lo habitual.

En todo caso, tengo el presentimiento de que el vecino que hoy limpió todas las aceras que bordean la plaza se siente poderoso y digno. Y por descarte siente que sus vecinos están en deuda con él. Una deuda que no podrán pagar con ninguna forma de agradecimiento, sino tal vez sólo con un esfuerzo igual. Así que me temo que en los próximos días veremos a distintos vecinos tratando de devolver el favor. Porque esa será la única manera de que todos los demás saldemos una deuda que preferimos no tener sobre nuestras conciencias.

La nieve produce tiranías sutiles, amiga.

Cariños,

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