viernes, 27 de febrero de 2009

Visitas impertinentes


Amiga,

Ayer vino a visitarme la vecina de al lado. Odio las visitas inesperadas. Es tal vez una de las cosas que más claramente detesto en la vida. No sé por qué, pero desde que tengo memoria y casa donde vivir y encerrarme a rumiar mis asuntos por mi cuenta, siempre he odiado las visitas. Prefiero estar sola, que nadie me interrumpa el flujo del día. Sólo disfruto de personas extrañas en la casa cuando las he invitado o cuando se han anunciado con bastante distancia y me han dado tiempo de prepararme para dejar todo a un lado y recibirlas.

Lyo es el encargado de manejar cualquier intrusión inesperada y es, sobre todo, el responsable de lidiar con Susan. Pero ayer no estaba y cuando me disponía a ver en la tele ‘Grey’s Anatomy’ –que es una de mis series favoritas- y sentí un tun-tun en la puerta de atrás, supe que mi tranquilidad se había terminado.

Susan, mi vecina, es escocesa por los cuatro costados. Tanto, que su padre y su madre, sus tíos y abuelos, todos nacieron en el pueblo de al lado y sus muertos están enterrados en un viejo cementerio, a quince minutos en bus de aquí. Así que, como es de suponer, mi vecina Susan habla con el acento más endiabladamente escocés que he escuchado en la vida, por lo que le entiendo una cuarta parte de lo que dice.

Cada vez que viene a hacerme una de sus visitas, yo la recibo con furia y de pie, demostrando que no tengo ganas de conversar desde el primero hasta el último minuto. Pero a Susan le importa un comino mi mala educación, expresada en mi manera ostentosa de no ofrecerle ni agua, y me cuenta su historia y la de todos mis vecinos, una y otra vez, cada vez que viene, que es más o menos una vez al mes. Por eso puedo reconstruir más o menos algunos de sus cuentos, porque los he escuchado varias veces.

El primer y más recurrente tema de conversación de mi vecina Susan son sus achaques. Desde hace casi un año tiene una extraña enfermedad que le impide caminar bien. Primero estuvo casi paralizada. Después comenzó a andar con una de esas andaderas que parecen una gran silla sin respaldar. En esas está todavía y el tratamiento que le han puesto no parece haberla mejorado en lo más mínimo. Ella describe sus dolencia como una sensación de que los huesos se le separan de la piel. Me imagino lo que harán los doctores con semejante descripción. Cada vez que va al hospital a que le hagan un nuevo examen, viene a casa a contarnos qué le dijo el médico.

Cuando agota el cuento de sus achaques le toca el turno a la historia de su familia. Su padre era guardabosques y su madre se dedicó a criar diez hijos y a servir de maestra, consejera sentimental y hasta enfermera de todos los que la rodeaban en el pueblito perdido en el que vivían, a unas millas apenas de aquí. Su abuela era partera y una vez salvó a un niño de morir poniéndolo enfrente de la chimenea mientras llegaba el médico y le reparaba con cirugía una malformación con la que nació. Susan dice que ese niño, que hoy es un hombre, todavía vive. Y, como para probarlo, me dice el nombre del lugar donde vive y me explica cómo llegar en el autobus que pasa por enfrente. Explicación que yo entiendo a medias, como todo lo que me dice.

Cuando Susan se cansa de contarme la historia de su abuela y de sus padres, pasa a contarme la de sus hermanos y hermanas, sin que medie ningún interés manifiesto de mi parte. Me cuenta que cinco de sus hermanos han muerto de cáncer y me va enumerando con sus dedos regordetes, uno por uno, el tipo específico de cáncer del que murió cada uno de sus hermanos. A esa altura de su visita, que lleva ya una hora, empiezo a sentirme culpable y a compadecer a la pobre Susan que no tiene la culpa de que yo odie las visitas. Pero aún así, sigo de pie en la cocina sin ofrecerle ni agua, observando cómo mira a su alrededor en busca de inspiración para su nueva historia.

Entonces viene el recuento de la gente que se ha muerto entre las familias que viven en nuestro grupo de casitas, todas iguales y como unidas por una especie de cordón umbilical, pared con pared, desde hace casi cincuenta años. Susan ha vivido en la casa de al lado desde principios de los años sesenta. Al parecer estas casas tienen más o menos mi edad. Mi vecina puede recordar –o eso dice- los nombres de todos los que han vivido en las casas vecinas en casi cincuenta años. Y, por supuesto, recuerda y enumera con precisión a todos los que han muerto en el vecindario. Incluyendo una vecina que vivía sola, como ella, y murió de una neumonía hace apenas un par de meses.

Cuando se acaba el recuento de los vecinos muertos viene la historia del cocker spaniel que se le murió a principios de año. Susan había mandado al perro a vivir con unos amigos cuando ella se enfermó y no pudo sacarlo más a caminar. El perro estaba bien, pero se fue deteriorando, apagando, hasta que no hubo más remedio que ponerlo a dormir, o eso creí entender. No supe nunca exactamente de qué se murió el pobre. Creo que Susan tampoco lo sabe.

La memoria de este último perro trae el recuerdo de todos los perros que la familia ha tenido. Entonces Susan se acuerda de los perros cazadores que tenía su esposo, a quien le gustaba cazar y pescar. Y de los perros pasa a la caza y la pesca y de ahí a un enorme salmón que su marido, ahora ya difunto, pescó una vez y que era tan enorme que alcanzó para repartirlo entre familiares y amigos, que estuvieron comiendo salmón por una semana.

Y así, mi vecina Susan encadena una historia con otra infinitamente. Ayer estuvo dos horas sentada en mi cocina haciendo un repaso de las mismas historias una y otra vez. Hasta que llegó Lyo y me salvó de la visita casi de inmediato, llevándosela con todo y su andadera a descansar a su casa. Ya sé que me va a tocar recibirla otra vez en algunas semanas. Espero que esa vez Lyo esté aquí y se encargue de ella.

Uno pensaría que en estos lados del mundo, donde se supone que la gente es fría y distante, los vecinos deberían comportarse como corresponde. Y la verdad es que así es en el caso de todos nuestros demás vecinos, que son amables y discretos a más no poder. Pero Susan es un caso aparte. Ella parece pensar que yo necesito ser distraída y rescatada de mi soledad. Por eso me pregunta, cada vez que viene, si no me aburro. Y por más que le he dicho que no, que tengo mil cosas que hacer, parece no creerme. Por eso considera su deber venir a entretenerme cada tanto con sus historias que se repiten.

Yo sé que en realidad lo que pasa es que es ella la que está sola y se aburre. Esa es la verdadera razón por la que, en el fondo, me compadezco de ella y escucho sus cuentos, aunque lo haga de mal humor. Pero también hay otra razón. Desde que la vi por primera vez se me metió entre ceja y ceja que Susan era una especie de bruja maligna y que era mejor estar de buenas con ella. Porque por las malas es capaz hasta de quemarnos la casa.

No me preguntes a cuenta de qué creo que mi vecina es una piromaníaca en potencia, o algo tal vez peor, una especie de demente inofensiva hasta que se pruebe lo contrario. Tendrías que verle la cara y entenderías.

En fin amiga, es difícil librarse de los propios fantasmas. Y entre los míos está el eterno temor a las viejas locas y a los vecinos impertinentes.

Te mando un abrazo,
r

jueves, 26 de febrero de 2009

Paseo por Mastretta


Amiga,

Me he pasado toda la mañana y parte del mediodía leyendo el blog de Ángeles Mastretta. Me encanta como escribe. Qué lástima no tener su amor incondicional por la vida, por los detalles cotidianos; su ojo para mirar lo que es simple y al mismo tiempo da sentido a la existencia. Hoy amanecí con dolor en un pie y no puedo ir al parque a caminar mis tristezas, así que el blog de Mastretta me ha servido como un paseo por un parque más grande y más tibio.

También me ha servido para volver a pensar que cuando nos alejamos del lugar al que pertenecemos perdemos algo que es esencial y que tal vez sea imposible recuperar: el deseo de estar relacionado con lo que nos rodea; el ánimo de participar, de transformar el mundo; la emoción por todo y por todos. Cuando el clima no acompaña tus estados de ánimo, cuando el idioma que se habla en la calle es incomprensible, cuando ante el ruido de una ambulancia que se detiene en tu calle no te preguntas quién se habrá enfermado... cuando sabes que no perteneces, un pedazo importante de lo que realmente cuenta se te ha ido.

Pero hoy no me quiero quejar. Hoy quiero contagiarme de la alegría de Ángeles Mastretta citando una de sus deliciosas historias. Para contagiarme de su optimismo y para mostrar mi agradecimiento:

***

Abrir ventanas
Escrito por: Ángeles Mastretta el 18 Feb 2009.-

Tuvo mi madre, desde la infancia, una amiga cuya alegría siguió nuestras vidas desde lejos. Se fue de monja siendo tan joven que nosotros no la vimos jamás mientras fuimos chicos, pero a mi mamá le gustaba contar las cosas que ella decía.

Como buena monja, Aura Zafra no se puso nunca una gota de pintura, sin embargo todas las mañanas se enchinaba las pestañas con una cuchara. Lo mismo que hemos hecho siempre todas las mujeres de mi familia. Aura decía que ella no la hacía por vanidosa, sino por caridad. Para no molestar a los demás con el espectáculo de sus pestañas lacias entristeciéndole los ojos a ella, que todo quería ser menos una mujer melancólica.

Conocí a Aura ya que era vieja porque visitaba a mi madre durante las primaveras, con la sonrisa infantil y el espíritu audaz de quienes todos los días le descubren un prodigio a su destino. Hace como quince años, entonces ella tenía más de setenta, tuvo un accidente que la hubiera dejado paralítica si su empeño no la pone a luchar con toda clase de aparatos y terapias hasta conseguir moverse despacio, apoyada en un bastón y en el deseo ingobernable de bastarse a sí misma otra vez. Por esos días llamó a mi madre desde el convento en que vivía y yo, que le contesté, no pude resistirme a escucharla cuando mi madre levantó la bocina del aparato que había en su cuarto. Entonces la oí responder a la pregunta interesada en saber de su salud y su estado de ánimo: “¿Cómo estás, Aura, querida?” con una respuesta absolutamente inesperada: “¿Cómo he de estar? Muy bien. La vida es una fiesta”.

Con semejante axioma como un tesoro, yo dejé de oír la conversación y me senté en el suelo tibio de un patio que mi madre metió a su casa como quien mete un pedazo de convento sevillano. Estuve ahí un rato, sintiendo a los niños jugar con el perro, mirándome los pies y contándome las venitas lilas que a las mujeres de mi familia les proliferan en las piernas después de cierta edad.

“Así se empieza” me dejé pensar entonces. Un pedazo de sol entraba por el hoyo en el cielo que ilumina el patio y todo, hasta el aire ardiendo de aquel mayo sin lluvias, me resultó sosegado y hospitalario.

Cuando quería elogiarme, mi madre elogiaba la sabiduría con que elijo a mis amigas. Ese día me tocó devolverle el piropo. Al terminar su conversación con Aura Zafra me sorprendió divagando en su patio, y antes de sentir su mirada de ¿qué haces ahí perdiendo el tiempo? le dije:

“Cualquiera pensaría que la respuesta de Aura es la de una corista en mitad de un espectáculo exitoso y no la de una monja recluida y enferma”.

“Así es Aura” contestó mi mamá. “Una maravilla”.

Y sí, acepté yo. Si estando medio coja, vieja y media, pobre, medio encerrada, y nada tonta, esa mujer consideraba que la vida es una fiesta, quería decir lo obvio, que tenía la fiesta dentro y que se buscaba las razones para tenerla, para ni de chiste cederle terreno al tedio y la desesperanza.

“¿Cómo le hace?”, pregunté.

“Dice que abriendo ventanas”, contestó mi madre.

“Y eso ¿qué quiere decir?”

“No sé bien. Cuando se lo pregunté‚ me contestó que lo pensara yo”, dijo la antropóloga en que se convirtió mi madre a los setenta años.

Y digo yo ahora, me lo digo: a pensarlo. Vamos.


Hasta aquí el texto de Mastretta. Ojalá te parezca interesante y te animes a leerla.

Muchos, muchos cariños cargados de nostalgia,
r

viernes, 20 de febrero de 2009

Trabajo y biblioteca


Amiga,

Estoy llenando una aplicación para un puesto que se abrió en una universidad en Birmingham. Puede ser una oportunidad interesante, aunque implique otra mudanza y miles de otros traumas que no vienen al caso. Porque lo que quiero contarte es que el acto aparentemente simple de llenar una planilla de trabajo me ha producido un estado de desasosiego –para usar una palabra de Pessoa que a las dos nos gusta- del que no he podido salir en una semana.

La razón es más bien irrelevante y la verdad es que a cualquier otro ser le resultará un asunto de lo más natural. Tengo que poner en un papel toda mi existencia, incluyendo mi estatus étnico, y tratar de venderme como si fuera una mercancía deseable en el restringido mercado de la academia.

No es fácil venderse como una mercancía deseable. Sobre todo cuando cada vez crees menos que lo que haces tiene un valor trascendental y cuando pareces haber perdido la noción misma de lo que es relevante en lo que se supone que es tu campo de trabajo. Es como si se me hubieran borrado los parámetros, debido a una especie de amnesia selectiva, y ya no pudiera concebir para qué sirve lo que he estado haciendo en los últimos ¿veinte años?

En los momentos de parálisis, cuando me es imposible seguir llenando la bendita planilla en la que me exigen que plantee con claridad cuál es mi plan de investigación para los próximos cinco años, me dedico a ordenar mi biblioteca. Acabamos de comprar unos travesaños de madera y unos pie-de-amigo (¿cuál es el plural? ¿pies-de-amigo? ¿pie-de-amigos?) para instalar de manera definitiva en mi ‘estudio’ los cuatrocientos kilos de libros que me traje de Caracas. Y se supone que debo ordenarlos de una manera coherente. Digamos que debo al menos colocar unos a lado de otros, los libros que se parecen entre sí. Pero incluso esta tarea simple, que he hecho cada vez que mi menguada biblioteca se muda conmigo, me resulta agobiante.

Algunos libros caen casi naturalmente unos con otros en los estantes. Por ejemplo, todos los textos de literatura –novela, cuento, poesía- están agrupados de manera relativamente clara, ordenados sólo por un vago sentido geográfico. Cuando se me atraviesan las crónicas y otros textos periodísticos y misceláneos –novelas gráficas, por ejemplo- que me cuesta ubicar, me armo de valor y los apilo en los bordes.

Pero otros libros se me quedan en las manos como si no pudiera encontrar para ellos un lugar que no sea discutible. Entonces creo la categoría de ‘lugar provisional’ y ahí voy amontonándolos hasta que lo provisional se vuelve tan generalizado que tengo que volver a empezar la clasificación desde el principio. En eso he estado en los últimos tres días.

El arreglo de mi biblioteca me ha producido algunas sorpresas. Por ejemplo, los textos que me traje de literatura venezolana son muchos más de los que recordaba haber metido en mis baúles. Pensé que en este exilio en el que la tierruca se me desdibuja, debido a una creciente desesperanza y a otras tristezas, no iba a tener ánimo ni interés de continuar trabajando con lo que se escribe por allá. Y creí haber expurgado esos textos hasta el mínimo indispensable. Pero resulta que no, que tengo más literatura venezolana de la que tal vez quiera leer en los próximos diez años.

Mientras arreglo los textos de teoría en el espacio que les he asignado me doy cuenta de que ahí está concentrado todo lo que he aprendido y enseñado. Todo me parece tan remoto, tan antiguo. No sé cómo regresar al espacio en el que estaba mi mente cuando creía que todo eso era relevante. No sé cómo formular una propuesta de investigación. No sé qué quiero aprender o estudiar ...ni por qué.

Cuando te quedas sin raíces también te quedas sin razones.

Tal vez lo que tengo que hacer es volver a mi planilla y tratar de encontrar el hilo perdido. Pero no va a ser hoy, no en esta tarde lluviosa en la que escucho a Alela Diane y miro por la ventana con un té en las manos. Tengo que ir al abasto a comprar leche...

Te mando un abrazo,
r

lunes, 16 de febrero de 2009

Flaca esperanza


Amiga,

He pasado todo mi lunes de limpieza escuchando la radio venezolana mientras paso aspiradora, leyendo a saltos los titulares de la prensa mientras coleteo, tratando de procesar los resultados del referendum a punta de fregar y secar superficies. Y he estado sintiendo una mezcla de tristeza con rabia que estoy segura que comparten conmigo más de cinco millones de personas.

Es una tristeza de saber que podemos tener un país mejor, un gobierno mejor, un futuro menos oscuro, pero seguimos metidos en un callejón sin salida. Una impotencia por no tener una respuesta efectiva ante el avasallante aparataje de un gobierno autoritario que se disfraza de demócrata. Una rabia que no tiene objetivo fijo, porque nace de la constatación de una especie de error de la historia que arrastramos con nosotros desde antes de la existencia misma de Chávez y el chavismo.

Es muy difícil mirar al futuro en estas circunstancias. Pero hay algo que a mí me parece claro, a pesar de los números y del triunfalismo oficial. Hoy comienza el declive de un gobierno que en diez años no ha logrado construir ni una sola obra permanente, que no ha logrado llevar adelante un solo proyecto exitoso, más allá de la repartición indiscriminada del dinero del Estado entre sus seguidores incondicionales. Y no lo estoy diciendo yo. La arenga más resaltante del discurso de Chávez ante el triunfo del sí fue llamar a sus seguidores a esforzarse por gobernar –ahora sí- de manera eficiente.

Si en diez años de gobierno no ha sido posible lograr, no ya el avance en todos los sectores, sino la simple y llana eficiencia, no creo que sea posible para el gobierno hacerlo mejor de ahora en adelante. El desgaste de todo gobernante en el ejercicio del poder es una ley universal. Pero no creo que el argumento válido aquí sea el que ha estado usando la oposición: que si cuando a Chávez se le acabe el dinero del petróleo se va a venir abajo; que si cuando tenga que tomar las medidas económicas más duras va a perder el favor de los que lo apoyan...

Creo que el argumento más contundente hoy es que la oposición obtuvo esta vez cinco millones de votos. Lo que marca un sostenido crecimiento que ninguna propaganda oficial puede negar. Eso permite pensar que si los líderes de la oposición son dignos de esa confianza que la gente ha depositado en ellos, tal vez sea posible seguir ganando terreno. Lo que está claro es que la oposición no puede sentarse a esperar que Chávez se desgaste por sí sólo o que los líderes del chavismo se destruyan entre sí en rencillas internas.

La única esperanza real es que la oposición crezca, de manera seria, responsable, no demagógica, con un plan claro y seguro para el porvenir. Con un proyecto incluyente, realmente preocupado por los problemas de las mayorías, con soluciones en lugar de eternas quejas. Creo que una parte de los líderes de oposición –los más jóvenes- han entendido esto y se preparan para ofrecerle al país esas soluciones. Pero no pongo mis manos en el fuego por las viejas camarillas de líderes pseudo-democráticos que siguen pretendiendo dirigir los destinos de la oposición.

Y no puedo quitarme de encima la tristeza, aunque siga buscando razones para el optimismo. Hay demasiada gente querida involucrada en esta tragedia y la distancia física no aminora la desesperanza.

Ojalá...

Escribo ojalá y no sé qué debe venir después. Ojalá que los que tememos lo peor estemos equivocados. Eso es lo único a lo que alcanzo a desear en medio del desasosiego.

Te acompaño en la angustia,
r

A la espera

Amiga,

Son casi las nueve de la noche en Venezuela -más de la una de la mañana aquí- y todavía el CNE no ha dado los primeros resultados del referendum.

Mientras espero, leo la prensa de la tierruca y me encuentro con un texto de Alberto Barrera, en El Nacional (Siete días, p 7), que creo que es importante que reproduzca aquí. Es un comentario sobre el estado al que ha llegado la sociedad venezolana que sirve para pensar en lo que está por venir, gane quien gane hoy.

El texto se titula, tristemente, "La Matanza". Dice Alberto Barrera:


Digamos que se llama Aylin y que tiene 7 años de edad.

Apenas 7 años.

Digamos que vive en Caracas y que sólo puede asomarse a la vida con temor. Su madre dice: ¡Cuidado! Cada vez que se viste, que va a salir a la calle, que abre una puerta, su madre dice lo mismo: ¡Cuidado! El peligro está cerca. Demasiado cerca.

Desde hace meses, ronda el barrio. Desde que empezó el año, ya hay cinco niñas violadas. Una está en el hospital. Otra, no tuvo tanta suerte: ya murió. Digamos que amanece y que Aylin sólo puede tener miedo.

Una versión afirma que una mujer dio el alerta. Ahí está, dicen que dijo. El sádico, dicen que gritó. Estaba tratando de acosar a una niña que iba camino a la escuela. Lo persiguieron. Lograron detenerlo en la avenida Intercomunal y, entre varios vecinos, lo llevaron de nuevo hasta el barrio, hasta lo más profundo del barrio, hasta su nombre: La Matanza. En el camino, cada vez se sumaba más gente. Cada quien quería lo suyo. El crimen y la justicia se hicieron tan semejantes. La sangre fue una fiesta.

En las primeras páginas de Vigilar y castigar, el filósofo francés Michel Foucault rescata la descripción de una "retractación pública", ordenada por la justicia francesa en 1757. El condenado, según reza en los textos legales de ese tiempo, tenía que ser castigado, mutilado y, después, su cuerpo debía ser "estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento". Lo que pasó en el barrio La Matanza está más cerca de estas comillas que del siglo XXI.
Lo rodearon. Lo golpearon. Por turnos, con el orden que puede tener cualquier estallido. Le dieron con todo, con cualquier cosa. Puños, tablas, piedras, bates, metales diversos. También hubo tiros. Unos dicen que antes. Otros dicen que durante.

Otros, después. Ya poco importa. También le dispararon. Luego, amarra ron el cuerpo a una motocicleta. Lo pasearon por el barrio. Lo llevaron arrastrado de regreso a la avenida. Ahí le prendieron fuego. Hubo niños que, con sus celulares, filmaron la fogata. Aseguran que, cada vez que llegaba un canal de televisión a grabar las imágenes para su noticiero, volvían a encender el cadáver. Que nadie se quede sin primicia. El fuego siempre es inédito.

Quizás algunos piensen que los linchamientos no son una novedad en nuestro país. Es cierto. Pero tampoco pueden ser una costumbre. Creo que este caso, además, tiene un sello particular, emblematiza de la peor manera la sociedad que vamos siendo. Unos días después de lo ocurrido, los vecinos declararon que todavía faltaban otros violadores, que todavía seguían pendientes de otros presuntos delincuentes. Ya estaban preparados. Incluso habían distribuido fotografías por todo el barrio. Por fin había encontrado un procedimiento, una forma de hacer justicia. No hay nada lírico en estas calles. No se trata de un arrebato ante la impotencia, de un rapto de lo más fuenteovejuna ante la ineficacia oficial. No. La indignación también se organiza. Tiene métodos. Tiene su propia ley, al margen de la ley.

La tragedia mayor, probablemente, respira en la certeza colectiva de que el linchamiento de La Matanza fue una experiencia de éxito, un modelo ejemplificador. La tragedia de una sociedad que puede pensar que esa es, quizás, la única manera eficaz de enfrentar la inseguridad, la anarquía, y la impunidad. Sólo así se puede vivir: matando.

Al igual que la corrupción, la violencia puede instalarse en las sociedades como un procedimiento habitual, como una fórmula de eficiencia. La ceremonia que todos practicamos y que ninguno puede evitar. Al parecer, nuestra realidad no se resuelve sólo con un slogan de esperanza. No hay tanto amor sobre estas calles.

Detrás, o al lado, de toda la algarabía triunfalista, también hay otro país que soluciona sus problemas de otra manera. Que no tiene más instituciones que su propio desespero, su rabia o su impotencia. "Estamos haciendo nuestro trabajo dijeron los vecinos del barrio La Matanza, cuando impidieron que la policía interviniera en el linchamiento. Váyanse de aquí".

Cualquier discurso que intente hablar sobre el país, sobre la violencia social o política, sobre el grupo La Piedrita o sobre el ataque a la sinagoga... está obligado también a hundirse en el incendio del barrio La Matanza. Ahí todavía hay una niña, al borde del fuego, mirando. Digamos que se llama Aylin y que tiene 7 años. Observa todo. Con miedo. Mucho miedo. Ya no sabe qué esperar de quienes la rodean. Ya no sabe qué esperar de cualquiera de nosotros.


Aquí termina el texto de Barrera.

Estuve un rato buscando en la prensa una imagen para ilustrarlo. Pero las fotos de ese ser humano chamuscado y tirado en el medio de la calle me parecieron tan desoladoras, tan terribles y al mismo tiempo tan emblemáticas que no he podido reunir el ánimo necesario para incluirlas aquí. Así que he preferido que esta nota salga sin imágenes.

Me despido a la espera de noticias mejores.

Cariños,
r

viernes, 13 de febrero de 2009

El No de los demócratas



Amiga,

No puedo llegar al final de esta semana sin volver sobre el tema político. He estado escuchando y leyendo noticias de Venezuela y el clima pre-electoral al mismo tiempo me anima y me aterra. En medio de una crisis económica de dimensiones todavía difíciles de precisar; los venezolanos siguen enfrascados en el juego político impuesto por Chávez. Un presidente con vocación dictatorial que se niega a reconocer los principios democráticos más elementales y se empeña en preguntar, una y otra vez a sus ciudadanos, si quieren que se eternice en el poder.

No bastó que se le dijera que NO el 2 de diciembre del 2007. Como buen macho vernáculo, cuando recibe un no por respuesta, duda. Porque no puede creer que los poderes de seducción, que cree tener y que considera infalibles, no estén dando resultado. Entonces pregunta de nuevo. Y aunque la respuesta siga siendo no, igual arremete. Es el principio que mueve a todo violador, sea de cuerpos o de conciencias.

Por eso la mejor respuesta es el eslogan que han usado durante décadas las organizaciones de mujeres contra el abuso sexual: cuando una mujer dice no, quiere decir ¡no!

Cuando un pueblo dice no, quiere -definitivamente- decir ¡no!

Espero, amiga, que esta vez la respuesta se escuche alto y claro; que el CNE dé los resultados reales y a tiempo; que Chávez entienda que ni siquiera sus mismos partidarios quieren que se eternice en el poder... pero tal vez sea demasiado pedir.

Espero, al menos, que después del NO del domingo, no sea necesario seguir reiterando la misma negativa hasta el fin de los tiempos.

Un abrazo,
r

jueves, 12 de febrero de 2009

El caso curioso...



Amiga,

Ayer vimos una de las películas nominadas al Oscar, “El curioso caso de Benjamin Button” (David Fincher, 2008). Desde hace tiempo estoy con la idea de contarte sobre algunas de las películas que he visto y creo que este es un buen lugar para empezar. La película es, ante todo, conmovedora. Y la razón es que se trata de una historia optimista que está enmarcada en una tragedia. Desde el principio sabemos que el protagonista ha muerto y nos cuenta la historia a través de un diario que le ha dejado a la mujer de su vida, quien está moribunda en la cama de un hospital, el día en que el huracán Katrina llega a New Orleans. Es decir, estamos ante una triple desgracia o ante una desgracia que se desdobla en posibilidades infinitas.

Y, sin embargo, es una serie de eventos terribles que encierra en su centro una historia de amor incondicional. ¿Qué puede ser más atractivo? Pero no es sólo eso, estamos también ante la revelación de un secreto que parece evidente pero que se confirma bien avanzada la historia. Un secreto de identidad digno de las tramas novelescas más puras.

Durante toda la película la historia viaja al pasado y vuelve para recordarnos un presente en el que una catástrofe natural, de la que todos hemos sido testigos, destruirá sin remedio vidas y propiedades, pero también mostrará el lado humano de la gente. Es ahí donde la historia engancha los acontecimientos de casi un siglo con el aquí y ahora del público y la apelación sentimental se vuelve inevitable.

Pero por qué es imposible resistir la identificación con estos personajes. Porque sufren, porque son hermosos, porque son buenos y no le hacen daño a nadie, porque aunque pueden llegar a tener cosas –incluso dinero de una herencia- el mundo material no es importante para ellos. Creo que es en este punto donde la película realmente resulta imposible de resistir. Estamos frente a una historia en la que el mundo material está ahí sólo para sostener las pasiones, los sufrimientos y los sueños de seres humanos que tienen muy poco o casi nada o que sólo se tienen entre sí. Es una historia de compasión y solidaridad incondicional, sustraída de los avatares materiales de la existencia.

Por eso el escenario perfecto de gran parte de la película es un ancianato donde una mujer negra de New Orleans se encarga, con infinita paciencia, de cuidar viejitos a los que ya no les queda nada más que esperar la muerte. Los otros dos escenarios son un barco destartalado capitaneado por un marino borracho y una academia de baile que dirige una bailarina frustrada. Lo demás es transitorio, es la guerra, el teatro, el espectáculo que apunta sus luces hacia otro lado tan pronto los seres predestinados caen en desgracia.

Sólo en un escenario así podría ser creíble el paso por la existencia de un sujeto que, en lugar de envejecer como todo el mundo, nace viejo y se va poniendo cada vez más joven. Porque lo que la película construye es un lugar ajeno a las diferencias, de edad, de raza, de género o de posición social. O un lugar donde el éxito y el fracaso carecen de relevancia. Nadie en esta historia resulta superior o inferior a otro. Ese es el gran encanto de esta historia utópica: en un mundo al borde de la catástrofe, lo único que queda en pie es vivir más allá de las apariencias, sin aspiraciones a otro bien que no sea la entrega absoluta. Conscientes de que al final la muerte nos iguala a todos.

Es inevitable salir del cine convencidos de que esa película se merece el Oscar y todos los premios a que está nominada. No sólo por razones técnicas, que serían suficientes porque la película es técnicamente impecable. Sino porque en estos tiempos de crisis económica, donde la pérdida de objetos materiales es una amenaza y una realidad para mucha gente, la historia ideal es aquella que nos recuerda que lo que nos hace humanos no es lo que ostentamos, sino lo que seguimos teniendo cuando todo se ha perdido.

Vista así, puede resultar una historia empalagosa de tan optimista. Es un relato que parte de un principio utópico tan extremo que sólo podemos aceptarlo como un cuento de hadas. Y, sin embargo, tal vez es eso lo que el público necesita en estos tiempos. La ilusión pura de que podemos ser mejores. A fin de cuentas, es de esa ilusión que se alimenta gran parte de la industria del entretenimiento.

Cariños,
r

jueves, 5 de febrero de 2009

Literatura de la realidad ligera


Amiga,

Una de las cosas a las que uno se vuelve adicto cuando anda de ocioso por la vida es a los gadgets –a los aparatitos de todo tipo, si me permites la traducción poco ortodoxa. Entre los aparatos a los que estoy aficionada está el ipod. Y dentro de las miles de cosas que se pueden oír en él, me he vuelto adicta a los podcasts. Hablar nada más sobre los descubrimientos que he hecho escuchando podcasts me llevaría unas cuantas notas de este blog, así que lo voy a ir dejando pasar, porque lo que realmente quiero contarte esta vez es un descubrimiento que hice hoy. Se trata de la literatura como ‘reality-show’.

Digamos que todo empezó con gente de lo más sofisticada, como Sebald y sus ‘Anillos de Saturno’. Una caminata al campo, algunas fotos, el libre flujo de la conciencia, tres o cuatro puntos de erudición sobre tópicos bastante inusuales, una primera persona claramente autobiográfica, una tragedia familiar o generacional y ¡paf! nace una obra maestra que es traducida a cincuenta idiomas y alcanza el olimpo editorial en menos de una década.

Hasta ahí todo bien. Sebald escribía como todo un profesor universitario. Un profesor algo distraído, tal vez, pero definitivamente grave y didáctico. Lo mismo podría decirse de un Fogwill, aunque estoy segura que más de uno saltará para decir que cómo se me ocurre meter en el mismo saco a estos dos seres tan distintos. Como sea, creo que en cada uno de ellos, a su manera, hay algo de exhibicionismo erudito que todo el mundo podía –creo que el tiempo pasado es imprescindible aquí- considerar ‘literatura seria’, si se me permite la expresión.

Pero lo que descubrí en mi podcast de hoy es una nueva variante de esa misma receta, si le quitas la erudición y la tragedia y el peso de la historia y el holocausto y la culpa judeocristiana... y todo lo demás que pueda sonar demasiado pesado y dejas sólo lo ligero. Entonces ¡pin! nace la literatura de la realidad ligera. En inglés podría llamarse algo así como ‘light reality-show literature’. Porque de lo que se trata es de provocar la realidad para que produzca un chiste –casi siempre de mal gusto− que podamos contarle a otros a través de un libro de trescientas páginas llenas de chismes sobre lo mal que la gente vive, come, copula, habla o piensa.

Me explico. Un día estás de ociosa en tu casa y quieres escribir pero no te sale nada, porque la vida es aburridísima y a ti te enseñaron que sólo se debe escribir sobre lo que uno conoce. Entonces se te ocurre una idea que consideras simplemente brillante. Pondrás un anuncio en la prensa pidiéndole a la gente que se una a un club que no existe o del que solo tú formas parte. Miles de personas te responderán, te mandarán su foto y sus datos, tú te reunirás con cada uno –juntos o por separado− y luego escribirás sobre los extraños encuentros que tuviste con gente insólita y tan aburrida de la vida como tú.

Digamos que esa estrategia no te funciona, porque en realidad no hay tantas personas aburridas que lean la prensa y sólo un anoréxico despistado se inscribió en tu club imaginario. No hay problema. Hay muchas ideas parecidas que pueden dar resultados incluso mejores. Por ejemplo: buscas el anuario de tu último año de bachillerato y te dedicas durante meses a rastrear a tus compañeros y ver qué están haciendo treinta años después. Le vendes la idea a una editorial que te costea la gracia y durante un tiempo viajas por el mundo encontrándote con todos tus amigotes de la adolescencia, que por supuesto están haciendo miles de cosas insólitas o aburriéndose de lo lindo. Y luego escribes el libro sobre los encuentros que tuviste ...y así sucesivamente.

Me enteré de esta extraordinaria nueva tendencia de la literatura moderna a través de una entrevista-presentación-lectura que le hicieron en una tienda Mac –de esas en las que venden ipods para que uno escuche podcasts− al autor de uno de estos libros. Pero es obvio que el asunto no fue presentado del modo como te lo estoy contando. Este autor es una auténtica celebridad y sus fans lo idolatran y la industria del entretenimiento lo venera. Dos de sus libros han sido llevados al cine. Voy a preferir no nombrarlo ni dar más detalles sobre su obra, porque podría incluso demandarme. Lo que sería materia para otro extraordinario y lucrativo libro sobre cómo enfrentarse a gente que escribe a costa de lo que otros han escrito antes.

En fin amiga, a veces pienso que no estamos en un tiempo en el que sea realmente importante que hagas bien lo que haces, el tiempo que le dediques, la reflexión detenida y profunda sobre lo que sea que hagas. Estamos en un tiempo de efectos especiales inmediatos y la ‘literatura’ no se salva de eso. Basta con que se te ocurra una idea mercadeable y tengas lo que aquí llaman ‘witt’ para que ¡pin, pan, pun! tengas al instante un libro publicado que venderá miles de ejemplares y será traducido al menos a diez idiomas. Sin contar con las ediciones piratas, los imitadores que se copiarán tus ideas y los bloggers que se lavarán la culpa de no haber escrito más de dos párrafos en tres días comentando tus hazañas editoriales con envidia cochina.

Uno debería haber guardado como un tesoro el anuario de bachillerato. ¿Tú tienes el tuyo por casualidad?
Por tu bien, espero que sí.

Te mando un abrazo,
r

miércoles, 4 de febrero de 2009

Bajo nieve


Amiga,

De vuelta al presente. No hay mucho que contar. Hemos estado bajo nieve los últimos tres días, como puedes ver en la foto de la placita de enfrente. Hoy salí a caminar, harta del encierro al que me ha obligado la nevada, y apenas había entrado en el parque me caí en un parche de hielo ¡pum! de platanazo, como decimos en la tierruca. El golpe me cruzó la columna de arriba abajo y lo sentí retumbar en la cabeza. Traté de seguir caminando, pero el piso estaba tan congelado y tenía que caminar tan despacio por miedo a volverme a caer, que terminé regresando. Así que aquí estoy encerrada de nuevo.

Estoy leyendo mucho y escribiendo más bien poco. En una palabra, sigo vegetando.

Te mando un abrazo,
r

martes, 3 de febrero de 2009

Último flash back


Amiga,

Ésta es la última entrada que logré escribir en mi diario del 2007:

Caracas, 26 de noviembre de 2007

Hace unos días decidí viajar a Caracas para estar presente cuando se cumplan los tales siete días de la gestión de mi amigo periodista y también para votar en el referendum del 2 de diciembre. Ya estoy de nuevo en el caos caraqueño. Por suerte mi amiga Gina me ha vuelto a dar refugio en su casa, donde puedo esperar y leer y seguir esperando sin sentir que molesto demasiado. Mi primera preocupación es resolver lo del pasaporte, pero mi amigo -que tiene un cargo oficial- tiene otras cosas más importantes que hacer y no es mañana, sino pasado mañana que me puede acompañar a la Onidex.


Aquí se termina el texto que llamé ‘Diario del estancamiento’. Quise continuarlo y contar todo lo que pasó después con lujo de detalles, pero no pude. Después de otras dos visitas a la Onidex y de la imposibilidad de lograr nada por las vías regulares, llegué a un punto tal de falta de esperanzas que ni siquiera tenía ánimo para seguir contando la historia. Fui a votar en el referendum del 2 de diciembre y escuché con Gina los resultados en la madrugada del día 3, al borde del llanto. Luego del triunfo del NO, en el que la mayoría del país le dijo a Chávez que no aceptaba su propuesta de reforma de la constitución (una reforma que quiere volver a someter a consulta dentro de unos días, aunque ya se haya rechazado), todo pareció resolverse milagrosamente.

No creo que deba contar aquí los detalles y no sé si las dos cosas están relacionadas o si de verdad Saturno, como me dijo la astróloga, me había liberado por fin, el caso es que en menos de una semana ya tenía una cita en la Onidex de La Trinidad para el 12 de diciembre. Asistí a mi cita. Pasé por todos los trabajos por los que pasan todos los desesperados ciudadanos venezolanos que necesitan un pasaporte y saben lo difícil que es conseguirlo -largas colas, infinitas esperas, cambios de normas a última hora- y saqué mi pasaporte sin más contratiempos, aun cuando pasé cada segundo asustada pensando que algo podía salir mal.

Al día siguiente me fui a Porlamar a ayudar a mi mamá que iba a mudarse desde Margarita a Mérida. La ayuda que necesitaba era para viajar con Gussi, que no es un asunto fácil. El pobre soportó un maratón que empezó a las ocho de la mañana y terminó casi a media noche y que prefiero no recordar. El 18 de diciembre Lyo llegó a Mérida y allá pasamos el 24 con mi mamá y con Gussi. Como seguramente recuerdas, hicimos unas hallacas que nos quedaron espectaculares, porque compramos todos los ingredientes en el mercado y porque estábamos felices de saber que al fin podíamos salir juntos de la tierruca.

Nos regresamos a Caracas el 27 y el 28, día de los inocentes, fuimos a buscar mi pasaporte. Lyo me acompañó y me tomó una foto que para mí es histórica. Recibimos el año en Caracas y nos vinimos a Edimburgo el 2 de enero de 2008. Todo lo demás está más o menos registrado en este blog, así que creo que eso cierra el ciclo y podemos volver al presente.

lunes, 2 de febrero de 2009

Flash Back_12

Altagracia, 12 de noviembre de 2007

Hoy debería estar yo viajando a Edimburgo si la oficina de identificación de este país funcionara, si los ruegos y los contactos familiares funcionaran, si la corrupción en este país funcionara. De nuevo llamo a Manuel para cambiar la fecha de un viaje que parece irse disolviendo en el futuro, cada vez más lejos.

Le escribo un email desesperado al grupo de mis ex-compañeros de estudios de la UCV. Entre ellos hay gente vinculada a este gobierno y de nuevo intento tener la esperanza de que tal vez ‘con una pequeña ayuda de los amigos’ se pueda conseguir algo. Uno de mis amigos y ex-colega, periodista que trabaja en una oficina de prensa gubernamental, me escribe diciéndome que lo llame para darle todos los detalles a ver si puede ayudarme. Lo llamo, le echo el cuento. Me dice que va a consultar a alguien que conoce dentro de la Onidex y que me llama después para contarme qué pasó. Así que aquí sigo en la espera.


Altagracia, 16 de noviembre de 2007

El amigo que está tratando de ayudarme repite todas las gestiones que ya me han hecho pasar desde agosto –¡ya son cuatro meses!- introduce de nuevo la famosa carta explicativa, con una fotocopia de mi cédula y de nuevo le dicen que debe esperar siete días. Pierdo la pequeña esperanza que había alimentado, porque no veo cómo un trámite que no ha funcionado ninguna de las veces anteriores va a funcionar esta vez. Sin embargo, le doy las gracias y acepto una vez más el juego de la espera.

De todos modos, no puedo quedarme con una sola opción, así que continúo llamando al vecino de mi tía, que me asegura que puso en buenas manos mi caso. Llamo también a la gestora que nos ayudó con el pasaporte de mi hermana y me insiste en que está tratando de encontrar una solución. Así que a la gestión de mi amigo periodista se suma la del vecino de la tía y la gestora. Son tres. A eso se agrega una vecina de mi suegro que también se suma a la cruzada salvadora de esta indocumentada reticente.

Empiezo a pensar que hay demasiadas manos en este caldo y ya se sabe lo que eso puede implicar. Pero, como dice el vecino de mi tía cuando trata de explicarme que, por si acaso, va a darle mis papeles también a otra persona que él conoce: ‘mientras más masa más mazamorra’. A veces los dichos nos salvan. Otras, nos colocan ante nuestras limitaciones y ante nuestra propia mediocridad. ¿Cuál será el caso esta vez?