viernes, 13 de mayo de 2016

Comprar fósforos



Amiga,

Todo el mundo me pregunta cómo encontré a la tierruca. No sé cuántas respuestas le he dado ya a esa pregunta. Aquí y allá. No hay un modo único de responder, pero uno va construyendo con la práctica una especie de respuesta estándar. Digo que me impresionó la oscuridad de Caracas. Digo que me llamaron la atención las colas de los bachaqueros y el "color local" que los bachaqueros le dan a vecindarios tan encopetados como los Palos Grandes. Digo que el costo de la vida es una locura y que contar pacas de billetes en medio de la calle para pagar medio cartón de huevos es lo más insólito y peligroso que me tocó vivir en este viaje.

Pero desde aquí, y ya a la distancia, me he estado dando cuenta de que lo que uno extraña y necesita compensar al volver, dice mucho de lo que dejamos atrás. Desde que regresé me asaltaron varias compulsiones y sólo con los días he ido comprendiendo que los antojos y la imperiosa necesidad de hacer algo para mí bastante inusual, se deben a las carencias que pasé durante tres semanas. Algunos impulsos he logrado controlarlos: como el de comprar un libro tras otro tras otro. Pero me he rendido a otros y aquí te hago una breve lista sólo para que sirva de muestra.

1.- Un largo baño: Lo primero que hice al llegar, después de comer, fue darme un baño con exceso de agua, de jabón y de champú. No acostumbro a desperdiciar el agua y a pesar de la abundancia que tenemos en Escocia (donde nunca jamás he visto un anuncio en el que se le pida a la gente ahorrar el-preciado-líquido) siempre apago la ducha mientras me lavo el pelo y cuando me estoy untando enjuague y desenredándome las greñas. Pero esta vez, con premeditación y alevosía, dejé la ducha abierta por la larga media hora que tardé en quitarme de encima los restos del viaje y la angustia de tres semanas bañándome apurada por falta de agua.

2.- Tomar leche y comer yogurt: Tomé leche sólo tres veces en la tierruca. Hasta que llegué al apartamento de nuestra amiga Patricia y pude robarle un chorrito de leche para el café cada mañana. Pero lo hice a conciencia de que estaba apropiándome de un bien tan escaso que la gente prefiere no decir que lo tiene. Así que desde que llegué he estado tomando té con leche, café con leche, vasos de leche pura, como tomaría agua un sediento que acaba de atravesar el desierto. Y he comprado todos los yogures que me gustan y me los he estado comiendo con la avaricia de quien sabe que el fin del mundo está cerca y que cuando nos alcance ya no habrá más yogures.

3.- Ver la tele, ir al cine: No acostumbro a ver la televisión cuando viajo. Si acaso, al final de la noche, en alguna habitación de hotel miro los noticieros para asegurarme de que el mundo no se ha terminado. Pero cuando viajo a la tierruca no me quedo en hoteles sino en casas de familiares y amigos. Escuché radio en todas partes, pero no vi televisión, con la excepción del primer capítulo de la sexta serie de Juego de Tronos que vi junto a los hijos de mi prima Yuruani, todos amontonados en la cama de mi tía Kenya. No fui al cine ni una vez. Y yo soy un bicho audiovisual, que necesita una dosis regular de imágenes. Por eso llevo una semana poniéndome al día con todas las series que dejé grabándo y todavía me falta ver capítulos pendientes de cuatro o cinco series más. Hoy es viernes de estreno y voy a ir al cine por primera vez en casi un mes. Todo un record.

4.- Comprar fósforos: Este es el antojo o la compulsión más extraña. Antes de viajar a la tierruca me pediste en un email: "trae fósforos, como si vinieras al desierto". No me lo tomé muy en serio, pero acepté obediente el encargo y fui al abasto a comprar fósforos. No había. Por primera vez desde que vivo aquí fui a comprar fósforos y no había. Lo sentí como una extraña premonición. No sé de qué. Pero como tengo un alma supersticiosa, a pesar de tener una cabeza incrédula, le prendí una velita a Santa Bárbara la noche antes del viaje y le pedí por favorcito que me acompañara para que todo saliera bien. Ya de regreso, fui al abasto a comprar cualquier otra cosa y de pronto me vi frente a un paquete de cajitas de fósforos. Las metí en la cesta y me las traje. Y aquí están. Seis pequeñas cajitas de fósforos que yo nunca hubiera comprado si no fuera porque tenía que habértelas llevado a tu casa y no lo hice. Un gesto retrospectivo que ya no tiene sentido ni función. Un signo de las carencias que se quedan clavadas en el alma al regresar del lugar de la escasez.

Con uno de esos fósforos le prendí una nueva vela roja y fragante a Santa Bárbara para agradecerle su compañía durante el viaje a la tierruca, y para mostrarle que mi alma supersticiosa sigue creyendo que sólo con ayuda sobrenatural puede uno salir bien librado del trance de atravesar media tierruca sin sufrir ningún percance.

Y aquí estoy, amiga, de regreso. Sana y salva. Con permanentes ramalazos de las cosas que vi y que escuché. Tratando de explicarme lo que todavía no logro entender. Sacando cuentas de lo que pude hacer y no hice. Procesando con la cabeza fría lo que sentí sin pensar en el momento. Enmendando entuertos en la memoria. Y jurándome que por un largo rato no voy a volver.

En eso estoy, amiga, hasta nuevo aviso.

Cariños muchos,
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