domingo, 29 de agosto de 2010

Una semana en Córcega



Amiga,

Como ya te adelanté, pasamos una semana en Córcega. La isla es realmente hermosa y tiene un clima perfecto si no estás parada en el medio de una calle a pleno mediodía con el sol cayendo a plomo. Conocimos un poquito de cada lado, cruzamos la isla dos veces de este a oeste y luego de oeste a este, nos quedamos en carpa cinco días, disfrutamos del mar y de la montaña, vimos menhires prehistóricos, nos bañamos en un río cristalino y comimos rico.

El día que salimos de Edimburgo todo anunciaba que el viaje de ida iba a ser un desastre, pero terminó bien. El vuelo de aquí al aeropuerto Charles De Gaulle en París salió atrasado y al llegar allá teníamos que recoger las maletas y cambiarnos de aeropuerto, porque el vuelo a Ajaccio salía desde Orly. Entre uno y otro aeropuerto hay media hora de camino. Por suerte hay autobuses directos y no fue difícil agarrar uno. Pero antes de salir nos aseguramos de que valía la pena hacer el esfuerzo, aunque ya íbamos media hora tarde.

En el mostrador de Air France nos dijeron que si no llegábamos a tiempo nos montarían en el siguiente avión. Con esa esperanza llegamos a Orly, apurados y contando ya con que llegaríamos a Ajaccio pasadas las seis de la tarde. Correr por un aeropuerto es la segunda cosa más angustiosa después de esperar. Pero no había otra, corrimos. Por suerte el vuelo a Ajaccio estaba también atrasado y después de tanto apuro hasta nos tocó esperar: casi una hora.

Llegamos a Ajaccio pasadas las cinco y después del trámite de retirar el carro alquilado nos lanzamos a la carretera, rumbo al norte. El plan era llegar hasta Porto y buscar un camping en esa zona. Pero se fue haciendo tarde y terminamos en un pequeño camping en el medio de la nada, cerca de Tiuccia. Valió la pena porque logramos armar campamento antes de que se hiciera de noche y además comimos rico en un restaurant frente al golfo de Liscia.

Al día siguiente agarramos la carretera que bordea la costa, hacia Piano. Habíamos visto en la guía que había dos buenos campings en la zona y no viajaríamos más de dos horas, que era lo que estábamos buscando. Pero en el camino descubrimos que en la misma guía recomendaban un camping que quedaba sobre la playa de Arone y, al llegar a Piana, nos desviamos por la carreterita que nos llevaría al famoso camping. Era una carretera super angosta, empinada y con curvas, pero con una vista espectacular. Es la vista del golfo de Porto, que puedes ver en la foto de abajo.



Nos encató el lugar. Encontramos un puestico entre pinos enanos, donde podíamos colgar la hamaca, y ahí nos instalamos por dos días. Había que atravesar el camping y agarrar un camino entre matas para llegar a la playa. Pero al pasar al otro lado el espectáculo valía la pena. La playa de Arone se ve mínima en los mapas, pero es una extensión inmensa de arena blanquísima que se extiende por una amplia bahía. El mar es un plato con la temperatura más amable que te puedas imaginar. Para nosotros, nostálgicos empedernidos de nuestras costas, era como estar en Margarita: ¡un paraíso! Nos tocó luna casi llena y comimos en un restaurant a la orilla de la playa donde hacían unas pizzas en horno de leña, realmente memorables.

Al día siguiente, Lyo se antojó de hacer una caminata a un pueblito llamado Girolata, al que sólo se puede llegar a pie o en barco. No sé por qué me pareció una buena idea. Tal vez porque estaba con ánimo de vacaciones y sin intención de negarme a la aventura. También porque la guía decía que era una hora y media de camino y ese es más o menos el tiempo que yo camino aquí, en el parque de al lado, un día sí y otro no. Así que nos fuimos de los más animados a caminar a Girolata.

En el camino, que pasa por Porto y atraviesa unas montañas de granito rojo llamadas Las Calanches, nos quedamos con la boca abierta con uno de los paisajes más sorprendentes que hemos visto. Las fotos no le hacen justicia a Las Calanches, pero todo el mundo se para en el recodo más minúsculo que encuentra en esa carretera fantástica y angostísima, para tratar de captar al menos una pizca de aquel espectáculo que cuesta creer.



Después de maniobrar a través de los angostos pasos de Las Calanches, llegamos al estacionamiento desde el que parten todos los caminantes que se embarcan en la aventura de llegar a pie a Girolata. Yo me empatuqué de bloqueador solar y me puse sobre el traje de baño un short y una franela manga larga. Eran ya más de las once y eso significaba que íbamos a estar bajo el sol inclemente del mediodía durante toda la caminata. Arrancamos con buen ánimo, entusiasmados con la idea de que todo el camino sería sombreado, como se veía al principio.

Pero el ánimo nos duró un poco menos de una hora, cuando descubrimos que estábamos lejísimo, que la caminata sería de más de dos horas y que parte importante la haríamos bajo un sol de plomo. Pero lo peor, para mí, no era el sol o el calor, sino las subidas y bajadas empinadísimas que hacían imposible disfrutar el camino y las vistas, realmente espectaculares, del golfo de Girolata. Lyo tuvo ánimo, sin embargo, de tomar fotos de todo el camino, como puedes ver abajo.



Para hacerte el cuento corto, llegamos a Girolata muertos de cansancio, hambrientos y sedientos, porque el agua se nos acabó casi media hora antes de llegar. No te quiero contar el dolor de cabeza que agarré y que no se me quitó hasta la noche, cuando me tomé una pepa poderosísima que me traje de Venezuela. Nos instalamos en el primer restaurante que vimos y ahí nos quedamos por más de una hora, comiendo y descansando. Cuando nos recuperamos, salimos a ver si el pueblito valía la pena el esfuerzo de la caminata. No había más que una triste playa de piedras grises y una fila de restaurantes y tienditas para distraer a los incautos. Y sol y más sol. No me quedaron ganas ni de darme un chapuzón en aquella playa horrible.

Por supuesto que habíamos descartado que yo regresara a pie por ese camino infernal. Así que Lyo se encargó de embarcarme en el primer barquito que regresaba a Porto. Me dolía desde la punta del pelo hasta el dedo gordo del pie, de los dos pies. Y a pesar de todo mi remordimiento por dejar a Lyo solito, al embarcarme me sentí aliviada cuando supe que en menos de media hora estaría en Porto. No me importó esperar dos horas a que Lyo regresara a buscar el carro y por la carretera desde el Col de la Croix hasta Porto. Abajo puedes ver una foto del puerto donde esperé, con el alma en vilo, a que Lyo volviera.



Después de semejante aventura, lo único que podíamos hacer esa noche y al día siguiente era descansar. Nos tomamos nuestro tercer día con calma, planeando el día siguiente, bañándonos en la playa, disfrutando del maravilloso restaurant y de la luna llena, sin apuro. La vida de los campings europeos daría para escribir por horas. Están todos organizados de un modo más o menos similar y el ritmo de lo cotidiano se organiza como en cámara lenta. La gente se divide entre los que se instalan por semanas y los que van de paso. Los que acaban de llegar miran con curiosidad a los ya instalados para aprender los usos y las costumbres y tratar de no desentonar demasiado.

El ritual más delicado tiene que ver con el uso de los baños. En otros países los baños de hombres y mujeres están separados de una manera estricta. En Córcega, y tal vez en toda Francia, los baños de los campamentos son de uso común. Se trata de un gran espacio de paredes que no llegan al techo, donde se apilan cubículos para duchas y para pocetas. Apenas hay algún letrerito discreto en una columna para indicar que en tal o cual pasillo la preferencia es para los hombres o las mujeres. Pero nadie parece respetar esa tenue exclusividad. En todo caso, los lavamanos están en un área común, así que a uno le toca cepillarse los dientes al lado de un señor que se afeita o un niñito que se lava a medias la cara. Es toda una experiencia.

El otro ritual típico de todos los campamentos es el de acomodarse para dormir. De todas las incomodidades de viajar en carpa, para mí lo más complicado es encontrar acomodo en los minúsculos colchones de camping y tratar de atrapar el sueño en el espacio estrecho y clautrofóbico de una carpa. Particularmente de nuestra escueta carpita, que creo que es la más pequeña que he visto en los trece o catorce años que tenemos viajando con ella. Lyo está muy orgulloso de su carpa y por nada del mundo la cambiaría por una más grande y cómoda.



Por suerte, me llevé mi fabuloso lector electrónico y un libro en papel por si la tecnología me fallaba. También nos llevamos una hamaca ultra liviana, hecha de tela de paracaídas, y eventualmente me animé a dormir una noche completa en ella, superando mi miedo visceral a los insectos nocturnos. Porque en Córcega hay hormigas, abejas, avispas enormes y alguna que otra mariposita minúscula, pero no hay bichos nocturnos y eso es una bendición. La noche que dormí en hamaca fue la mejor de todo el viaje. Cuando abría los ojos veía la inmensa luna y, cuando la luna bajó, el cielo estrellado allá lejos. De todos modos, al final el frío pudo más que yo y cuando el sol ya alumbraba en el horizonte tuve que dar mi brazo a torcer y me metí en la carpa buscando calorcito. Hasta ahí llegó mi valiente experiencia a la intemperie.

El cuarto día nos tocó viajar largo, de playa de Arone, que está en el noroeste, a Bastia, que está en el noreste de la isla. Habíamos decidido atravesar toda la isla, por dentro, para conocer la costa del otro lado y ver qué tal era. El viaje de casi cinco horas valió la pena, porque llegamos a un camping cerca de Bastia, llamado San Damiano, que es lo más parecido a un campamento cinco estrellas que he visto. Tenía piscina, restaurant y hasta un abasto enorme adentro.

El camping está instalado en un hilo de tierra entre la playa La Marana y la laguna de Biguglia. Nos costó llegar, porque no teníamos un mapa muy preciso y el programa que Lyo había instalado en su celular para que nos guiara en todo el viaje no funcionó nunca. Pero finalmente llegamos y en lo que vimos la extensión inmensa de la playa nos reconciliamos con el lugar y se nos olvidaron las horas de carretera. Apenas tomamos fotos del campamento, pero puedes ver aquí todos los detalles en la página web del camping.

Al día siguiente fuimos a conocer Bastia, que es la ciudad más importante del norte de Córcega. No vimos mucho ni caminamos largo, como nos gusta hacer cuando vamos a una ciudad nueva, porque estaba haciendo un calor insoportable y mis piernas seguían resentidas por la caminata a Girolata. Pero comimos en el paseo que está frente al puerto, caminamos un rato por la sombrita y nos instalamos a comer helados cuando bajamos la comida. El restaurant en el que comimos helados tenía uno de esos aspersores que cada diez segundos te rocían con vapor de agua: un alivio inmenso para el calor.

No queríamos movernos de San Damiano, pero ya era lunes y habíamos reservado un hotel para las dos últimas noches en un pueblito de las montañas centrales. Nos tocaba recoger los bártulos y agarrar carretera otra vez. No fue fácil. Nos bañamos en la playa en la mañana, sin muchas ganas de despedirnos, y al final logramos agarrar carretera cerca del mediodía. Fue un viaje largo, pero en el camino nos esperaba la sorpresa de un baño de río que vamos a recordar por muchísimo tiempo. Según nuestra guía el río se llama Asco. No suena bien en español, pero te aseguro que es el río más delicioso en el que me he bañado en toda mi existencia. La foto no le hace justicia, pero igual puede verse el color verde azulado de los pozos y el rosado pálido de las piedras.



El pueblito en el que nos quedamos las últimas dos noches se llama Quenza. Nos llevó todo un día llegar ahí, porque de nuevo tuvimos que atravesar toda la isla, pero esta ves de este a oeste, por una zona distinta de las montañas. Llegamos a finales del día a Quenza, con tiempo apenas de avisar que cenaríamos en el hotel, que tiene fama de ser el mejor restaurant de la zona. Lyo no pudo disfrutar de su primera cena en Quenza, porque el estómago se le rebeló justo al final del viaje, pero yo comí delicioso y dormí lo mejor que se puede en una cama que no es la de uno.



El día antes de regresar decidimos que ya era hora de conocer algo realmente histórico, o más bien, prehistórico: los menhires de Filitosa. Filitosa no es en realidad un pueblo, sino un campo pelado donde encontraron cantidades de piedras prehistóricas, incluyendo menhires, y decidieron hacer lo que llaman una “Estación Prehistórica”. Cobran seis euros por persona y venden a la entrada un folleto que cuesta cuatro euros donde se cuenta la historia del lugar y de los pobladores que han estado rondando por esas tierras desde hace ocho mil años.

El sitio produce una sensación de tiempo detenido. Uno mira esas colinas y no puede evitar pensar en la inmensidad de la historia humana. Sobre todo cuando uno viene de un país en el que quinientos años ya suena como mucho. En esa isla del Mediterráneo, en ese exacto valle, hubo hombres cazando, pescando y recolectando desde los primeros tiempos de la humanidad y estar en ese mismo lugar, milenios después, da vértigo. Y no es necesario crear ningún ambiente sobrenatural, como el que intentan producir los organizadores del parque con una música new age que sale de unas cornetas dispuestas a lo largo de todo el paseo. Los efectos sonoros más bien interrumpen con su modernidad intrusiva lo que podría ser un momento de profundo encuentro con la historia misma de la especie humana.



Salimos de Filitosa muertos de hambre. Tal vez el exceso de pasado produce una ansiedad por lo más básico, por una forma inmediata de presente. Después de comer y descansar un rato bajamos a la última playa en la que nos íbamos a bañar. Fue la única que fotografiamos en todo el viaje, porque la cámara se quedaba siempre en la carpa o en la camioneta.



Al final de la tarde de nuestro último día, subimos a Quenza y cenamos rico en el hotel. Al día siguiente viajamos a Ajaccio por las montañas. Nos paramos en un pueblito llamado Petreto a echar gasolina y a mandarnos a nosotros mismos unas postales, un ritual que seguimos sin falta en cada viaje. Al llegar a Ajaccio le dimos una vuelta a la ciudad en carro antes de irnos al aeropuerto. Entregamos el carro y nos dispusimos a esperar. Siempre hay que esperar en los aeropuertos. Lyo compró unas mermeladas que tuvimos que entregar después en el Charles de Gaulle, porque pesaban más de lo permitido. Con esa sensación de pérdida irreparable subimos en el avión que finalmente nos trajo de vuelta a un Edimburgo helado y húmedo.

Hasta aquí la historia de nuestra acontecida semana en Córcega. Como siempre, se me olvidan cosas y dejo otras de lado a propósito, para no hacer este cuento demasiado largo. Pero creo que los viajes son así. Y así son también los cuentos de los viajes. Es más lo que uno olvida que lo que retiene. Igual me alegra poder echarte el cuento. Espero que a ti te haya gustado acompañarme otra vez…

Un abrazo,
r

jueves, 26 de agosto de 2010

De regreso



Amiga,

Acabamos de regresar de Córcega. Te cuento largo antes de que termine la semana. Por ahora te dejo aquí esta foto del golfo de Porto al atardecer, para que te vayas haciendo una idea...

Un abrazo,
r

lunes, 16 de agosto de 2010

Recordar las casas 2

Amiga,

Sigo con la historia de las casas en las que he vivido… La tercera casa en la que viví se llamaba la Rivasón. El flamante nombre que le quiso poner mi papá se suponía que era una mezcla de nuestro apellido con el inicio del nombre de mi mamá, pero la verdad es que el nombre no tuvo éxito y todavía hoy la llamamos, simplemente, la casa del cerro.

Había empezado a construirse unos años antes de que nos mudáramos y no parecía estar lista nunca. Todas las tardes, después de la siesta, mi mamá nos montaba en la camioneta Ford roja y subíamos por la larga carretera llena de curvas que iba al cerro. Era un camino angosto y peligroso, porque nadie pasaba nunca por ahí, pero cuando venía un carro bajando y en volandas el choque parecía siempre inminente. Sobre todo porque nuestra camioneta roja ocupaba por completo el camino y era complicado maniobrar con ella.

Cuando llegábamos arriba, al lugar en que la carretera se volvía plana y recta, respirábamos con alivio. Tomábamos el lado derecho de la vía, que bajaba en un desnivel extraño, dejando la carretera principal un metro más arriba, y por ahí llegábamos al final de la calle. Las últimas dos casas antes de la nuestra eran idénticas. Ahí vivían dos hermanos de origen español que habían instalado en el cerro sus casas mucho antes, cuando nadie más quería vivir en esos montes. Pero para cuando mis padres empezaron a construir su casa ya vivían ahí otras familias. Aunque nosotros nos sentíamos pioneras porque más allá de nuestra casa sólo había un largo montarrascal que llegaba hasta el colegio de los curas donde yo estudié quinto y sexto grado.

La casa fue construida con ideas de mi papá y mi mamá. Mi papá quería una cocina con salida directa a la calle, que tuviera el fogón en el medio, como él decía. Quería que se pareciera a un rancho del llano, en el que la vida toda de la casa girara alrededor de la cocina y el aparato mismo de cocinar estuviera también en el centro del espacio que serviría de cocina. La otra condición era que la casa debía tener una inmensa terraza. Ahí se aprovecharía el clima menos agobiante del cerro y por las largas ventanas que iban de un extremo a otro de la terraza, entraría la brisa a la sala y al comedor. En esta terraza habría dos puertas de entrada. Las visitas formales entrarían por la sala. La familia y los amigos más íntimos entrarían por la puerta del estudio, que daba también a la cocina.

Más allá estaban los cuartos de nosotras y hacia el lado de atrás de la casa el cuarto de mis padres, con un ancho vestier donde cabía una hamaca y un baño al fondo. En ese cuarto tenía que entrar holgada la cama de dos por dos metros en la que mi papá quería dormir por el resto de sus días. Abajo estaría el cuarto de servicio y el lavandero, además del garage donde se podían estacionar cómodamente cuatro carros. Es decir, la casa estaba casi montada en el aire, sobre el estacionamiento y las habitaciones de servicio. Los planes eran que ahí abajo sucedería poco o casi nada.

Pero, como suele pasar, una vez que las casas se construyen parecen tomar una especie de vida propia y empiezan a producir usos inesperados. En aquel sótano, que había sido destinado para guardar carros y nada más, nosotras instalamos nuestros cuarteles de juego. Ahí podíamos armar cualquier barullo sin que nos regañaran por hacer ruido a la hora de la siesta —que era lo que pasaba en la casa vieja. Desde ahí podíamos ver llover en las largas tardes de invierno y hasta quitarnos la ropa y aprovechar para bañarnos en los anchos chorrerones que venían de los desagües de arriba. En el llano todo niño tiene derecho a bañarse sin tapujos en cualquier aguacero.

En la parte de arriba, la terraza se llenó de sillas de jardín blancas con cojines amarillos y tumbonas reclinables de cojines azules. Toda la vida social de la casa se concentró en esa inmensa terraza y la puerta que había sido destinada a las visitas formales nunca se abrió, porque la sala jamás tuvo muebles, como tampoco llegamos a comer en el largo espacio vacío que iba a ser, y nunca fue, el comedor formal de la casa del cerro. A esa terraza se llegaba por una escalera que tenía al lado una inmensa mata de esas que llaman uñedanta —uña de danta, dicho finamente— que deben haber sembrado un año antes de que la casa fuera habitable, porque siempre la recuerdo enorme y verde.

Además de la terraza, tal como mi papá quería, el otro lugar donde todo ocurría era la cocina, con sus hornillas empotradas en un mueble central y sus largos y elegantes gabinetes blancos y azules. Era la cocina más grande y hermosa que yo había visto. Y a todo el que visitaba la casa, fuera o no de confianza, había que enseñarle aquel prodigio. La cara de asombro y los elogios eran casi obligados. Y todo el mundo terminaba tomándose un cafecito en el pantry de la cocina, que tenía también una forma original, porque salía de la pared como un rectángulo y terminaba en un círculo, como la forma del hueco de una cerradura antigua. Es decir, no era una mesa cuadrada y tampoco una mesa redonda, sino las dos cosas a la vez.

Vivimos en esa casa tan poco tiempo que en mi memoria hay siempre un largo desfile de gente que viene a conocer la casa, como si todo el tiempo que estuvimos ahí hubiéramos estado estrenándola. Pero además del recuerdo de las visitas hay otras dos cosas que siempre asocio con esa casa: los juegos en el patio y nuestra primera perrita. Era una salchicha, hija de un casar que tenía una amiga de mi mamá, Mirna Grisolía. Para nosotras era una novedad inmensa tener un animal corriendo por la casa. Habíamos tenido loros en la casa vieja, pero los loros están siempre encerrados y no se puede correr con ellos por el patio.

Chocolita, que así le pusimos a la salchicha, era una perrita consentida. Dormía conmigo en la cama. Comía a escondidas jamón y queso. La metíamos en un bolso y nos la llevábamos de viaje, aunque mi papá lo había prohibido. Por alguna deformación genética, tenía las orejas levantadas como un cangurito en miniatura y eso la hacía extraña y al mismo tiempo divertida. Por más que le doy vueltas, no me puedo acordar qué pasó con ella. Pero me imagino que mi mamá la regaló cuando la familia se mudó a Barquisimeto, como regalaría en adelante todos los otros perros de los que nos antojamos en la vida.

Los juegos en el patio eran liderados por mi hermana Ruth, que se subía por las paredes y no parecía tenerle miedo a ningún tipo de riesgo. A fin de cuentas ya se había caído de un segundo piso, en la residencia del gobernador; se había fracturado un brazo, pegando brincos en el viejo estudio de la otra casa; le habían cogido puntos en una rodilla que se le quedó enganchada en una cerca; había rebotado contra una cuerda colgada en el patio, también en la casa vieja; y había sobrevivido a todo eso sin haber cumplido los siete años. Parecía invencible y nos lo demostraba subiéndose a la alta pared que rodeaba toda la casa y caminando por el borde haciendo equilibrio con los brazos extendidos.

Además de los juegos peligrosos que implicaban siempre un reto —¡a que no te subes!— estaban los juegos más calmados, en los que imaginábamos que teníamos un inmenso zoológico y que éramos las encargadas de curar, alimentar y cuidar animales tan exóticos como cocodrilos, hipopótamos o jirafas. Teníamos un mapa mental muy definido de dónde estaba la jaula de cada especie. El patio de la casa era nuestra particular arca de Noé y pasábamos horas preocupadas por los chimpancés que se habían escapado, o los rinocerontes que no querían dormir o los leones que se peleaban con los tigres.

Cuando no jugábamos al zoológico jugábamos a la guerra. Durante mucho tiempo hubo en el patio montones de tierra que se estaban usando para terminar alguna obra en la casa. Esas eran nuestras trincheras y desde ahí no sólo presenciábamos una guerra de dimensiones gigantescas, sino que reportábamos los sucesos a un periódico imaginario en el que trabajábamos. Desde que era una niña tenía la idea de que lo interesante de las cosas que pasaban no eran los hechos en sí, sino el cuento que había que armar después. Y por eso teníamos una redacción en el garage y me acuerdo que me sentaba en una mesita con una página en blanco delante de mí y hacía como que escribía en una máquina y mientras tanto contaba en voz alta, como en las películas, lo que iba escribiendo.

El otro juego era el de explorar los alrededores. Ese era un juego más complicado, porque, en teoría, teníamos prohibido salir de la casa y si nos aventurábamos más allá de los límites de lo permitido, sabíamos que podían castigarnos. El castigo era siempre una forma de encierro y eso era lo peor que se le podía hacer a unas niñas acostumbradas a andar de su cuenta por la vida. Pero, aún así, nos arriesgamos más de una vez a explorar los caminos que misteriosamente cruzaban los montes que estaban más allá de los límites de la casa. Buscábamos piedras y hojas, animales raros —bachacos, hormigas, gusanos— y sonidos extraños. Todo lo registrábamos con ánimo naturalista y al regresar hacíamos un balance y planeábamos las nuevas incursiones. Más tarde, cuando hicimos un grupo de amigos entre los vecinos, las incursiones las hacíamos en bicicleta y llegábamos hasta el colegio, que era lo más lejos que se podía ir en esa época.

Cuando nos cansábamos de los juegos de varones jugábamos a las mises. No creo que haya una niña en Venezuela que no haya jugado al menos una vez en la vida a las mises. Pero lo que a mí más me gustaba de ese juego era que al final, ganara quien ganara, a cada reina de belleza le tocaba ir a cenar con un actor famoso. Yo siempre elegía a un actor que hacía de Tarzán y que me parecía el hombre más hermoso sobre la faz de la tierra. No porque tenía un cuerpo perfecto —que lo tenía— sino porque su sonrisa era dulce y pícara. No me puedo acordar del nombre, lo que demuestra que todos los grandes amores pueden terminar en el olvido.

Usábamos la terraza para jugar a las mises, porque era a nuestros ojos el lugar más glamoroso de la casa y porque tenía escalera. Para ser miss era fundamental bajar con gracia una cantidad decente de escalones. Hacíamos varios desfiles y teníamos jueces y premios y discursos en otros idiomas y todo. Era un juego larguísimo que no se terminaba nunca. Tal vez el único juego del que nos avergonzamos tiempo después, porque cuando crecimos nos daba pena habernos creído alguna vez reinas de belleza.

En esa casa ya no dormíamos apretujadas en un mismo cuarto, sino en dos habitaciones que estaban una frente a la otra y tenían en el medio un baño para nosotras solas. Esa era una total novedad, como era una novedad absoluta que el baño estuviera cubierto desde el piso hasta el techo con unas baldosas decoradas con arabescos de lo más complicados. Años después vi balsosas como esas en las paredes de las casas de Lisboa y entendí que de ahí venía el gusto por las baldosas decoradas: algún portugués de los muchos que había en Guanare puso seguramente de moda el asunto y los guanareños lo adoptaron como signo de modernidad y distinción. Hoy, seguramente, me parecerían horribles.

Yo dormía con Ruth en el cuarto que estaba a la derecha, más cerca de la cocina. Rebeca y Renée dormían en el cuarto de la izquierda, que daba hacia el cuarto de mis padres. Los dos cuartos eran exactos y tenían ventanas que daban hacia la entrada del estacionamiento y a la pared que colindaba con las casitas idénticas de los españoles que teníamos de vecinos. Como he sido insomne toda la vida, también recuerdo haber pasado en esta casa noches largas en las que me costaba conciliar el sueño, mirando las vigas de hierro que sostenían el techo machimbrado y escuchando los grillos y las ranas que era lo único que se oía en el cerro en esa época. Los insomnios de esta casa, sin embargo, olían a pintura nueva a madera tibia y a cemento fresco.

Viví en esa casa menos tiempo que mis hermanas, porque entre los once y los doce años me mandaron a un internado en Boconó a comenzar la secundaria. En Guanare sólo había bachillerato en el colegio de las monjas y en algún momento mi mamá se había peleado con ellas y —como se dice— les hizo la cruz y juró que sus hijas no estudiarían jamás en ese lugar. Y en efecto así fue. Pero una niña de su casa no podía estudiar bachillerato en el liceo público, que era por supuesto mixto y donde —según mi mamá— estudiaban todos los patoteros, vagos y maleantes del pueblo. Así que las niñas tenían que irse a estudiar a otro lado al terminar la primaria. Mi hermana Rebeca se había ido ya a Caracas, a vivir en casa de la tía María. No me podían mandar a mí también, porque hubiera sido un abuso, de modo que me tocaba internado.

Me acuerdo de los preparativos, que incluían bordar en cada uniforme, en cada camisa, media, pantaleta, paño o piyama, un numerito que identificaba mis pertenencias. Creo que era el 52, pero no estoy segura. Pasamos semanas bordando aquellos números rojos en todas partes. Tal vez Sofía estaba todavía trabajando en la casa, o tal vez era otra la muchacha que nos ayudó con aquel inmenso equipaje que parecía un ajuar de novia. Pero me acuerdo que para mí era una gran intriga eso del bachillerato, porque no me explicaba cuál era la diferencia con la primaria. Recuerdo que le pregunté a Sofía, o a la muchacha que trabajaba en la casa en ese momento, y que la respuesta fue que el bachillerato era exactamente igual que la primaria, pero en vez de tener una sola maestra y un solo salón uno tenía distintos salones y muchos profesores. Ocho, creo que eran las materias en ese momento. Me acuerdo que me pareció un número de vértigo y que lejos de tranquilizarme su respuesta me hizo pasar horas de horas sin dormir.

En la casa del cerro había mil lugares donde esconderse y supongo que jugábamos al escondido, porque me acuerdo de haber entrado muchas veces en silencio a la enorme sala vacía o al comedor sin muebles para desaparecer por horas. La sala que nunca se usó para recibir gente sí se usaba en diciembre, para montar el nacimiento y el arbolito. En aquel espacio enorme los símbolos de la navidad lucían desamparados, pero ahí amanecieron, al menos una vez, los regalos traídos por el Niño Jesús, cuando la única que todavía creía en esos milagros era Renée.

El olor a nuevo de la casa del cerro nunca envejeció para mí. Ni siquiera muchos años después cuando volvimos, ya adolescentes, antes de que vendieran la casa, para jugarle a algunos amigos una broma cruel. Era un diciembre. Habíamos venido a pasar navidades en el pueblo después de vivir un par de años afuera, en Barquisimeto. Nos estábamos quedando en casa de la abuela, pero teníamos todavía la llave de la casa del cerro, que estaba por venderse. Así que decidimos hacer una fiesta de día de los inocentes.

Creo que la idea fue de Ana Mercedes o de algunas otras amigas de mi hermana Rebeca. Ellas eran las que conocían muchachos y muchachas en edad de ir a fiestas. Yo seguía pensando que las fiestas eran unas reuniones aburridísimas donde la gente grande se echaba palos y los niños corrían por los patios hasta caer rendidos en todos los muebles disponibles. Reuniones en las que no había lugar para la adolescente tímida y retraída que yo era.

El asunto es que mi hermana Rebeca y sus amigas hicieron circular la noticia de que iba a haber una gran fiesta en aquella casa enorme que tenía meses vacía. El lugar ideal para una fiesta sin la supervisión de los adultos. Cerca de la hora en la que habíamos convocado a los invitados nos fuimos para allá y pusimos música y luces de colores que se apagaban y se prendían en el cuarto que había sido el estudio de mi papá. Desde ahí veíamos llegar los carros que se estacionaban afuera y a los muchachos animados y bullangueros que se bajaban a tocar el timbre. Nos moríamos de la risa al verlos maldecir después de leer, en el gran letrero que habíamos puesto en la reja, que habían caído por inocentes.

Ese es el último recuerdo que tengo de la casa del cerro. Pero para mí el cerro, que hoy se llama pomposamente “Colinas de Curazao”, sigue siendo un lugar especial. Muchísimos años después escribí una novela breve, que llamé Apuntes para juego, y que está entera en un blog aquí al lado. Nada de lo que se cuenta ahí es real. Pero el cerro, con su calle que sube y baja y su colegio de curas al final, que en mi historia es un ancianato, está construído sobre mi memoria de ese lugar que ya no existe tal como era. Hoy el cerro entero está lleno de casas y no sé si el viejo colegio en el que terminé la primaria sigue en pie.

Cuando salí de mi año de internado en Boconó, en julio de 1974, ya la familia vivía en Barquisimeto, en la urbanización Los Leones. La casa del cerro había quedado atrás. Ahí habíamos dejado los juegos y los baños de lluvia, las excursiones a lo desconocido, la infancia toda. Lo que vino después fue la adolescencia, un tiempo duro y lleno de malentendidos, pleitos, descontentos y fugas. Pero la casa de Barquisimeto fue un paréntesis y una especie de portal a otra dimensión de la vida. Por eso merece un cuento aparte.

Espero que me sigas acompañando al menos por dos casas más, donde voy a parar la serie para escribir el resto en privado. Es una historia que se vuelve más íntima a medida que avanza y quisiera guardarla para mis hermanas y mis sobrinos. Además, en este blog nuestro se supone que tengo que contarde de mi día a día en este exilio en el que a veces la memoria no cabe.

Cariños,
r

miércoles, 11 de agosto de 2010

En el Fringe


Amiga,

Ya empezó el Fringe y este año nos lanzamos con todo. El agosto pasado fuimos a unos cinco eventos, como para ir tanteando la cosa. Pero ahora compramos entradas para diez presentaciones y estamos con ánimo de ver qué más hay. Aunque debo decir que el Fringe es una aventura en la que aprendes por ensayo y error y no hay ninguna garantía de que salgas cien por ciento satisfecha de cada obra. Pero de eso se trata.

No sé si te conté el año pasado, pero el Fringe es un festival que en sus inicios —en 1947— presentaba sólo gente nueva, espectáculos experimentales, propuestas atrevidas, ese tipo de cosas. Ahora, más de sesenta años después, hay de todo, pero el espíritu de juego y experimento sigue en pie. Por eso, nunca sabes con qué vas a encontrarte cuando entras en una sala oscura. Es lo que quise representar en mi cuento Venue 106, que escribí el año pasado justo por estas fechas.

La semana pasada fuimos a dos presentaciones. La primera fue de una especie de mago comediante. El tipo te echa cuentos divertidos mientras hace trucos de magia. Los chistes resultaron entretenidos y los trucos estuvieron de lo mejor. Por primera vez en la vida vi en persona, y en un escenario minúsculo, el famoso truco de escapismo en el que el mago es amordazado y metido en un cajón lleno de agua y se sale de ahí en treinta segundos, con todo y sorpresa final: la joven que lo ayuda termina dentro del perol de agua, sellada!

Pero el truco más impresionante, que no hubiera creído si no lo hubiera visto, fue el de la tarjeta de Ikea. Sabes que aquí le dan a uno tarjetas de todos los negocios donde uno es cliente fijo y esas tarjetas vienen con un número de once dígitos. Tú las solicitas y te las mandan por correo. Pues el truco comenzó con el mago mostrando una cantidad de sobres que le habían llegado a su casa, con cuentas por cobrar y esas cosas. El mago le dió a un miembro del público el manojo de sobres. El tipo escogió uno y, siguiendo las instrucciones del mago, lo lanzó al azar al público. El sobre le cayó en las piernas a una muchacha a la que el mago le pidió que escribiera un número de once dígitos. Pues, al abrir el sobre, el mismo número estaba ¡rotulado en relieve! en una tarjeta de Ikea que llevaba el nombre del mago, ¿lo puedes creer?

Me encantó. La magia tiene ese punto de locura y de irrealidad que creo que le hace a uno tanta falta. Pero no todo lo que uno ve en esas salas minúsculas es bueno, como te decía. El viernes fuimos a ver una obrita montada por una mujer que ofrecía, en el afiche de propaganda, que contaría y cantaría cosas “divertidas” sobre la vida cotidiana de una mujer común y corriente. En el afiche salía una mujer colgando —o descolgando— ropa de una cuerda y me pareció que era una muy buena idea. Pensé en las miles de posibilidades que esa imagen podía convocar. Pensé en las prendas de vestir como lugares en los que guardamos recuerdos de toda la vida. Casi que escribí mi propia obra imaginando lo que yo haría con un artilugio como ese. Pero resulta que toda buena idea, en las manos equivocadas, se puede convertir en un bodrio. Y este fue exactamente ese caso.

Sufrimos durante una hora la voz chillona de una señora que pretendía, libreto en mano, contarnos historias deshilvanadas sobre las pobres mujeres sufridas y solas, que luego de atender al marido y a los hijos no les queda nada más en la vida que quejarse. Había, en efecto, un tendedero en el medio del escenario, y ganchos de colgar la ropa y cestas para guardarla. Con eso nada más se hubiera podido hacer algo interesante. Pero la señora quería hacer voces y recitar poemas y dedicarle una melodramática canción a un muñeco de peluche sin nariz que tenía cuarenta años. En fin, un desastre en el que todo el mundo estaba con vergüenza ajena. Incluyendo al pobre joven que acompañó a la señora tocando el piano.

Salimos despotricando contra las mujeres que necesitan todavía quejarse de sus respectivas existencias en un escenario. Y no es que yo tenga nada contra las amas de casa que quieren dar a conocer su lado artístico. Entre otras cosas porque, desde cierto punto de vista, yo podría ser una de ellas. Tal vez lo que pasa es que jamás me he definido a mí misma como una ama de casa, aunque lo haya sido en algunos largos períodos de mi vida y lo siga siendo ahora en cierto modo. Es decir, lavo ropa y limpio la casa y cocino. Pero eso no me define ni me ha definido nunca. Así que no me siento identificada con la queja eterna de la ama de casa amarrada al fregadero.

¡Hasta cuándo quejas! Más acción, más atrevimiento, más riesgo es lo que necesitan esas mujeres sufridas. Y, sobre todo, ¡más mundo! En fin, eso exactamente es lo que tuvimos oportunidad de ver este lunes en una obra de lo más curiosa que vimos bajo la carpa de un circo. La obra se llama “Tabú” y es una mezcla de teatro con circo con poesía y música, luces, video y efectos especiales.

Fue toda una experiencia. Cuando entras a la carpa no hay sillas y tienes que pasar dos horas dando vueltas de un lado a otro, tratando de ver todo lo que pasa a tu alrededor y sobre todo arriba, entre los trapecios. Me quejé todo el tiempo de que no pudiera sentarme, pero la verdad es que es una idea genial y valió la pena. Creo que de todas las cosas que hemos visto ésa es la que te hubiera gustado más. Porque tiene ese aire de intriga y de romance que tienen todos los circos y además tiene ese giro intenso de los disfraces decadentes y la poesía en español, que escuchas como si soñaras. Puedes ver algunas fotos aquí.

El martes sólo teníamos previsto ir a ver un pequeño espectáculo de danza que se llamaba “Falling from trees”, literalmente ‘Cayendo de los árboles’. Es una obra construída sobre la experiencia de pacientes psiquiátricos. La escogí porque es el tema de trabajo de mi amiga Gina y cuando estuve en Mérida conversamos mucho sobre lo que se puede hacer con el tema del loco y del manicomio, muy foucaultiano todo. La pieza no me pareció mala. Creo que lograron crear la atmósfera de encierro y de angustia, con una música desesperante y unos gestos repetitivos, que aparecían y reaparecían, insistentemente, como en las peores pesadillas.

Pero me parece que el efecto de esta pequeña pieza de danza hubiera sido mejor si en la mañana no hubiéramos pasado una hora escuchando a un cómico-matemático hacer chistes sobre las probabilidades de la muerte. Unos colegas de Lyo nos invitaron y fuimos con ellos a ver una hora de comedia en la que al final salimos todos con una etiqueta blanca que decía en letras rojas “MUERTO”. Descubrí, que los chistes que se pueden hacer con las estadísticas del modo como la gente muere en Gran Bretaña son infinitos. Por ejemplo, se muere más gente al caerse de la cama que de otras causas ‘naturales’ como ser atacado por un tiburón. En fin, fue divertido.

Mañana nos espera un espectáculo brasilero de danza, música y capoeira. El sábado vamos a ver otra comedia y el lunes de la semana que viene me anoté en un taller de construcción de personajes que van a dictar en la feria del libro, más por curiosidad que por otra cosa. Espero tener tiempo de contarte sobre todo eso antes de que nos vayamos a Córcega.

Un abrazo enorme con espíritu de circo!
r

domingo, 8 de agosto de 2010

El agosto que falta

Amiga,

Hoy salió el el suplemento Siete Días de El Nacional una crónica mía que se llama "El agosto que falta". La acompaña una lindísima ilustración de Ugo que quise subir aquí para hacerme un poquito de auto-bombo, pero no pude. Mis habilidades electrónicas no alcanzaron o la imagen está protegida por algún bicho cibernético que no la deja copiar. En todo caso, puedes verla en papel el periódico de hoy. Igual la copio aquí abajo para que puedan leerla los seguidores de este blog que están en otras partes.

Espero que te guste!

Cariños muchos,
r


El agosto que falta

Cuando uno vive en el exilio, entre las penurias y las flacas finanzas que eso implica, es necesario condensar en una estrecha semana el largo mes de agosto que fue una vez sinónimo de vacaciones, cuando estábamos en casa y eran otros los tiempos. En una semana deben caber, apretujados, los rituales de la llegada y el despojo de las rutinas, el tiempo de explorar y de estar sin prisa, así como las lentas despedidas, tratando de fijar el horizonte en un lugar de la memoria, para que nos dure hasta el agosto próximo.

Hubo un tiempo en el que bastaba abrir con descuido un bolso viejo y meter adentro un par de trajes de baño, dos chores, tres franelas, un paño gastado y unas chancletas cómodas. Ese era todo el equipaje que hacía falta y hasta ahí llegaban los preparativos necesarios para pasar un mes a la orilla de la playa. No eran vacaciones de hotel y carro alquilado, no había que reservar con meses de anticipación un vuelo a algún lugar con sol y brisa tibia. Bastaba con pedirle prestada a algún familiar o amigo la casa del Supí o la de Tucacas, o la de Chichiriviche de Falcón, y para allá nos íbamos en caravanas de carros atestados de gente.

En los viajes de ahora hay que ser cuidadoso con el equipaje. Hay que recordar las medidas de seguridad y excluir los líquidos del bolso de mano, los objetos puntiagudos y los encendedores. No hay que olvidar el pasaporte y hay que hacer lentas colas en los aeropuertos al salir y al entrar. Hay que pasar por el engorroso trámite de buscar el carro que alquilamos, si es que tuvimos el presupuesto para darnos ese lujo. Y después hay que lidiar con los mapas y las señales de tránsito en un lugar desconocido, donde se habla un idioma casi siempre distinto al que aprendimos de niños. Nada es familiar, todo es agobio y susto de la primera vez. Todo es tenso y distante.

Pero en aquellas generosas vacaciones de playa, en las casas de largos corredores que se llenarían de hamacas, la llegada era seguida con naturalidad por una especie de asentamiento progresivo. El ritual de tomar posesión del espacio comenzaba con las señoras adueñándose de la cocina y estableciendo el orden que reinaría a continuación por todo el mes. Después cada quien elegía el lugar en el que quería dormir, marcando una alcayata con su cabuyera distintiva. Más tarde, nos despojábamos de las ropas de la ciudad y nos enfundábamos en trajes de baño que se convertirían en nuestra segunda piel, acumulando sol y arena. En las tardes podíamos quitarnos de encima el agua salada y ponernos al menos un traje de baño seco. Pero siempre estaba la excusa de la plaga para quedarse días sin lavarse ni cambiarse. Los mosquitos no te pican si el salitre te cubre con su manto oloroso.

Adueñarse del cuarto de un hotel es imposible. Y menos en una breve semana en la que sales en volandas apenas apunta el primer rayo de sol y llegas a dormir a media noche, sin ánimo de nada que no sea una ducha rápida y un sueño quieto. Todo hay que aprovecharlo al máximo cuando se tiene poco tiempo y se está en un lugar en el que nunca se ha estado antes y al que tal vez no se regrese jamás. Es la prisa de verlo todo lo que echa a perder la intención de descanso. No hay reposo en el ánimo del que descubre. Con la guía turística en la mano y el mapa sobre las piernas, cada jornada es una invitación a la aventura sin pausa. Nada se repite y por lo tanto nada se procesa con la lentitud de la reparadora rutina.

En aquellos agostos multitudinarios, sin embargo, los días respondían a una rutina cadenciosa y reconfortante. Cada desayuno parecía un almuerzo, con arepas y carne y caraotas refritas y queso fresco y revoltillo de huevo con tomates. En todos los almuerzos, elaborados y abundantes, se anunciaba de manera infalible que no habría cena, porque estábamos comiendo a las cinco de la tarde. Pero todas las noches alguien hacía una torta de pan o una inmensa palangana de arroz con leche o batía un ponche caliente con nuez moscada y la cena se volvía una fiesta donde se planeaba sin falta la comilona del día siguiente.

Comer en restaurantes no es lo mismo. Tiene sin duda el encanto de la novedad, si se logra adivinar lo que la carta dice en un idioma extraño. Pero hay que sentarse derechito con la servilleta sobre las rodillas y usar cubiertos como es debido y no chuparse los dedos. No se vale pedir queso para acompañar, ni servirse una cucharadita más de arroz para terminar con el bocado de pollo que ha quedado en el plato. Las comidas que se hacen en las vacaciones del exilio, donde uno anda solo o acaso con su pareja, están llenas de silencios, de frases a medias porque las explicaciones sobran, de planes que no incluyen las semanas que vienen sino apenas el día que está por venir.

En cambio, no había un segundo de silencio en las viejas tardes de agosto, en las que podíamos juntarnos treinta o cuarenta parientes, entre padres, hermanos, primos y tíos. Todo eran gritos y órdenes, reclamos y advertencias, encargos o quejas. Todo el mundo hablaba todo el tiempo, respetando apenas las sutiles jerarquías que ordenan en toda familia el derecho a la palabra. Porque agosto era el mes en el que a los jóvenes se nos permitía la irreverencia. Y por eso inventábamos juegos que incluían a los mayores. Escondíamos los zapatos de los abuelos debajo de los carros, poníamos hielos sobre el mosquitero de la tía que dormía a pierna suelta, le pintábamos de morado las uñas de los pies al tío que había caído rendido después de tomarse más cervezas de las que podía soportar. Hasta el más respetable de los viejos corría el riesgo de encontrar su hamaca llena de migas de pan cuando iba a recogerse al final del día.

No hay juegos en la escasa semana de vacaciones del exilio. Uno mira jugar a los niños de otros desde la seguridad de una sombrilla y vuelve con terquedad a la misma línea que estaba leyendo antes de que los gritos destemplados interrumpieran la lectura. Cuando el sol aprieta, uno camina sin prisa hasta la orilla de la playa y mete los pies sin demasiado ánimo en el agua helada. El horizonte parece igual de azul que el de aquel otro mar. Pero cuando finalmente uno se sumerge y se obliga a nadar más de cinco minutos, el recuerdo de otras aguas más tibias agobia de tal modo que hay que volver a la seguridad de la sombrilla, sin otro juego en mente que planear el próximo destino y contar los días que faltan para volver a casa.

En los remotos agostos bañarse en la playa era cosa de horas. Se nos arrugaban los dedos de las manos y de los pies y a las seis de la tarde, con el sol encendido volviéndose una rendija roja en el borde del agua, era un pleito diario renunciar a la última zambullida. Nadie contaba los días sino hasta la víspera del regreso, cuando se hacía inventario de los restos de comida y se repartían las cargas entre los carros y las camionetas y se hacían otra vez las maletas de cualquier manera, agregando tal vez alguna concha marina al arrugado equipaje. La última noche uno colgaba por última vez su hamaca y se entregaba a dormir sin nostalgias, sabiendo que el año siguiente habría otro agosto igual.

Cuando en el exilio llega el tiempo de volver, uno pasa las últimas horas tomando fotos de todo lo que ve, confiando en que la cámara registre lo que será imposible recordar apenas unos meses más tarde. Cada muro, cada ventana, cada farol cuenta. Los últimos minutos se van en el vano esfuerzo de atrapar un recuerdo que se sabe de antemano perdido. Al hacer las maletas siempre hay que arreglárselas para que entren en las rendijas los recuerditos que se han comprado. Porque hay que llevarse al menos un objeto del lugar que dejamos atrás, para añadirlo a la colección de recuerdos de otros tantos lugares a los que hemos ido sin certeza de regresar.

La última visión de aquellas semanas de playa era el desmantelamiento de las hamacas que habían poblado el corredor con sus variados colores y distintas texturas. El campamento se venía abajo, pero el tiempo que había pasado entre comilonas y baños interminables volvería sin falta. Así que no había nostalgia en la despedida. Cuando cerrábamos las ventanas y poníamos los candados en las puertas no anticipábamos el tiempo en el que ya no sería posible juntar a toda la tropa y repetir la hazaña de convivir otra vez por semanas. No necesitábamos mirar largo para recordar aquel lugar familiar del que no nos estábamos alejando para siempre. El tiempo de la diáspora estaba todavía lejano. Volver a casa, entonces, a finales de agosto, era prepararse para empezar de nuevo, sin ansiedades y sin apuros. El futuro no implicaba sobresaltos y nada podía pasar más que la vida misma.

Volver de vacaciones en el exilio es recordar que estamos lejos y que ya nunca más volveremos a casa. Pero en el lugar en el que vivimos, sea donde sea, siempre hay algo que nos recuerda de dónde venimos y lo que hemos sido. Tenemos en la sala una hamaca huérfana, que descolgamos con un punto de pudor cuando vienen las visitas, como quien esconde en el ático a la loca de la casa. Es una hamaca de colores chillones, anaranjados, amarillos, azules y verdes, que compramos en Margarita alguna tarde de intensa resolana. Una guacamaya del trópico extraviada en medio de los plomizos grises y los tenues azules del otoño que se apura en llegar. Entre sus tonos alegres la nostalgia encuentra siempre acomodo y al amparo de sus hilos nos espera cada vez otro agosto.


(Texto publicado originalmente en el suplemento Siete Días, El Nacional, Caracas, 8 de agosto de 2010)

miércoles, 4 de agosto de 2010

Recordar las casas 1



Amiga,

En estos días se me ocurrió retomar la idea de recordar las casas en las que he vivido. Pero esta vez tengo ganas de pasearme por el recuerdo que me queda de cada una de ellas, con calma, como quien tiene todo el tiempo del mundo para hacer memoria. Así que respira hondo y tómate también tu tiempo para acompañarme largo.

Y no es que me haya dado la chochera de ponerme reminiscente, sino que mi hermana Renée soñó hace unos días que yo escribía la historia de la familia y que el libro se publicaba y que tenía mucho éxito. Así que ésta es mi manera de ir calentando motores para ver si de verdad, algún día, me animo a escribir algo que valga la pena con mis recuerdos. Al contrario de lo que parece, tengo muy mala memoria, pero si dibujo los lugares, a veces terminan llegando, por añadidura, las historias.

La primera casa en la que viví quedaba y queda todavía en Guanare. El pueblito llanero en el que mis padres decidieron que podía nacer su segunda hija, porque habían encontrado un médico de confianza que hipnotizaría a mi mamá para hacerla tener un parto sin dolor. Lo de la hipnosis no funcionó, por supuesto, pero yo adquirí el dudoso privilegio de nacer en el pueblo en el que vivían mis padres y mi mamá no tuvo que viajar a Caracas a dar a luz, como había hecho cuando nació mi hermana Rebeca. Esa casa en la que nací —aunque no literalmente, porque nací en un viejo hospital con nombre de prócer— sigue en pie. O al menos ahí estaba la última vez que estuve en Guanare.

Está en una cuadra que tiene cierto abolengo, porque en una esquina está la llamada “Casa Coima”, donde el mismísimo Simón Bolívar pernoctó las dos veces que pasó por el pueblo en sus idas y venidas liberando pueblos renuentes. En el otro extremo de la cuadra está la única otra casa colonial que se mantiene más o menos en pie en esa calle. Ahora es la sede del museo colonial Inés Mercedes Gómez, quien es mi tía política, hermana de mi tío Alfredo, esposo de mi tía Zoraida, hermana de mi papá. Como todos los pueblos, el mío es uno en el que todo el mundo está emparentado. O estaba, porque ya hay mucho más de dos calles y tal vez nadie pregunta, como en mi infancia, ¿y tú eres hija de quién?

En fin, basta de ficciones de abolengo. Aunque la he visto cientos de veces, no recuerdo esa casa como un lugar en el que alguna vez viví, porque era una bebé de coche cuando nos mudamos de ahí y sólo existíamos mi hermana mayor y yo. Es la casa donde fue tomada la foto que acompaña esta nota, aunque apenas se vea de ella un retazo de grama sin podar y un fragmento de pared cubierta de lajas, como las que se usaban en las casas de los años cincuenta. En la foto está mi mamá con Rebeca en las piernas y yo en el coche, de meses. La foto debe ser de 1962. Durante las muchas veces que pasé por delante de esa casa, de niña y de adulta, sabía que en un tiempo remoto mis padres habían vivido ahí, pero nunca me interesé en entrar a verla. Tal vez hoy lo haría, sólo por curiosidad arqueológica.

La segunda casa en la que viví, ahí sí con todas mis hermanas, se llamaba Nuestra Señora de la Montaña. Las casas tenían —¿todavía tienen?— nombres en nuestros pueblos y mientras más largos mejor. En esa casa vivimos menos de diez años. Ahí nacieron mis hermanas menores y esa es la casa con la que sueño cuando insisto en soñar con la infancia. De esa casa creo recordar cada detalle, pero estoy segura de que la mitad está en mi imaginación, que ha cambiado todo de lugar y de color. Recuerdo, sobre todo, el patio de ladrillos donde mi hermana Ruth se fracturó el cráneo corriendo delante de mí, chocando con una cuerda de colgar ropa y rebotando como una barajita.

Pero también tengo una imagen muy clara de los colores del piso, que era de cemento pulido y cambiaba de tono en cada cuarto. La sala era roja, el pasillo verde, los cuartos azules, el comedor amarillo ...y así. Aquel piso se lavaba y se pulía todas las semanas y nosotras a veces participábamos en la limpieza, más por la diversión que por el oficio mismo de limpiar. En una de esas jornadas de jabón y agua me caí de frente y me partí un diente. Casi veinte años después mi tío Paco, uno de los odontólogos de la familia, me hizo una corona para disimular aquel diente partido que ya se había vuelto gris y me echaba a perder la risa.

En la sala había dos ventanas de madera que daban a la calle de enfrente y otras dos -¿o era una?- que daban al otro patio, que era o había sido el estacionamiento, pero nunca, que yo recuerde, se usó para estacionar un carro, porque los carros se paraban en la calle, frente a la casa, y hasta se olvidaba uno de bajar los seguros. La sala daba a un pasillo y tenía una puerta doble que se cerraba cuando había visitas que no eran de la entera confianza o cuando no era necesario que nosotras presenciáramos la conversación de los adultos.

El pasillo comenzaba en la sala y terminaba en el comedor y a todo lo largo había puertas que daban a los distintos cuartos. La primera a la derecha era la puerta del cuarto de mis padres. Ese cuarto olía a madera, a mentol, a cuero, y como a ropa guardada en maletas. Tenía ventanas en las dos paredes que daban al porche y al patio de ladrillos. En la pared sin ventanas estaba el único closet empotrado de la casa que tenía adentro una caja fuerte que nunca se usó y un gran escaparate que teníamos prohibido jurungar, porque ahí mi papá guardaba una pistola cargada. No recuerdo los detalles del resto del cuarto, más allá de un juego de dormitorio de pesada madera oscura. Pero ahí me imagino a mi mamá durmiendo la siesta o convalesciendo de una operación de amígdalas que le hicieron una vez y de la que sólo recuerdo los cuentos, porque se habló de aquella operación por años.

La primera puerta a la izquierda del pasillo era lo que llamábamos el cuarto de huéspedes. Cuando nació mi hermana menor el cuarto fue pintado de azul y blanco, porque todos esperaban que fuera un varón. Mi papá se quedó esperándolo para el resto de la vida y la habitación volvió a ser de huéspedes en muy poco tiempo, porque mi hermana creo que nunca durmió sola en aquel cuarto en el que también había un escaparate con espejo y una vez se asomó por la ventana una vaca.

Ahí se quedaba a dormir mi tío Luis, el hermano menor de mi papá, cuando venía en diciembre, con sus cajas de triquitraquis y sus eternos cigarros, que fumaba en silencio sentado en el porche, en chores y sin camisa, por horas y horas. También en ese cuarto dormía el legendario tío de mi papá, Don Juan Salerno Melo, que se decía que había fundado junto con Rómulo Betancourt y sus seguidores el partido AD. Una leyenda de la que toda la familia Rivas se siente orgullosísima. La leyenda también cuenta que fue el tío Juan uno de los encargados de pasear a Rómulo Gallegos en aquella Semana Santa ya mítica en la que el escritor se encontró con Doña Bárbara y con su destino de contador de las historias de la tierruca.

Frente al cuarto de huéspedes estaba el baño, que yo recuerdo como el baño más grande que he tenido en la vida. La ducha estaba en una esquina y rodeándole en L estaban la poceta, el bidé y el lavamanos. Había una ventana alta que iba de un extremo al otro y tengo la vaga memoria de que las baldosas de las paredes eran azules, pero seguramente eran blancas. Había un sumidero en el piso que parecía de patio, de lo inmenso que era. En ese baño nos bañábamos en grupos de dos. Hacíamos escándalos inmensos y a mí me gustaba cantar a todo leco, usando como micrófono el palo del chupón que se usaba para destapar las cañerías.

Justo al lado del baño estaba nuestro cuarto. Me imagino que pasó por muchas etapas, pero yo lo recuerdo estático en un momento preciso, cuando todas dormíamos juntas, en tres camas, con las ventanas herméticamente cerradas y el aire acondicionado a todo dar. Mi hermana menor dormía conmigo, con la cabeza del lado contrario a la mía, y me agarraba un pie para no morirse de miedo mientras alcanzaba el sueño. Teníamos también un alto escaparate de madera y desde él nos lanzábamos a las camas en saltos mortales que por suerte nunca terminaron en tragedia. Recuerdo que había juguetes, pero no tengo memoria de olores ni de colores, sólo de la negra oscuridad en la que sufrí mis primeros insomnios.

Casi frente a la puerta de nuestro cuarto estaba el estudio de mi papá, que tuvo un lugar donde poner su escritorio en todas las casas en las que vivimos de niñas y sólo perdió ese privilegio cuando por primera vez en la vida nos mudamos a un apartamento en Caracas, en 1978. En ese estudio siempre había colgada una hamaca en la que nosotras jugábamos hasta que nos regañaban o nos castigaban. Una vez las cabulleras de la hamaca se enredaron de una esquina de la biblioteca donde había cassetes, libros y discos y todo se vino abajo en un estruendo que revolucionó toda la casa. En ese estudio se fracturó un brazo mi hermana Ruth, porque le cayó encima una de nuestras amiguitas mientras bailábamos como locas cantando las canciones de Sandro, y yo terminé de partírselo cuando intenté moverlo para demostrarle que no había pasado nada. Hasta el sol de hoy me arrepiento de aquella tortura involuntaria.

La cocina y el comedor estaban al final del pasillo. La cocina no era grande, ni tenía esos muebles empotrados que se pusieron de moda después. Había una especie de gran tablón de cemento pegado a la pared bajo la ventana que daba al fondo y ahí estaba instalado el lavaplatos y en una esquina había un filtro de cerámica que no sé si se usaba. No me acuerdo de la cocina en sí, pero sí de la nevera, porque tenía el freezer en una gran gaveta en la parte de abajo y ahí guardaba mi papá los enormes potes de helados Efe que compraba de a cinco litros, porque le encantaban los helados y a nosotras también. Me acuerdo de la nevera llena de hayacas en diciembre y de haber entrado varias veces con patines a buscar agua. Ese recuerdo es tan nítido porque con los patines me volvía alta y podía alcanzar sin esfuerzo la jarra de agua helada que estaba siempre en la última rejilla de arriba.

Del comedor me queda en la memoria una mesa grande con seis sillas y la pared del fondo, que era de ladrillitos huecos, de manera que si soplaba el viento podía entrar a la casa por esa pared. No que soplara mucho viento en Guanare a ninguna hora del día o de la noche. En ese comedor pasé tal vez las horas más largas de mi infancia. Porque, muy al contrario de lo que sucede ahora, a mí no me gustaba comer. Todos los que me recuerdan de niña dicen lo mismo de mí: que no comía. Yo apenas me acuerdo de masticar interminablemente el mismo pedazo de carne y de esconderlo después en una servilleta para seguir con el siguiente pedazo de carne con el que hacía lo mismo y así por horas. Porque mi castigo por no comer era que no podía levantarme de la mesa hasta que no dejara el plato limpio. No creo que a mí el castigo me importara mucho, la verdad. Al final tenían que dejarme ir con el plato todavía a medias, porque era tal mi terquedad que si me hubieran mantenido el castigo todavía estaría en esa misma mesa, rumiando pedazos de carne y mirando por aquella pared de ladrillos huecos.

Entre la cocina y el comedor había una puerta, también doble como la que estaba en la sala, que se abría a un espacio que en algún momento se convirtió en un corredor techado. Tengo una vaga memoria de cuando el corredor no existía y sólo había un espacio al aire libre que daba al lavadero, donde había una batea gigantesca en la que recuerdo haberme bañado alguna vez. Después de la batea estaba el baño de las señoras que entonces llamábamos, sin pudor, sirvientas y que hoy nos suena tan feo. Me acuerdo del olor de ese baño como si lo estuviera oliendo hoy, pero no sé describirlo. Era un olor como a agua estancada y verde.

Cuando construyeron el corredor, la casa creció hacia afuera. El piso era rojo y había banquitos de ladrillo para sentarse y alcayatas donde se podían colgar hamacas, dos o tres al menos. En ese corredor tuvimos dos loros en una jaula que gritaban felices cuando llovía y decían hola a todo el que se asomara. El pasillo terminaba en una media pared, también de ladrillos, donde nos gustaba subirnos para vigilar el terreno vacío y lleno de monte que estaba atrás. Desde el corredor se podía ir al patio donde nosotras pasábamos gran parte del tiempo jugando, cuando el sol no nos achicharraba.

El patio tenía una jardinera en el fondo, más alta que el piso, por donde nos subíamos a mirar a la casa de al lado. En aquella casa vivieron durante mucho tiempo algunos amigos de la familia y en ese patio vecino aprendí a montar bicicleta sin rueditas. Pero lo más importante que sucedió en esa jardinera que nos servía de balcón para mirar al otro lado fue que mi hermana Ruth —¿cuándo no?— se enganchó en uno de los parales que sostenían la cerca que dividía las dos casas y se abrió la piel de la rodilla hasta que se le vio el hueso pelado. Es una imagen que recuerdo como si fuera hoy.

Ese patio comunicaba con el frente, con el porche donde hacíamos representaciones teatrales subiendo y bajando una vieja persiana destartalada. El porche tenía unos escalones que bajaban a la pequeña pared blanca que sostenía una reja baja que creo recordar que era azul. En ese pequeño patio de enfrente había una mata de limón que olía delicioso y otro árbol que tal vez era una acacia, porque daba unas flores encendidas en algún momento del año. Todas las semanas se enceraba de rojo ese porche y se pulía con una viejísima pulidora General Electric que una vez me agarró un dedo del pie y me hizo perder la uña. Cada vez que llovía había que recordarle a todo el mundo que el piso estaba resbaloso. Y aún así, cuando llovía y había visitas, alguien terminaba de platanazos en el piso de la escalera.

Más allá de la acacia estaba el portón del estacionamiento y una hilera de árboles que marcaban el final del patio. Entre esos árboles había una mata de mango, pero no recuerdo los demás. Al final del estacionamiento, que nunca se usaba, había un cuarto, que se comunicaba por dentro con el estudio, donde dormían las muchachas que trabajaban en la casa.

El lugar original se suponía que era el garage, por eso no había pared sino una reja metálica que daba directo al patio. Recuerdo el inmenso tabique de cartón piedra que tapaba la vista por dentro de aquella reja y protegía el cuarto de las sirvientas de la intemperie. Esa reja nunca se abría y sólo se podía entrar al viejo garage por dentro, pasando el estudio. También me acuerdo del olor de aquel cuarto como si lo estuviera sintiendo hoy. Olía a trapos mojados y a paquetes olvidados, olía a cartones viejos y a velas apagadas, olía a tablas húmedas y a jergones oxidados. A veces olía también a jabón de lavar y a cloro.

Las muchachas de servicio tenían que convivir en ese espacio alto y cuadrado, sin más ventilación que la que entraba por la reja que daba al patio, con todos los cachivaches de la casa. Había maletas y ropa de viaje, juegos de sábanas, manteles y toallas, que no se sabía muy bien si seguían en uso. Había cajas de cosas que no recuerdo. Lo que sí recuerdo con claridad son las cajas de bacinillas de peltre que mi papá compró una vez para que sirvieran como platos hondos. Las bacinillas se mantenían impecables y a nadie se le ocurrió nunca usarlas para lo que fueron hechas. Pero cuando se sacaban de las cajas y se les hacía formar parte de la vajilla daba risa ver a las señoras encopetadas sostener con la mayor elegancia posible el sancocho que tenían que comerse en aquel perol escatológico, sólo porque a mi papá le parecía divertido.

A pesar de las bacinillas, el cuarto de atrás era para mí el rincón donde vivía lo desconocido y el miedo. Porque ahí estaba el retrato de las ánimas del purgatorio, que las sirvientas mantenían pegado de un clavo. En ese cuarto escuchamos todas las historias de muertos y aparecidos que nos asustarían por el resto de la vida. Pero también las primeras historias de encuentros amorosos y decepciones sentimentales que nos contaban las muchachas de servicio sin que nuestros padres tuvieran la menor idea. Una de esas historias era la de los amores clandestinos de Sofía con José.

Joseíto, como le decían todos, era el hijo de mi madrina Alcira. Vivía en la casa de enfrente, donde nosotras entrábamos y salíamos como Pedro por su casa. Era el menor de los Villanueva, aunque para nosotras era una gente grande. Tendría, no sé, unos trece o catorce años cuando el cuento de los furtivos amores con Sofía, que en realidad nunca pasaron a mayores. Parece que Sofía le permitía de vez en cuando que le diera unos besos en la oscuridad del porche, cuando todo el mundo se había dormido y nadie podía sospechar que el vecino se escapaba a besuquearse con la muchacha de servicio de la casa de enfrente.

No sé cuántas escapadas hizo Joseíto en la alta madrugada para encontrarse con Sofía. Lo que sí recuerdo es que me pareció la cosa más arriesgada que había escuchado en mi cortísima existencia. A fin de cuentas, las ventanas del cuarto de mis padres daban directamente al porche y hubiera resultado mucho más simple besuquearse en el patio o en el garage. Pero en realidad lo que más recuerdo es la cara de Sofía contándonos por qué se había terminado todo.

En una de esas noches en las que Joseíto y Sofía repasaban a tientas los mismos movimientos ya aprendidos, tratando de que no se les escapara ningún suspiro delator, el joven entusiasmado hizo un rápido movimiento que causó el espanto inmediato. Con una mano ávida desabrochó la blusa y alcanzó a atrapar un seno tibio por debajo de las telas. Sofía dio un salto y estuvo a punto de pegar un grito. Pero su instinto de supervivencia pudo más y se limitó a entrar en volandas en la casa, cerrándose la blusa y convencida de que el juego había ido esta vez demasiado lejos. Estábamos, tal vez, en 1968, pero la revolución cultural no había llegado todavía a Guanare.

Cuando nos contó esta historia, Sofía era casi una niña y seguramente, igual que nosotras, no sabía muy bien en qué punto exacto del juego amoroso comenzaba el peligro de quedar embarazada. Por eso prefería ir sobre seguro y cortar por lo sano. Después de eso, Joseíto se cansó de esperarla en el porche, quién sabe si hasta el último de los días que vivimos en Nuestra Señora de la Montaña.

Hasta aquí la historia de las primeras dos casas. La próxima casa se llamaba La Rivasón. Pero ese cuento te lo guardo para otro día.

Cariños muchos,
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