jueves, 27 de marzo de 2008

Sufrir en autobuses

Amiga,

Te he contado varias veces sobre los autobuses escoceses. Tal vez porque en el pueblito en que vivimos ellos son el único vínculo con el mundo y porque es a través de ellos que puedo relacionarme con la ciudad y la gente. Cuando estás encerrado en un espacio reducido con un grupo de personas desconocidas, terminas aprendiendo cosas, en el mejor de los casos, o sufriendo otras, porque está en la naturaleza humana incordiar al prójimo. Y precisamente a propósito de sufrir en autobuses, dos veces he estado a punto de vomitar de asco en un autobús escocés.

La primera vez veníamos de alguna incursión urbana que nos había obligado a estar hasta tarde en la calle. Luego de esperar en la helada noche al borde de una carretera que iba al centro, llegó finalmente nuestro autobús y, después de pagar, decidimos subir al segundo piso porque abajo estaba casi lleno. Nos gusta sentarnos en los primeros asientos del segundo piso, porque desde ahí puedes ver por las inmensas ventanas hacia adelante y sientes como si fueras tú quien maneja en vehículo. Pero esta vez un señor enorme, o una señora igualmente enorme, ocupaba el primer asiento de la derecha. En el de la izquierda había el par de adolescentes que nunca falta, jugando con sus teléfonos celulares y sus ipods. Así que nos sentamos en el segundo asiento de la derecha, detrás del especimen cuyo género no habíamos logrado dilucidar a simple vista.

Tres segundos después me di cuenta de que nuestro vecino del asiento de enfrente se estaba comiendo una especie de pollo a la brasa. El pollo estaba envuelto en un papel grasiento y guardado en una bolsa de plástico azul. Cada tanto, el ser que estaba delante abría la bolsa y sacaba con la mano un pedazo de pollo, cerraba la bolsa de plástico, masticaba ruidosamente y volvía a repetir la operación cada tres o cuatro minutos. Cada vez que se abría aquella bolsa grasienta llegaba a nosotros un olor repulsivo a pollo semi crudo, con grasa de treinta días y tal vez alguna salsa de origen indescifrable. Las primeras dos escenas de este espectáculo me desataron unas ganas intolerables de vomitar. No era tanto el olor del pollo que imaginaba revuelto con quién sabe qué inmundicias, era más bien la visión de aquellas manos de uñas negras empatucadas de grasa y el chasquido de los dientes al masticar del ser que comía casi encima de mí... todo el asunto me resultaba grotesco y asqueroso.

De más está decir que terminamos cambiándonos de puesto, porque era eso... o que yo vomitara en medio del pasillo y el panorama se volviera aún más complicado. El ser que comía pollo se volteó a vernos un par de veces, porque creo que resultó evidente la razón por la que nos cambiamos de lugar. Pero sin sentirse demasiado afectado siguió comiendo hasta que la bolsa quedó llena sólo de huesos y grasa. Viajé todo el camino con el estómago revuelto y aún en la noche seguía sintiendo en mi nariz aquel olor insufrible.

La segunda vez fue hace apenas unos días. Regresábamos del centro después de una larga jornada haciendo diligencias. Esta vez nos sentamos en la parte de abajo, en unos asientos elevados que quedan a la altura de las ruedas del vehículo y que a Lyo le gusta llamar “King-and-Queen”, porque parecen los tronos de la nobleza del transporte público. De lo más contentos veníamos en nuestros tronos cuando de pronto un muchacho de origen asiático, que estaba sentado unos tres puestos delante, bajó la cabeza y en un sólo impulso vació en el piso del autobús todo el contenido de su estómago.

El sonido que hace una persona al vomitar es tal vez uno de los más universales y reconocibles de cuantos ruidos es capaz de producir el cuerpo humano. Y es, como el bostezo, contagioso. Al menos para mí. Yo no tengo que ver a alguien vomitar, ni siquiera tengo que sentir el olor característico del vómito, me basta con escuchar el sonido de alguien vomitando para que a mí inmediatamente me den ganas de arquear. Y es un impulso incontrolable: mi estómago comienza a revolverse y empiezo a sentir en el esófago que todas mis tripas se quieren salir para afuera, ¡es horrible! Así que te puedes imaginar mi sufrimiento, encerrada en una caja de un metro y medio de ancho con un ser que acaba de devolver el alma y con los líquidos de su estómago rodando por el piso, hacia atrás y hacia adelante, junto con las idas y venidas del autobús.

En otras circunstancias la solución hubiera sido simple, saltar del autobús en la siguiente parada y asunto resuelto. Pero cuando vives en un pueblito en las afueras, en un lugar donde la temperatura promedio sigue siendo aún hoy de cinco grados, no hay cambio de autobús que valga. Porque bajarte en la siguiente parada implica pasar al menos media hora a la intemperie, en espera del siguiente autobús y eso, cualquier día a cualquier hora, pero especialmente un día feriado a las seis de la tarde está fuera de toda consideración. Así que ahí estábamos, atrapados y nauseabundos, al menos yo. Me sentía en un trasatlántico en medio del océano, por un rato todo parecía moverse en cámara lenta y el tiempo se hizo eterno. El único refugio que me quedaba era taparme la cara casi hasta los ojos con mi perfumada bufanda, cerrar los ojos... y esperar.

De pronto, algunos muchachos que parecían conocer al sujeto causante de mis desdichas se levantaron de sus asientos al ver que el joven parecía estar desmayado. Lo llamaron, le hablaron, lo sacudieron. El muchacho seguía recostado de la ventana y apenas reaccionaba. Finalmente el chofer pareció entender que algo inusual estaba sucediendo y salió de su protegida cabina a evaluar la situación. Cuando vio que se trataba de un grupo de jóvenes que habían tal vez tomado un poco más de lo debido, les pidió que se bajaran inmediatamente del autobús.

El joven que había vaciado en el piso el contenido de su estómago no parecía tener ni ánimo ni fuerzas para moverse, de manera que el chofer tuvo que insistir y casi amenazar. Sacó un celular del bolsillo y comenzó a llamar a alguien. No se sabe bien a quién, pero los muchachos parecen haber considerado que esa llamada podía implicar una complicación mayor y decidieron ayudar al borrachito a bajarse. Sabían lo que les esperaba afuera: media hora de frío inclemente, si había suerte. Pero tal vez eso era justo lo que necesitaban para superar el susto y la vergüenza, ¿no?

Nosotros no fuimos tan afortunados. Tuvimos que quedarnos con el vómito dentro de la caja rodante hasta llegar a casa. A veces el asco es más soportable que el frío.

PD: Mañana nos embarcamos para Nottingham. Espero que la experiencia en tren no nos depare ningún sufrimiento... son casi cinco horas de viaje!

martes, 25 de marzo de 2008

Estocolmo sobre cero



Amiga,

Tengo días tratando de sentarme a contarte sobre el viaje a Estocolmo, pero estoy con flojera de escribir. Además, la cámara que acabábamos de comprar se me cayó y quedó muerta el penúltimo día del viaje y las fotos se habían quedado atrapadas en la memoria. Hoy las rescatamos en una de esas máquinas que te hacen una copia en CD y, finalmente, puedo volver a verlas. Es más fácil recordar un viaje con las fotos delante. Sin embargo, ahora que las miro me doy cuenta de lo difícil que es dar la impresión de una ciudad completa con sólo un par de imágenes. Por más que te esmeres en tomar lo que parecería más “representativo”, al final nunca ves en las fotos lo que realmente viste, sólo un fragmento pobre y como despintado.

Estocolmo es roja, amarilla, naranja, ocre y lacre. Es una ciudad llena de colores y en las fotos no se ve así. A pesar de la temperatura que estaba apenas por encima de los cero grados, de la eterna lluvia que nos tocó durante cinco días, del cielo casi todo el tiempo encapotado, la ciudad no te deja sentir que estás en medio del frío y la oscuridad. Por todos lados ves gente caminando, paseando niños y perros, conversando en las esquinas, hablando con los celulares, cargando carritos de la compra, flores y periódicos. No parece que a nadie le importe la temperatura y mucho menos una garúa eterna que apenas puedes notar cuando se va y vuelve. A pesar de que no hay hojas en los árboles, puedes imaginar que la ciudad debe ser un espectáculo en primavera y en verano, porque está llena de plazas y parques, pero sobre todo porque mira al mar, o más bien a los lagos y ensenadas que la rodean. Estocolmo está montada sobre no-sé-cuántas islas, así que siempre estás cerca del agua...



La isla central, donde empezó todo, se llama Gamla Stan. Ahí están la catedral y el palacio real...




También las callecitas más antiguas...



Lo interesante de esta parte de la ciudad es que, a pesar de que el comercio y el turismo se han apoderado de todo, mantiene un aire medieval que para nuestro ojo sigue siendo “auténtico”.
Pero, más allá de la isla central hay otras islas a donde puedes ir a pie, atravesando las docenas de puentes que hay por todos lados. La ciudad está llena de iglesias, teatros, museos... Pero no estuvimos con ánimo de meternos en ninguno de estos templos de la cultura. Sólo visitamos la Catedral, que es en verdad muy impresionante y el Museo Vasa, donde se exhibe un barco que se hundió en su primer viaje en 1628. El barco era demasiado grande y no pudo mantenerse a flote, pero resulta que como el agua del Báltico es casi dulce, el barco se mantuvo intacto hasta que hace apenas unos años lo sacaron a flote y ahora está íntegro dentro del museo. La estructura exterior del museo, que puedes ver en la foto de abajo, mantiene la idea del barco a flote, con sus altos mástiles sobresaliendo por encima del techo...



Pero tal vez lo que me pareció más interesante de la ciudad fue la posibilidad de pasar varios días entre la gente común, con la ilusión de ser un ciudadano más y no una turista. Nos quedamos tres noches en una casa que fue donada por su dueño para que se usara como residencia de profesores visitantes al KTH, que son las siglas con las que se conoce la universidad téctica (Tekniska Hogskotan). En esa casa podíamos desayunar y cenar, usando la cocina para hacer té o café, así que nos sentíamos como en un ambiente familiar. Está ubicada en una calle en la que lo menos que te consigues es un turista. La calle se llama Villagatan. Todos los nombres de calles son difíciles de recordar y larguísimos, así que es de lo más complicado intentar acordarse de dónde quedan los lugares o hacia donde se dirige uno, a menos que no te molestes y termines recordando –como yo hice- sólo las primeras dos sílabas. Las otras dos noches las pasamos en un hotel bien ubicado, donde trabajaban inmigrantes chilenos y cubanos, así que hasta pudimos comunicarnos en Español. No sólo eso, logré sintonizar una emisora de radio en Español y estuve escuchándola un rato.

En el mapa que tengo delante de mí mientras te escribo están marcadas en verde las rutas que seguí los primeros dos días en que estuve deambulando sola por la ciudad, porque Lyo estaba trabajando con la gente de la universidad. Cuando después caminamos juntos dejé de marcar las rutas, pero me acuerdo bastante bien. Visitamos al menos cuatro islas y la ciudad nos regaló un día de sol (¡sólo uno!), justo cuando se me cayó la cámara y pasó a mejor vida. Pero como ves algunas fotos no salieron tan mal...



Muchas cosas nos llamaron la atención, pero dos de ellas fueron cruciales: la cantidad sorprendente de hombres cuidando niñitos en coche (contamos diez un día y nueve otro, por puro ocio). Suponemos que los señores son los padres de las criaturas, pero la sorpresa número dos puede explicar por qué es posible dudarlo. Sorpresa número dos: la costumbre de dejar a los niños dentro los coches en la acera, en plena intemperie, mientras los padres se toman un café, un trago o se instalan a cenar. Te juro que cuando vi el primer coche abandonado en la acera pensé que era un error, que probablemente el coche estaba vacío. Pero no. Había un niño dormido en el coche y la temperatura rondaba los cero grados. Lyo dijo que seguro era un turista. Cuando vimos el segundo coche, también abandonado en la acera, con su niñito dormido adentro, comprendimos que se trataba de un hábito, justificado –supongo- por el hecho de que los locales son mínimos y no hay espacio adentro para permitirse la parafernalia de un coche. Hay que suponer que los correspondientes padres o cuidadores de niños estarían adentro de los respectivos locales pendientes cada segundo del niño abandonado, pero no me consta. Como sea, es una costumbre que me parece preocupante, por decir lo menos.

A pesar de la flagrante exposición a los elementos de los niños en coche, hay que decir que en Estocolmo hay más niños de lo habitual para una ciudad europea. Los ves en todos lados, metidos en sus coches y envueltos en una especie de bolsa de dormir en miniatura, a veces en colores plateados o dorados. Los ves montados en bicicletas con sus padres, caminando o patinando, siempre abrigados con bufandas y gorros de muchos colores y siempre pidiendo algo a gritos. Al menos así es como me vienen a la memoria.

La ciudad está llena de esculturas de todo tipo ...y también de cosas curiosas atravesadas en las calles como este tulipán que evita que los carros se paren en la acera...



...un tulipán que recuerda la cultura de las flores que en esta zona se comparte con otros países del Báltico y que hace que la primavera parezca más cerca...



...con esta foto de un puesto de flores de la calle Karlavagen me despido de este cuento por ahora.

martes, 11 de marzo de 2008

Contra viento y marea



Amiga,

Hoy decidí que la única manera de vivir en un lugar como éste es enfrentándose a los elementos sin dejar que nos amilane un poco de lluvia o algo de viento. Así que, a pesar de la tormenta que evidentemente se avecinaba, me fui a caminar mis tres cuartos de hora obligatorios. Me armé de mi super-impermeable, mi gorro, mi bufanda, mis guantes... y mi ipod. Salí decidida a hacer mi circuito cotidiano por el parque que bordea el río Almond (puedes ver la entrada en la foto de arriba) y a no regresar aunque estuviera cayendo el propio diluvio universal. Cuando apenas entré al parque comenzó a llover. La guardaparques que cierra la puerta puntualmente a las cuatro, con la que siempre me encuentro, me saludó con una sonrisa cómplice, como diciéndome, "si puedes caminar bajo la lluvia, ya eres uno de los nuestros" y yo me sentí de lo más orgullosa de mí misma. Hice el camino escuchando uno de mis podcasts favoritos y a medida que mis pantalones se iban empapando más y más me fui sintiendo cada vez más orgullosa de poder superar la adversidad sin dejarme amedrentar por un poco de agua. Cuando finalmente regresé y me deshice de mis ropas empapadas salió un sol espléndido y hasta un burlón arcoiris (que puedes ver en la foto de abajo) que parecía decirme, si hubieras esperado cuarenta minutos... pero ya era tarde para que la pasión irónica de la naturaleza me quitara el orgullo de haberme enfrentado con la lluvia, el viento y el frío hasta sentirme una auténtica highlander!

Lo que sí te confieso es que no sé si voy a ser capaz de repetir la hazaña.

lunes, 3 de marzo de 2008

El papelito gris

Amiga,

No es posible evitar la sensación de estar siempre empezando de cero cuando uno se muda a un país extraño. No es sólo el clima o el idioma o las extrañas costumbres de los locales. Es también el trabajo extra que parece implicar cada trámite que en el lugar de origen sería lo más sencillo del mundo. Como abrir una cuenta en el banco, por ejemplo. Si quieres abrir una cuenta aquí, lo primero que debes hacer es probar que vives en este país. Suena fácil, pero no lo es en absoluto. Porque la prueba depende de cierto tipo específico de documentos.

El otro día fuimos a pedir que me agregaran a la cuenta que tiene Lyo en el Royal Bank of Scotland. Parecía el modo más fácil de proceder, porque los requisitos para abrir una cuenta independiente y particular son mucho más complicados. Dejé de lado mi placentera rutina cotidiana y me enfrenté a las siempre infames inclemencias del tiempo escocés para ir a la Universidad, donde hay una oficina del banco, con el único propósito de hacer el trámite bancario en persona. Lyo ya había ido antes y le dijeron que era muy sencillo, que sólo tenía que llenar una planilla y aparecerse en el banco conmigo y una prueba de mi residencia en este país... y listo! Pero justamente ese es el tipo de trámite sencillo que termina convirtiéndose en una piedra en el zapato. Porque resulta que para probar que eres un residente permanente en Escocia debes tener un recibo a tu nombre y dirección. Pero no cualquier recibo, debe ser el recibo de un servicio estable: luz, teléfono, cable, gas... y todos los recibos de servicios están a nombre de Lyo, porque nadie nos dijo que ese iba a ser un documento de vital importancia para vivir en este lugar. Teníamos, sin embargo, un estado de cuenta de la tarjeta de crédito, de otro banco, que está a nombre de los dos. Pero el estado de cuenta no tenía impresa la dirección. Sin embargo, por tratarse de un estado de cuenta en el que aparecían nuestros dos nombres, pensamos que podía funcionar.

Pues no. Al llegar al banco y presentar nuestros papeles: mi pasaporte, la planilla de solicitud y el estado de cuenta del otro banco, el joven que nos atendió nos miró con cara de “otro par más que no sabe cómo funciona el sistema” y muy amablemente nos pidió esperar porque debía consultar si nuestra prueba de existencia funcionaba. Esperamos un rato. Mientras esperábamos vimos desfilar al menos dos estudiantes de la universidad con la misma pregunta sobre qué documentos se requieren para probar que uno reside en este perdido rincón del globo y nos imaginamos cuántas veces al día los atribulados funcionarios de este banco en particular debían responder esa misma pregunta. Se trata de una oficina bancaria que está dentro del campus universitario. Una universidad donde estudia un altísimo porcentaje de estudiantes de otros países. Así que saca la cuenta.

Finalmente, el joven que nos estaba atendiendo regresó a decirnos que nuestro flamante estado de cuenta no servía, porque no tenía impresa la dirección de nuestra casa, que es la única prueba de que esa correspondencia específica ha sido enviada a un lugar que queda en este preciso lugar y no en otro. Le preguntamos si servía algún otro recibo que tuviera nuestra dirección y dijo que sí. Le preguntamos si un recibo de Amazon servía y dijo que probablemente, siempre y cuando tuviera impresa nuestra dirección. Así que corrimos a la oficina de Lyo a imprimir uno de los tantos recibos de Amazon que tengo guardados en el buzón de mi correo electrónico a ver si el asunto funcionaba. Regresamos al banco con la convicción de que estábamos perdiendo el tiempo, porque con seguridad iban a considerarlo un documento aún menos probatorio que nuestro estado de cuenta. Pero nos negábamos a darnos por vencidos tan fácilmente.

En efecto, el joven que nos atendió antes nos volvió a recibir todos los papeles y esta vez reaccionó más rápido. En un par de segundos ya sabíamos que nuestra nueva prueba no calificaba. Lo más curioso del caso es que, aún sabiendo que obviamente éramos extranjeros -¡uno de los documentos era mi pasaporte venezolano!- el joven nos mandó a inscribirnos en lo que para nosotros sería el Registro Electoral Permanente, que aquí se llama “Electoral Roll”. Una vez inscritos en el tal registro nos enviarían una carta y ESA carta sería una prueba irrefutable de que yo vivía en esta ciudad. De regreso a la oficina de Lyo entramos en la página que el joven nos había recomendado y comprobamos que, como era de esperar, sólo pueden registrarse para votar los ciudadanos escoceses, súbditos de su majestad británica, o los seres que puedan probar que han vivido en este lugar por un tiempo que debe ser sin duda mayor que los dos meses escasos de mi precaria residencia.

Desalentados, decidimos pensar en otra estrategia. Tal vez podríamos cambiar algún servicio para que el recibo llegara a mi nombre. Intentamos con el cable. No había manera, porque desde que nos inscribimos en la compañía que nos proporciona la TV por cable y la banda ancha decidimos que no nos enviaran recibos sino que consultaríamos nuestros estados de cuenta en línea. Lo mismo sucedió con la electricidad y el gas. ¿Qué hacer?

Como siempre que uno se encuentra en una situación sin salida, decidimos esperar a ver si podíamos presentar como prueba el sobre con nuestra dirección del siguiente estado de cuenta de la tarjeta de crédito. Pero, milagrosamente, apenas unos días después nos llegó, en un insignificante papel gris, el recibo anual de cobro del impuesto municipal. Por suerte el año pasado, cuando había que pagar por primera vez el impuesto, a Lyo se le ocurrió llenar los papeles a nombre de los dos. Y a nombre de los dos llegó este milagroso papelito gris en el que claramente constan nuestros dos nombres y nuestra dirección. Pero no se trata de cualquier papel, sino de un papel que dice que hemos pagado puntualmente los impuestos por adelantado. Pues ¡estamos hechos! –pensamos- nada más mandado a hacer que ese dichoso papelito gris.

Cuando volvimos unos días después a la taquilla del banco teníamos una cara de satisfacción difícil de ocultar. Sin mucha explicación entregamos de nuevo todos los papeles y el joven que nos atendió, al ver el milagroso papelito gris se quedó sin palabras, y murmuró que iría a doble-chequear si el documento servía. Desde el fondo de la oficina nos hizo señas de que sí, luego de una muy breve e innecesaria consulta con un colega que imaginamos su superior. Trámite resuelto.

El mismo papel sirvió para que me permitieran solicitar un pase permanente para entrar en la biblioteca nacional. Lo que no logró una carta de la Universidad diciendo que soy un “visiting scholar” lo consiguió el milagroso papelito gris. Así que, moraleja: tu entera existencia puede depender de que tengas el papel adecuado que lo pruebe. Algo que ya había aprendido amargamente en Caracas, cuando tuve que esperar más de seis meses para poder tramitar un miserable pasaporte.