martes, 30 de septiembre de 2008

Paseando a Patty



Amiga,

He estado paseando a mi sobrina Patricia por París desde la semana pasada. Por eso no te he escrito largo. Tal vez escriba una nota sobre lo que he descubierto de la ciudad en estos días. Por ahora, sólo te adelanto una foto de Patty en el medio de los Campos Elíseos con el Arco del Triunfo al fondo.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Civilización francesa


Amiga,

Esta semana me inscribí en el Curso de Civilización Francesa de la Sorbona. Ya varias personas me lo habían recomendado y yo me entusiasmé con la idea de vivir la experiencia, más bien vicaria, de estudiar en la gran universidad francesa, aunque fuese por unos meses y casi de embuste. Es un simple curso de Francés, con una hora de laboratorio cada dos semanas y un par de conferencias sobre historia y cultura francesas, pero aquí saben hacer todo con grandilocuencia y profusión de complicadas instrucciones, así que no resultó tan simple.

Para empezar, llegamos directo a la dirección que aparece en la página web y que se supone que es la sede central de los famosos cursos, es decir, en el viejo edificio de la Sorbona, número 47 rue des Écoles, pero un guardia uniformado y malencarado nos mandó al número 54 de la rue St. Jacques, es decir, a darle la vuelta a la esquina y, literalmente, regresar por donde vinimos. Una vez ahí, el respectivo guardia uniformado de la puerta 54 nos dio instrucciones para que bajáramos a la Galerie Richelieu, en el primer pasillo a la derecha, y buscáramos la oficina C 391 de la Sala A. El gentío en la puerta nos anunció que habíamos llegado. Pero cuando entré a preguntar cómo era la cosa, qué había que hacer, me dieron un mapita en una hoja verde explicándome que aunque la inscripción en efecto era ahí, primero había que ir al 16B de la rue de l´Estrapade, detrás del Panteón, a buscar una tal “convocatoria”.

Para allá nos fuimos, preguntándonos qué será eso de la tal convocatoria. Caminamos la cuesta que sube al Panteón (que puedes ver en la foto), pasamos por delante de su impresionante fachada, y nos acordamos que tenemos que volver a mirar cómo está todo, a ver el Péndulo de Foucault que inspiró la novela de Umberto Eco y a tomar fotos con nuestra nueva cámara que seguro van a salir mejor que las que tomamos la última vez. Entramos en la rue d´Ulm y en la primera esquina cruzamos a la izquierda, tal como indicaba el mapa. En realidad estamos en nuestro vecindario y no hay manera de perderse. No es necesario verificar cuál es el número 16, porque hay carteles de los Cursos de Civilización Francesa por todas partes.

El portero nos da un cartón con el número 64 y nos indica que debemos bajar unas escaleras y entrar a un auditorio. Después nos enteramos que en ese mismo auditorio es donde van a dictar las tales conferencias sobre la cultura francesa. Por ahora, sólo sabemos que tenemos que esperar a que me llamen. Lyo se queda conmigo, aunque se ve que la espera va a ser larga. Nos distraemos escuchando a la gente, tratando de adivinar cuál es el procedimiento, de qué se trata todo el asunto de la convocatoria. Antes de que llegue mi turno ya hemos dilucidado que se trata de escuchar la misma información que hemos leído en la página web y recibir instrucciones sobre el procedimiento de inscripción, que es lo que en realidad es complicado.

Mientras esperamos y escuchamos a los tres profesores que dan informaciones y entregan folletos, tarjetas de citas y papeles varios, nos preguntamos cómo es que hablan en francés con todo el mundo, si se supone que todos los que están ahí van a hacer un curso del idioma, y por lo tanto no deben hablarlo ni comprenderlo mucho que digamos. Ese misterio nunca se aclara. Cuando después de una hora o más llega mi turno, directamente le aviso a la joven que me atiende que sólo hablo inglés y español. Ella me responde muy atentamente en español, disculpándose por no hablarlo muy bien. En resumen me cuenta qué es lo que debo hacer a continuación, lo que paso a contarte sin exageración alguna, sólo tratando de hacer la explicación lo menos complicada posible:

Para inscribirte en el Curso de Civilización Francesa de la Sorbona debes obtener en esta entrevista un papelito verde que te permite entrar a la oficina C 391 de la sala A de la Galerie Richelieu del número 54 de la rue St. Jacques. Una vez allí, con tu verde papelito y luego de hacer la respectiva cola, debes presentar dos papeles: tu visa -o el papel que dice que la estás tramitando- y un título que indique que estás al menos por encima del bachillerato. Pero eso no es todo, también debes llevarte un papelito blanco que te acredita para presentar un examen de suficiencia escrito y un papelito amarillo que te acredita para que te hagan un examen oral, además de una larga hoja verde con el horario de las conferencias de civilización francesa y otra gran hoja explicando los pasos que debes seguir. Cada examen es en un lugar y una fecha diferentes. Si se te pierde cualquiera de los tres papelitos debes volver aquí y comenzar todo de nuevo.

Lyo me dejó sola después de esto, porque era evidente que el trámite me iba a llevar una larga parte del día. Así que bajé, ya por mi cuenta, de nuevo al viejo edificio de la Sorbona. En la puerta el vigilante reconoció el mágico papelito verde y me dejó pasar sin hacer preguntas. La cola frente a la oficina C 391 era más larga que cuando llegamos en la mañana. La espera no fue tan larga, porque había seis o siete funcionarios haciendo las inscripciones y la gente pasaba en grupos a la sala. Un niño llorando a gritos desesperados me acompañó durante los largos cuarenta minutos que estuve en la cola.

Ya adentro me atendió una joven que me pidió mis datos para anotarlos en un terminal. No tuvo ningún problema con mi visa pero lanzó un silbido de falsa admiración al ver mi flamante título de PhD. El mes pasado yo había leído toda la información en la web y los requisitos que exigían para entrar y, conociendo la manera extraña como funcionan los franceses, envié un mail preguntando si podía traer mi único título europeo. Me respondieron diciendo que sería suficiente. Así que me vine con mi carpeta vinotinto bajo el brazo y el silbido de burla me confirmó que tal vez soy el único ser entre los inscritos que tiene semejante título y cero nivel en el idioma de Voltaire.

Cuando pensé que una vez ingresados mis datos ya estaba listo el procedimiento de inscripción, pregunté si eso era todo y estaba a punto de preguntar dónde tenía que pagar. La chica que me atendía me miró con el fastidio de quien ha repetido las mismas instrucciones cien veces en una mañana y me dio un nuevo papelito, indicándome que debía regresar al número 16B de la rue de l´Estrapade a pagar y a que me sacaran el carnet que me acreditaría como estudiante de la Sorbona. ¡No lo podía creer! Había que regresar al mismo lugar de donde había venido. ¿Qué necesidad tenían de convertir una simple inscripción en una carrera de resistencia? Con toda seguridad hay maneras menos complicadas de enrolar a un grupo de ignorantes en un miserable curso de francés, por mucho que sea la Sorbona la que lo dicte.

Rumiando mi furia subí las tres cuadras de nuevo al 16B de la rue de l´Estrapade. Ya no tenía ánimo ni de mirar la majestuosa fachada del Panteón, donde a esas alturas del trámite burocrático, Voltaire y todos sus congéneres podían hacer con la civilización francesa lo que mejor les viniera en gana. Llegué echando humo a la puerta y le enseñé al vigilante mi nuevo papelito con cara de reclamo. El hombre sin inmutarse me señaló una puerta. Allí había un gran mesón con dos mujeres cobrando y dos jóvenes con computadoras sacando los carnets. Sólo tenía dos personas delante, así que apenas me dio tiempo de calmarme cuando ya me tocaba mi turno. Como si no lo supiera, la señora que me estaba cobrando me anunció que la carrera de supervivencia en la que me estaba enrolando me costaría mil cuatrocientos euros y me preguntó que cómo quería pagar. Saqué mi flamante tarjeta de crédito con el resto de furia que me quedaba. La mujer reiteró el monto que iba a cobrarme, como advirtiéndome que se trataba de una cantidad considerable. Afirmé con la cabeza de la manera más convincente que pude, pero la mujer no dejó de mirarme de manera sospechosa hasta que la máquina que procesaba la tarjeta no escupió el papelito aprobatorio.

El siguiente y último paso sería sacar el carnet de estudiante. Un par de jóvenes se encargaba de las máquinas y sus cámaras infernales. De más está decir que la foto digital que me tomaron quedó horrorosa. Pero a esas alturas, la verdad es que me importaba un pito que mi único paso por la Sorbona como estudiante quedara registrado con tan infame documento. Lo único que quería era terminar de salir de ahí con la seguridad de que no había otro paseo pendiente. Como último paso, una mujer malencaradísima e incapaz de comunicarse en ningún idioma conocido por el ser humano le entrega a uno un librito morado con “Informaciones Generales”. El librito recuerda las fechas cruciales en francés, español e inglés, como para compensar la falta de habilidades comunicativas de la mensajera.

Era martes. El jueves me tocaba asistir al examen de nivelación. El examen sería –para variar- en otro lugar, diferente a los dos ya conocidos. La dirección era 214 Boulevard Raspail. Por suerte queda a unos veinte minutos caminando desde Villa Pasteur, así que no tuve problemas en llegar. Para hacerte corto un cuento largo, al iniciar el examen me incorporé a la fila de gente que se declaró ignorante total en lengua y civilización francesas, lo que me garantizó terminar rápido con el trámite y hacer el curso desde cero, que era lo que quería.

Y aquí me tienes, esperando el 8 de octubre, cuando me toca ir a buscar mis horarios para comenzar clases el jueves 9. Del 9 al 16 tengo que inscribirme en el laboratorio de "fonética" y en las famosas conferencias. Ya te iré contando de mis progresos en la lengua de Voltaire. Con respecto a la civilización francesa, no creo que haya un curso –ni dos ni tres- que me pueda enseñar más sobre la retorcida cultura local que este curso rápido e intensivo que he tenido que sufrir para sobrevivir a la burocracia de la Sorbona.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Viajar con gato


Amiga,

El cuento del viaje con Gussi tiene un final feliz que ya te he adelantado, pero te debo los detalles, así que aquí van. Como sabes, una de mis condiciones para aceptar de manera definitiva el exilio era que pudiera traerme conmigo a mi gato, que es como mi bebé. Sin él, me parecía que la familia no estaría completa. Así que, desde que decidimos que yo me vendría a vivir de este lado del mundo, hemos estado casi un año tratando de cumplir con ese propósito de reunificación familiar. Llegar a Francia con Gussi era la primera etapa.

El domingo, antes de viajar, me compré en el mercado de Mérida una talla de Santa Bárbara y cuando estaba haciendo la maleta le ofrecí una vela al llegar a París, si todo salía bien y mi gato llegaba sano y salvo. Pues así fue, gracias a Santa Bárbara y a unas pastillas milagrosas que mantuvieron a Gussi en calma por más de diez horas. De haberlo sabido, no me hubiera pasado meses preocupada, ni hubiera dormido a saltos apenas un par de horas la noche anterior al viaje, ni me hubiera devanado los sesos tomando miles de precauciones imaginarias ante los miles de peligros probables e improbables que nos esperaban.

El vuelo de Mérida a Caracas salió casi a tiempo, lo que era ya un muy buen augurio. Bajo la recomendación de José Ángel, el Gussi fue cómodamente instalado en la parte de atrás de la cabina y pude asomarme a mirarlo un par de veces mientras volábamos. Pero al llegar a Maiquetía no fue posible que me lo entregaran al salir del avión y tuve que esperarlo en la correa de las maletas. Le pregunté a un funcionario por dónde iba a aparecer mi gato y me aseguró que me lo traería alguien en persona. Era mucho pedir, por supuesto. El Gussi salió por la mismísima correa de las maletas, asustado y desorientado. Un murmullo de asombro lo acompañó por el camino hasta que logré rescatarlo. Lo monté en un carrito junto con mi maleta, que para variar pesaba 25 kilos, y nos fuimos rumbo al aeropuerto internacional, por el flamante pasillo conector, que está recién inaugurado y ya tiene más de la mitad de las correas caminadoras dañadas.

Al llegar al lado internacional del aeropuerto el carrito “no puede pasar”, me anunció casi con alegría uno de esos señores que se ganan la vida llevando las maletas de la gente de un lado a otro. Por supuesto ellos saben que es imposible que des dos pasos con una maleta que pesa 25 kilos, un gato que pesa siete –con todo y kennel- y un bolso de mano que sin mucho exagerar podía estar pesando más de los cinco kilos reglamentarios. Así que ni modo, me tocó pagar 20 mil viejos bolívares de transporte por el breve trayecto que va desde la salida del pasillo hasta el mostrador de Air France. La cola estaba corta, apenas eran las diez de la mañana, pero no me dio ni tiempo de pensar en eso, cuando ya estaba otro señor de los que hacen “gestiones” en el aeropuerto diciéndome que –para que aprovechara el tiempo- debía ir a la oficina del Ministerio de lo que antes era Agricultura y Cría y ahora no tengo idea de cómo se llama pero empieza Ministerio del Poder Popular para... Ahí había un veterinario que debía chequear todos los papeles y revisar al gato antes de viajar.

Dudé un poco, porque por instinto desconfío de la gente que intenta hacerte “favores” en Venezuela en general y en el aeropuerto de Maiquetía en particular. Pero la verdad es que faltaba al menos una hora para que abrieran el mostrador de Air France y si había que hacer algún trámite burocrático era mejor salir de eso de una vez. Así que le dije al hombre que sí y me fui casi trotando detrás de él, que llevaba a Gussi y a mi maleta como si fueran dos plumas livianísimas. En el camino el señor que cargaba mis más preciadas pertenencias me iba preguntando si ese era un gato fino, un gato que costaba mucho real. Yo iba al lado tratando de convencerlo de que no, que era un gato normal y que la verdad era que no tenía idea de cuánto costaba. Uno de mis terrores en los últimos meses había sido imaginar que alguien se antojaba de apoderarse de Gussi en el aeropuerto para venderlo, a cuenta de que se supone que es un gato carísimo.

Cuando pensé que ya tenía convencido al cargador del poco valor de mi gato, entramos en la oficina del veterinario que debía darnos el visto bueno para salir... y después de saludar y mirar a Gussi lo primero que el hombre dijo fue: “¡ese gato vale más de tres millones de bolívares!”. Por supuesto que ahí me entró otra vez el pánico. ¿Qué tal si este cargador se encompinchaba con otro de los que trabajan cargando los aviones y decidían ganarse el premio gordo negociando con mi gato?. Por supuesto que negué de manera contundente que Gussi tuviera semejante valor. Argumenté que estaba castrado y que no era un persa puro. Pero al mirar de reojo al hombre que me había acompañado me di cuenta de que no podía ocultar su cara de satisfacción al ver confirmada su teoría por un experto.

Total que la tal inspección duró casi tres cuartos de hora. El veterinario estaba muy interesado en conversar sobre gatos, sobre el tipo de papeles que yo tenía, sobre quién me los había gestionado y cuánto me habían cobrado por las diligencias. Traté de no dar demasiados detalles porque no quería involucrarme en una investigación sobre gestores ilegales o algo parecido. Finalmente resultó que todo el papeleo que se estuvo haciendo en Caracas, desde que llegamos a Mérida hace un mes, se podía hacer íntegro en el mismo aeropuerto. Y no hacía falta pasar tres semanas esperando que todo el proceso pasara por el Ministerio y luego por Relaciones Exteriores, porque ya nadie exige apostillar el permiso de exportación de los animales. ¿Cómo podíamos saber eso? El veterinario insistió en preguntarme cuánto me habían cobrado y yo me hice la loca. Ni muerta le hubiera dicho que todo ese papeleo innecesario me costó más de 500 bolívares de los fuertes.

Por suerte, pasadas las once y media, el veterinario se quedó sin preguntas y sin más planillas que llenar, sellar y firmar y me dejó ir. No sin antes tomarle un par de fotos a Gussi con su celular. Regresé a la cola de Air France trotando detrás del señor García, quien a estas alturas ya me había dicho su nombre. Me cobró 30 BsF por la gestión y se puso a la orden por si necesitaba sacar fotocopias extra de los papeles de Gussi.

Tenía sólo dos personas delante y no se tardaron más de lo necesario. Pero la cola se paró cuando yo llegué y anuncié que viajaba con una mascota. Ah! –dijo la joven que me atendía- usted es la que viaja con la mascota. Me sentí de lo más extraña, porque todo el asunto parecía un acontecimiento especial. Se armó un gran revuelo cuando coloqué el enorme kennel de Gussi sobre el peso y resultó que pesaba ocho kilos. Habían sido siete en Mérida, pero ya se sabe que los pesos no son instrumentos que brillan por su exactitud. Hubo un largo conciliábulo al final del cual se me informó, con consternación, que el gato no podía viajar conmigo en la cabina, porque pesaba mucho y el kennel era demasiado grande. Yo venía preparada para esto desde que le compré a Gussi su mansión portátil, pero aún así puse cara de la peor circunstancia a ver si lograba algo. No fue posible. Lo único que logré fue que me dejaran quedarme con él hasta las dos de la tarde en lugar de entregarlo inmediatamente.

Después de pagar lo que costó el pasaje de Gussi, medido en kilos como si fuera exceso de equipaje, me dieron finalmente mi tarjeta de embarque y me fui con mi gato a comer algo. Los lugares de comida rápida estaban atestados de gente, así que comí en un restaurant de pastas y pizzas que hay justo arriba del mostrador de Air France. Me tomé mi tiempo para almorzar, leí un rato, tomé café... mientras todo el que entraba y salía del lugar tenía que ver con Gussi. Es difícil explicarlo, pero la gente tiene una noción muy rara de los animales domésticos. Yo no podría bajo ninguna circunstancia confundir a un gato con un perro. Y sin embargo la primera pregunta que me hacía todo el mundo -y puedo jurar que fueron más de diez personas, de todas las edades, géneros y condiciones- era ¿qué es eso? ¿un gato o un perro? De más está decir que hacían la pregunta después de ver al animal, no antes.

Gussi, mientras tanto, estaba de lo más tranquilo. No le afectaba ni su fama ni su supuesto valor en el mercado. En la mañana le había dado un calmante, con un poco de sentimiento de culpa la verdad sea dicha, y le había empezado a hacer efecto hacía ya rato. Miraba con profunda indiferencia a la gente asomarse a verlo y les escuchaba hacer preguntas ociosas sin inmutarse. Eso me tranquilizó y cuando dieron las dos de la tarde y tuve que dejarlo en el mostrador de Air France, después de miles de recomendaciones a todo el que quiso oírme, me fui un poco menos angustiada.

Al entrar a la zona de embarque me instalé frente al inmenso 747 en el que nos veníamos a París. La idea era constatar que a mi gato lo montaban en el mismo avión en el que iba a embarcarme yo. Pero no fue posible. El proceso de cargar un avión de esas dimensiones es mucho más lento y complicado de lo que creemos los simples mortales. Por más que estuve dos horas frente al inmenso ventanal viendo cada uno de los movimientos de quienes iban y venían con cargas de diverso tipo, no fue posible ver a mi gato por ninguna parte. Cuando ya me tocaba embarcar tuve la suerte de ver a la joven que me había hecho el chequeo en el mostrador y le pregunté por mi gato. Casi la amenacé con el dedo jurándole que si mi gato no llegaba al otro lado a mí me iba a dar algo y nos iban a tener que pagar a los dos como nuevos. Ella me aseguró que el gato había bajado a salvo y que estaba de lo más tranquilo: ¡milagrosas pastillas!

Te ahorro el cuento de la hora y media que estuvimos esperando que la Guardia Nacional terminara de revisar no sé qué equipaje “sospechoso” y las nueve horas de suplicio en el aire, con un compañero de asiento que no había salido jamás de los límites patrios. Al llegar a París todos mis temores y mis angustias volvieron como si nada. Yo no me había tomado ningún calmante y tenía los nervios de punta de solo pensar que a Gussi le hubiera pasado algo. Nos asignaron la correa 41 y las maletas se tardaron casi media hora en salir. Mientras tanto Lyo esperaba afuera y me miraba dar vueltas de la correa de las maletas al lugar por donde me dijeron que debían traer a Gussi. Finalmente, cuando vi el kennel de mi gato abandonado en el medio del pasillo, íngrimo y solo, casi corro para ir a recogerlo. Unos funcionarios me hicieron señas de que no se podía correr en el aeropuerto y yo traté de no hacerlo mientras me miraban. Cuando vi a mi gato sano y salvo dentro de su jaula cinco estrellas me volvió el alma al cuerpo. Lo subí en el carrito en el que ya había montado mi pesada maleta y me dirigí a la salida, esperando que en algún momento alguien me parara para indicarme que debía declarar que estaba entrando con un animal del tercer mundo al impoluto y sacrosanto continente europeo.

Nada. Nadie me detuvo. ¡Nadie me pidió ni uno solo de los seis o siete papeles que tardé más de seis meses en sacar... !

Así que salí feliz por la puerta con mi gato a salvo. Renové mi promesa a Santa Barabarita y cuando me encontré con Lyo afuera me di cuenta de que finalmente había logrado reunificar a la familia.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Regreso al exilio


Amiga,

Aquí estamos de nuevo en París. Mi hermoso gato finalmente cruzó el charco conmigo y la familia ahora está completa. Te debo un cuento largo de nuestra odisea para salir de la tierruca. No fue fácil, pero resultó al final mucho menos traumático de lo que me temía.

Gussi se recupera -durmiendo- de todas las angustias del viaje. Y, como puedes ver en la foto, ya se desparrama sobre la cama como si hubiera vivido aquí toda la vida.

Yo, por mi parte, me estoy recuperando del impacto de haber renunciado a un trabajo en el que estuve por 16 años y que creí que sería el último. Envié mi carta de renuncia el 8 de agosto.

Creo que ahora sí puedo considerarme real y definitivamente en el exilio.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Cita de Milagros

Amiga,

Es inevitable sentirse abrumado por la política local cuando uno está en la tierruca. Como siempre que me quedo sin palabras prefiero citar.

El domingo pasado, Milagros Socorro publicó en su columna de la página A-15 de El Nacional, con el título Rosalinda como tesis, el texto que copio abajo. Lo reproduzco aquí, aunque había prometido quedarme callada hasta volver al exilio, porque creo que resume en buena medida el sentimiento que me abruma en estos días y que me impide estar en paz:

El recrudecimiento de las abusivas cadenas audiovisuales, el obsceno uso de los recursos del Estado en apoyo a las campañas de los candidatos oficialistas para las elecciones de noviembre, la súbita imposición de leyes inconsultas, anárquicas e inviables, en suma, el agobio al que este tipo nos tiene sometidos, con su omnipresencia bochornosa y cuajada de malos augurios para Venezuela, es un adelanto de la parada con que amenazó el 11 de enero de este año en el acto de presentación de su informe anual de gestión ante la Asamblea Nacional, cuando anunció su intención de requerir un referéndum revocatorio con dos preguntas: "¿Está usted de acuerdo en que Hugo Chávez siga siendo Presidente de Venezuela? y ¿Está usted de acuerdo en hacer una enmienda en la Constitución para permitir la reelección indefinida?".

El sondeo sería en 2010. Entonces, se jugaría a Rosalinda, dijo, en alusión a una copla de Ernesto Luis Rodríguez (Zaraza, Guárico, 1916- Caracas, 1999). Se ve que no pudo esperar esos dos años para convulsionar el país y arrastrarlo al trapiche de una contienda donde lo que va a medirse, según él insiste en imponer, es su hegemonía y control de instituciones y almas. Demostrado su desprecio por la descentralización y la diversidad nacional, qué puede importarle a Chávez unas elecciones locales, como no sea la constatación de su poder. De allí que el CNE no sea más que el espejo donde la madrastra de Venezuela se mira cada cierto tiempo sólo para confirmar que sigue dominando el país con sus malas artes.

En esa misma ocasión, ante el Parlamento, dijo que la reforma rechazada en diciembre no estaba descartada. Que debía relanzarse. Y el tono de su alocución estuvo signado por la infortunada cita al poema de Ernesto Luis Rodríguez, que cuenta la historia de un aventurero que rapta ("me la robé de un caney") una pobre muchacha (o una muchacha pobre, que no es lo mismo pero para el caso es igual), mulata y sin más educación que el entrenamiento para ahogar los sollozos de la violación ("era apretada de gritos / cuando la tuve al encuentro"). Tras perder sus escasas posesiones en el juego con "un indio bravo", no encuentra nada mejor que apostar a la muchacha; total, es de su propiedad, como su cobija, su sombrero y su dinero.

Es suya. Puede hacer con ella lo que quiera. Así que la empuja al centro del corro donde la peonada aúlla de excitación.

La negrita podría cambiar de amo en medio de la noche. La suerte lo favorece y los dados le restituyen sus corotos. Así lo dice. "... y el dado en la noche linda / me devolvió mis corotos!". Entre ellos iba la mulatica, que suponemos aterrada, sorbiendo lágrimas de miedo y humillación.

De eso es que habla Chávez cuando dice, con tono de gorila que se golpea los pectorales, que va a jugarse a Rosalinda. De eso hablan sus patéticos seguidores que repiten la expresión sin detenerse a considerar su brutal simbolismo.

Esos conceptos orientan las disquisiciones de la Asamblea Nacional.

Rosalinda es emblema de indefensión, miseria y sumisión.

Sinónimo de la callada aceptación de un destino azaroso, siempre sujeto a los crueles caprichos de un macho. Y esa es la figura esgrimida por quien se proclama marxista en los caminos alfombrados de las cumbres (de poderosos) latinoamericanas. Cuando era una promesa, el marxismo se postulaba como una ética universal. Era más parecido a una religión que a una manera de concebir un país y sus objetivos a largo plazo. Es de preguntarse si la filosofía de Rosalinda alberga algún rastro de ética... o es la espantosa comprobación de que el supuesto marxismo, socialismo o bolivarianismo de Chávez sólo consiste en el rapto de un país cuyo devenir puede ser dirimido en lances de dados.

La sociedad venezolana debe romper con ese pacto que confisca su destino y lo pone en las manos de tahúr, dispuesto a jugárselo cuando se le han acabado sus recursos o cuando se le venga en gana. Si Chávez ve en el país una prenda que puede arriesgar sobre un tapete, la respuesta debe ser firme, institucional, democrática y contundente. Que se juegue sus charreteras o los cuadros de su autoría que cada año le regala a Fidel Castro, si es que encuentra algún postor. Pero el porvenir de Venezuela no puede seguir saltando en el oscuro interior de un cubilete.