lunes, 28 de diciembre de 2009

El futuro otra vez

Amiga,

Estamos en ese tiempo en que los periódicos juegan a predecir el futuro. No sólo porque es fin de año, sino porque comienza una década y a los seres humanos les gusta dividir los tiempos en fragmentos manejables. La inmensidad del porvenir es una carga demasiado pesada. Así que preferimos los límites: fin de año, año nuevo, fin de década, década nueva. Y ¿qué mejor manera de llenar páginas que predecir lo que vendrá?

Entre las novedades que los futurólogos anuncian me llaman la atención cuatro, que paso a enumerarte, por puro gusto de compartir contigo el imaginario del futuro que transita por estos lados del mundo donde no tienen que preocuparse por tiranuelos eternos, ni porque se va la luz o no hay agua ni trabajo ni presupuesto para los hospitales ni… en fin. El futuro, pues:

1. Todo en imágenes: Esta no es una predicción nueva, pero aquí está otra vez. Nos olvidaremos de leer, los nuevos medios serán todos audiovisuales y ya no escribiremos más que pies de fotos, breves comentarios para conectar una imagen con otra… y eso será lo único que seremos capaces de leer. De resto, estaremos inmersos en un mar de imágenes, en los celulares, en la tele, en internet. Ya no escribiremos blogs sino que nos filmaremos a nosotros mismos hablando de lo que hacemos y mostrando los lugares en los que estamos y las cosas que nos pasan. Más que nunca, se hará realidad aquello de que una imagen valdrá más que mil palabras.

Esta superproducción de imágenes tendrá, como todo, su lado bueno y su lado malo. Estaremos vigilados en cada una de nuestras actividades cotidianas y todo el mundo sabrá dónde estamos y qué hacemos. Pero también quienes nos vigilan serán vigilados y va a ser cada vez más difícil ejercer el poder de manera arbitraria, al menos el poder que se ve. Predicen los expertos que las redes de vecinos, consumidores y activistas de los derechos humanos no dejarán piedra sobre piedra para poner en evidencia a los abusadores. ¿Cómo haremos con el abuso que no se puede filmar ni reproducir al infinito?

2. Papel plástico: Entre las muchas predicciones para el futuro de los aparatos electrónicos —donde abundan las casas inteligentes, los carros que ya no necesitan que los manejemos, las computadoras sin cables, los celulares con pilas solares eternas, los televisores que proyectan en tercera dimensión— la que más me llama la atención es la idea del papel plástico. Se llama en inglés “plastic logic” y no es que va a existir pronto, es que ¡ya existe! Es un papel donde puedes leer la prensa, cargar cualquier libro, mirar una y otra vez tus fotos y hasta ver películas.

Y no se trata de una de esas pantallas de lectores electrónicos. Este papel puede fabricarse de cualquier medida. Digamos que lo que realmente quieres es que tu cuarto luzca distinto cada día. Pues nada más facil. Empapelas las paredes con este maravilloso —y seguramente carísimo— papel plástico y desde tu computadora totalmente ‘wireless’ envías imágenes al papel y —¡voila!— cada día puedes tener una imagen nueva rodeándote o una película eterna. Si quieres pasarte de exquisita y hasta ir en contra de la moda de la imagen todopoderosa, puedes proyectar en tu pared todos los poemas que te gustan o las novelas que siempre te has querido leer …¿no te parece genial?

3. Maquillaje inteligente: Según los cosmetólogos que están ya en los laboratorios trabajando en las necesidades que tendremos mañana, está ya cerca el día en el que abandonaremos los polvos, las bases y hasta el botox —para aquellos que necesitan rellenarse las arrugas— porque el maquillaje del futuro será, nada más y nada menos, una piel artificial. Una piel que se unta, digamos. Así que tú te levantas en la mañana, te lavas la cara, miras por un par de segundos tu piel verdadera en el espejo, te horrorizas …y, acto seguido, te empatucas con tu piel elegida. Una piel que compraste en el supermercado o en la perfumería —¿quién sabe por cuánto?— a tu imagen y semejanza, es decir, del tono, la textura, la edad y el color que mejor te apetece.

Me pregunto si será posible empatucarse toda la superficie visible con esta piel prêt-à-porter y cambiar de color cada vez que nos dé por vivir en-carne-propia las vicisitudes de los otros que son distintos a nosotros. ¿No te parece que puede ser un experimento de los más interesante? Está claro que no será ese el propósito de los maquilladores del futuro, porque lo que se busca no es una experiencia antropológica, sino la belleza misma, léase la lisura, la falta total de marcas, la edad neutra. Es decir que borres de un plumazo lo que has acumulado con tanto sufrimiento y tanta experiencia. El futuro, pues, nos depara la ausencia de expresión.

4. Espacio emocional: Este no es realmente ningún invento electrónico, biológico o tecnológico, sino la búsqueda espiritual en la que se supone que vamos a estar todos durante la década que se avecina. Dicen los futurólogos que en los próximos diez años vamos a andar todos en la onda de la conservación, el comer sano —nos volveremos vegetarianos o semi-carnívoros— y, sobre todo nos dedicaremos a la búsqueda infructuosa de un espacio premoderno. En algunos casos la búsqueda ecológica dará como resultado espacios compartidos, donde cada quien mantenga su privacidad pero comparta la cocina, el baño y todo perol que consuma energía. Se supone que eso nos volverá más verdes —es decir, ecológicamente menos culpables.

Pero, en otra vertiente del mismo fenómeno, parece que a algunos les dará por retirarse a los bosques incontaminados, las playas remotas, los viajes a la naturaleza, acampando en el suelo pelado y aguantando mosquitos, sólo por el placer de encontrarse con algo ‘básico’ que se habrá perdido con tanto video y tanto avance tecnológico.

Creo que en esa no me voy a anotar. He tenido y tengo alrededor más naturaleza de la que soy capaz de manejar. Y no le veo la gracia a volver a los años sesenta del siglo pasado, cuando estamos a las puertas de un mundo todo nuevo, ¿no te parece?

En fin amiga, son cincuenta las predicciones que hace este domingo la revista Style de The Sunday Times para la década que comienza. Quise hacerte un link aquí para que pudieras mirarlas todas, pero no hay manera, hay que suscribirse llenando no sé cuántas planillas y no estoy con ánimo ni paciencia. Está claro que el futuro no es hoy.

Con mis mejores deseos para una feliz década, te abraza,
r

jueves, 24 de diciembre de 2009

Bajo nieve!


Amiga,

Pasar diciembre en estos lados, bajo una nevada que lleva ya más de una semana, y amenaza con prolongarse por una más, es realmente algo digno de anotar. Ya los medios están diciendo que es la nevada más grande y prolongada que ha habido —por lo menos en Escocia— en los últimos veinte años. Te puedes imaginar lo que eso significa en un lugar en el que, cuando cae nieve, se derrite al día siguiente y no hay de qué preocuparse.

El primer drama es mantener las calles despejadas y llenas de sal. No sé si sabes que la única manera de que las calles no se conviertan en resbaladizas pistas de hielo es rociarlas con abundante sal. Es una sal gruesa, casi marrón, que termina dañando la carrocería de todos los carros y las bicicletas, los zapatos y hasta las alfombras de la casa si te descuidas. Pero ni modo, el prodigioso cerebro humano no ha encontrado —parece— otra solución al dilema de la nieve que se convierte en hielo.

El segundo problema es hacer que el transporte público siga funcionando. Al parecer autobuses y trenes se han mantenido andando de manera más o menos regular. El caos ha estado concentrado en los aeropuertos, donde han detenido vuelos tanto locales como internacionales por el prolongado mal tiempo. Pero lo que a mí me ha resultado más sorpredente es el caso del tren que viaja por debajo del Canal de la Mancha, entre Londres y París.

No sé si has leído las noticias, pero igual te lo cuento porque de verdad es una muestra de los límites de la planificación humana. Resulta que nadie pareció haber previsto, cuando construyeron el famosísimo túnel, que alguna vez haría una temperatura igual o menos que cero en la entrada o la salida del túnel. Nadie previó tampoco, por supuesto, las consecuencias subterráneas de semejantes condiciones climáticas. Así que el túnel —que se mantiene a una temperatura más tibiecita, por estar debajo de la tierra— se convirtió en una especie de invernadero y ninguno de los circuitos y aparatos de los trenes resistió el brusco cambio de temperatura. Seis trenes se quedaron detenidos dentro del túnel y, por supuesto …el caos!

Un caos que comenzó por dejar a la gente encerrada, a oscuras, sin aire, por horas de horas en los trenes que se pararon en seco. Porque, hablando de falta de previsión, no parece que hayan previsto tampoco un plan de evacuación de emergencia que pudiera ponerse a funcionar en cuestión de minutos ni de horas. Las comunicaciones fallaron por completo y nadie sabía qué estaba pasando. Así que los pobres viajeros que iban o venían sufrieron de lo lindo y seguramente estarán jurando no volver a repetir la jornada bajo el canal en los tiempos por venir.

Los diligentes ingenieros encargados del asunto parecen haber resuelto el problema y los trenes están de nuevo en funcionamiento. Pero por tres o cuatro días, una de las obras de ingeniería más aplaudidas y celebradas en este lado del mundo, se detuvo en seco por unos grados de más o de menos. ¿No te parece increíble? De más está decir que las colas en la estación St. Pancras —de donde salen los trenes desde Londres al continente— sigue hasta hoy atiborrada de viajeros rezagados.

Nosotros, por supuesto, estamos tomando nota y nos hemos jurado no viajar en invierno nunca más —ya nos tocó una vez un clima parecido y una larguísima espera un diciembre que nos antojamos de ir a Irlanda. Así que aquí estamos, contando las hayacas que nos quedan —me niego a escribir hayaca con “ll”— y preparándonos para sobrevivir rodeados de nieve por una semana más.

No es tan malo, la verdad. Incluso tiene su lado divertido. Hicimos un muñeco de nieve cuando estuvieron aquí Marcela y Diego —los amigos venezolanos que nos ayudaron a hacer las hayacas— y fue de lo más entretenido. Pero, siendo como somos hijos del trópico, no tenemos idea de cómo se hacen esas cosas. Así que en cuatro patas juntamos nieve —yo me limité a ayudar con el pie, porque meter mis delicadas manitas en el hielo no es algo que me resulte placentero— y armamos una especie de pirámide a la que después se le fue dando forma. Como puedes ver en la foto, en realidad lo que le terminó de dar cara de muñeco fue la bufanda, el gorro y los lentes de Marcela…

El asunto es que estábamos de lo más orgullosos por nuestro primer muñeco de nieve y pensamos que duraría al menos un par de días. Pues no, resulta que nuestros vecinitos lo consideraron una especie de afrenta y lo destruyeron en menos de una hora. Cuando volvimos de una caminata que hicimos por el parque, el muñeco ya no existía.

Un día después vimos cómo los profesionales construyen muñecos de nieve. Haces una pequeña bola y luego la ruedas y la bola va creciendo mientras más vueltas le das. Así puedes hacer un muñeco tan grande como quieras… Y claro, queda como debe ser. Uno aprende, no te creas. Aunque no nos vaya a servir de mucho, porque si estas nevadas se dan sólo una vez cada dos décadas, te puedes imaginar que no va a ser pronto que podamos poner en práctica el método correcto de hacer muñecos de nieve.

En fin, amiga, te dejo los cuentos hasta aquí, porque he tenido que interrumpir este cuento tantas veces que ya no sé ni qué te estoy contando…

Te mando un abrazo no muy navideño, pero bien congeladito!
r

jueves, 17 de diciembre de 2009

Nieve!


Amiga,

Está cayendo en este momento la primera nevada de este invierno!

Salto de una ventana a otra para ver la nieve caer y mi gato me mira como si me hubiera vuelto loca. Pero se asoma conmigo a la puerta cuando abro una rendija en medio del frío para tomarte la foto que subo con esta nota...

Para nosotros, hijos del trópico y del Caribe, la nieve es un milagro inexplicable. Será por eso que nos emocionamos todas y cada una de las veces que vemos nevar, ¿no?

Te mando un abrazo blanco de nieve,
r

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Bienal Ramos Sucre

Amiga,

Ya se dio a conocer el veredicto de la Bienal Ramos Sucre.

Estoy feliz porque van a publicar el texto ...y porque voy a viajar a la tierruca el año que viene a ver mi libro recién salidito de la imprenta!

Aquí va la noticia, tal como la publicaron en Ficción Breve Venezolana:


Dan a conocer veredicto de Bienal Ramos Sucre

16/12/09: Raquel Rivas Rojas (ensayo) y Freddy Ñáñez (poesía) resultaron los ganadores de esta edición. El premio en metálico es de Bs. 10.000 para cada ganador

La Dirección de Cultura y Extensión de la Universidad de Oriente a través de la comisión organizadora de la décima séptima edición de la Bienal literaria José Antonio Ramos Sucre, dio a conocer el pasado martes 15 de diciembre, el veredicto correspondiente a la edición 2009 del ese importante certamen literario.

En la mención Ensayo, la ganadora fue Raquel Rivas Rojas con la obra: "Narrar en dictadura. Renovación estética y fábulas de identidad en la Venezuela Perejimenista", firmado bajo el pseudónimo Antonio Espinal. El jurador calificador para este género, conformado por Mirla Alcibíades, Alejandro Padrón y Oscar Rodríguez, consideraron este reconocimiento por la profundidad en el tratamiento de la obra, su originalidad y contribución a la ensayística venezolana, condiciones suficientes que la hacen merecedora de tan importante premio.

El Premio Único en Poesía recayó sobre Freddy Ñáñez Contreras, con la obra "Postal de Sequía", firmado con el pseudónimo de Juvencio Nava. Para este género el jurado estuvo conformado por Antonio Trujillo, Fidel Flores y Alberto Barrera Tyzka, quien salvo su voto en la designación de este veredicto.

La XVII Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre en esta oportunidad recibió 21 obras para el género de Ensayo y 85 para Poesía, excelentes historias y poesias, lo que ratifica una vez más la importancia de esta convocatoria de renombrada trayectoria nacional e internacional.

Los ganadores recibirán un premio en metálico de Bs. 10.000. Por razones presupuestarias, la organización no tiene estipulado acto de entrega de premios. / FBV


Un abrazo feliz!
r

lunes, 14 de diciembre de 2009

Viernes en Londres


Amiga,

Estuvimos en Londres la semana pasada, sólo dos días. Lyo estaba en una conferencia y yo me di un viajecito en tren el jueves —cinco horas!— para acompañarlo el viernes. Vimos el río, comimos rico, fuimos a la exposición de Anish Kapoor en la Royal Academy of Arts …y nos regresamos al polo en la tardecita.

Siempre vale la pena volver a la capital, aunque siga igual de gris.

Un abrazo,
r

viernes, 27 de noviembre de 2009

Pausa


Amiga,

Releí la entrada que escribí ayer y me di cuenta —con horror— que me estoy repitiendo. No es lo mismo repetirse de manera inadvertida que repetirse a consciencia. ¿No te parece?

Cuando te repites sin darte cuenta significa que tu cerebro ha dejado de recibir nueva información y se ha encerrado a manosearse a sí mismo. No me gusta nada esa idea. Es el signo más claro de vejez, de decadencia.

Tal vez sea hora de hacer una pausa en esta bitácora y escribir sólo cuando tenga algo que decir que no sea una senil repetición de lo ya dicho.

Hasta entonces, amiga,

r

jueves, 26 de noviembre de 2009

Contra la tristeza


Amiga,

A riesgo de que esta entrada se parezca demasiado a una de esas columnas de autoayuda que se publican en las revistas de los domingos, voy a permitirme enumerarte mis artesanales soluciones para los tiempos de desasosiego agudo.

1. Caminar: Cuando el clima lo permite —como hoy, ¡bendito sea!— me enfundo mi chaqueta impermeable y antiviento y me voy al parque a caminar mis tristezas. Después de una hora de enérgico patear, de mucho mirar los árboles y el río, de escuchar en mi ipod música o entrevistas o reseñas de libros y películas, regreso como nueva, como si la vida valiera la pena y el mundo tuviera una densidad más ligera o menos trágica.

2. Tomar té: Es algo que he aprendido de este lado del mundo y que me ayuda a llenar los minutos huecos en los que sólo entra el frío. Cuando tengo los hombros contraídos y me empieza a doler el cuello de tanto luchar contra lo helado, me levanto —de donde estoy leyendo o escribiendo— y lleno la tetera, espero frente a la cocina que hierva en agua y pienso en las bondades del calor, en el modo como lo caliente se parece a lo bueno y en la inmortalidad de los cangrejos. Me sirvo mi enorme taza de té (¿se sigue acentuando “té”?) y le pongo un chorro de leche y cuatro pastillitas de azúcar falsa y desde el primer sorbo me reconcilio con la existencia. Había dejado de tomar té en las noches, porque me quitaba el sueño. Pero esta semana compré un té descafeinado que tiene un nombre simple, se llama 99. Es el número con el que los mezcladores de hojas de té reconocen desde tiempos remotos —dos siglos, al menos— esa particular mezcla de hojas. Sabe bien y me deja dormir.

3. Ver películas: Uno de mis pasatiempos favoritos ha sido siempre ir al cine. Sentarme frente a una gran pantalla es para mí sinónimo de desenchufar todos los cables y dejarme ir. Me gusta ir al cine sola y lo he hecho toda mi vida, aunque ahora lo haga con cierto sentimiento de culpa porque a Lyo le gusta acompañarme. Aquí es más difícil que en la tierruca, porque implica enfrentarse al frío y a la lluvia —no es una queja— pero igual lo hago, al menos una vez a la semana, sola o acompañada. Me subo en mi autobús y me voy al cine. Casi siempre al cine local, que tiene ocho o nueve salas enormes y donde siempre pasan al menos una película que me interesa, aunque sea comercial. Cuando estoy en el cine el mundo se detiene, la vida de afuera deja de existir y estoy en una especie de zona cero, ni aquí ni allá, ni antes ni después. Lo malo es salir afuera cuando la película se acaba. Pero aquí no estamos hablando de eso.

4. Hacer planes: Cuando no le veo el sentido a la existencia a veces me funciona hacer planes. Casi nunca los cumplo, pero ese no es el punto. El punto es imaginar un futuro probable en el que me pasan cosas. Un futuro en el que hago algo que vale la pena, que me salva de la nada de no hacer nada. Me imagino publicando un libro —ese es el plan básico. Me imagino dando un curso —los viejos hábitos son difíciles de cancelar. Me imagino viajando o aprendiendo algo nuevo o terminando de escribir ese texto que no termina de salir o hablando con alguien para hacer algo que va a implicar mucho trabajo. Soy una adicta al trabajo y en estos tiempos de desempleo, aunque parezca una de las cosas más absurdas que alguien puede querer, mis sueños se concentran en imaginar que trabajo mucho en algo realmente interesante. Esa posibilidad me hace sentir menos inútil.

5. Leer y escribir: No debería incluir estas dos cosas entre mis recetas para salir de la tristeza, porque en mi caso es como si dijera “respirar”. Escribo esto y siento de una vez que suena pretencioso. Pero no lo es. Porque yo leo por hábito, por gula, por necesidad, por desesperación… pero nunca porque creo que eso me hace mejor persona que el resto de la gente. No creo que leer muchos libros nos distinga de los demás. Creo que los adictos a la lectura somos seres huecos, marcados por un vacío imposible de llenar y que consumimos palabras como consumen ropa o comida o joyas los que tienen dinero y ganas de comprar esas cosas. Lo de escribir es más complicado, pero escribo tal vez por las mismas razones. A veces sin poner los dedos en el teclado o sin agarrar un lápiz, estoy siempre construyendo frases con puntos y comas. Imagino versiones y entonaciones, quito los adverbios terminados en mente, busco sinónimos, alternativas para los posesivos que se repiten siempre más de la cuenta. En fin, escribo siempre y tampoco lo veo como un acto de distinción. Es un modo más de enfrentarme a la nada.

6. Chupar pastillas de Flores de Bach: Sí, las pastillas de Flores de Bach existen en este país y vienen en unas latas amarillas con una especie de cierre mágico que las hace irresistibles. El cuento de las Flores de Bach es demasiado largo para contarlo en esta entrada y creo que tú no lo necesitas (pero para los neófitos hay detalles aquí). Pero no está de más recordarte que fue la acupunturista china que me recomendaste una vez, hace siglos, la que me inició en el tema de las famosas flores, que en la tierruca existen sólo en forma líquida. El asunto es que desde hace tal vez unos veinte años, cada tanto, me dejo llevar por la idea de que tal vez funcionan. Hay una mezcla que se llama “rescue remedy” —remedio de rescate— que se supone que es una especie de panacea que nos cura de todas las inseguridades, las nostalgias, las tristezas y los desasosiegos. Esa es la mezcla que se consigue aquí en pastillas. Nunca había comprado unas para mí, aunque las he usado para regalar, porque me parece que si regalo una de esas latitas amarillas con remedio de rescate, es como si regalara la calma envasada, la paz en gomitas que se disuelven en la boca. Esta semana, sin embargo, me compré mi latita amarilla y me he estado chupando una pastilla de rescate cada mañana después de desayunar. Debo decir que me ayudan a sentirme menos desamparada. No sé si funcionan o no, pero el sólo hecho de que alguien se haya tomado la molestia de producir y envasar esta especie de consuelo chupable me hace sentir como acompañada por todas las almas solitarias que en el mundo han sido. Y eso me reconforta.

En un rato se me van a ocurrir unas cuatro o cinco ideas más, como jugar con mi gato, ver en la tele documentales sobre animales —delfines y ballenas— o largas series en las que lo más interesante siempre pasa la semana siguiente, escuchar música, mirar viejas fotos… pero no alargo más esta entrada porque ya te haces una idea.

Puestos a dejar de quejarnos, sólo queda enumerar consuelos, ¿no?

Te mando un abrazo de rescate,
r

Sin quejas


Amiga,

Me he estado quejando demasiado estos días, del clima, de la soledad, de lo que aprendo o dejo de aprender, de no tener ganas, de carecer de paciencia, de lo mal que funcionan los celulares en el tercer mundo y a veces también en el primero, de la tendencia de algunas personas demasiado cercanas a desaparecerse cuando uno más las necesita, de los tepuyes de la Gran Sabana, de los autobuses que no pasan por East Calder, de las noticias que aparecen en la prensa, del gobierno británico que no se disculpa con los niños abandonados por el mundo, del clima... así que he decidido hacer una pausa en mis quejas y dedicarme a meditar en mi extraordinaria suerte.

La suerte que tengo de no estar viviendo en el tercer mundo. Un mundo donde se va la luz todos los días y también el agua, porque la bomba del agua funciona con electricidad y si vives -digamos- en un cuarto piso, no hay manera.

La suerte que tengo de tener todo el tiempo que quiero para leer y escribir. ¿Qué más puedo pedir?

La suerte que tengo de no tener que preocuparme por nada en la vida. Sólo por el insomnio y la muerte y los accidentes y por no poder escribir aunque tenga todo el tiempo del mundo y -a veces- por estar solita y porque nadie entiende ya de qué coño me quejo tanto.

Por toda la suerte que tengo, pues, he decidido dejar de quejarme. Pero como me quedo sin nada que decir cuando me quedo sin quejas, he buscado la ayuda de Roberto Juarroz para que me ayude a terminar esta entrada sin quejas. Así que aquí va su poema 5 de la Duodécima Poesía Vertical:

Dibujaba ventanas en todas partes.
En los muros demasiado altos,
en los muros demasiado bajos,
en las paredes obtusas, en los rincones,
en el aire y hasta en los techos.

Dibujaba ventanas como si dibujara pájaros.
En el piso, en las noches,
en las miradas palpablemente sordas,
en los alrededores de la muerte,
en las tumbas, los árboles.

Dibujaba ventanas hasta en las puertas.
Pero nunca dibujó una puerta.
No quería entrar ni salir.
Sabía que no se puede.
Solamente quería ver: ver.

Dibujaba ventanas.
En todas partes.


Hasta aquí Juarroz, que me ha ayudado a llegar hasta el fin de esta entrada sin quejarme.

Un abrazo,
r

sábado, 21 de noviembre de 2009

Los niños olvidados del reino


Amiga,

Esta semana asistimos horrorizados a las declaraciones, que aparecieron en la televisión y en la prensa, de sobrevivientes del tráfico de niños que este país llevó a cabo hasta los años setenta. La razón: el primer ministro australiano tuvo la decencia de pedir perdón a los sobrevivientes de esa catástrofe humanitaria que parece no importarle a nadie en el Reino de su majestad británica. El Primer Ministro Brown no se ha sentido obligado todavía a otorgar la gracia de su propia disculpa.

La historia comenzó hace siglos, pero tanto tiempo atrás a nadie le parecía una tragedia. Así que nos quedamos con nuestro pobre siglo XX, digamos con la primera postguerra, para no ir más lejos. En el Reino se había producido un serio desajuste social a raíz de la gran guerra. Familias separadas, niños huérfanos, desempleo, pobreza incontrolable. Y ante semejante estado, a los encargados del bienestar social de la victoriosa Gran Bretaña no se les ocurrió mejor idea que enviar a los pobres, en masa, a países como Australia, Canadá y Nueva Zelanda.

El asunto podría considerarse una solución más bien tradicional, nada innovadora, porque a fin de cuentas este país ha utilizado la emigración forzosa a lo largo de toda su historia conocida. El detalle relevante tal vez sea que, esta vez, los pobres que salieron a partir de la primera guerra -y que siguieron saliendo después de la segunda guerra- eran niños, algunos menores de tres años, que fueron “declarados huérfanos”. Es decir, que nadie se tomó la molestia de averiguar si sus padres vivían ni si era posible reunir a las familias desmembradas por la guerra. A los padres les dijeron que los niños habían muerto. A los niños les dijeron que eran huérfanos. Y asunto concluido.

Así salieron cientos de miles de niños en barco, acompañados por algunos adultos que sin duda obtuvieron algún beneficio del elegante tráfico humano, a sus improbables destinos. En Canadá, Nueva Zelanda o Australia los niños trabajaron hasta el agotamiento en granjas y casas de familia, fueron maltratados y abusados, se les negó su derecho a ser británicos y a regresar a su país de origen, se les impidió reanudar contacto con los familiares que podían seguir vivos, en una palabra, se les trató como escoria.

Muchos de ellos están todavía vivos, por supuesto. Porque, por increíble que parezca, cuando la excusa se la guerra dejó de ser válida, los funcionarios encargados de velar por el bienestar público del Reino, con la obvia anuencia del más alto gobierno, siguieron considerando válida la política de expatriar de manera forzada a los huérfanos pobres. Dice la prensa que esta política se mantuvo hasta los años setenta. Sí, ¡setenta!

Es por eso que esta semana vimos en la BBC a una señora de mi edad, tal vez apenas un poco mayor, llorando ante las cámaras y pidiendo que le devolvieran su dignidad, su pasado, su derecho a tener patria.

Estas cosas se cuentan y no se creen. Ante un hecho histórico como este, perfectamente documentado, uno no puede menos que comprender que la modesta proposición de Jonathan Swift, para prevenir que los niños pobres (de Irlanda) fueran una carga para el reino, lejos de ser una descabellada sátira sin fundamento alguno, está basada en un principio profundamente arraigado en esta sociedad. El principio de que los pobres son carne de cañón y que mientras más pronto se quemen, mejor para todos.

Tal vez por eso abundan las noticias de los más horrorosos crímenes contra niños. Tal vez por eso no pasa un día sin que leamos en la prensa que alguna pobre mujer ha sido golpeada y mutilada. Tal vez por eso hay tantas historias de viejitos abandonados a su suerte y muriendo de mengua en instituciones supuestamente creadas para salvarlos.

Se me dirá que esto pasa en todas partes, ¿no? Y supongo que es verdad. Pero lo que escandaliza, lo que para los pelos, lo que aterra de este caso, es que se trataba de políticas organizadas, de amplios aparatos burocráticos destinados al propósito sistemático y legalizado de deshacerse de niños pobres, engañando con premeditación y alevosía tanto a los niños como a los padres.

Y aún así, hoy, en el año final de esta primera década del siglo XXI, el primer ministro británico todavía se pregunta cuándo será el mejor momento para pedir disculpas y compensar a las víctimas.

Si eso pasa con auténticos ciudadanos británicos, nacidos en esta tierra, de piel blanca y ojos azules —como se sostiene, con el característico racismo local, en uno de los muchos textos que leí sobre el tema— ¿qué pueden esperar los desheredados de orígenes menos afortunados? No mucho, creo.

Te mando un abrazo desamparado,
r

jueves, 19 de noviembre de 2009

Sabina en otoño


Amiga,

Acabo de comprar el último disco de Joaquín Sabina, Vinagre y rosas. Es un gusto ver cómo Sabina se recicla a sí mismo y -a pesar del confortable aire de repetición- tiene todavía mucho qué decir sobre este mundo de locos en el que vivimos.

Por ganas de compartirlo contigo te copio abajo la letra de una de las canciones que más me gusta.

Crisis/Joaquín Sabina

Otro jueves negro en el Wall Street Journal,
desde el veintinueve la bolsa no hace crack,
cierra la oficina crece el desvarío,
los peces se amotinan contra
el dueño del río.

En el vencidinario a la hora del rosario
ni carne ni pescao,
dame otra pastilla de Apocalipsis now
mientras se apolilla el libro rojo de Mao.

crisis en el ego,
todos al talego,
crisis en el adoquín.

Crisis de valores,
funeral sin flores,
dólares de calcetín.

Crisis en la escuela,
quien no corre vuelva,
sexo, drogas, rock and roll.

crisis en los huesos
fotos de sucesos,
cotos de caza menor.

Dan ganas de nada mirando lo que hay:
ayuno y vacas flacas de Tánger a Bombay.
Siglo XXI, desesperación,
este año los reyes magos dejan carbón.

Y la gorda soñado que le aborda el crucero
un fiero somalí.
A ritmo de cangrejo avanza el porvenir.

Crisis en el cielo,
crisis en el suelo,
crisis en la catedral.

Crisis en la cama,
cada sueño un drama,
un euro es un dineral.

Crisis en la luna,
la diosa fortuna
debe un año de alquiler.

Crisis con ladillas,
manchas amarillas,
pánico del día después.

Crisis en la moda,
firma y no me jodas,
esta no es nuestra canción.

Guerra de intereses,
vuelvo haciendo eses,
ábreme por compasión.

Putas de rebajas,
reyes sin baraja,
inmundo mundo mundial.

Sábado sin noche,
méxico sin coches,
libro sin punto final.

Cómete los mocos,
no te vuelvas loco,
múdate a Nueva Orleans.

Gripe postmoderna,
rabo entre las piernas,
Clark Kent ya no es superman.

Mierda y disimulo,
crisis por el culo
del zulo a tu nariz.

Crisis, crisis, crisis…


Va con un enorme abrazo,
r

viernes, 6 de noviembre de 2009

El lado bueno


Amiga,

No todo es malo. No todo es malo. Cada historia dura —o contada duramente— tiene un lado amable. Y este es parte del lado amable de mi historia de profesora devenida estudiante:

He encontrado gente interesante y autores y textos nuevos. Por ejemplo este poema de William Carlos Williams que nos recomendó Stella el miércoles y que me atrevo, humildemente, a traducir aquí —más al venezolano que al español (Te copio abajo el original, porque es tan perfecto).


Es sólo para decirte…

Me comí
las ciruelas
que estaban en
la nevera

y que
estabas tal vez
guardando
para el desayuno

Perdóname
estaban riquísimas
tan dulces
y tan frías


This Is Just To Say
by William Carlos Williams

I have eaten
the plums
that were in
the icebox

and which
you were probably
saving
for breakfast

Forgive me
they were delicious
so sweet
and so cold


Se parece a mis poemas bobos ...¡y eso me levanta tanto el ánimo!

Va con abrazo,
r

jueves, 5 de noviembre de 2009

Impaciencia y otros males


Amiga,

Quería contarte sobre mi experiencia de alumna. No sé si pueda hablar de eso sin perder la paciencia. Tú me conoces y sabes que tiendo a ser intransigente y que la mía es una intransigencia que a veces se manifiesta de la peor manera, en un tono más bien descalificador que mucha gente se toma como un insulto personal. El caso es que soy un bicho intolerante y he aprendido a vivir con eso y a disimularlo lo mejor que puedo, cuando puedo. Pero a veces se me vuelan los tapones y estallo.

Ese es el caso, precisamente, cuando trato de ocupar el lugar de estudiante. He estado demasiado tiempo enseñando para perder en unos meses el instinto, el impulso, el hábito de dirigir una discusión, de establecer lo que es importante y lo que no lo es, de intervenir para que las cosas se hagan a mi manera en el salón de clases, ese espacio que para mí es tan familiar y del que me apropio a veces sin querer.

Debo decir que me he contenido bastante bien en estas cinco semanas (¡ya van cinco semanas!). Pero también en ese tiempo he estado entrando en calor, armando argumentos, viendo cómo yo habría hecho las cosas, cómo las enfrentaría si los cursos los estuviera dirigiendo yo… y claro, ya tengo mis propias opiniones y puedo mal que bien expresarlas, entonces todo se empastela.

Ayer, por ejemplo, tuve el atrevimiento de decir que lo que el autor intenta hacer, sus intenciones —como se dice aquí— no son importantes a la hora de leer una historia. He pasado demasiado tiempo leyendo el texto en el texto mismo, para retroceder ahora y considerar válido que en última instancia alguien resuelva “el misterio” de un cuento acusando al autor de borracho. ¡Y menos si se trata de Faulkner! Reconozco que no tenía razón al reaccionar con una observación que para mí, en mis tiempos de docente, hubiera sido más o menos automática, porque estoy asistiendo a cursos de extensión, que están diseñados para “lectores no especializados”.

Pero ¿qué sentido tiene que el lector no especializado salga de un curso como este sin saber absolutamente nada nuevo?, ¿qué gracia tiene que el curso sólo le refuerce los mismos elementales juicios que ya traía cuando empezó?. Más allá del tipo de público al que están dedicados estos cursos, se supone que debe haber en ellos un elemento de aprendizaje. Algo se debe aprender y no me parece sano, ni válido, que el aprendizaje consista en acumular títulos de textos y nombres de autores. Para eso no es necesario pagar, basta con sentarse a leer dos horas por semana en cualquier biblioteca pública.

El sentido que creo que deberían tener estos cursos, aún tomando en cuenta la necesidad de preservar lo que se llama el placer de la lectura, es el de mostrarle a los participantes que existen algunas herramientas que probablemente sirvan para comprender mejor algunas técnicas, algunos procedimientos sin los cuales la ficción no se puede escribir. No creo que le haga un favor a nadie pretender que podemos hablar entre adultos sobre literatura sin poder diferenciar, para ponerte un ejemplo simple, al narrador del autor de carne y hueso.

No creo que sea un salto teórico demasiado grande explicar lo que es un narrador, cómo funciona, qué tipos de narradores hay y cómo esa voz que narra nunca es el-autor-de-carne-y-hueso. Puede ser fastidioso explicarlo pero sin duda ayuda a entender de qué se trata todo y de ningún modo disminuye el placer de leer. Al contrario, el placer de leer aumenta cuando entiendes cómo se hace.

Para mí, enseñar a leer es un arte. Tal vez por eso me cuesta aceptar que el propósito de un curso de literatura sea únicamente discutir lo que me gusta o lo que no me gusta. O que lo único que al final importe sea lo que el autor dijo cuando le preguntaron qué quiso decir cuando escribió tal o cual línea. O, lo que es infinitamente peor, pasar dos horas tratando de dilucidar qué es ficción y qué no lo es en un texto literario. ¡Auxilio!

Y sin embargo, amiga, a veces uno retrocede. Y precisamente ayer, cuando estaba tratando de ser de lo más profesional explicando —en mi pésimo inglés— por qué un texto de Faulkner no se puede leer aislado, sin tomar en cuenta su proyecto ficcional completo, salí con una de las mías y estallé. Dije que no soportaba a Hemmingway y que me resultaba insufrible su mundo hipermasculino y sus personajes atiborrados de testosterona. Y lo dije en un tono horrible, porque no sé decir en inglés nada demasiado inteligente ni puedo contruir ningún tono sofisticado. Dije —literalmente— que odiaba a Hemmingway y sonó tan mal como suena una cosa así en cualquier idioma.

Como ves, no sólo no me toca fácil, sino que creo que le estoy haciendo la vida miserable a la gente que no necesita que yo le diga en la cara y a quemarropa que Hemmingway es insoportable y que la intención del autor no importa y que no es lo mismo el narrador que el señor que se levanta por la mañana y toma café y se fuma un cigarro, etc.

En fin, no creo que vuelva a inscribirme en ningún curso de literatura, por más que haya aprendido algunas cosas y esté descubriendo nuevos autores que con seguridad seguiré leyendo. Me he vuelto un bicho incómodo y nadie necesita ese tipo de bichos en un salón de clases.

Tal vez lo que deba hacer es tomar un curso sobre algo que no sepa. Inscribirme en un curso de idiomas: retomar el francés o mejorar el portugués. Aprender física o biología… Es un chiste. Es obvio que lo que debo hacer es aprender un oficio nuevo o resignarme a ser docente por el resto de mi existencia.

Ya tomé algunas medidas. Sigo aplicando a cargos para volver a mi antiguo oficio. También me estoy inscribiendo en un curso para entrenarme en la enseñanza del español como segunda lengua. El curso empieza en enero. ¡Ya me oirás quejándome! Mientras tanto, me propongo portarme bien —todo lo bien que me sea dado— en las cinco semanas que faltan para que se acabe mi experimento como estudiante.

En el camino, sigo leyendo apasionadamente. Y hago planas: ¡no debo portarme mal! ¡debo ser paciente! ¡debo ocupar mi lugar! ¡debo ponerme en el lugar de los otros! ¡auxilio!

Te mando abrazos muchos,
r

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Otoño


Amiga,

He seguido escribiendo en cuadernos y papelitos sueltos algunos poemas bobos. Por puro gusto de verlo aquí, te copio abajo uno, para acompañar la hoja de otoño de la foto que tomé el sábado en Newcastle upon Tyne:

Esperas el invierno
desde finales de septiembre
o tal vez desde antes
cuando agosto todavía perdura.

Y esa espera te crispa los dedos
te levanta los pelos de la nuca
te contrae los hombros

te impide aceptar como vienen
los últimos días de sol

las mañanas claras


Creo que es un buen modo de dar la bienvenida al otoño que se instaló del todo esta semana.

Un abrazo,
r

PD: Te debo el cuento de Newcastle, a donde fuimos a visitar a Marcela y a Diego, dos amigos venezolanos. Fue un viaje tan rápido que no sé si puedo contruir más de un párrafo. Espero que sí. Mañana.

viernes, 23 de octubre de 2009

Deudas pendientes


Amiga,

Te debo tantos cuentos que ya no sé cómo retomarlos. He ido anotando aquí y allá ideas para no olvidarme lo que tengo que contarte, pero al final se me pasan los días en una cosa y otra y me distraigo y me pongo a hacer otra cosa y me olvido de sentarme a seguir dándote cuenta de la vida que pasa.

Te tengo que contar, por ejemplo, que antes de que el invierno se nos viniera encima fuimos a jugar golf. ¡Te imaginas? ¡Golf! Aquí, en la tierra natal del deporte de los palitos y las peloticas, todo el mundo juega golf y nadie considera que se trate de un deporte de seres privilegiados. Puedes comprar un par de palos básicos en una tienda de caridad —de objetos usados, perdidos o encontrados— por seis libras o menos, y las pelotas cuestan apenas centavos. Con tu precario armamento te lanzas al campo público, donde todo el mundo puede jugar sin pagar nada y sin necesidad de saber hacerlo.

Y eso fue lo que hicimos al final de la primavera. Un amigo de Lyo nos invitó a jugar, nos consiguió palos y pelotas y nos enseñó lo básico: cómo se agarra el palo, hacia dónde hay que apuntar, cuántas veces le puedes dar a la pelotica para meterla en el huequito… en fin, no se trata de física nuclear. Pero, claro, tampoco es fácil. Yo no había ido con la idea de jugar, sino de tomar fotos, mirar jugar a Lyo y a Toto —así le decimos al amigo alemán, porque su nombre es impronunciable para nosotros— y al final acompañarlos a que se tomaran una cerveza. Iba de consorte, pues, porque —como sabes— yo no soy precisamente amiga de la actividad física. Pero Toto me puso en la mano una pelota y un palo y me dijo que tenía que jugar y ni modo.

Al principio pensé que era simplemente imposible llegar de A a B con semejantes intrumentos y sólo siete golpes de palo. Pero resultó que aprendimos rápido, llegamos incluso a empatar los tres en un momento del juego, nos reímos como locos y al final Lyo nos ganó, felicísimo. Total, amiga, que descubrimos el golf! Fue una tarde espléndida, como lo prueba la foto que acompaña esta nota, donde el cielo parece de mentira.

Ya se me hizo largo este cuento, amiga, y todavía te tengo que contar sobre mis nuevas incursiones en la biblioteca nacional: los libros que he descubierto y mis nuevas rutinas de lectura; lo que ha cambiado desde la última vez que te comenté de la biblioteca y el modo como he ido aprendiendo a mirar con otros ojos ese espacio donde ya he dejado de sentirme triste.

Te tengo que contar sobre mis excursiones nocturnas por la ciudad (salgo de clase a las ocho y media y camino hasta la parada a esperar el bus de las nueve): las luces que iluminan las escaleras por las que bajo y subo; los turistas que inundan las calles de día y los estudiantes, cansados y hambrientos, que buscan dónde refugiarse en la noche; la sensación de seguridad que se tiene al caminar por los oscuros recovecos del centro —algo que cualquier caraqueño añora, como si se tratara de la mejor versión del paraíso.

Tengo que echarte el cuento de los extraños personajes que he estado encontrando en el bus de las nueve: un señor que hablaba solo sin parar, una señora ciega que parecía saber exactamente dónde estaba y no necesitó que nadie le indicara dónde bajarse, un hombre en mangas de camisa que abrió la ventanilla para ventilarse aún más en una noche en la que estábamos por debajo de los diez grados… pero sobre todo tengo que contarte sobre la mujer que armó todo un acto de resistencia pasiva porque se encontró con una silla empapada en orine.

Te debo el cuento de los descubrimientos que hemos hecho en Morningside, una de las zonas más interesantes de la ciudad y donde nos gusta imaginar que podríamos vivir algún día. Entre los descubrimientos está un cine donde puedes ver tu peli sentada en comodísimos sofás ¡con un puf para poner los pies descalzos y todo!. Te debo la historia de cómo conseguimos en una tienda de antigüedades un chino tallado en madera, igualito a una talla que ha tenido la familia de Lyo por décadas. Y te debo más historias de los cursos que estoy tomando sobre cuento y literatura de la emigración. En fin estoy en deuda…

Te mando un abrazo promisorio,
r

viernes, 16 de octubre de 2009

Sin una palabra

Amiga,

He pasado el día entero tratando de encontrar una palabra qué decirte. He buscado en libros y en papeles. He leído poesía por horas cazando una línea definitiva que citar y detrás de la cual esconderme. Me he devanado los sesos, he exprimido lo que me queda del alma más allá de la gripe en el medio del frío del otoño. Y no encuentro, amiga, no encuentro qué decirte. Sólo lo que hay que decir sin palabras, con un fuerte abrazo, con un silencio largo…

Recibe ese abrazo y ese silencio que sólo puedo mandarte en la distancia con el dolor de no estar,
r

lunes, 12 de octubre de 2009

Noticias y espanto

Amiga,

Es lunes y tengo gripe. Todo lo he hecho hoy en cámara lenta, a medio camino entre un ataque y otro de tos, moqueando por los rincones. Sé que debo sentarme a escribir pero estoy sin ganas y sin genio. Por suerte existe la vinamina C, el paracetamol, el te negro bien cargado y los periódicos del domingo.

Lo de la densidad y el tamaño de los periódicos es tal vez una de las observaciones más repetidas de los viajeros que se deslumbran con los abundantes bienes del primer mundo. Aquí, es ya legendario el peso de la prensa en las ediciones de los domingos. En estos días incluso escuché a una escritora de origen sudafricano sostener que, en parte, su decisión de no regresar a vivir en su lugar de nacimiento se debía a lo escuálido de la prensa sudafricana, en contraste con la expansiva oferta cultural de estos lados del mundo, donde los periódicos de los domingos pueden pesar varios kilos y te puedes pasar la semana entera leyéndolos.

Mi costumbre de leer la prensa los domingos viene, como tantas otras cosas, de mi familia. Mi padre es un lector empedernido de la prensa diaria. Mi mamá decía que mi papá era capaz de leer línea por línea el periódico, incluyendo los obituarios y las propagandas. No lo decía como un cumplido, sino como una crítica casi feroz. Pero lo cierto es que ella también es una lectora asidua de la prensa y yo he heredado ese hábito hasta el punto de que el periódico del domingo ha sido uno de los objetos más constantes de mi errática existencia.

Cuando viví por primera vez sola, en aquella residencia de señoritas que quedaba en Las Acacias, y me vi enfrentada a la necesidad de recrear una rutina que fuese en parte heredada y en parte inventada sólo para mí, no dudé en mantener el hábito de leer la prensa los domingos. Algo que se me convirtió más bien en un ritual. Siempre que tenía dinero salía los domingos, después de desayunar, a comprar la prensa al kiosco más cercano.

En Las Acacias era un kiosco que quedaba en Las Tres Gracias, en el inicio mismo del paseo Los Próceres. Pero luego compraría el periódico en tantos otros lugares que no creo que sea posible mantener una memoria de todos y cada uno de los kioscos o las librerías en las que cumplía mi rito dominguero. Después de comprar la prensa sabía que el resto del domingo ya no tendría ninguna angustia esperándome. Ya no importaba si estaba sola, si tenía mucho trabajo el lunes siguiente o si había cosas pendientes en las que no quería pensar.

Aquí, compramos el periódico en el abasto que está a una cuadra y media de la casa. Ya no lo compro yo, porque Lyo es ahora el que se encarga de salir al tiempo inclemente que hace afuera y llegar un rato después con su cargamento de huevos, leche, queso, pan y prensa, cada domingo que sea necesario.

Y para mí es un gusto enorme y una fiesta sentarme con mis tres o cuatro kilos de papeles a desgranar las noticias de toda la semana y a enterarme de lo que vendrá, que es en parte la gracia de cualquier noticia. Desde que vivíamos en Londres nos paseamos por distintos periódicos y no éramos particularmente fieles a ninguno de ellos, pero hace un tiempo que adoptamos The Sunday Times como nuestro periódico dominguero. Aunque también, como es usual en estos tiempos electrónicos, yo leo de cabo a rabo El País en línea y The Guardian, porque me dejan mirar un poco más allá y ver las noticias desde distintas perspectivas.

Este domingo me instalé como siempre a leer morosamente, descartando los cuerpos que no me interesan, como Deportes o Negocios. De resto leo todo: artículos de opinión, comentarios sobre personajes célebres, reseñas de espectáculos y películas, datos sobre lo que se supone que está de moda en ropa, zapatos, diseño de interiores… y un larguísimo etcétera.

Pero tal vez lo que más me llama la atención son las noticias que revelan el modo de ser británico que para mí sigue siendo una especie de misterio. Leo sobre gente a la que le pasan cosas, tal vez con el ojo de quien busca historias qué contar. Pero también con la ansiedad de quien necesita entender cómo funciona este sistema, este orden social al que tarde o temprano tendré que integrarme, pero al que todavía miro desde una perspectiva —digamos— antropológica.

Y este fin de semana me llamaron la atención dos noticias. Una contaba la historia de una pobre señora de ochenta y tantos años a la que dejaron de atender en un centro de salud, a cuenta de que le quedaba muy poco tiempo de vida. No sólo dejaron de darle sus medicinas y sus calmantes, sino que también dejaron de alimentarla y la señora se estaba muriendo de hambre y de sed, en lugar de morirse del mal que se supone que tenía. Por suerte su hija la salvó y la señora sigue viva y coleando. Pero antes de sacarla de aquel antro de moribundos la hija tuvo que pelear con todas las autoridades habidas y por haber, porque aquí la salud está en manos de burócratas y los íngrimos seres humanos no parecen tener ni voz ni voto en las decisiones que se tomen con sus cuerpos enfermos.

La otra noticia que ha estado rondando en todos los periódicos desde hace más de una semana, y a la que el domingo le dedicaron largas páginas de análisis, es la de dos adolescentes que se suicidaron lanzándose de un puente cerca de Glasgow. Este hecho se suma a las estadísticas que indican que los adolescentes escoceses parecen tener una tendencia al suicidio bastante más alta que la de los jóvenes de otros países europeos. Sólo Suecia y Finlandia están por encima de Escocia en los tenebrosos números. Y dentro del Reino Unido ninguna estadística coloca a Escocia por debajo del primer puesto.

Esas dos noticias me hicieron pensar en lo que es el estado de bienestar para un distante observador que mira el primer mundo como el modelo a seguir. Los jóvenes se suicidan aquí más que en ninguna otra parte del reino y los viejitos tienen la espectativa de vida más corta. Aún así, visto desde afuera, este es un país donde la gente vive bien, la crisis apenas se siente —a juzgar por el nivel de compras que se puede observar a simple vista en cualquier centro comercial— y las amenazas del mundo exterior parecen remotas.

Este es un país donde quieren venir a vivir cientos de miles de extranjeros y de eso también se ocupa la prensa, de reseñar las medidas que se están tomando frente a la acelerada inmigración. Porque este es también un país que todavía le tiene miedo a los extranjeros, como lo prueba la noticia de un personaje de la farándula que llamó `paqui´ —un mote que aquí se considera altamente racista— a una de sus colegas de origen indú; y como lo muestran las declaraciones de un joven de color acosado por la policía que sostuvo que, mientras lo golpeaba, el funcionario insistía en repetir “yo soy blanco y este país es mío”.

Así que amiga, a pesar del gusto enorme de leer las noticias de los domingos, que he cargado como una bendición a lo largo de mi existencia, a veces no se trata realmente de un placer. Aquí, a veces, es más bien el reiterado descubrimiento de un horror o al menos de una amenaza no muy velada. El descubrimiento de que, por debajo del bienestar aparente, esta es una sociedad profundamente excluyente. Los jóvenes se sienten fuera de lugar, los viejos son desechados y los inmigrantes pueden ser tratados como escoria, al menos por la policía.

Tal vez no sea justo reducir las conclusiones de la lectura de la prensa dominguera a la parte más negra de la historia. Pero puede ser válido cuando la amenaza parece estar precisamente frente a uno. Además hoy tengo gripe y los periódicos del domingo están todavía frente a mí y no puedo evitar sentir un escalofrío de espanto cuando pienso en el futuro.

Te mando un abrazo aterrado,
r

jueves, 8 de octubre de 2009

Razones

Amiga,

Salí esta mañana a hacer compras al centro comercial (compré unas medias para el invierno, un sueter marrón, otra franela negra) y al regresar me encontré con que el correo me había traído un volumen de Poesía no completa, de Wislawa Szymborska, que había pedido hace ya casi un mes (hay una huelga de correo en el reino y todo se retrasa).

Abro el libro como quien consulta un oráculo y me encuentro con este poema del que te copio abajo un fragmento, con alegría…


La alegría de escribir/ Wislawa Szymborska

¿A dónde corre, a través del bosque escrito, esta cierva escrita?
(…)

Hay en una gota de tinta una reserva considerable
de cazadores que apuntan, con un ojo entrecerrado,
preparados para bajar por la empinada pluma,
para cercar a la cierva, dispuestos a disparar.

Olvidan que esto no es la vida.
Aquí rigen otras leyes, negro sobre blanco.
Un abrir y cerrar de ojos durará tanto como yo desee,
permitirá ser dividido en pequeñas eternidades,
llenas de balas detenidas al vuelo.
Si lo ordeno, nunca sucederá nada aquí.
En contra de mi voluntad no caerá ni una hoja,
ni se doblará una brizna de hierba bajo el peso de una pezuña.

¿Existe, pues, un mundo
sobre el que tengo un dominio absoluto?
¿Un tiempo que ato con cadenas de signos?
¿Una existencia infinita a mis órdenes?

La alegría de escribir.
La posibilidad de hacer perdurar.
La venganza de una mano mortal.


Hasta aquí Wislawa Szymborska.

Este poema no es sólo para ti, amiga Eliza que pacientemente escuchas mis tristezas, sino también para todas las amigas —siempre son mujeres, ¿por qué será?— que me han escrito para preguntarme cómo estoy, porque leyeron mi entrada anterior y se entristecieron conmigo y por mí.

No es fácil dejar de estar triste cuando la memoria de los dolores se atraviesa. Pero hay razones. Muchas. Está el sol, que sigue saliendo aunque el invierno amenace, está un hermoso arcoiris que vimos el domingo, está la lluvia sobre el canal, está el olor de una vela que prendí ayer, está el sabor de los mereyes tostados, el té con leche cuando hace frío, los libros que leo y que me hacen pensar que soy capaz de escribir, los bolígrafos de colores, está mi gato que siempre se acurruca cerca... y Lyo que regresa hoy de Alemania para seguirme acompañando. Y están las lectoras de este blog que me han hecho sentir menos sola a lo largo de toda esta semana.

A todas un abrazo apretado,

r

domingo, 4 de octubre de 2009

Cinco años

Amiga,

Aunque pensemos que avanzamos, en realidad la vida nos da vueltas alrededor y no vamos a ninguna parte.

Hoy vuelve otra vez ese día. Hoy cumple mi hermana Rebeca cinco años de muerta. Acabo de revisar la entrada que subí a este blog el año pasado y no sé si esas son las palabras que usaría ahora ni si hay algo más que decir.

Me gustaría poder tener la entereza de contarte, de dejar aquí constancia de ese día en el que supe que mi hermana había muerto. Pero no sé si soy capaz. Sólo tengo algunas imágenes sueltas que no hacen una secuencia coherente, porque el dolor todavía se me atraviesa en la memoria y no me deja recordar todo.

Lo voy a intentar más tarde.

Por ahora te mando un abrazo tristísimo, tristísimo...

r

viernes, 2 de octubre de 2009

Rutas y raíces

Amiga,

Como te conté por email, estoy asistiendo a dos cursos de extensión de la Universidad de Edimburgo. Ya vi mis primeras dos clases y tengo una sensación más bien ambigua acerca de lo que me espera. Por un lado, no es fácil volver a estar en un salón de clases del lado de allá, como estudiante. Por otro, la incapacidad de hablar en inglés con soltura y —sobre todo— confianza, está resultando más que una desventaja, una frustración.

Decidí tomar estos cursos porque estar encerrada en casa sin hablar con nadie por horas de horas me estaba volviendo loca. Y porque creo que si no doy un paso afuera, para integrarme de algún modo al mundo que ahora me rodea, voy a terminar completamente aislada y sin contacto alguno con la realidad. No que la realidad me interese mucho, la verdad. Lo que me preocupa es mi salud mental.

Cuando vivía en Londres intenté hacer lo mismo, porque sentí que me estaba desconectando del mundo: asistí de oyente a algunas clases de maestría. Las clases no estaban diseñadas para estudiantes de doctorado y eran casi siempre introductorias. Sin embargo, las aproveché en lo que pude. Pero lo más importante es que en ellas hice amistad con dos de las personas que todavía son para mí un punto de referencia importante: tu tocaya Elisa, de apellido Sampson Vera Tudela, y Claudia Carranza. Peruana una, argentina la otra, siguen siendo hasta hoy mis amigas del alma, aunque nos veamos ya más bien poco, porque Londres queda lejos y la vida no alcanza para tantos trajines.

No veo esperanzas aquí del nacimiento de amistades tan duraderas como esas. Pero preveo desde ya que mis incursiones en la ciudad los martes y los miércoles van a darme bastante trabajo, mucho que pensar, y serán tema de más de una de estas entradas.

Lo primero que tengo que contarte es que el sistema de inscripción en los cursos es lo más simple que te puedas imaginar. Cero trámites, cero burocracia, cero protocolo o papeleo. En la página web de la universidad está la lista de todos los cursos. Tú eliges el que quieres, pagas con tarjeta online, te mandan un email confirmándote que estás inscrita y asunto resuelto. Ya puedes comenzar a asistir a tu curso sin que medie ningún obstáculo. ¡Qué diferencia con el largo trámite de inscripción en los cursos de La Sorbona! ¿Te acuerdas?

Los cursos son dos: uno sobre literatura de la migración que se llama “Rutas y raíces”; aunque en inglés suena mucho mejor porque se dice “Roots and Routes” —las dos palabras se pronuncian prácticamente igual. El otro sobre el cuento en los Estados Unidos de América. El primero es los martes, el segundo los miércoles. El horario es infame —¡de 6:30 a 8:30 de la noche!— pero no había nada que hacer, son cursos para gente que tiene cosas importantes en qué ocuparse durante las horas productivas del día.

Como soy uno de esos seres a los que no les gusta dejar las cosas para última hora, llevo ya dos semanas instalada en la biblioteca —es un decir— leyendo los libros teóricos recomendados para el curso de literatura de la migración. (El otro parece no requerir “teoría” alguna). Los viajes tres veces por semana a la ciudad me habían servido para irme acostumbrando a la nueva rutina y la verdad es que la transición no ha sido demasiado complicada, sólo que desde esta semana el invierno realmente se nos ha echado encima.

En el curso sobre migración somos cuatro mujeres maduras, aunque creo que la más joven soy yo. Hay una señora de origen francés que habla con cierto acento pero con una impecable claridad y corrección. Hay dos señoras escocesas, muy “articuladas” —como se dice aquí de la gente que habla correctamente— y muy seguras de sus opiniones. Y estoy yo, que soy el bicho raro del grupo: porque hablo un inglés más bien roto, porque tengo más opiniones que las que puedo expresar en este inglés tartamudo que no me da para más y porque interrumpo sin pedir permiso a quien sea que esté hablando. Los monólogos siempre me han parecido antipedagógicos.

Nos da clases es una chica griega que se llama Stella. Dice que tiene sólo siete años viviendo aquí y que ya no sabe cuál es su lugar, porque cuando va a Grecia se siente extraña y aquí es una extranjera, aunque ella ya más bien dejó de sentirse así, pero todo el mundo se lo recuerda. Hablamos sobre la experiencia de no estar en el lugar de origen y sobre la percepción que se tiene de lo que es “el hogar” —home. Porque en inglés la palabra “home” no sólo indica la casa sino también el lugar al que uno pertenece.

Salí de lo más animada de mi clase del martes y me dispuse a encontrarme con más novedades y tal vez con sorpresas interesantes en mi clase del miércoles. Mi primera sorpresa, no muy estimulante, fue encontrarme a Stella como la “tutora” del segundo curso que tomé. No porque no me pareciera una buena profesora, sino porque me esperaba cierta diferencia, cierta variedad. Por eso había elegido dos cursos dictados por gentes distintas. Pero resulta que la joven que preparó el programa sobre el cuento se enfermó a última hora y voy a tener que conformarme con la misma voz durante las veinte clases a las que voy a asistir.

Creo que ningún estudiante tomó nunca conmigo dos clases en un mismo trimestre. Pero, si alguien lo hubiera hecho, estoy segura de que nos habríamos aburrido a muerte los unos de los otros. Espero que Stella me soporte con un mínimo de paciencia. Yo, por mi parte, ya estoy pensando cómo hacer para no perder el ánimo.

El grupo del curso de los miércoles, que es sobre el cuento americano, es más bien variado. Hay tres niñas que rondan los veinte, dos señoras que rondan los sesenta, un señor más cercano a los ochenta que a los setenta, un hippie que se quedó en los sesenta, un lector yuppie de principios de los noventa y esto que yo soy ahora que no sé muy bien cómo catalogar. Digamos que yo soy la tipa más bien madura que no sabe a qué década pertenece, ni por edad ni por gustos literarios.

Como sea, todos estamos ahí tratando de leer con nuestros ojos del siglo XXI a un grupo de escritores que se lanzaron a poblar un género casi desprestigiado con parámetros de hace un siglo y medio atrás. Leímos un texto de Poe donde elogia lo que Hawthorne hace con el cuento y de paso intenta reclutar nuevos lectores, restándoselos a la novela y a la poesía. Eran tiempos de fundaciones, así que había que producir partisanos, más que lectores indiferentes. Pero nada de eso parece convencer a los lectores de hoy.

Una de mis compañeras de clase se sintió ofendida por el talante autoritario del señor Poe. ¿Cómo se le ocurre a ese señor hablar mal de la novela y de la poesía? —dijo la señora con una mano en el pecho, como si el señor Poe se hubiera levantado de su larga ausencia para venir a ofenderla a ella, personalmente.

Cruzo los dedos para que éste no sea el tono que predomine en las clases por venir. Me reservo por ahora —como se dice— el beneficio de la duda. Si no sirve para nada más, al menos el curso de los miércoles va a servir para que te escriba cada tanto un par de entradas divertidas.

Ya te iré contando.
Por lo pronto recibe un abrazo esperanzado,
r

lunes, 28 de septiembre de 2009

Montejo en el norte

Amiga,

Ayer vimos, alquilada, la película 21 gramos, del mexicano Alejandro González Iñárritu. En algún momento de la película, Sean Penn recita los primeros versos de un poema de Eugenio Montejo.

Hoy, después de limpiar la casa, me puse a buscar los poemas de Montejo en la web. Por ganas de reencontrarme con uno de esos paisanos que lo hacen a uno sentirse orgulloso de la tierruca.

Te copio abajo uno de sus poemas de la distancia, porque dice lo que tantas veces se siente en este Norte lejano:

En el norte

Esta noche dimito de las sombras,
el Támesis regresa al mar del norte
con celajes de tren bajo la lluvia
y en sus raudos vagones
los viajeros sacan crucigramas.

Es la noche, resguárdate,
grita el reloj cerca del polo,
pero a esta hora mi país de ultramar
cruza el arco del sol
y se baten azules las palmas.

En cada muro en que me acodo
siento el vaivén errante de los barcos.
Entre estas islas y mi casa
caben todas las aguas por siglos de este río,
el gris invierno de paredes rectas,
los vientos que nos tornan monosilábicos
y quedan leguas que llenar para acercarse.

Mi corazón da tumbos en medio de la niebla,
no se ajusta a los polos,
busca el lugar donde la tierra gira más despacio.

Esta noche soy diurno frente al Támesis,
no voy a bordo en sus vagones,
sigo de pie con el silencio de una palma.
Mi país de ultramar resplandece a lo lejos
y yo cuento sus horas
en relojes perdidos más allá del Atlántico.

Su ausencia es mi único equipaje.


Va con cariños desterrados,
r

viernes, 25 de septiembre de 2009

No cumpleaños

Amiga,

Hoy, 25 de septiembre, estaría cumpliendo mi hermana Rebeca 49 años. En esta fecha yo estaría pendiente de llamarla y, como todos los años, al felicitarla y fastidiarla un poco con el tema de que se estaba poniendo vieja, le preguntaría qué se siente tener un año más.

Esta pregunta era fundamental cuando se trataba de cumplir un número redondo de años —treinta o cuarenta, por ejemplo. Porque yo estaba justo detrás de ella y esa era la edad que me iba a tocar cumplir, de manera irremediable, un año y medio después. Me acuerdo que cuando mi hermana cumplió cuarenta yo le hice la pregunta ritual y ella me respondió, más solemne que de costumbre —porque nunca pretendía tomarse en serio mi pregunta— que los cuarenta le habían pegado menos que los treinta.

Me confesó que cuando cumplió treinta se había sentido vieja de pronto, como si algo realmente importante hubiera terminado. Ya no éramos adolescentes, ni siquiera jóvenes. Eso era lo que había pasado. Pero a los cuarenta ya no era necesario considerar que la juventud se había terminado. Los cuarenta eran un paso más hacia la madurez y eso no era tan malo. Nada de esto fue comentado de manera explícita. Como tantas otras cosas, nuestros diálogos estaban llenos de silencios y de frases no dichas. No era necesario aclarar el significado de cada comentario pronunciado a medias.

Cuando nos encontrábamos —una vez cada tanto, porque vivimos separadas más tiempo del que vivimos juntas— hacíamos comparaciones de nuestros cuerpos no demasiado viejos todavía. Yo le mostraba mis canas, que nunca han pasado de un puñado cerca de la frente, y ella me mostraba su pelo negrísimo. Yo le contaba de mis dolores de espalda y ella me contaba de sus jaquecas. Intercambiábamos consejos, teléfonos de médicos, nombres de pastillas, recetas caseras para aliviar males menores. Sin decirnos nada nos comparábamos, tratando de saber cuál de las dos se veía más joven o más vieja, más allá de la edad implacable. Un año y unos meses no es diferencia suficiente para evitar esas comparaciones.

Ahora que me acerco a los cincuenta me doy cuenta de que ya no tengo a mi hermana cumpliendo años delante de mí, avisándome cómo se ve el panorama allá adelante, cómo va a ser tener un año más. Tampoco puedo mirarla para ver en su piel el modo como mi propia piel va a seguir arrugándose. Ahora soy yo la más vieja y sé que mis hermanas me examinan cada vez que me ven, buscando los mismos signos que yo buscaba en Rebeca. El anuncio, tal vez, de que la edad no va a tratarnos tan mal después de todo. O la certeza, al menos, de que una de nosotras va primero, dando cuenta de las novedades.

En este día en que yo debería estar llamando a mi hermana para desearle feliz cumpleaños, me cuesta creer que ya no está. Que ya no puedo levantar el teléfono y preguntarle qué se siente estar tan cerca de los cincuenta. Pero todavía me puedo imaginar el tono de su voz contándome cómo se siente, qué va a hacer en el día o qué le regalaron Luis, Raúl y Patricia. Tal vez sea verdad que los seres que queremos siguen vivos mientras podamos recordar cómo hablaban, a qué olían, cómo sonaba su risa. Al menos hoy, aunque sea por un rato, necesito ese consuelo para no quedarme aquí sentada, llorando por el resto de la tarde.

Te mando un abrazo,

r

domingo, 20 de septiembre de 2009

Ser otra

Amiga,

Hoy me encontré en Facebook con un poema de Wislawa Szymborska que me hizo meterme en una de las muchas páginas donde están sus poemas traducidos al español. He guardado muchos para releerlos y rumiarlos con calma. Pero éste que te copio abajo quería compatirlo contigo -y con Georgina que me despertó la curiosidad por esta poeta polaca.

Del montón

Soy la que soy,
casualidad inconcebible
como todas las casualidades.
Otros antepasados
podrían haber sido los míos
y yo habría abandonado
otro nido,
o me habría arrastrado cubierta de escamas
de debajo de algún árbol.
En el vestuario de la naturaleza
hay muchos trajes.
Traje de araña, de gaviota, de ratón de monte.
Cada uno, como hecho a medida,
se lleva dócilmente
hasta que se hace tiras.
Yo tampoco he elegido,
pero no me quejo.
Pude haber sido alguien
mucho menos personal.
Parte de un banco de peces, de un hormiguero, de un enjambre,
partícula del paisaje sacudido por el viento.
Alguien mucho menos feliz
criado para un abrigo de pieles
o para una mesa navideña,
algo que se mueve bajo un cristal de microscopio.
Árbol clavado en la tierra,
al que se aproxima un incendio.
Hierba arrollada
por el correr de incomprensibles sucesos.
Un tipo de mala estrella
que para algunos brilla.
¿Y si despertara miedo en la gente,
o solo asco,
o sólo compasión?
¿Y si hubiera nacido no en la tribu debida
y se cerraran ante mí los caminos?
El destino hasta ahora
ha sido benévolo conmigo.
Pudo no haberme sido dado
recordar buenos momentos.
Se me pudo haber privado
de la tendencia a comparar.
Pude haber sido yo misma, pero sin que me sorprendiera,
lo que habría significado
ser alguien totalmente diferente.


Hasta aquí Szymborska. Creo que me voy a convertir en una de sus lectoras asiduas.
Un abrazo,
r

miércoles, 16 de septiembre de 2009

La ley de Casavella

Amiga,

Terminé de leer hace unos días Lo que sé de los vampiros, de Francisco Casavella (Barcelona, Destino, 2009). Es un texto denso, en muchos sentidos inverosímil, pero tiene un encanto difícil de resistir. Desde ayer que terminé de leer sus casi seiscientas páginas, estuve pensando por un largo rato de qué se trataba en realidad. Y creo que es esto: la pulsión del desplazamiento; la necesidad de ir siempre más allá, de cambiar de horizontes... y de sobrevivir en el camino.

Es una historia de vagabundos que se ganan la vida vendiendo mitos, leyendas, linternas mágicas, curas milagrosas, planes para resolver los más insólitos problemas, comedias y dramas. La historia comienza con una batalla en Leuthen en 1757, pasa por la expulsión de los jesuitas de España y los interminables desmanes de la Revolución Francesa y termina con una tropa de cómicos ambulantes presentando una obra en el lejano oeste americano a principios del XIX. Aunque el personaje principal -Martín de Viloalle- sea una especie de eterno desterrado, el uso del mítico Conde de Saint Germain para enhebrar parte de la anécdota hace que el texto se vuelva también una reflexión sobre la historia, sobre el modo como ha sido contada.

Estuve marcando páginas y páginas con pasajes que quería mantener presentes, pero ahora que los releo me resulta difícil recortar un fragmento para mostrarte lo bueno que es este texto. De todos modos, y por no quedarme con las ganas de compartirlo contigo, aquí va un par de páginas. Quien habla es el Conde de Saint-Germain:

Tras leer hechos antiguos y modernos, y distintas interpretaciones de esos mismos hechos, acaban pensando que no es necesario tejer anécdotas sobre el pasado y mostrarlas una tras otra en una sucesión de tiempo que siga una línea quebrada con altos y bajos, que se repiten como síntomas de una enfermedad o de mejoría de la misma enfermedad. Por un lado, el pasado sólo es una aventura edificante por nuestra voluntad de moldearla a su pretendida lección. Y por otra parte, ¿tiene el pasado un final más allá del presente?, ¿tiene sentido?, ¿un plan trazado por alguien?, ¿la Providencia? Que la tiranía de César hizo que le asesinaran y el regicidio trajo más tiranía no quiere decir que derrocar a un tirano traiga siempre más tiranía; ni significa que vaya a traer menos; ni que gracias a ello la fe de Jesucristo pueda extenderse por un imperio. Es ameno, pero no es fundamental. Lo fundamental es hacer buenas preguntas y entrar con gallardía y paciencia en la selva de soluciones. Lo fundamental es ¿por qué el Humanista es perseguido en Inglaterra como extranjero y como católico? Planteada la cuestión, nos remontaremos hasta el asesinato de Julio César y, si carecemos de buen sentido, quizá enlacemos de modo íntimo un suceso con otro. En cualquier caso, habremos descubierto algo: lo inmenso, lo inagotable, de nuestra ignorancia. Y quizá disminuyan los temores de cada día, mientras crece nuestra humildad. ¿Hay en todo ello lugar para la constante permanencia de la Razón? De ningún modo. Sólo hay pequeñas razones y grandes azares. O viceversa. Pero no hay un solo Azar como no hay una sola Razón. No caminamos a tientas sobre el filo del Eterno Sable Justiciero, ni navegamos por un mar calmo hacia el Paraíso con el viento de popa de la razón hinchando las velas. Los sucesos de la Historia, liberados del tiempo, forman un paisaje con colinas y bosques, con pantanos y fangales. A veces, la visión es deformada por una tenue neblina; otras veces, escalofriantes tormentas lo oscurecen todo. Y uno camina por ese paisaje sólo Ahora, porque el mismo paisaje será otro paisaje cuando vuelva a caminar por él, cuarenta años después y con otro modo de mirar a los hombres y su temple ante la adversidad.

Así, que una tarde, Ella y el Humanista, a partir de un comentario a Tito Livio, traman una sucesión de certezas, ese zambullirse derecho y sin trabas en el magma del caos hacia una revelación, elaboran una ley similar a las leyes de la filosofia natural, que siempre se cumple y siempre se comprueba.

Éste es el inicio de la ley:

Si uno se esfuerza verá con los ojos de los muertos, verá sus colores, y será Poncio Pilato o Cayo Julio César, o su esclavo. Pero eso nunca se hace, porque somos vanidosos y nos avergonzamos de nuestro pasado, cargamos con él. Por ello, con el paso del tiempo, y para sanarnos, hacemos que los hechos imprevistos se vuelvan inevitables. De ese modo, lo que llamamos Historia, la explicación de los hechos de los hombres, influye sobre las cosas, pero no expresa su naturaleza verdadera. Adán sabe que está desnudo porque ha mordido la manzana. Luego, sabe. Luego, se esconde porque sabe. Luego, inventa una falsa sabiduría. Luego, esa sabiduría es un bálsamo, pero una mentira. El hombre se enmascara para no avergonzarse del mismo azar de ser hombre, de su mínima importancia, de que sólo es deudor de la nada. Por ello se traiciona a sí mismo. Bebe la sangre de los antiguos, no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. Y esa conveniencia hace que el hombre se vuelva vampiro.

Y si el hombre no sabe a ciencia cierta de su pasado, si lo ha corrompido engañándose, ¿cómo aprenderá de sus lecciones?, ¿cómo razonará su presente?, ¿cómo aventurará su futuro? Es incapaz. Todo en él será sorpresa, incómodo asombro, y más beber sangre con que sanar la sorpresa. Lo imprevisto será inevitable, sí, pero seguirá perdido en el Tiempo y en el Espacio. Ése es el cómico y trágico equilibrio del mundo. Días con sus noches. Hombres con sus vampiros. Lo imprevisto, inevitable.

Ésa es la ley.

Y la llaman «Ley del Vampiro». Convencidos, como les ha ocurrido a tantos muchas veces, de que esa idea no existía antes de que ellos la pensaran, de que estaban viviendo un momento único, irrepetible.


Hasta aquí Casavella. Creo que es un libro que vale la pena leer aunque no se pueda revelar todo su esplendor en sólo un par de páginas. Sin embargo, espero que este fragmento sea suficiente para que te dé curiosidad echarle una mirada.

Yo ya estoy buscando sus otras novelas. Es una lástima que Casavella haya muerto tan joven.

Un abrazo,

r

lunes, 14 de septiembre de 2009

Los abrazos rotos


Amiga,

Fuimos a ver la última película de Pedro Almodóvar, Los abrazos rotos. Aquí se está estrenando esta semana con el título Broken embraces y parte de la crítica la ha recibido con una especie de distancia irónica —“esos españoles y sus confusos melodramas”— que le resta importancia. En el mejor de los casos, ha sido vista como un acto de narcisismo de parte del director. Pero yo creo que es una de las mejores películas que he visto de Almodóvar y que con ella ha entrado en una nueva etapa.

Lo que me parece que le interesa esta vez, más allá de las retorcidas historias dignas de las mejores telenovelas latinoamericanas, es una reflexión sobre el valor del cine. El cine como ojo que mira pero también como documento que acusa, el cine como industria pero también como sueño. El cine como realización y como culpa, el cine que construye vidas y termina con ellas.

Los abrazos rotos es una especie de caja china que contiene adentro otras cajas, no por más pequeñas menos importantes. Están: la película que vemos, la película —¡de vampiros!— que escriben dos de los personajes en el presente, la película que el protagonista y otros personajes filmaron hace tiempo —"Mujeres y maletas"— y que fue enlodada y destruida por un amante celoso y, por último, está el documental que ha filmado el hijo de aquel amante celoso, por razones más bien dudosas. En el futuro, insinuada al final, está también una quinta película: la que volverá a construirse a partir de las tomas originales de la vieja película destruida.

Entre unas y otras películas se mueve un director de cine ciego. Pero la ceguera no parece ser sólo la falta literal del sentido de la vista de uno de los personajes de este drama. La ceguera parece extenderse a quienes están ciegos de amor, de celos, de frustración o de rabia. Y es también una ceguera de lo que no sabemos o no somos capaces de entender si no lo vemos. Se trata, creo, de una reflexión sobre el poder de la imagen y sobre nuestra entrega -ciega- a lo que las imágenes nos muestran. Y sobre nuestra incapacidad de dudar de lo que vemos.

Esta es tal vez la película de Almodóvar en la que es posible entender, con mayor claridad, que lo fundamental de una ficción no es lo que se cuenta sino el modo de contar. Aquí Almodóvar, como Velásquez, se pinta a sí mismo pensando cómo dar la próxima pincelada de una obra a medio hacer. Y en el camino nos muestra el proceso de la hechura, el reverso de la trama, la tramoya.

Por no ser capaces de ver más allá de la anécdota, algunos críticos británicos la han reducido poco menos que a un caso de curiosidad etnográfica. No ven más que a Penélope Cruz en peluca blanca o acostándose con un millonario viejo-verde. Pero para quien se toma el trabajo de mirarla más allá de la trama de amores contrariados, ésta es una película construida sobre uno de los materiales más clásicos que se pueden trabajar: el impulso de pensar en la forma, la materia misma de la que están hechos los relatos. Y sólo por eso valdría la pena.

Pero además están todos los elementos que hacen de las películas de Almodóvar un paseo por lo más gustoso del cine. Los colores brillantes y los tacones imposibles, las caras insólitas y los guiños del casting, construidos sobre la repetición. Las audaces locaciones —playas de arenas negras en Lanzarote— que no se reducen sólo a decorados inteligentes. La música. Todo en esta película es una fiesta del ver y del oír. Hasta la desgarrada canción final, cantada por Miguel Poveda, que acompaña los créditos y lo obliga a uno a quedarse sentado hasta que la pantalla se oscurece del todo. (Puedes ver todos los detalles y escuchar la música de la película aquí)

Pero lo que se quedó conmigo por más tiempo y me ha obligado a escribirte esta reseña apurada de Los abrazos rotos es la frase final. En la última escena, el director ciego está reeditando la vieja película que creía perdida para siempre y dice: “Las películas hay que acabarlas, aunque sea a ciegas”. Y ahí la pantalla se pone en negro y sabemos que hemos escuchado la voz del director que acaba de darle el toque final a la última toma.

¿No es un modo perfecto de terminar una historia?

Ojalá que este cuento apurado sirva para que te animes a ver Los abrazos rotos cuando llegue a la tierruca. Porque en realidad no te he contado nada. La historia intacta te espera.

Un abrazo,

r

domingo, 13 de septiembre de 2009

6.2

Amiga,

Anoche vimos en CNN un avance sobre el terremoto en Venezuela y nos asustamos. Sabes cómo se dan esas noticias, con un punto de sensacionalismo que —cuando uno está lejos— causa a veces una alarma desproporcionada. Así que llamamos en volandas a Caracas, para saber cómo había sido el asunto y si estaban todos bien. Hubo susto, pero nada grave.

Supe por mi mamá que en Mérida ni se sintió, a pesar de que también se fue la luz y llovió a cántaros durante horas.

He estado por un largo rato, hoy en la mañana, oyendo la radio y leyendo la prensa, para ver qué tan graves son las secuelas. No parece que el asunto haya pasado a mayores. Pero tengo la vaga sensación de que la prensa no está diciendo todo lo que podría decir. Cuando hubo el último temblor en Caracas, creo que en mayo de este año, el gobierno de Chávez consideró materia de seguridad nacional que la prensa informara sobre el incidente antes de que lo hicieran los voceros oficiales. Hubo multas, regaños y advertencias. Así que no me extrañaría que ahora estuviéramos leyendo también informaciones matizadas.

Recibir noticias como éstas desde el otro lado del Atlántico hace que uno sienta más la impotencia y la frustración de la distancia. Cuando el deslave de Vargas nosotros estábamos en Londres y veíamos las imágenes en la TV, asombrados, confundidos, con lágrimas en los ojos, sin saber qué hacer. Fue una angustia horrible. Menos mal que esta vez no ha sido nada así de grave. Pero creo que el terremoto de Caracas de 1967 volvió ayer a la memoria de todo el mundo.

Como sea, estoy aquí acompañando a todos allá en la tierruca. Más allá de las noticias a medias, de los sustos justificados o no.

Y te mando un abrazo alarmado y preocupado,
r

lunes, 7 de septiembre de 2009

Como caraotas


Amiga,

Hoy amanecí con ganas de cocinar algo rico. Así que esta mañana contemplé como único proyecto del día preparar unas gustosas, cremosas, nostálgicas caraotas negras. Mientras picaba cebollas y pimentones recordé aquellas líneas de Sor Juana a Sor Filotea en las que ponderaba la cocina como un laboratorio de ingeniosas ideas que bien habrían podido aprovechar los hombres más sabios.

Una idea se me mezcló con otra y de pronto recordé otras cocinas, otros platos que he aprendido a hacer, otras comidas, olores, gente… la vida toda se me vino encima como si fuera ese personaje de En busca del tiempo perdido que se come su nostálgica magdalena y recorre desde ahí su vida entera. Y de esos recuerdos llegué a esta cocina en la que preparo caraotas negras como si no hubiera salido nunca de la tierruca, pero al mismo tiempo sabiendo que la distancia ya es infranqueable y que la vida está allá, en esa otra parte que llamamos futuro.

Y de ahí me dio por pensar que tengo casi cincuenta años y que a mi edad –a nuestra edad amiga- una gran mayoría de mujeres ya se han asentado en la vida, han tenido ya sus trabajos, sus amantes, sus hijos y sus maridos, están esperando nietos si no los han tenido ya y preparan un retiro digno. Pero nosotras, amiga, seguimos en la incertidumbre, seguimos a la espera de que la vida todavía nos lance sorpresas por el camino. Seguimos estudiando, aprendiendo, creyendo que hay algo que debemos hacer y no hemos hecho.

Eso puede ser, -como en efecto ha sido, ¿no?- una razón para sentir desasosiego, inquietud, ese movimiento bajo los pies que no cesa, esa inconformidad que no permite ni otorga paz, del que tanto nos hemos quejado. Pero es también una razón para creer que ha valido la pena, que está valiendo la pena estar aquí, haber pasado por todo, incluyendo los dolores, las separaciones, las pérdidas... todas las angustias.

Porque con todo eso hemos estado construyendo una especie de esperanza terca. Una especie de fe, aunque desvaída y a veces desencantada, en que hay algo más, algo más que no hemos aprendido, que no hemos hecho, que nos está esperando más adelante. Y qué otra cosa se puede pedir de la vida que ese empuje, ese gozo de esperar, esa alegría liviana de saber que no todo está dicho.

Así que amiga, aquí estoy yo cocinando caraotas negras, con toda la casa oliendo gloriosamente a comino y a ajos, a cebollas y pimentones, escuchando música a todo lo que dan las cornetas de mi ipod, a la espectativa –todavía- de lo que me está esperando más adelante. Hace sol, sopla el último viento de la primavera y el invierno está a la vuelta de la esquina. Pero hoy, aquí, retostando semillas de comino, te puedo decir que no sólo ha valido la pena, sino que las sorpresas no se han terminado.

Y justo hace un minuto se me ocurrió que ésta es, de algún modo, la respuesta que te debo a la carta que me escribiste hace unos días. Siempre se me ocurren tarde las respuestas, amiga, pero a veces resultan hasta inspiradas... y saben a ricas caraotas!

Sólo espero que este impulso gustoso y amable me dure un rato…

Te mando alentadores, esperanzados, optimistas cariños muchos,
r

jueves, 3 de septiembre de 2009

Rabieta


Amiga,

No sé si te he contado que he estado tomando lecciones de manejo para ver si me dan una licencia para circular detrás de un volante por este país. Acabo de llegar de la que creo será mi última lección. Estoy harta de instrucciones para subir escaleras y de que mi cerebro se empeñe en subirlas del modo en que lo ha hecho en los últimos veintitantos años. Estoy harta de no poder estacionarme como se supone que debo hacerlo y de no saber entrar o salir correctamente de las malditas redomas que hay aquí cada dos por tres. En resumen ¡estoy harta!

Reconozco que el modo como uno aprende a manejar en la tierruca es de lo más liberal y medio salvaje. Apenas aprendes a avanzar y retroceder, a cruzar a la izquierda y a la derecha, ya agarras un carro y presentas un examen que, al menos en mis tiempos, sólo consistía en dar correctamente la vuelta a la manzana. Eso, si de hecho presentabas el examen. Porque la mayoría de la gente no hacía más que pagarle a un gestor y en unos días tenía a mano su flamante licencia, sin pasar por otro trámite que despojarse de algunos billetes. No sé cómo obtendrán ahora sus licencias los hijos de la república chavista, pero dudo mucho que el procedimiento haya cambiado demasiado.

Sin embargo, ese no es el caso en este civilizado reino. Aquí tienes que aprenderte las leyes y presentar un examen teórico que dura casi una hora. (Ya lo presenté. Pasé). Después tienes que presentar un examen práctico, para lo cual es imprescindible que contrates los servicios de un profesional que te enseña los procedimientos y las “maniobras” que debes aprender a realizar antes del examen, porque sólo tienes una oportunidad y si no lo haces de la manera exacta como está previsto, no pasas.

El punto es que después de más de veinte años manejando parece casi imposible para mí aprender a hacerlo del otro lado del vehículo, en inglés y con treinta reglas como mínimo por cada “maniobra”. Me explico, aquí llaman “maniobras” a cada una de las supuestas habilidades que tienes que demostrar que conoces y realizas sin dudar y sin equivocarte ni una sola vez. Esas maniobras involucran las habilidades básicas, como avanzar y retroceder. Pero no sólo eso. Tienes que saber estacionarte detrás de otro vehículo en un sólo movimiento de retroceso; tienes que demostrar que puedes retroceder en una esquina sin llevarte la acera por delante y que puedes dar la vuelta en U en una calle cualquiera con sólo tres movimientos.

Esas maniobras son las que he estado practicando con mi impaciente instructor de manejo. Hay días en que parece que puedo mirar por todos los espejos cinco veces antes de retroceder y chequear mi punto ciego cuando es requerido, entonces me siento como si fuera capaz de pasar el examen. Pero hay días, como hoy, en que no sólo no puedo estacionarme de retroceso sino que tampoco veo la acera y me la llevo por delante cuando avanzo y cuando retrocedo y no solo una sino varias veces.

La razón puede no ser obvia para todo el mundo, así que voy a reiterar: Estoy manejando un carro desde el asiento DERECHO. Estoy haciendo los cambios con mi mano IZQUIERDA y tratando de calcular la distancia que separa el lado izquierdo del carro de una acera que el noventa por ciento de las veces no puedo ver. Todo sucede alrevés de como debería y sólo ajustar mi percepción a ese cambio se lleva la mitad de mis neuronas. Por si esto fuera poco, todas las instrucciones que recibo me son dadas en el cerrado acento escocés que, a medida que cometo más errores, se va cerrando más hasta que llega un punto en que mi cerebro no sabe si traducir las instrucciones a un inglés neutro o cambiar velocidades o mirar a la izquierda o cruzar a la derecha o chequear mi punto ciego o mantener la mínima velocidad o acelerar hasta la velocidad máxima permitida o atender a los peatones que pasan o elegir el canal correcto para entrar en una redoma…

En fin, amiga, que hoy estoy dispuesta a tirar la toalla y por eso estoy escribiéndote esta nota. Porque estoy harta de tratar de aprender algo que mi cuerpo todo se niega a procesar. Porque me repatea el hígado el modo como mi instructor me insinúa que tengo el cerebro de un mosquito. Porque no tengo ni siquiera un carro por el que valga la pena pasar por todo esto. Porque qué carajo me importa a mí la maniobra de reversa a la izquierda o el modo correcto de entrar o salir de una maldita redoma. ¿Qué coño me importa?

Me importa un pito. Esa es la verdad. Me importa un soberano pito la licencia de manejar y las clases de manejo y el examen práctico que tengo supuestamente que pasar el 24 de septiembre. Y justo en el momento en que termine de escribir esta airada entrada voy a cancelar el puto examen y dedicarme a otra cosa menos humillante y más productiva.

Disculpa la descarga, amiga, pero a veces hay que permitirse una rabieta. Y esta soy yo en medio de una soberana rabieta que todavía no ha terminado.

Ni abrazo tengo ganas de mandarte hoy!

El cariño es el mismo, de todos modos,

r