miércoles, 7 de enero de 2015

De la traducción como recuerdo


Amiga,
Cuando necesito un empujón para seguir escribiendo, leo poesía. Cuando leo poesía en inglés, siento a veces el impulso de traducir algún poema. No me atrevo mucho, porque me parece que es una de las cosas más difíciles que un traductor puede intentar hacer. Pero con Billy Collins me pasa la cosa más rara: leo sus poemas y al instante me los imagino en español. La cadencia de las frases, las imágenes, el tono, todo me resulta familiar, como esos viejos abrigos que de tanto usarlos han ido adoptando la forma de nuestro cuerpo.
Más bien lo que me pasa es esto: en lugar de imaginar el futuro poema en español, lo que tengo es la sensación de haberlo escuchado antes en mi idioma materno y que lo que estoy leyendo es una traducción al inglés de unos poemas que ya conozco bien en mi propia lengua. Qué cosa tan rara, ¿no? Por eso, y porque sigo teniendo la loca esperanza de que un editor con gusto por la poesía descubra que soy una muy buena traductora y me encargue que traduzca la poesía completa de Billy Collins con una larga introducción y notas explicativas... aquí van otros poemas del autor.


Silencio
Está el silencio súbito de la multitud
sobre el jugador detenido en el campo,
y está el silencio de la orquídea.

El silencio del florero que cae antes de que llegue al piso,
el silencio del cinturón que no está golpeando al niño.

La quietud del vaso y la del agua que tiene adentro,
el silencio de la luna
y el mutismo del día que se aleja del ruido del sol.

El silencio cuando te sostengo en el abrazo,
el silencio de la ventana sobre nosotros,
y el silencio que queda cuando te levantas y te vas.

Y está el silencio de esta mañana
que he roto con mi pluma,
un silencio que se había acumulado toda la noche

como la nieve cayendo en la oscuridad de la casa,
el silencio que existía antes de que escribiera una palabra
y el desvalido silencio que ahora queda.


Lunes
Los pájaros están en los árboles,
el pan en la tostadora,
y los poetas están en sus ventanas.

Están en sus ventanas
en cada gajo de la mandarina del mundo:
los poetas chinos observando la luna,
los americanos mirando las cintas coloradas del crepúsculo.

Los funcionarios se sientan detrás de sus escritorios,
los mineros bajan a las minas,
y los poetas miran por las ventanas
tal vez con un cigarrillo y una taza de té,
una vieja franela o una bata de casa pueden estar también involucradas.

Los correctores de pruebas juegan al ping pong
de corregir mirando primero el original y luego la copia,
los cocineros están picando célerys y papas,
y los poetas están en sus ventanas
porque ese es el trabajo por el que nada les pagan
cada viernes en la tarde.

No importa de qué ventana se trata
aunque muchos tienen una que es su favorita,
porque siempre hay algo que ver:
un pájaro agarrado de una rama,
las luces de un taxi que da vuelta en la esquina,
esos dos niños con gorras de lana que se asoman a la calle.

Los pescadores se balancean en sus botes,
los técnicos se suben a los postes a reparar las líneas,
los barberos esperan frente a los espejos y las sillas vacías,
y los poetas siguen mirando
la fuente rota o la rama partida por el viento.

A estas alturas no es necesario aclarar
que lo que el horno es al panadero
y la blusa manchada a la lavandera,
así la ventana es para el poeta.

Considera sólo esto:
antes de la invención de la ventana
los poetas tenían que ponerse una chaqueta
y un sombrero de invierno para salir afuera
o quedarse en la casa mirando una pared.

Y cuando digo una pared,
no me refiero a una pared cubierta con papel de rayas
y el boceto de una vaca en un marco.

Me refiero a una fría pared de piedra,
a la pared del soneto medieval,
la primera mujer de corazón de piedra,
la piedra atrapada en la garganta de su amante poeta.


En la tarde

Las rosas comienzan a doblar la cabeza.
La abeja que ha estado acumulando oro
todo el día encuentra un hexágono donde descansar.

En el cielo, retazos de nubes,
los últimos pájaros apurados,
acuarelas en el horizonte.

El gato blanco se sienta mirando la pared.
El caballo duerme parado en medio del campo.

Enciendo una vela sobre la mesa de madera.
Tomo otro trago de vino.
Agarro una cebolla y un cuchillo.

¿Y el pasado? ¿Y el futuro?
Nada más que un hijo único con dos máscaras distintas.


Engáñame bien

Estoy todavía entre las cobijas
esperando que se prenda la calefacción
con un gorgoteo y un silbido
y el impulso del agua recorriendo las tuberías
que van espantar el frío del cuarto helado.

Y estoy escuchando a una cantante de blues
que se llama Precious Bryant
cantando la canción "Engáñame bien."

Si no me quieres, vida, canta ella
¿Podrías al menos engañarme bien?

También estoy haciéndole cariño al perro
y escribiendo estas palabras,
lo que significa que con toda calma me estoy alejando
del consejo budista de hacer sólo una cosa a la vez.

Sólo sirve el té,
sólo mira dentro del ojo de la flor,
sólo canta una canción,
una cosa a la vez

y alcanzarás la serenidad,
que es lo que me encantaría hacer
mientras las aspas de la mañana comienzan a moverse.

Si no me quieres, vida, canta ella
mientras una luna de día palidece en la ventana
y las agujas se mueven en el reloj,
¿podrías al menos engañarme bien?

Sí, preciosa, le respondo,
te voy a engañar lo mejor que pueda,
pero primero tengo que aprender a escucharte
con todo mi corazón,
y hasta que no termines no voy a ponerme las pantuflas,
ni voy a exprimir la pasta de dientes,
y hacer una nueva cara de espuma en el espejo,

dedicada a hacer sólo una cosa a la vez.
Una nota a la vez para ti, querida,
un diente a la vez para mí.


El problema con la poesía

El problema con la poesía, pensé
mientras caminaba por la orilla de la playa la otra noche
la arena fría de Florida bajo los pies descalzos,
un espectáculo de estrellas en el cielo–
el problema con la poesía es
que estimula la escritura de más poesía,
más pecesitos ocupando la pecera,
más conejitos
saliendo del vientre de su madre al pasto mojado.

¿Y cómo se va a terminar eso?
a menos que finalmente llegue el día
en el que hayamos comparado todo en el mundo
con todo lo demás en el mundo,

y ya no quede nada más que hacer
sino cerrar nuestras libretas de apuntes
y sentarnos con las manos cruzadas sobre la mesa.

La poesía me llena de alegría
y me levanto como una pluma en el viento.
La poesía me llena de tristeza
y me hundo como una cadena lanzada desde un puente.

Pero más que todo la poesía me llena
de la urgencia de escribir más poesía,
sentarme en la oscuridad a esperar que una llamita
aparezca en la punta de mi lápiz.

Y también me llena de ganas de robar,
de asaltar los poemas de los demás
con una linterna y un pasamontañas.

Y qué banda de ladrones tristes somos,
carteristas, saqueadores de escaparates y tiendas,
pensé para mis adentros
mientras un viento frío me rondaba los pies
y el faro desplazaba su megáfono sobre el mar,
que es una imagen que con descaro le robé
a Lawrence Ferlinghetti –
para ser por un momento perfectamente honesto–
el poeta ciclista de San Francisco
cuyo libro que es un parque de diversiones
cargaba en el bolsillo de mi uniforme
de arriba a abajo por los engañosos salones del liceo.


Poesía

Es como el campo donde los animales
olvidados por el Arca
vienen a pastar bajo las nubes del atardecer.

O el pozo en el que la lluvia
que cayó antes del inicio del tiempo
gotea sobre un labio de concreto.

Como sea que lo veas,
este no es el lugar para instalar
el caballete de tres patas del realismo
o hacer que el lector se asome
sobre las muchas cercas de un complejo argumento.

Deja que el robusto novelista
con su escandalosa máquina de escribir
describa la ciudad en la que Francine nació,
y cuente cómo Albert leyó el periódico en el tren,
o cómo las cortinas del cuarto se movían con el viento.

Deja que la escritora enfundada en su viejo abrigo
con el perro acurrucado en la alfombra
mueva a los personajes
de un lado a otro sobre el escenario
para enfrentar la oscuridad llena de ojos.

La poesía no es el lugar para esas cosas.
Ya tenemos bastante
quejándonos por el precio del tabaco,

lidiando con el cucharón que gotea,
y cantando canciones al pájaro en la jaula.

Estamos ocupados haciendo nada,
y todo lo que necesitamos para eso es una tarde,
un bote de remos bajo el cielo azul,
y tal vez un hombre que pesca desde el puente de piedra,
o, mejor aún, nadie en absoluto en ese puente.


Estatuas en el parque

Hoy pensé en ti
cuando me paré frente a una estatua ecuestre
en medio de la plaza pública,

porque una vez me enseñaste
el código que rige esas poses notables.

Un caballo con las dos patas delanteras en alto, me dijiste,
representa a un jinete que ha muerto en la batalla.
Si el caballo tiene sólo una pata levantada,
el hombre ha muerto en otra parte debido a sus heridas;

y si las cuatro patas están sobre la tierra,
como sucede precisamente en este caso
cascos de bronce sobre pedestal de piedra–
significa que el hombre en el caballo,

éste que mira con firmeza
hacia la puerta cerrada del cine que está enfrente,
ha muerto de una causa ajena a toda guerra.

A la sombra de la estatua,
me pregunté por aquellos que pasaron a pie por la vida
sin caballo, sin silla, sin espada.
Peatones a los que ya no les fue posible
poner un pie delante del otro.

Me imaginé las estatuas de los enfermos
reclinados sobre sus frías camas de piedra,
los suicidas a punto de saltar sobre el borde de mármol,

las estatuas de los accidentados que se tapan los ojos,
de los asesinados que se cubren las heridas,
los ahogados que en silencio caminan por el aire.

Y ahí estaba yo,
tallado en un bloque de granito rosado
bajo la sombra de los árboles frondosos del parque,
con mi nombre estampado en una placa,

arrodillado y con los ojos en alto,
rogándole a las nubes que pasan,
pidiendo en vano para siempre un día más.


Hasta aquí los poemas de Billy Collins. Si conoces a algún editor interesado en publicar un sustancioso volumen de su poesía, traducido por esta tu amiga del alma, no dejes de recomendarme. Sí. Me estoy haciendo propaganda por aquí, descaradamente. Porque el año ha empezado lento y una traductora que no traduce es como una escritora que no escribe. Nada de nada. Así que aprovecho el espacio de este blog nuestro para sacudir el trapo rojo del autobombo a ver si hay alguien escuchando allá afuera.

Pero el cariño está antes. Y estos poemas son, sobre todo, para ti. Porque sé que vas a disfrutarlos como un jugoso regalo de reyes.

Van con un abrazo apretado,
r


sábado, 3 de enero de 2015

Resoluciones de año nuevo



Amiga,
He dejado de imaginar resoluciones de año nuevo. Creo que después de los cincuenta nos hemos ganado al menos ese lujo. Pero esta mañana, revisando viejos cuadernos de apuntes, encontré uno de esos textos sueltos que escribo y dejo olvidados entre una hoja y otra, que resume muy bien el punto en el que me encuentro hoy:
El sentido de la vida está en las cosas más simples:
el modo como se desliza un bolígrafo morado sobre el papel
el descubrimiento de un libro
el milagro del agua caliente
el olor a jabón y a ropa limpia
una canción que se tararea una y otra vez por días.

Debo haber escrito este texto mientras probaba un bolígrafo de tinta morada. Está en medio de los apuntes para un artículo sobre Cixous y los diagramas de cruces entre personajes de una novela que sigo escribiendo, llena de seres que buscan una verdad que no existe o que no hay que buscar porque es evidente y está a la vista de todos. Creo que si se le quita la primera línea y se deja como una enumeración en el aire, puede ser el inicio de un poema de lo más bobo. Digo.
Que el año nuevo te venga lleno de muchas cosas que valen la pena porque no cuestan nada. O casi nada.
Cariños muchos,
r