jueves, 24 de abril de 2014

Subir montañas



Amiga,

Me da una pena horrible hablar de otra cosa que no sea el drama de la tierruca en este momento en el que ya no se sabe muy bien en qué acabará todo por allá. Pero la vida sigue, qué le vamos a hacer. No puede uno quedarse en vilo para siempre. Hay que pasar páginas, mirar a los lados, leer, escribir, seguir viviendo.

El sábado pasado hizo un tiempo hermoso y nos fuimos a las tierras altas a ver si yo era capaz de subir mi primer munro. Los munros son montañas de más de novecientos y tantos metros que los caminantes coleccionan, subiéndolos uno a uno o en largas jornadas en las que se hacen varias cumbres, hasta completar los doscientos ochenta y dos que están registrados hasta ahora. Lyo los ha estado coleccionando desde hace ya tiempo y hace un par de semanas se me ocurrió decirle que tal vez un día, cuando subiera uno facilito y cerca de casa, yo lo iba a acompañar para ver si llegaba arriba.

Lyo se toma todo al pie de la letra, como buen matemático, y en lo que vio que iba a hacer buen tiempo el fin de semana me dijo que ya sabía cuál era el munro perfecto para mí y que nos fuéramos a subirlo sin demasiadas preparaciones ni aspavientos. Él había hecho cinco munros la semana pasada, cuatro de ellos de un solo golpe. Entre esos estaba el mío: Carn Gorm, que significa montaña azul.

Preparamos agua y comida y salimos de casa a las nueve de la mañana, bastante tarde para los entándares del montañista de la casa que sale a primera hora cada vez que se va a coleccionar munros. Llegamos al pie de la montaña a las once y media. Estacionamos el carro en la entrada de una granja, un poco fuera de la zona permitida, porque había ya unos cuantos montañistas en camino que habían ocupado los puestos oficiales del mínimo estacionamiento. Nos comimos unas frutas antes de arrancar, tomamos agua, ajustamos los bastones y nos lanzamos a la montaña.

Para llegar al pie del Carn Gorm hay que entrar por una granja a la orilla de la carretera y después de pasar dos cercas altas hay que caminar por un sendero pedregoso que parece el lecho seco de un río. El sendero se adentra por un bosque de pinos y luego sube pelado por las primeras laderas. El clima era perfecto, con un viento apenas frío y sol radiante. Así que la primera hora apenas la sentí, aunque cada vez que arreciaba la subida tenía que pararme a agarrar aire. Lyo iba fresco, como quien sale a pasear un rato por el parque.

El camino pedregoso va bordeando una quebrada con saltos de agua y hondos pozos, que se llama Invervar Burn, en la que Lyo se había bañado el miércoles anterior. El ascenso verdadero comienza cuando se cruza esa quebrada a través de un puente bastante precario, que se tambalea de arriba a abajo, y que hay que pasar de uno en uno para que no se caiga. Más allá del puente se puede ver un tupido bosque de pinos bordeado por una cerca. Cuando la sombra de los pinos se acaba aparece la montaña entera, con sus tres jorobas y sus parches de nieve. Y más allá las otras tres montañas que forman una herradura que mira al Glen Lyon: Meall Garbh, Carn Mairg y Creag Mhor. Todos nombres que parecen salidos de las sagas arturianas. (Si quieres escuchar cómo se pronuncian esos sonidos imposibles, entra aquí)

Durante largo rato se camina sobre un terreno esponjoso que aquí llaman bog y que es como un musgo gigante empapado del agua de la nieve que se ha estado derritiendo por semanas. Sobre ese musgo empantanado es una bendición tener zapatos a prueba de agua, aunque envidié largo y tendido las botas de montaña que estaba usando Lyo y que tenían una enorme ventaja sobre mis pobres zapatos de caminar por lo llano. Sobre el bog no hay camino y hay que ir tanteando con el bastón para decidir dónde hay menos agua. Hay que pisar sobre los mogotes más altos y tratar de no meter el pie en ningún pozo invisible en el que uno pueda terminar hundido hasta la rodilla.

Cuando llegamos a la primera subida realmente empinada seguimos el sendero que han usado miles de caminantes desde hace más de un siglo, como si subiéramos por una larga escalera de piedra. Me paré varias veces a descansar y a mirar el inmenso panorama de montañas que se abría por los cuatro costados del mundo. Me sentía como un personaje de El señor de los anillos, aunque con un ánimo mucho menos heroico. A cada paso que daba sólo pensaba en dos cosas: que tenía que administrar las fuerzas si quería llegar a la cumbre sin desmayarme; y que todo lo que estaba subiendo lo iba a tener que bajar otra vez.

Después de la primera subida viene una especie de breve meseta casi plana y luego una subida tan empinada como la anterior pero más corta. Luego hay otro plano y después viene el tramo final que es ya el que sube a la cumbre. En estos dos últimos tramos había largos parches de nieve. Subimos por uno y evadimos el otro. Caminar sobre nieve es bastante cansón en lo plano, así que te puedes imaginar lo difícil que es en subida. Lyo me iba animando, contándome la altura a la que íbamos y describiendo el camino que teníamos todavía por delante. En el tramo final ya no había agua ni nieve, sólo un sendero de piedras en zig zag y un viento helado que arreciaba a medida que subíamos.

Llegamos a la cumbre, que está a 1029 metros de altura, tres horas y media después de haber comenzado a subir. Gritamos de alegría, saltamos y bailamos. Miramos largo y lejos el espectáculo generoso de las highlands en pleno sol y a cielo despejado. Lyo me fue señalando los nombres de las montañas más altas de la cual sólo recuerdo el Ben Nevis, porque es la más alta de toda la Gran Bretaña.

Seguimos el ritual de los montañistas: dar gracias por haber hecho cumbre y poner una piedra en el punto más alto para sumarla a las otras muchas piedras que han puesto ahí otros caminantes. Yo agregué mi rito particular: recoger una piedra del pico y traérmela de recuerdo. Tomamos fotos y filmamos videos. Pero, como hay dos picos marcados porque parece que los caminantes no se han puesto de acuerdo de cuál es exactamente el punto más alto, caminamos hasta el otro cerro de piedras que está unos metros más allá y repetimos todo de nuevo. Después de ofrecer nuestros respetos a la montaña, comenzamos el descenso.

Llegamos a un punto en el que el viento pegaba con menos fuerza y ahí nos sentamos a comer algo, tomarnos un tecito con leche, orinar y recuperar el aliento. Como era de esperar, el regreso se hizo mucho más fácil. No sólo porque la euforia de haber llegado a lo más alto se te queda como pegada en el ánimo, sino también porque uno va a una mejor velocidad y porque los músculos que usas para bajar no son los mismos adoloridos músculos que estabas usando para subir y que ya no te daban para más.

Avanzamos bien durante la primera hora. Yo iba tratando siempre de pisar con cuidado para no tropezarme y torcerme un tobillo. Bajamos sobre un tramo largo de nieve. Yo iba siguiendo las huellas que dejaba Lyo, clavando los talones primero como él me había enseñado, pero al mismo tiempo intentando que no me entrara la nieve en los zapatos. En ese momento volví a envidiar las botas montañeras y me prometí comprarme unas, como premio por mi hazaña del día, si es que llegaba abajo sana y salva. Cuando el bosque de pinos se veía ya cerca sentí el primer cansancio de la bajada. Las piernas me temblaban si me paraba más de tres segundos. Pero había que pararse al menos a tomar agua.

Me pareció increíble volver a cruzar el puente sobre la quebrada y comenté que éramos otros ya los que estábamos de regreso. Lo dije en serio. Nada te hace sentir tan diferente como una larga caminata en la que te pruebas a ti misma que puedes llegar a una meta. Sobre todo cuando la meta es el pico de una montaña de más de mil metros de altura.

La última hora se me hizo larga. Eterna. Las rodillas me dolían y empecé a sentir punzadas en músculos que parecía que no había usado nunca. Mientras más bajábamos más se me alborotaba el hambre. Eran ya pasadas las cuatro y media de la tarde cuando llegamos a lo plano. Lyo me mostró el pozo donde se había bañado la vez anterior, pero el sol ya estaba bajito y además de hambre empezaba a hacer frío, así que dejamos el chapuzón para una próxima vez, tal vez este verano.

Al llegar a la carretera ya no podíamos pensar en otra cosa que en el almuerzo. Lyo había visto en el camino un restaurant que le había parecido que tenía buena pinta. Para allá nos fuimos. Pasamos de largo de ida y tuvimos que regresarnos en el pueblito más cercano que se llama Aberfeldy. Pero valió la pena. Tal vez fue el hambre o la euforia de haber subido mi primer munro, el caso es que fue uno de los almuerzos más ricos que he comido en años: un enorme sirloin steak con papas fritas!

No tengo ambiciones ni esperanzas de subir todos los munros que hay. Pero, uno a la vez, tal vez llegue a una cifra decente. Mi primera meta es hacer los diez más fáciles. Tal vez lo logre antes de cumplir los sesenta.

Ya te iré contando.

Te mando un abrazo azul como una montaña,
r

lunes, 14 de abril de 2014

No más muertos



Amiga,

Creo que en este momento la única consigna con la que estoy de acuerdo es la que usa José Ángel en todos sus mensajes: NI UN MUERTO MÁS. Las consignas son siempre reductoras y reducir una lucha compleja a una escueta consigna deja la inevitable sensación de que estamos simplificando, olvidando los matices, los peros, los sin embargos. Pero en la política las consignas parecen inevitables, porque además de reducir también condensan, muestran en blanco y negro los objetivos que se quieren alcanzar. Y eso es algo que siempre hay que tener claro cuando uno se lanza a pelear en cualquier campo de batalla.

A más de dos meses del inicio de las protestas me parece claro que a través de una consigna tan vaga como “la salida” se propuso un objetivo inalcanzable. Y los objetivos inalcanzables pueden sonar muy bien en los libros de historia, como esa nefasta consigna de “revolución o muerte” que enarboló el chavismo hasta que su propio líder eligió -ya tarde- una consigna menos negativa. Pero en el día a día esas consignas terminan produciendo desaliento y frustración, porque el fin de la lucha se aleja cada vez más en lugar de presentarse como un objetivo alcanzable.

Las consignas que la oposición ha manejado en estos dos meses me han producido una sensación de vacío. Porque prefiero pensar que la política es el arte de imaginar soluciones para los problemas de hoy. Es decir, que la política no sólo se encarga de manejar el presente, sino que también debe imaginar el futuro. Y con consignas que invocan el sacrificio sin fin como "quien se cansa pierde" -o cualquiera de sus variables- no es posible imaginar el futuro. La imagen que se evoca allí es la de una lucha perpetua y, tal como están las cosas, detrás de esa consigna lo único que queda es un reguero de muertos. Es por eso por lo que, a pesar de los gritos destemplados de los opositores furibundos, sigo pensando que no tenemos más salida que abrir las puertas al diálogo.

Formo parte de una familia que ha sido devastada por la violencia, como tantas familias venezolanas. Por eso, si hay que elegir, me inclino por ahorrarnos más dolor debido a la pérdida de seres queridos. En este momento en que más de dos meses de protestas han logrado el claro objetivo de desenmascarar la esencia totalitaria del régimen chavista, ha llegado la hora de hacer un alto y elegir un camino que nos permita avanzar y no quedarnos en el remolino de la violencia perpetua. Y en este punto en el que hay que elegir entre el pasado y el futuro, yo escojo la vida. Escojo no darle a los políticos carta blanca para que sacrifiquen a cuantos jóvenes sea necesario sacrificar. Y eso vale tanto para el gobierno como para la oposición.

Yo no quiero más muertos. Ni debido a la violencia del hampa desatada por un régimen que prefiere que sus ciudadanos se maten entre sí antes de prevenir y controlar el delito; ni debido a la violencia represiva de la fuerza pública -policial, militar o paramilitar- que tiene órdenes de reprimir y aterrorizar a medio país, cueste lo que cueste; ni mucho menos gracias a consignas vacías sobre las que se están construyendo liderazgos oportunistas. Yo no quiero que ningún líder político alimente narrativas de martirio que conviertan a nuestros jóvenes en carne de cañón. Ni de un lado ni del otro.

No más muertos. Esa es la consigna que prefiero. Porque mi imagen del futuro de la tierruca no es un cementerio. Y no autorizo a nadie a imaginar el futuro de nuestro país sembrado de mártires. Porque sé muy bien que esos jóvenes que están hoy entregados a una lucha desigual, y que piensan sinceramente que su sacrificio no será en vano, van a ser traicionados tarde o temprano por una lógica política que pesará más que todas las consignas. La lógica pragmática de la supervivencia.

Más a allá de las consignas habrá un punto de quiebre. Más tarde o más temprano las partes van a sentarse a negociar en serio y no en esa farsa de show televisivo que vimos la semana pasada en cadena nacional. Y cuando salga un acuerdo de esas negociaciones, habrá sin falta ganadores y perdedores, aunque cada bando interpretará a su manera las ganancias. Pero los que hayan perdido a sus seres queridos no habrán ganado nada. Sólo una tristeza dura y terca que ningún acuerdo político logrará compensar.

¡No más muertos! ¡Ni un muerto más!

Un fuerte abrazo,
r