jueves, 6 de octubre de 2016

Lo feo


Amiga,
Te debo lo feo. ¡Qué feo suena!
Cuando regresé de Venezuela te prometí escribir en tres partes mis impresiones sobre la tierruca. Escribí dos: lo bueno y lo malo. Te debía lo feo. He intentado escribir este texto varias veces y me he quedado trancada en el camino, porque me cuesta un mundo explicar lo que se siente cuando tu país te muestra su lado más horroroso.
Pero en estos días en los que he estado viendo en los medios y en las redes la euforia que ha causado en Venezuela el resultado del referendo en Colombia, me parece que estoy en el estado de ánimo perfecto para regresar a esa memoria de lo feo.
La escena sucede en el aeropuerto de Maiquetía. ¿Dónde más puede mostrarse en toda su crudeza lo peor de lo que somos? El aeropuerto es el lugar donde se encuentran frente a frente los que se van y los que se quedan. Es el día del regreso. Mi amiga Katie y yo nos acercamos al mostrador de Air France para chequearnos. Llegamos temprano, no hay cola. En la entrada de la zona de chequeo nos detienen dos guardias nacionales y un funcionario de la aerolínea. Los uniformados son un hombre y una mujer que nos exigen mostrar nuestros pasaportes y pasajes. El funcionario de la aerolínea, muy joven, algo nervioso, se queda con los pasajes. Los uniformados revisan los pasaportes.
Mejor dicho, el guardia mira los pasaportes apenas y se los pasa al funcionario de la línea aérea mientras observa detenidamente a Katie y le pregunta por qué está temblando. El diálogo que sucede a continuación solo es posible representarlo como si estuviéramos leyendo una novela o una obra de teatro de esas en las que la tensión aumenta en cada réplica.
¿Por qué está temblando? ¿está nerviosa? –pregunta el guardia, con cara de pocos amigos.
Mi amiga tiene una enfermedad que hace que tiemble todo el tiempo, no está nerviosa ni nada parecido –digo yo en un tono duro, antes de que Katie responda.
Tengo una carta de mi médico explicando en qué consiste mi enfermedad –dice Katie sin entender lo que está pasando.
En ese momento, la mujer uniformada que está parada frente a mí interviene y comienza a interrogarme para que deje de responder las preguntas dirigidas a Katie.
¿A dónde se dirigen? ¿Viajan juntas? ¿Qué relación tienen?
Vamos a París. Sí, viajamos juntas. Ella es mi estudiante y está escribiendo una tesis sobre Venezuela –voy respondiendo mientras escucho como puedo lo que el guardia le pregunta a Katie y trato de responder también lo que a ella le corresponde.
Las preguntas se repiten varias veces, siempre iguales. Respondemos más o menos lo mismo, hasta que el funcionario de la aerolínea decide que es hora de tomar la iniciativa del interrogatorio.
¿Usted vive fuera del país? –me pregunta con mi pasaporte en la mano.
Le respondo que sí. Me pregunta desde cuándo. Le digo que desde el 2008. Entonces me hace una pregunta que nunca antes, en todos los años que tengo viajando a Venezuela, me había hecho ningún funcionario, uniformado o no.
¿Tiene una prueba de que vive fuera del país?
Mi primera reacción es responderle que no tengo por qué probar que vivo fuera del país. Pero estoy en Venezuela, y estoy rodeada por dos guardias nacionales que están sin duda alguna buscando el modo de intimidarnos, así que respondo con la única prueba posible. Saco del bolso mi pasaporte británico y se lo entrego al funcionario. El hombre revisa mi pasaporte con detenimiento como si no pudiera creer lo que ven sus ojos.
Finalmente nos dejan pasar y hacemos el chequeo en el mostrador, temblando las dos de rabia y de miedo. Mientras entramos le voy explicando a Katie por qué reaccioné con tanta agresividad y respondí sus preguntas y las mías como si me estuvieran atacando. Hace unos años, en uno de mis viajes de regreso, había escuchado a un joven americano contrar una historia que me hizo avergonzar de mi propio país. No voy a repetir la historia, porque se puede leer aquí. Pero es lo suficientemente espeluznante como para mantener el susto por todos los viajes por venir. Cuando le conté a Katie aquella vieja historia ella entendió, una vez más, lo peligroso que es para un extranjero viajar sin compañía por Venezuela.
Nos hemos convertido en un país delincuente. En un país en el que hay que tenerle miedo a los policías, a los guardias nacionales, a todos los uniformados. Y ahora hasta tenemos que cuidarnos de los funcionarios de las líneas aéreas que le hacen el juego a los guardias. En ningún otro país del mundo te interroga un militar antes de salir de tu propio país y, que yo sepa, en ninguna otra parte tienes que demostrar que vives afuera. En ningún país civilizado los funcionarios encargados de proteger al viajero intimidan y acosan a los extranjeros para ver si pueden sacarles unos dólares.
Ya en la zona de embarque, el susto y la rabia se repitieron dos veces más. Cuando le dijeron a Katie que tenía que bajar a abrir su maleta, algo por lo que yo había pasado también muchas veces antes. Y cuando al abordar el avión nos hicieron dejar el equipaje de mano en el piso para que lo oliera un perro entrenado para detectar drogas y nos sometieron a uno de esos chequeos corporales que solo deberían usarse contra posibles delincuentes. Durante todo el proceso traté de calmar a Katie y le di instrucciones sobre cómo debía reaccionar en caso de que volvieran a interrogarla. Le dije que, en último caso, dijera que no hablaba bien español y que yo era su traductora. Por suerte, el susto no pasó de ahí.
Como siempre que salgo de Venezuela, esta vez también me despedí por un largo rato. No puedo decir que no voy a volver, porque tengo demasiados afectos en la tierruca. Pero en Mayo de este año le dije un largo adiós a ese país que siento cada vez más ajeno. Y ese sentimiento ha regresado en estos días en los que he leído miles de mensajes en las redes celebrando la victoria del no en el referendo colombiano.
No logro entender cómo puede nadie estar contento con el triunfo del no en Colombia. Decirle no a la paz no puede ser motivo de celebración en ninguna parte. He leído los razonamientos de los que creen que el tratado de paz propuesto por Santos es demasiado blando con la guerrilla. Que tienen que pagar por los crímenes cometidos, dicen. Como si no fuera suficiente aceptar la derrota, dejar las armas y sumarse a la vida civil. Que los crímenes no pueden quedar impunes, dicen, sin tomar en cuenta que en las zonas más devastadas por la guerra, donde están los familiares de la mayoría de las víctimas, ganó el sí. Porque los más afectados prefieren esta paz, aunque sea imperfecta, por encima de una justicia sanguinaria que sólo va a traer más odio.
Y eso es lo feo, amiga. ¡¿Qué puede ser más feo que ese espíritu de venganza?! Me horroriza esa alegría frente al odio encarnizado. Me aterra ese frotarse las manos frente al futuro que vendrá, en el que los que hoy están luchando por el poder van a encarnizarse contra los que hoy ostentan el poder. Me entristece el panorama de un país en el que todo el que tiene una pizca de poder, desde el guardia nacional que te pide que te identifiques hasta el presidente de la república, lo ejerce con saña y sin contemplaciones para su propio beneficio. Se me arruga el corazón frente al futuro, amiga.
Eso es lo feo.
Te abrazo aterrada,
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