sábado, 14 de diciembre de 2013

Cinco días en Cape Town



Amiga,

Hace ya varios días que regresé de Cape Town y he estado dándole vueltas a las impresiones que me traje de allá para tratar de contártelas. No me resulta fácil. Uno tiene tantas ideas preconcebidas sobre África y se imagina que se va a encontrar con algo al mismo tiempo exótico y conocido, porque a fin de cuentas somos también del llamado tercer mundo y sabemos cómo funcionan las cosas en nuestros pobres paisitos. Y aún así, es esa misma mezcla de algo distinto pero parecido lo que más me ha impresionado y lo que más me cuesta explicar.
El sol radiante, el cielo imponente, los colores brillantes y los olores intensos, especialmente el olor del mar. Eso es lo que más se parece a lo nuestro. También el deterioro de los edificios abandonados o el descuido de los que funcionan a medias, todo eso evoca nuestro precario paisaje urbano. Ni hablar de la actitud de la gente: gritones, bullangueros y reilones entre ellos, o profundamente serios, ariscos y suspicaces frente a los extraños. A ratos me sentía en mi pueblo. Sentía que estaba en un lugar que podía comprender perfectamente porque se parecía tanto a lo que somos o solíamos ser.
Pero esa sensación de familiaridad que producen las semejanzas se rompía de pronto. Cada tanto, varias veces al día, se hacía evidente la realidad de un lugar totalmente distinto e incomprensible. El primer disparador de la extrañeza es, por supuesto, el asunto racial. La convivencia de los distintos grupos étnicos no logra ocultar el hecho de que la separación entre ellos ha sido profunda y lo sigue siendo. El contraste entre los blancos-blancos y los negros-negros es una prueba de que no ha habido mezcla. Nosotros somos casi todos marrones, café con leche, como tanto se ha dicho. Porque tenemos cinco siglos mezclándonos. En Sudáfrica los mestizos son una minoría extraña.
Y esa separación produce una especie de onda expansiva que viaja a través de los cuerpos y las superficies tocándolo todo y no dejando nada intacto. Afecta las miradas y los gestos, las ropas y las casas, el andar por la calle y el entrar en el agua. No sé muy bien cómo explicarlo, pero es algo que puedes sentir en cada intercambio con la gente, en cada palabra dicha o callada. Todo el mundo te mide y se mide con un rasero que es para nosotros desconocido. Un código oculto pero palpable, que pasa por el color de la piel y que tiene un peso denso, ominoso.
Después está la naturaleza. Y los animales. La flora y la fauna, pues. Todo es rico, abundante, extremo, oloroso, brillante. Las frutas en los abastos parecen pintadas de colores. Las flores en los árboles son como destellos fosforescentes. El mar tiene a veces un azul imposible. Los animales parecen amenazarte a cada recodo del camino y al mismo tiempo convives con ellos casi sin saberlo.
Las señales en las carreteras te advierten que puedes encontrarte con avestruces, baboons, pingüinos en la tierra, y con enormes tiburones en el mar. Los vimos todos. A los baboons de lejos, en una curva de la vía que va al Parque Nacional de Table Mountain (Montaña de la Mesa le dicen en español, pero suena horrible); a los avestruces los vimos a dos metros de distancia, caminando con su lento paso de camellos a la orilla de una playa en el parque del Cabo de la Buena Esperanza; y a los tiburones, por suerte, sólo los vimos pasar majestuosamente frente a nosotros en los enormes tanques del acuario de la ciudad.
Pero lo que más nos gustó fue ver a los pingüinos en su estado natural, parados de cara al sol en una playa que tienen reservada para ellos solos. En la playa de al lado es posible meterse en el agua con ellos. Pero sólo si ellos quieren. Los dos días que fuimos los pingüinos prefirieron echarse en las rocas a tomar el sol. No los culpo. ¡El agua estaba helada! Aún así nos atrevimos a bañarnos varias veces en ese mar que está en el límite entre los océanos Atlántico e Índico. Más que todo porque eso nos permitía decir que ya nos habíamos bañado en los tres océanos mayores y eso suena de lo más aventurero.


 El acontecimiento se la semana fue, por supuesto, la muerte de Mandela que anunciaron el mismo día que llegamos, el 5 de diciembre. Los periódicos del día siguiente amanecieron con la noticia impresa en grandes titulares y durante el resto de la semana leímos todos los preparativos del funeral y vimos en la tele a la gente cantando y bailando frente a la casa de quien es para ellos el padre de la patria. La cara de Mandela está en todos los billetes de Sudáfrica. No parece haber ningún otro héroe digno de semejante honor. Pero nos pareció que su muerte no causó la impresión inmensa que se esperaba y que tanto anunciaban por la tele. Tal vez porque ya todo el mundo estaba resignado a la idea de que Mandela iba a morir pronto. Tal vez porque para los sudafricanos la muerte no es una tragedia.
En todo caso, por más que los medios internacionales trataron de resaltar el dolor y el duelo, lo que en realidad se veía en las calles era otra cosa. Todo el mundo andaba en lo suyo. Aparte de las banderas a media asta, no había ninguna señal de trauma colectivo al estilo de lo que se vio en Venezuela por la muerte de Chávez. De hecho, sólo una vez vi a una chica escuchando en la radio lo que estaba pasando en Johanesburgo, que fue donde se concentraron todos los actos mientras estábamos allá. También vimos las mesas que habilitaron para que la gente firmara libros de condolencia. En cada una había un grupito de gente, pero no colas multitudinarias como creo que estaban esperando.
Sólo fuimos un día al centro de la ciudad. Nos fuimos en el tren y por recomendación de un colega de Lyo compramos pasaje de primera clase. Igual nos pareció un exceso y de ida viajamos como todo el mundo en tercera. Vimos a la gente subir y bajar de un tren más bien destartalado. Escuchamos a los locales hablar a los gritos en distintos dialectos que tienen sonidos guturales imposibles de reproducir si no los aprendiste en la infancia. Y sufrimos el sermón largo de un predicador que en perfecto inglés nos conminó a arrepentirnos de nuestros pecados por casi cuarenta minutos. Por eso decidimos volver en primera clase, donde la única diferencia es que hay menos gente y no tienes que soportar ningún sermón. 
Al llegar a la estación central sufrí la desgracia de tener que usar en baño público, una experiencia que me hizo añorar los peores baños de carretera de la tierruca. En el centro de Cape Town, caminamos por una ciudad casi vacía, calcinada por el sol, agobiante de calor, como si avanzáramos por el centro de Porlamar en pleno mediodía. Largas avenidas, altos edificios de vidrio y concreto, tráfico bullicioso. Pasamos la tarde refugiados en las tienditas y los mercados del puerto, que ellos llaman “waterfront”, escuchando a un grupo de jóvenes con la cara pintada de puntos blancos y ropas de vivos colores, tocando tambores como en cualquier noche de San Juan en Barlovento.
No nos quedaron ganas de volver a la ciudad. Preferimos refugiarnos en Muizenberg, el suburbio a la orilla de la playa en donde está el instituto en el que Lyo iba a dar clases. Y desde ahí viajamos a lo largo de la costa por todos los vecindarios que bordean el Parque Nacional, como si viajáramos a lo largo de la costa central desde Catia la Mar hasta Naiguatá, pero a lo largo de una bahía gigantesca en la que se mezclan dos océanos y hay pingüinos y tiburones blancos y ballenas inmensas. 

 
No sé muy bien cuál es el balance para mí de esta visita relámpago. Me encantó la comida y el paisaje y la calidez de la gente. Me angustió la sensación de estar siempre bajo amenaza, al borde de presenciar un hecho violento. Me cansó el larguísimo viaje, vía Amsterdam, a través de todo el continente africano, y me fascinó ver nítidamente el desierto del Sahara desde las ventanillas del avión. Al final tenía ganas de regresar a casa, pero también me quedé con ánimo de volver. Ningún lugar se puede conocer en cinco días. Tal vez por eso no puedo decirte cuál es en definitiva mi impresión más fuerte.
Habrá que volver. Es todo lo que puedo decir en este momento.
Te mando un abrazo sudafricano!
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