sábado, 24 de mayo de 2008

Desde la tierruca

Amiga,
Pensé que no iba a escribir mientras estuviera en Venezuela. Pero un mes es mucho tiempo y una vez creado el hábito es muy difícil dejar de ver todo en función de escribir una nota. Así que aquí va una larga que vale por dos, que empieza en Caracas y termina en Mérida.

Cuatro meses fuera no es suficiente para sentir que uno se ha ido de la tierruca definitivamente, pero sí alcanza para tomar cierta distancia y empezar a ver las cosas con otros ojos. Como dicen, uno se acostumbra rápido a lo bueno y por eso es fácil olvidarse de lo que resulta más duro. Como vivo en un pueblito sin problemas de tráfico me había olvidado del drama de las colas. En Caracas todo el mundo se queja del tráfico. A la gente se le olvida la delincuencia, el altísimo costo de los alquileres, la hiperinflación evidente en cada abasto semanal, los productos que no se consiguen... todo se olvida cuando se trata de quejarse del tráfico. Me parecía una queja exagerada hasta que tuve que pasar tres horas de cola entre La Trinidad y Sartenejas, manejando mi viejo VW escarabajo. Por suerte, nos movimos en moto casi todo el tiempo y quedé convencida de que, hoy en día, ése es el único vehículo que funciona en nuestra querida ciudad.

No tengo otro cuento de esta visita a Caracas que supere el del tráfico infernal... además de las incongruencias de la Embajada Británica, donde tuve que pedir mi visa de dependiente de alguien con permiso de trabajo. Pero ese cuento en fastidiosísimo y ya te lo conté, así que salto a Mérida.

Aquí también se queja todo el mundo del tráfico, pero al lado de las colas de Caracas las trancas de tres cuadras de Mérida dan risa. Lo que sí es preocupante es el ruido y la contaminación. Mérida era una ciudad limpia hace apenas unos años. O al menos uno sentía que respiraba aire puro. Ahora creo que es una de las ciudades más contaminadas del país. Como sabes, visito a mi mamá en estos días y ella vive en la Avenida Las Américas, una de las más concurridas de la ciudad. Aquí, el ruido no cesa las 24 horas del día. Carros, camiones, gandolas, motos, autobuses o lo que aquí llaman busetas pasan por ahí a toda hora produciendo un ruido infernal y una concentración de monóxido de carbono que estoy segura de que es altísima y definitivamente perjudicial para los pulmones de cualquier mortal.

La compensación es poder caminar en un día despejado y ver al sur la cadena de montañas en la que está el Pico Bolívar. Hace unos días tuvimos la suerte de ver la cordillera despejada y radiante, con sus nieves perpetuas. Aunque no haga falta, porque éste es tu paisaje cotidiano, te quería anexar a esta nota una foto de los picos, pero entre ayer y hoy ha estado lloviendo y muy nublado, así que esta nota, además de larga y aburrida, va sin imágenes.

Como sabes, estoy en Mérida no sólo visitando a mi mamá, sino también haciendo parte de los trámites para llevarme a mi gato, Gussi, a Francia y luego al Reino Unido. En un principio los trámites parecían simples; pero, como todo en este país, el asunto se ha ido alargando y complicando. Para entrar a Europa hay una estricta reglamentación que implica –entre otras cosas- hacerle al gato un examen de sangre que debe ser enviado a los Estados Unidos junto con el número de un microchip que se le debe implantar al animal para identificarlo de por vida. El lunes pasado fuimos al veterinario que iba a tomarle la muestra de sangre y a implantarle el microchip. Luego de muchos rodeos y después de tomarle la muestra, el veterinario me dijo que no tenía el tal aparato electrónico que debe usarse para Europa. Según parece, hay una numeración diferente para América y otra para el viejo continente. Si el animal nació de este lado del Atlántico lo más lógico sería que estuviera identificado con un número acorde a su procedencia. Sin embargo, esa no parece ser la lógica de quienes se encargan de estos procedimientos y aquí estoy, una semana después, todavía esperando que me consigan el famoso microchip con numeración europea. Mi gato sigue sin identificación internacional y yo continúo a la espera después de haber pagado 1.400 Bs F (un millón cuatroscientos mil de los bolívares reales y viejos que son los que más nos duelen) sin obtener ni siquiera el primer paso del servicio por el que pagué.

No todo es queja, la verdad. En medio del ocio que implica este estado de espera indefinida, al que ya estoy acostumbrada porque parece mi estado natural desde hace casi un año, decidí probar suerte con CADIVI a ver si me autorizaban mi cupo en dólares. A raíz de la catástrofe que implicó la desautorización de las tarjetas prepago en diciembre del año pasado, no he podido comprar divisas con mis devaluados bolívares. Mi pobre y desvencijada tarjeta prepagada, con la que me las había arreglado desde que este gobierno decidió que los venezolanos no tenemos derecho a la economía global, quedó entre las ruinas del famoso decreto. Por suerte, tengo otra tarjeta de crédito –de las de verdad- así que me dispuse a reclamar mi cupo en CADIVI con un nuevo “operador cambiario” como se denominan los bancos en la jerga cadivista.

El primer paso era, por supuesto, ir al banco a pedir información. Se dice fácil, pero no lo es en absoluto. Y menos en gochilandia donde toda explicación parece requerir largas digresiones y detalles irrelevantes que lo dejan uno más confundido que al principio. Como ejemplo, va una perla, desde el primer momento le dije a la funcionaria del banco que me atendió que yo no necesitaba los famosos quinientos dólares en efectivo que todo el mundo pide para viajar. Aún así, la joven consideró imprescindible explicarme desde el principio cómo se solicitan los tales dólares, incluida la cuenta de los días que se necesitan desde el momento en que se hace la solicitud hasta el instante en el que los dólares están disponibles. La tercera o cuarta vez que le aclaré que yo no necesitaba el dinero en efectivo, la joven pareció entender y pasó a continuación a explicarme, de más está decir que con lujo de detalles innecesarios, cómo se solicitan los dólares. Lo que yo en realidad quería saber era qué recaudos pedía el banco, porque he entrado ya unas cuantas veces a la página de CADIVI y creía recordar esa parte del procedimiento. Cuando finalmente nos entendimos, después de muchas repeticiones y reiteraciones de información irrelevante, me quedó claro que en realidad ni ésta ni tal vez ningún funcionario en aquel banco había solicitado jamás su cupo en dólares para viajar al exterior. ¡Dichosos ellos!

La página a través de la cual se inicia todo el proceso es una de las pesadillas informáticas más elaboradas que esta administración revolucionaria ha podido instaurar. Así que al día siguiente, cuando me encaminé al ciber -¿o es cyber?- que queda a una cuadra de la casa, para hacer lo que pensaba sería mi primer intento, me armé de una paciencia digna de mejor causa y me instalé frente a la computadora alquilada a probar suerte. Para hacerte corto un cuento largo, pasé más de una hora tratando de entrar. Este se supone que debía ser un procedimiento más o menos expedito, tomando en cuenta que estaba en el día y el horario que me correspondían según el último número de mi cédula. Una vez que entré y que ya tenía frente a mí la famosa planilla y me disponía a colocar todos los datos de mi nuevo “operador cambiario”, cuál es mi sorpresa que lo único que me piden son los datos del vuelo, incluyendo el número del boleto, que es tal vez uno de los datos más intrascendentes que le puede pedir a uno cualquier organismo gubernamental.

Como no me esperaba que semejante dato fuera crucial, no me había traído la copia raída de la hoja en la que consta que compré por internet un pasaje, hace ya casi dos meses. Así que tuve que despedirme de la página de CADIVI, con un profundo sentimiento de angustia, y salir cabizbaja del ciber sin saber si iba a tener la extraordinaria suerte de poder entrar de nuevo a la página cuando volviera con el dato que faltaba. En ese estado de ánimo desesperanzado crucé la Avenida, subí al apartamento, busqué en la maleta donde estaba el famoso pasaje, localicé entre las miles de cosas que el pasaje dice cuál era el famoso número que se me pedía... y volví para atrás a empezar todo de nuevo.

Finalmente, una hora después, salí del ciber con mis planillas impresas. Al día siguiente fui al banco, con mis carpetas enganchadas y rotuladas según las cuidadosas instrucciones que me habían dado, cruzando los dedos para que el funcionario no notara que mi pasaje no es precisamente de ida-y-vuelta, sino de venida y vuelta a ir. No soy yo la única que se resigna a no leer la jeringonza incomprensible en que están redactados los pasajes online, parece que los funcionarios bancarios también hacen caso omiso. Así que el banco recibió mis planillas, sin verificar mis fechas de ida o de venida. Ya veremos qué hace con eso Cadivi. Por ahora, ya recibí la notificación de que mi solicitud se encuentra en la fase: “recibido por el banco”. Lo que es bastante. Si la suerte me sonríe antes de que me vaya el 28 de mayo, tendré cupo en dólares y gato con microchip. No me quejo.

PD: A última hora decidí ilustrar esta nota con una foto de Gussi viajero (fue tomada en Vancouver)... a ver si nos da suerte!