Amiga,
Te he contado varias veces sobre los autobuses escoceses. Tal vez porque en el pueblito en que vivimos ellos son el único vínculo con el mundo y porque es a través de ellos que puedo relacionarme con la ciudad y la gente. Cuando estás encerrado en un espacio reducido con un grupo de personas desconocidas, terminas aprendiendo cosas, en el mejor de los casos, o sufriendo otras, porque está en la naturaleza humana incordiar al prójimo. Y precisamente a propósito de sufrir en autobuses, dos veces he estado a punto de vomitar de asco en un autobús escocés.
La primera vez veníamos de alguna incursión urbana que nos había obligado a estar hasta tarde en la calle. Luego de esperar en la helada noche al borde de una carretera que iba al centro, llegó finalmente nuestro autobús y, después de pagar, decidimos subir al segundo piso porque abajo estaba casi lleno. Nos gusta sentarnos en los primeros asientos del segundo piso, porque desde ahí puedes ver por las inmensas ventanas hacia adelante y sientes como si fueras tú quien maneja en vehículo. Pero esta vez un señor enorme, o una señora igualmente enorme, ocupaba el primer asiento de la derecha. En el de la izquierda había el par de adolescentes que nunca falta, jugando con sus teléfonos celulares y sus ipods. Así que nos sentamos en el segundo asiento de la derecha, detrás del especimen cuyo género no habíamos logrado dilucidar a simple vista.
Tres segundos después me di cuenta de que nuestro vecino del asiento de enfrente se estaba comiendo una especie de pollo a la brasa. El pollo estaba envuelto en un papel grasiento y guardado en una bolsa de plástico azul. Cada tanto, el ser que estaba delante abría la bolsa y sacaba con la mano un pedazo de pollo, cerraba la bolsa de plástico, masticaba ruidosamente y volvía a repetir la operación cada tres o cuatro minutos. Cada vez que se abría aquella bolsa grasienta llegaba a nosotros un olor repulsivo a pollo semi crudo, con grasa de treinta días y tal vez alguna salsa de origen indescifrable. Las primeras dos escenas de este espectáculo me desataron unas ganas intolerables de vomitar. No era tanto el olor del pollo que imaginaba revuelto con quién sabe qué inmundicias, era más bien la visión de aquellas manos de uñas negras empatucadas de grasa y el chasquido de los dientes al masticar del ser que comía casi encima de mí... todo el asunto me resultaba grotesco y asqueroso.
De más está decir que terminamos cambiándonos de puesto, porque era eso... o que yo vomitara en medio del pasillo y el panorama se volviera aún más complicado. El ser que comía pollo se volteó a vernos un par de veces, porque creo que resultó evidente la razón por la que nos cambiamos de lugar. Pero sin sentirse demasiado afectado siguió comiendo hasta que la bolsa quedó llena sólo de huesos y grasa. Viajé todo el camino con el estómago revuelto y aún en la noche seguía sintiendo en mi nariz aquel olor insufrible.
La segunda vez fue hace apenas unos días. Regresábamos del centro después de una larga jornada haciendo diligencias. Esta vez nos sentamos en la parte de abajo, en unos asientos elevados que quedan a la altura de las ruedas del vehículo y que a Lyo le gusta llamar “King-and-Queen”, porque parecen los tronos de la nobleza del transporte público. De lo más contentos veníamos en nuestros tronos cuando de pronto un muchacho de origen asiático, que estaba sentado unos tres puestos delante, bajó la cabeza y en un sólo impulso vació en el piso del autobús todo el contenido de su estómago.
El sonido que hace una persona al vomitar es tal vez uno de los más universales y reconocibles de cuantos ruidos es capaz de producir el cuerpo humano. Y es, como el bostezo, contagioso. Al menos para mí. Yo no tengo que ver a alguien vomitar, ni siquiera tengo que sentir el olor característico del vómito, me basta con escuchar el sonido de alguien vomitando para que a mí inmediatamente me den ganas de arquear. Y es un impulso incontrolable: mi estómago comienza a revolverse y empiezo a sentir en el esófago que todas mis tripas se quieren salir para afuera, ¡es horrible! Así que te puedes imaginar mi sufrimiento, encerrada en una caja de un metro y medio de ancho con un ser que acaba de devolver el alma y con los líquidos de su estómago rodando por el piso, hacia atrás y hacia adelante, junto con las idas y venidas del autobús.
En otras circunstancias la solución hubiera sido simple, saltar del autobús en la siguiente parada y asunto resuelto. Pero cuando vives en un pueblito en las afueras, en un lugar donde la temperatura promedio sigue siendo aún hoy de cinco grados, no hay cambio de autobús que valga. Porque bajarte en la siguiente parada implica pasar al menos media hora a la intemperie, en espera del siguiente autobús y eso, cualquier día a cualquier hora, pero especialmente un día feriado a las seis de la tarde está fuera de toda consideración. Así que ahí estábamos, atrapados y nauseabundos, al menos yo. Me sentía en un trasatlántico en medio del océano, por un rato todo parecía moverse en cámara lenta y el tiempo se hizo eterno. El único refugio que me quedaba era taparme la cara casi hasta los ojos con mi perfumada bufanda, cerrar los ojos... y esperar.
De pronto, algunos muchachos que parecían conocer al sujeto causante de mis desdichas se levantaron de sus asientos al ver que el joven parecía estar desmayado. Lo llamaron, le hablaron, lo sacudieron. El muchacho seguía recostado de la ventana y apenas reaccionaba. Finalmente el chofer pareció entender que algo inusual estaba sucediendo y salió de su protegida cabina a evaluar la situación. Cuando vio que se trataba de un grupo de jóvenes que habían tal vez tomado un poco más de lo debido, les pidió que se bajaran inmediatamente del autobús.
El joven que había vaciado en el piso el contenido de su estómago no parecía tener ni ánimo ni fuerzas para moverse, de manera que el chofer tuvo que insistir y casi amenazar. Sacó un celular del bolsillo y comenzó a llamar a alguien. No se sabe bien a quién, pero los muchachos parecen haber considerado que esa llamada podía implicar una complicación mayor y decidieron ayudar al borrachito a bajarse. Sabían lo que les esperaba afuera: media hora de frío inclemente, si había suerte. Pero tal vez eso era justo lo que necesitaban para superar el susto y la vergüenza, ¿no?
Nosotros no fuimos tan afortunados. Tuvimos que quedarnos con el vómito dentro de la caja rodante hasta llegar a casa. A veces el asco es más soportable que el frío.
PD: Mañana nos embarcamos para Nottingham. Espero que la experiencia en tren no nos depare ningún sufrimiento... son casi cinco horas de viaje!
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