jueves, 26 de mayo de 2011

El día inútil



Amiga,

Son las cinco de la tarde y llevo todo el día tratando de escribir algo que no sale. Se supone que debe ser el cuento de este mes. Es una historia que creo saber cómo empieza pero que no sé cómo sigue ni cómo termina y por eso escribo tres líneas y me quedo en el aire. Tengo imágenes sueltas, tengo palabras, una cara definida y una especie de presentimiento de que ahí hay una anécdota. Pero la historia no quiere aparecer. Es como si me hubiera quedado sin los vínculos entre una cosa y otra, entre los retazos, esos vínculos que hacen que una intuición vaga, un color, el sonido lejano de un pájaro, la hora imprecisa de un día se junten para volverse un cuento.

Desisto de mi búsqueda inútil de palabras que no llegan y me voy a caminar al parque, aunque sé que me va a llover encima y que los caminos van a estar embarrialados y medio intransitables. Ha estado lloviendo por una semana o más y hace dos días hizo un viento con impulso de huracán que tumbó árboles y dejó gente sin luz por horas. Me he resignado a salir a caminar en medio de la lluvia. Tengo unos pantalones a los que no les entra el agua y un impermeable con capucha que me mantiene seca. Mis zapatos están también sellados contra la humedad, así que no tengo por qué preocuparme.

Voy oyendo a Bob Dylan. En estos días en que se celebran sus setenta años lo he redescubierto y voy a todos lados escuchando sus canciones. Mientras camino entre ramas caídas y miles de hojas verdes que cubren el piso como si un otoño falso se hubiera abalanzado sobre el mundo, me viene a la mente una idea que me sigue dando vueltas por toda la hora en que camino: estoy en un limbo emocional y por eso no puedo contar ninguna historia.

Estoy en ese estado de ataraxia del que hablaban los griegos, ahora que decidí renunciar a la nostalgia y porque prometí que no iba a quejarme más. Sin quejas y sin memoria me he quedado muda. No tengo tema, amiga, no tengo diégesis. Por eso las anécdotas se me mueren antes de terminar de nacer. Por eso sólo tengo imágenes sueltas que no hacen click por ninguna parte. Tal vez debería dedicarme a escribir poesía en vez de empeñarme en seguir contanto historias. Pero tampoco puedo hacer eso, pienso mientras decido qué rumbo tomar cuando llego a una encrucijada en el medio del parque. Me decido por el camino largo que sube entre los pinos más allá del puente colgante.

Porque no sirvo, tal vez, o porque no creo. Me parece que ya lo escribí aquí una vez: soy un sacerdote que no cree en lo que predica. La fe que debería tener en lo que hago se me desvaneció hace mucho tiempo. Sólo sigo escribiendo porque no sé qué más hacer con mi tiempo. Cuando he limpiado la casa, lavado la ropa, hecho la compra, cocinado la cena, servido la comida y el agua al gato, no me queda nada más que sentarme frente al teclado para justificar mi existencia. Pero mientras trato de escribir siento la soledad que me rodea. El silencio. La falta de sentido que tiene todo. Y entonces me enfundo los zapatos de caminar y la ropa impermeable y me vengo al parque.

Mientras cumplo con mi ritual de una hora de marcha apurada en medio de los árboles intensamente verdes escucho ladrar unos perros allá abajo en el río. Parece que se acercan y yo me saco los audífonos y aprieto el paso. En un par de segundos entro en una especie de pánico y miro hacia atrás cada dos o tres pasos. Siento como si una fuerza invisible me persiguiera. Casi rompo a correr cuando oigo el estruendo de un avión que entra o sale del aeropuerto. Pero me doy cuenta de que estoy reaccionando como los locos. Porque uno se puede volver loco cuando pasa el día entero hablando solo y para escapar de la soledad no tiene otra salida que caminar en medio de un bosque solitario y tupido.

Regreso bajo la lluvia escuchando a Dylan. Una canción que me gusta mucho y de la que he encontrado en itunes veinte versiones diferentes. La canción se llama "You're gonna make me lonesome when you go" y la versión que oigo en este momento la canta Maria Muldaur. Cuando me acerco al campo sembrado que está al lado del parque veo una liebre saltar veloz para esconderse entre las ramas, con su cuerpo marrón grisáceo y su cola de reverso blanquísimo. Me paro a mirarla y ella también se para. Me mira con el rabillo del ojo un segundo antes de saltar lejos de mi vista.

Al llegar al callejón que está detrás de la casa la llovizna se hace densa y me apuro para no empaparme más de la cuenta. Al acercarme veo nuestro pote de basura solito. Todos los demás vecinos ya recogieron sus potes y el nuestro está huéfano en la esquina, como esperando amparo. Lo agarro con las dos manos y lo arrastro hasta su puesto. Después de estacionarlo le doy una palmadita en el lomo y le deseo buenas tardes.

Gussi me espera adentro con su cara de dónde estabas y por qué te tardaste tanto. Le muestro el pedacito de pino que le traje del parque. Siempre se alegra por estos regalos medio inútiles y juega a arrastrarlos por el pasillo por un minuto, como si se apiadara de mí por ser tan boba. Después entra en la sala y me muestra que vomitó una gran bola de pelo y yo me agacho a limpiarla mientras le converso para que no piense que ha hecho nada malo.

Me tomo un vaso de agua y subo a contarte que me estoy quedando sin anécdotas por falta de nostalgia y por carencia de quejas. Y así está por terminar este día inútil del que sólo me queda este recuento ocioso que te dejo aquí para que sepas que sigo intentando creer, aunque de otra manera.

Te mando un abrazo sin más,

r

sábado, 21 de mayo de 2011

De una a otra plaza



Amiga,

He estado una parte del día de hoy leyendo sobre el Movimiento 15 de Mayo, como llaman a los manifestantes que se han instalado en Madrid en la Puerta del Sol a quejarse por todo y por todos. Se consideran "indignados", piden “Democracia Ya” y se han convertido en el modelo de otros grupos que se han adueñado de las plazas públicas en media España. He visto las fotos de los acampados y mirando esas carpas en la plaza no he podido evitar acordarme de la Plaza Altamira.

La misma emoción, las mismas caras alegres, la misma sensación de estar haciendo historia parece reflejarse en las fotos. Pero cuando leo los detalles de la protesta me doy cuenta de que las semejanzas se terminan muy pronto. Este es un movimiento de jóvenes —y no tan jóvenes— cansados de que los políticos tomen más en cuenta a los banqueros que a la gente que necesita trabajo y un salario justo y unos servicios públicos que funcionen. Este es un movimiento que no sólo exige sino que practica una democracia de base. Están organizados por comisiones, debaten largamente lo que quieren o no quieren hacer, dejan entrar y salir a todo el que quiera sumarse o restarse. En fin, este es un movimiento de civiles que discuten y cantan, pintan consignas y pegan flores en las paredes prometiéndose un futuro mejor, más igualitario y —sobre todo— más democrático.

Viendo este espectáculo de esperanza reconozco que el contraste con nuestra Plaza Altamira no puede ser más obvio. La Plaza Altamira fue tomada por un grupo de militares disidentes y estaba regida por un orden pseudo militar del que estaba excluida la discusión, el libre flujo de las ideas y el trato llano, horizontal, entre los que iban y venían. Lo único “democrático” parecía ser la libertad de postrarse frente a la virgen a rezar el rosario. Si había consignas libertarias en nuestra Plaza Altamira, es seguro que no estaban respaldadas por prácticas democráticas. En las noches, cuando los visitantes se retiraban a sus casas, los militares disidentes imponían su cortina de hierro y revelaban la verdadera cara de la protesta: una visión jerárquica y excluyente era lo único que se ofrecía como alternativa a un gobierno igualmente autocrático.

¡Qué diferencia con estos grupos que piden en España “Democracia real ya”! Este es un movimiento espontáneo y tal vez por eso será considerado utópico y estéril en términos políticos. Porque no se ha organizado como un partido, porque no responde a jerarquías, porque tal vez no logre nunca un objetivo común y por eso no podrá avanzar ni retroceder y se quedará tal vez en ese punto ciego que es ahora la Puerta del Sol. Pero aunque no avance ni retroceda, aunque mañana se termine la protesta o se transforme en otra cosa, los que están participando en este movimiento habrán aprendido algo: a escuchar y ser escuchados. Habrán ejercido la democracia en la plaza pública, la habrán encarnado en sus cuerpos y en sus voces, la habrán hecho realidad al practicarla entre todos.

Y esa es la lección democrática que nosotros no aprendimos en Altamira y que no hemos sabido promover en nuestras miles de manifestaciones. Nunca vi en Altamira o en Chacaíto, donde se reunieron tantas veces los estudiantes tiempo después, una discusión generalizada en la que no hubiera ninguna jerarquía más allá de un derecho a la palabra que lleva un grupo de voluntarios sin imponer límite alguno. Y eso es lo que han estado haciendo, simplemente, en las plazas de España todos los indignados. Conversar, discutir, imaginar un futuro mejor entre todos. Y si soñar es lo único que consiguen, pues ya será bastante. Pero tengo la impresión de que van a lograr mucho más que eso.

Al menos hasta hoy han logrado poner nerviosos a los políticos y han hecho saltar por los aires cualquier predicción que puedan hacer los expertos acerca del resultado de las elecciones de mañana. Si eso no es hacer historia y ejercer en carne propia la democracia, no sé qué más puede ser.

Yo me hubiera quedado contenta si en algunas de nuestras plazas se hubiera logrado al menos eso.

Te mando un abrazo soleado!

r

lunes, 16 de mayo de 2011

La tercera persona (traducción)

Amiga,

Te debo el tercer cuento de Ali Smith que traduje hace ya unos meses y que por lo visto no va a ser publicado en ninguna otra parte. Creo que es uno de esos cuentos a los que hay que tenerles paciencia, porque de entrada se entienden sólo a medias. O tal vez es una de esas historias que es necesario leer dos o tres veces. O más bien empezar por el final y luego leer el resto. No sé, lo cierto es que aunque no es un texto complaciente se te queda por mucho rato colgado en la cabeza. Y se supone que así deben ser todos los cuentos buenos, ¿no?

La tercera persona / Ali Smith

Los cuentos cortos duran mucho.

Éste es sobre dos personas que acaban de irse juntas a la cama por primera vez. Es otoño. Se conocieron en el verano. Desde que se conocieron hasta ahora han ido recorriendo el camino con una sensación de inevitabilidad; más que una seducción ha sido como si se hubieran encontrado en un cuarto muy pequeño, como un desván, un cuarto suficientemente pequeño como para que con dos personas nada más ya esté repleto. Y este cuarto tiene también un piano adentro. No importa dónde han estado ni qué han estado haciendo —encontrándose por casualidad en la calle, caminando por las aceras, yendo al cine, sentándose en la mesa de un bar— es como si estuvieran en una pequeña habitación y dentro de ella, acompañándolos, enorme, omnipresente, como una chaperona anticuada, extraño y brillante, imposible de nombrar como un ataúd está el gran piano. Para hacer el más mínimo movimiento en este cuarto hay que encogerse y pasar por el mínimo espacio que queda entre la pared y el piano. El espacio que hay dentro del piano es una estructura de cuerdas y martillos que se parece al soporte de una cama o a un harpa que hubiera sido puesta de lado.

Eso es lo que han hecho, se han encogido para sacarse por fin las ropas con algo de vergüenza, se han deslizado bajo las sábanas de una pequeña cama doble, y no se sostienen ahora en otra cosa que su propia piel. Uno de ellos tiene incluso una gripe horrible y al otro no le importa. ¡Ah! el amor. Afuera, los árboles están mudos. Anochece. Son las cinco de la tarde. Pero ya hemos hablado demasiado de ellos. Es primavera. Es de mañana. En los árboles los pájaros cantan como locos. Una mujer que vive en una calle de casas con jardín, una calle en la que hay tantos carros estacionados que hace casi imposible el paso del camión de la basura, le acaba de dar en la cabeza con una pala de jardín al empleado del aseo que viene a vaciar los potes de basura cada dos martes.

El hombre está en el piso. Le sangra la frente. Está confundido y perplejo. Se toca la cara y se mira la sangre en la mano. Se vuelve a poner la mano en la frente.

La mujer está recostada en la pala como si la pala, que está sobre el pavimento, estuviera enterrada apenas en la tierra y ella estuviera simplemente arreglando su jardín y se hubiera tomado un momento para contemplar el trabajo que ha hecho. Parece como de sesenta años. Parece una mujer rica. Parece demasiado vieja, demasiado decente, demasiado bien vestida para haber hecho lo que acaba de hacer. Alrededor de ella, y también alrededor de él, se están reuniendo los colegas que se han bajado del camión. Están con las bocas abiertas, dudando entre la risa y la furia. El conductor del camión está colgando, con un pie en el estribo, de la puerta de la cabina que oscila detrás de él. Todos los hombres usan el mismo overol verde de los empleados municipales. Es verano. Es de tarde. Los árboles son distintos aquí. En una de las calles secundarias de un centro vacacional en el Mediterráneo, dos mujeres están comiendo en un restaurant de destartaladas mesas de madera. La mesa en la que están sentadas se balancea a uno y otro lado cada vez que una de ellas corta algo en el plato. La calle es empinada. Una de las mujeres está bastante más arriba en la pendiente que la otra, aun cuando apenas están separadas medio metro.

Las mujeres están coloradas después de cuatro días de llevar sol. La que está más arriba está todavía asombrándose del modo tan distinto que saben los tomates aquí, del modo como todo sabe tan diferente aquí. Todo sabe a sol. La otra, la que está más abajo, está comenzando a preocuparse por lo que hará cuando empiece a aburrirse de comer ensalada griega, porque no hay nada más que le guste en el menú pero no hay otro restaurant en el lugar que luzca mejor que éste, no realmente, e incluso está por verse si será posible conseguir mesa aquí para esta noche.

Unos niños gitanos van de arriba a abajo de la calle, como todas las noches, pero esta noche el ruido de los acordeones que tocan para pedir limosna ha sido casi superado por el que hacen los americanos. Los americanos son militares de vacaciones. Parecen astutos y tímidos, parecen educados y buscapleitos, y como si acabaran de salir de la escuela. Parecen tan jóvenes e inmaduros que es casi un crimen. Las mujeres se han enterado, escuchándolos hablar de lejos, de que están aquí para acostumbrarse al sol y al calor antes de que los manden al Golfo. Cuando las mujeres le comentan al mesonero la cantidad de gente que hay esta noche en el restaurante, esa es la explicación que les da el joven.

Tres barcos, varios miles de soldados, llegan al puerto del centro turístico. Así que los bares de los alrededores desenvuelven sus grandes botas por la mañana y las ponen sobre las mesas y entonces todo el mundo sabe lo que está pasando, y las grandes botas atraviesan el pueblo como un fuego. Y luego los soldados se irán en dos o tres días y las botas serán envueltas de nuevo en papel y guardadas hasta que regresen los barcos.

El mesonero alzó los hombros. Las mujeres asintieron y se mostraron interesadas. Cuando se fue el mesonero, se miraron e hicieron gestos para dar a entender que ninguna de las dos había entendido de lo que estaba hablando.

Ahora hay una niña parada al lado de la mesa. Está trabajando en las mesas de este restaurante junto con un niño de unos diez años que repite una y otra vez la misma cantaleta que suena perfectamente italiana en su acordeón tamaño infantil. Parece un desinteresado hombre de negocios cuando, al final de cada toque, extiende su mano pasando por cada una de las mesas. La niña que está recostada en el borde de la mesa de las mujeres es morena, muy bonita, muy joven, tal vez tiene sólo cinco o seis años. Dice algo que ellas no entienden. La mujer que está más abajo en la pendiente sacude la cabeza y le indica con un gesto a la niña que debe irse. La mujer que está más arriba levanta de la mesa el libro de frases de la guía de viajes. Lo hojea. Ya soo, dice mientras busca en el libro. La niña sonríe. Habla en un inglés tímido. Dame plata, dice la niña sonriendo. Lo dice de una manera seductora, casi en un susurro. La mujer encuentra la página que estaba buscando.

¿Pos se leneh? dice la mujer.

Dinero, dice la niña.

Se recuesta sobre la pierna de la mujer y pone la pequeña mano sobre su brazo. La mano es muy morena, quemada por el sol. ¿Poso khronon iseh? dice la mujer y luego le dice a la otra mujer, le estoy preguntando qué edad tiene.

Cuando van a pagar, la mujer que está más arriba se da cuenta de que los euros que tenía guardados en el fondo del bolsillo ya no están ahí.

No están en ninguno de sus otros bolsillos.

Entonces recuerdan a la niña alejándose y llamando al niño del acordeón, y luego a los dos desapareciendo entre los cientos de soldados de vacaciones.

Fue un robo perfecto, una obra de arte tan bien realizada que su ejecución resultó invisible.

Por todo el camino de regreso al hotel, la mujer que estaba sentada más abajo, la que no le robaron el dinero y que tuvo que pagar por la comida, estará molesta por haber presenciado un robo tan perfecto y sin embargo haber sido incapaz de verlo. Se va a culpar a sí misma por no haberlo visto. Siente otra vez, cuando regresan al hotel, la profunda injusticia de su propia vida, mientras la mujer que estaba sentada más arriba, caminando a su lado, discute por el celular por todo el camino de regreso a las diez de la noche con el servicio de 24 horas de su compañía de seguros. Ninguna de las dos va a notar que los bares y tabernas que dan hacia el puerto turístico por donde caminan, son lugares llenos de extraños y gigantescos vasos para tomar cerveza, vasos de medio metro de alto; en todas las barras, en todas las mesas, jarras de cerveza en forma de botas de siete leguas, con pasadores y hebillas transparentes esculpidas en el vidrio del que están hechas. Es invierno. Los árboles están desnudos. Un hombre y una mujer han ido a ver una obra de teatro. Él compró las entradas hace meses, en el verano. A ella le encantan esas cosas. Pero su tiempo como pareja de está acabando, y el hombre lo sabe, porque ha visto cómo la mujer ha comenzado a despreciarlo. Se dio cuenta el sábado en la tarde, cuando él estaba cortando calabacines en tiras para un sofrito. Lo vio atravesando su cara. Él piensa que el final de su amor tiene algo que ver con el modo como corta los vegetales. No sabe a qué más atribuírselo. Le ha hecho sentirse incómodo en su propia cocina, y esta noche, cuando comieron juntos en un restaurant cerca del teatro, no pudo tocar ninguna cosa verde que estuviera en el plato.

En el escenario una mujer se ha disfrazado para encontrarse con su amante en el bosque; el amante fue expulsado por el Rey, que es el padre de ella. El bosque se hace tupido. El argumento es cada vez más ilógico. Ella se toma lo que cree que es una medicina y cae en un sueño tan profundo que parece la muerte. Sus amigos del bosque la ponen en una tumba, creyendo que está muerta. Todos cantan una canción alrededor del cuerpo. La canción habla de la muerte como el lugar en el que ya no hay más temor. Cuando escucha la canción el hombre en el público comienza a llorar. No puede evitarlo. La canción es tan conmovedora. Ella le toma la mano. La sostiene. Él deja de llorar.

No se atreve a abrir los ojos, por si al abrir los ojos ella le suelta la mano. Alrededor de él, en la oscuridad de sus ojos cerrados y después, cuando las luces del teatro de pronto se encienden, y la claridad atraviesa sus párpados cerrados como si estuvieran abiertos, como si los párpados no ofrecieran ninguna protección, hay un aplauso repentino. Es el intervalo. La obra está justo a la mitad. Es verano. Las noches son largas e iluminadas. En este momento es la hora de breve oscuridad que hay justo antes de amanecer. Una mujer joven se despierta al lado de su nuevo amante y ve a alguien sentado en la oscuridad al borde de la cama. Es una anciana que mueve las manos, tejiendo. La mujer joven sacude despacio a su amante. No se atreve a decir nada en voz alta para no asustar a la anciana. Pero su amante está profundamente dormido.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, ella le describe a su amante la imagen que vio en la noche. Parece mi madre, dice el amante. La madre del amante ha estado muerta por más de una década. ¿Estaba cantando? pregunta el amante. Sí, dice la joven, sí estaba, definitivamente estaba cantando. ¿Qué cantaba? pregunta el amante. No sé, dice ella, pero sonaba algo así como esto.

La joven canta una melodía, inventándola a medida que la canta. Trata de que suene como una verdadera canción. Es una mezcla de canciones que su madre escuchaba cuando la joven era una niña.

No, creo que no conozco esa canción, dice el amante. Cántala otra vez.

La joven tararea un poquito otra vez, pero no es la misma melodía que cantó antes porque no se acuerda de lo que acaba de cantar. Ve cómo su amante arruga la cara. Canta otra canción inventada. Trata de que suene como el tipo de canción que la madre de su amante cantaría.

No, definitivamente esa no era mi madre, dice el amante. El amante pone la taza de manera tan decidida sobre el plato que la joven sabe que el tema ha sido cerrado. La joven está desilusionada. Ahora quisiera realmente que la imagen que estaba al borde de la cama hubiera sido la madre de su amante. ¿Qué tal si era tu madre y estaba cantando una canción que tú no conoces?, dice. Debe haber algunas canciones que tu madre conocía y tú no. Es verano, pero hace frío, un frío de verdad notable. Esta noche hace un frío casi helado. Un hombre le está contando a un amigo la muerte de un soldado. El soldado que ha muerto era diez años más joven que el hombre y era un niño del barrio cuando el hombre era un adolescente. Murió en un accidente de carretera, según dice la prensa. El hombre sostiene un periódico doblado. En la página cinco hay un reportaje sobre la muerte de un soldado, pero como la familia del soldado ha pedido que se respete su privacidad, no hay nombres, aunque todo el mundo en el vecindario sabe de quién habla el artículo del periódico. Murió en una lucha heroica, dice. ¿Qué lucha heroica? dice el hombre. Alrededor de ellos la gente conversa y se ríe. Yo lo ayudé a construir una carrucha, dice el hombre. Le puse un viejo volante y le amarré un cable a las ruedas para que pudiera manejarla. Yo tenía diecisiete años. Después, cuando él creció, decidimos ignorarnos. Quiero decir, si nos encontrábamos en la calle. El amigo del hombre asiente con la cabeza. No sabe qué decir. Es tan extraño, dice. Es tan. Es. Es primavera. Es una tarde temprana de abril, la primera tarde tibia de abril. Un hombre está en el techo de su apartamento con una manguera, tratando de mojar con un chorro de agua a un gatito blanco y negro. Cuando el agua le pega al gato, el gato salta en el aire y corre un poco, y luego se devuelve, se detiene y se queda mirando al hombre.

¡Vete! le grita el hombre. Hace señas con la mano en el aire. El gato no se mueve. El hombre le lanza otro chorro de agua. Moja al gato. El gato vuelve a saltar sorprendido, camina unos pasos, luego se para y se devuelve para mirar otra vez al hombre con sus inmensos y estúpidos ojos de gato.

¡Epa! dice una voz.

Es una voz bien alta, como un grito.

El hombre mira alrededor, a los techos y los jardines de las otras casas, pero no ve a nadie.

¡Vete! le grita otra vez al gato. Sacude un pie en el techo.

Después de perseguir al gato por todo el pasillo de atrás con el chorro de agua, el hombre atraviesa el techo recogiendo la manguera. Entra por la ventana y sacude la punta hacia afuera. En ese momento es que ve al niño, o tal vez es una niña, montado de uno de los árboles de las casas de atrás.

El niño o la niña tiene bajo el brazo algo que parece un libro o una caja. Tal vez son galletas. El hombre lo o la mira buscar una vía segura para bajar de lo alto del árbol, moviendo el paquete de uno a otro brazo, pasando con mucho cuidado de una rama a otra hasta que está cerca del techo del cobertizo del jardín de abajo. Entonces el niño o la niña se desliza hacia abajo y sale de su vista.

Esa noche el hombre no puede dormir. Da vueltas en la cama. Se sienta.

Un niño piensa que soy un hombre cruel, se dice a sí mismo.

A la mañana siguiente casi llega retrasado al trabajo, no sólo porque se levanta después de la hora habitual, sino también porque se para en el techo por varios minutos y termina saliendo más tarde que de costumbre. Regresa del trabajo en taxi, y aunque llega a la casa media hora más temprano y se va directo al techo, está lloviendo, y hace mucho frío, mucho más frío que ayer.

No hay manera de que un niño se suba a un árbol en semejante clima. El árbol estará demasiado resbaloso. No tendría sentido sentarse en un árbol en medio de la lluvia.

Los árboles están ya casi sin hojas. Dentro de poco será verano. Las puntas de las ramas lucen como hinchadas contra el cielo gris, como iluminadas o como si las hubieran pintado con una pintura brillante.

No parece que vaya a salir el sol. No parece que vaya a suceder nada esta tarde.

El hombre decide que va a esperar en el techo por un rato, sólo por si acaso.


La tercera persona es otro par de ojos. La tercera persona es el presentimiento de dios. La tercera persona es una manera de contar la historia. La tercera persona es una forma de recuperar a los muertos.

Es un teatro de gente viva. Es un robo inocente y en miniatura. Son miles de botas hechas de vidrio. Es un total misterio.

Es un arma que tiene la forma de una herramienta.

Viene de la nada. Sucede sin más ni más.

Es una caja para la música interminable que existe entre la gente, esperando a ser tocada.


Hasta aquí el último cuento de esta serie de primeras, segundas y terceras personas de Ali Smith. Espero que te hayan gustado.

Un abrazo,

r

viernes, 6 de mayo de 2011

Colocar los rostros... donde no les pegue el sol



Amiga,

Me traje unos libros de la tierruca para escribir un artículo que me pidieron sobre la narrativa venezolana en el exilio. Compré otros en España y vía internet que he estado leyendo en mi lector electrónico. He estado semanas tratando de entrarles y hasta he terminado algunos. Pero te confieso que si no fuera por el compromiso que tengo hubiera dejado de leer la gran mayoría de ellos en las primeras veinte páginas.

Trato de ser una lectora disciplinada y constante. No acostumbro abandonar un libro, como no me he salido nunca de una película. Tengo esa especie de fijación con las historias que tal vez sólo se da en las mentes que construyen ficciones. Ningún cuento me parece desaprovechable. Todas las formas de contar me parecen interesantes, aunque sea para criticarlas, para aprender cómo no se hace. Pero con cierta narrativa venezolana contemporánea me pasa algo que es ya superior a mí. Se me atraganta.

No puedo con esas largas parrafadas que simulan un tono poético en las que los personajes no tienen caras sino “rostros” (de hecho, no voltean la cara sino que ¡“giran el rostro”¡); no esperan sino que “aguardan”; no caminan como todo el mundo de aquí para allá sino que “realizan paseos”; no se pierden sino que se “extravían”; y —colmo de colmos—no ponen la mesa como es natural sino que la “colocan”. Esto último tiene horribles variantes que sé que te van a poner los pelos de punta: en apenas unas páginas de una misma novela encontré personajes “colocándose” al lado de otros y “colocando” en palabras algún pensamiento escondido. Incluso encontré unos seres “colocándose” entre la gente, lo que me parece que es el uso más extremo de tu adorado verbo “colocar”.

Para colmo, las cosas no pasan sino que “ocurren”; los objetos no se agarran sino que se “toman”; no se buscan sino que se “procuran”. Los niños no chupan tetas o teteros, sino que los “succionan”; no se oye el ruido del mundo porque lo que hay que hacer siempre es “escucharlo”, del mismo modo que no se mira sino que se “vislumbra”. La gente no se mete las cosas en los bolsillos sino que se las “introduce” y no usa los zapatos o la ropa sino que los “utiliza”. Y así… la lista es larguísima y desesperante.

Confieso que me he entretenido bastante marcando estas extrañas “florituras” que usan nuestros autores en sus textos, como si sacaran a pasear el vocabulario dominguero, como si pensaran que en un libro está prohibido decir las cosas como las dice uno todos los días. ¿De dónde vendrá esa idea de que hay que escribir como nuevos cultos? ¿Será que algunos de nuestros escritores están convencidos, sobre todo cuando salen de las fronteras patrias, de que hay que “pulir” el vocabulario para que les crean que son escritores de verdad-verdad?

Por suerte existen los Alberto Barrera, los Federico Vegas y los Francisco Suniaga, gente que echa el cuento de la mejor manera posible, que conmueve y maravilla, sin necesidad de decir “coche” o “vehículo” en vez de carro o “césped” en vez de grama. Pero pareciera que, salvando las excepciones, a los autores venezolanos les diera pena usar nuestros modismos o nuestras formas particulares de llamar las cosas. Mientras la literatura mexicana o argentina o peruana se vanagloria de sus modos y sus tonos específicos, y con ellos crece y se multiplica y se da a conocer por el mundo, oronda y orgullosa, nosotros barremos debajo de las alfombras nuestra grama y nuestros carros, nuestros cambures y nuestras chancletas. Porque tenemos el típico complejo del primo pobre que se pone los mejores zapatos cuando sale de visita, aunque le molesten y no lo dejen caminar largo y lejos.

Ningún buen lector necesita un diccionario para entender las particularidades de nuestra habla, para entender que el español tiene variantes, entre las cuales hay unos cuantos venezolanismos. Y no se trata de ponernos vernáculos como si fuéramos trasnochados Gallegos y anduviéramos por ahí rescatando modismos propios de campesinos analfabetos. Se trata de reconocer, simple y llanamente, el modo como nosotros mismos nos contamos las historias que nos gustan o nos molestan. El modo cotidiano que tenemos de llamar las cosas que nos rodean. Es tan simple como eso. ¿Qué tan difícil puede ser? Basta con poner el oído y repetir en voz alta una frase que no suena bien, para darse cuenta de cómo lo diríamos nosotros.

Alguien debería escribir un manifiesto de esos que se hacían antes, cuando era necesario hacer borrón y cuenta nueva. Un documento en el que, entre otras cosas, se haga un listado de las palabras rimbombantes, altisonantes o solemnes que no deberían usarse nunca en un cuento o en una novela si quien escribe nació en Caracas o en Barquisimeto. Una carta abierta que circulara en las revistas electrónicas y en Facebook y a la que se pudieran ir sumando adeptos por los siglos de los siglos. Un manifiesto que terminara diciendo:

¡No más bananas! ¡No más césped!
¡No más coches! ¡No más rostros!
¡Queremos caras y las queremos YA!

Te abraza atormentada,

r

jueves, 5 de mayo de 2011

La segunda persona (traducción)

Amiga,

Como mis pobres traducciones siguen en cola en una revista literaria que todavía no se digna a darles curso, aquí va la segunda traducción sin demoras de ningún tipo.

La segunda persona / Ali Smith


Tú sí que eres bien especial. De verdad.

Éste es el tipo de cosas que tú harías. Imagínate que estuvieras frente a una tienda de instrumentos musicales. Entrarías y sólo comprarías un acordeón. Comprarías un acordeón que costara cientos de libras, uno de los inmensamente grandes. Sería gigantesco. Sería una cosa casi imposible de levantar o de cargar por una habitación, ni qué decir lo difícil que resultaría tocarlo.

Comprarías ese acordeón precisamente porque no puedes tocar el acordeón.

Entrarías a la tienda. Irías directamente a donde están los acordeones. Te pararías delante y los mirarías a través del vidrio. Cuando la vendedora, que se ha dado cuenta de tu presencia desde que entraste —en parte porque pareces (siempre pareces) una persona decidida y en parte porque resulta que eres, lo admito, una persona muy atractiva— viniera directamente a atenderte, señalarías el que quieres. Probablemente en la tienda no habría muchas variedades de acordeón, tal vez cinco o seis. Señalarías al que tiene el nombre que mejor te suena. Te gusta más el sonido de palabras como Stephanelli que el de palabras como Hohner. También sería el que tuviera la forma que más te gusta, con el marco (si es así como eso se llama) hecho de una madera de color claro, un color más bien ordinario; los otros acordeones te parecerían demasiado laqueados, demasiado brillantes y lisos para enfrentar el mundo.

Si la vendedora te preguntara si quieres probar el Stephanelli antes de comprarlo, simplemente le entregarías tu tarjeta de crédito. Te llevarías el pesado acordeón a casa. Te sentarías aquí en el sofá, lo levantarías de la caja y te lo pondrías en las rodillas. Apretarías el botón o desengancharías el pestillo o lo que sea que desata los pliegues. Lo dejarías abrirse todo pesadamente como una inmensa y solitaria ala. Lo dejarías llenarse de aire como un inmenso y solitario pulmón.

Pero entonces, esa idea de que un acordeón se parece a una sola ala o a un pulmón solo te haría sentir angustia. Entonces esto es lo que harías. Irías de nuevo a la tienda. Y aunque en realidad no te puedes dar ese lujo, aunque no puedes ni siquiera tocar un acordeón, ni qué hablar de más de uno, y aunque tocar más de un acordeón es de hecho humanamente imposible, llamarás la atención de la misma vendedora y señalarás de nuevo a la vitrina al acordeón que está al lado del espacio que dejó vacío el acordeón que acabas de comprar.

Ese también, por favor, dirías.

Así es como tú eres.

No, no es así, me dices.

Siento que te molesta estar aquí conmigo.

Yo no me parezco en nada a eso, me dices.

Te mueves a mi lado en el sofá. Mueves tu brazo, que ha estado entre nosotros a mi lado como si me sostuviera. Pretendes que lo haces porque necesitas agarrar tu taza de café.
No quise decirlo como algo horrible, te digo. Lo dije como un elogio.

Pero ya te sientas hacia adelante, sin mirarme, mirando al frente.

Lo que me sorprende de ti, dices mirando al frente, es que después de todos estos años, todos los años en los que hemos estado conversando, piensas que tienes el derecho de decidir, como si fueras Dios, quién soy y quién no soy, y cómo soy y cómo no soy, y qué haría y qué no haría. Pues te diré que no tienes ese derecho. Sólo porque tienes una nueva vida y un nuevo amor y todo un nuevo día con su amanecer y su crepúsculo y todo es nuevo y brillante como en una famosa canción pop, eso no me convierte en una ficción con la que puedes jugar o en una canción vieja y muy usada que puedes elegir no escuchar o que puedes decidir seguir repitiendo en tus oídos cada vez que quieras para que puedas sentirte mejor contigo.

Yo no necesito sentirme bien conmigo, te digo. Y no estoy jugando con nada. No estoy eligiendo repetir nada.

Pero justo cuando lo digo me doy cuenta de que en lo que solía ser el borde de nuestra ventana hay algo diferente. Hay algo como una pieza de madera que nunca había visto antes. Es nueva, como el espejo nuevo que hay en el baño, los pañitos que están en la cocina al lado del fregadero que no son realmente tu estilo, el leve olor en el aire de lo que fue nuestra casa de algo o alguien más.

No pones el brazo donde estaba antes. Así que yo también me muevo. Lo hago como si buscara una posición más cómoda, para recostarme en el otro extremo del sofá. Miro el lugar en el apoyabrazos del sofá donde está la vieja mancha de café. Ha estado ahí por años, la hicimos justo después de comprar el sofá. No se quitaba con nada, ni con la aspiradora. Si la frotábamos con un cepillo y algún tipo de líquido limpiador lo único que lográbamos era hacer que se viera más. No me acuerdo cuál de nosotros dejó la mancha, cuál de los dos puso la taza que dejó la mancha en primer lugar. Podría afirmar que no fui yo, pero no me acuerdo con claridad. Sigo la mancha circular con mi dedo y luego sigo el cuadrado que se formó cuando tratamos de limpiarla.

Ahora me dices, así es como tú eres.

Lo dices en una voz que se supone que suena como mi voz, aunque en realidad no se parece en nada.

Así es como tú eres, te digo. Te lo digo en la misma voz falsa que tú has usado.

De verdad has cambiado, me dices.

No, no he cambiado, te digo.

Eres tan inflexible, me dices. Eres tan increíble que si hubieras sido tú quien hubiera entrado en esa tienda que inventaste para mí para hacerme lucir botarate, inconsistente y arrogante en…

Yo nunca dije que eras arrogante, te digo, o inconsistente.

Sí lo dijiste, me dices. Sugeriste que soy arrogante e inestable. Sugeriste, en tu historia en la que compro instrumentos que no puedo tocar, que soy totalmente idiota y risible.

No, no lo hice, te digo. De hecho estaba tratando de sugerir…

No me interrumpas, me dices. Tú siempre…

No, yo no, te digo.

Yo sé cómo serías tú en esa tienda, me dices. Sé cómo sucedería todo tan pronto cruzaras la puerta.

¿Cómo?, te digo. ¿Cómo sería? ¿cómo exactamente? ¿cómo sería yo?

Sé exactamente cómo te comportarías en un lugar así, me dices.

Dime, termina de decírmelo, te digo. Quiero saber exactamente lo que piensas de mí.

Abrirías la puerta, me dices.

Te apuesto a que sé lo que vas a decir, te digo. Te apuesto a que abro la puerta y voy directamente al mostrador y pido ver todos los instrumentos de cuerda que hay en la tienda, y luego me siento a esperar que la vendedora me traiga el primer instrumento, es una guitarra, y la pone delante de mí. Y cuando la chica se va a buscar el siguiente instrumento saco de mi bolso un alicate. Entonces agarro la primera cuerda de la guitarra con la parte más afilada del alicate y la estiro hasta que se rompe. Y luego corto la siguiente cuerda y la siguiente y la siguiente hasta que corto todas las cuerdas y entonces espero la próxima guitarra. ¿Es eso lo que pasa? ¿Y luego corto todas las cuerdas de todos los instrumentos de cuerda que hay en la tienda? ¿Y me produce un gusto especial cortar las muchas cuerdas de la hermosa arpa que estaba en la vitrina? ¿Es eso lo que pasa? ¿Es así como soy?

Me miras con absoluta sorpresa.

No, me dices.

Eso es lo que te gustaría pensar, sin embargo, ¿no?, te digo. Eso es lo que te gustaría pensar sobre mí.

Ahora me miras con unos ojos precavidos y doloridos.

Lo que iba a decir es esto, me dices. ¿Quieres escuchar lo que te iba a decir?

No, te digo.

Tú abres la puerta, me dices, y es como si entraras en un musical de Hollywood.

Ah! Ya veo, te digo.

Hay una banda sonora brillante, me dices, que empieza a sonar justo cuando abres la puerta y la campanita que está sobre la puerta hace un sonido como ¡plin! Y vas al lugar donde están todos los pianos y hay un hombre sentado tocando los primeros acordes de una canción como “Taking a Chance on Love” o “Almost like being in love” o no, no, ya sé, la canción es “A Tisket a Tasket, I Lost my Yellow Basket”. Y no lo puedes evitar, te recuestas del piano para hablar con el hombre y le dices, ¿sabes que esa canción fue un enorme éxito para Ella Fitzgerald, justo un año después de que Billie Holiday cantara “Strange fruit”? Y si pones las dos canciones juntas y las comparas obtienes un cuadro bastante real de la política racial y de lo que era aceptable y lo que era considerado cierto en ese momento particular de la historia reciente?. Piénsalo, le dices al hombre. Las dos canciones son sobre colores, pero una es acerca de lo que realmente está pasando en el mundo y la otra es más bien una pieza absurda y sin sentido, como una negación de que las palabras puedan significar alguna vez algo, sobre una chica que pierde una cesta amarilla y no sabe si podrá encontrarla. Y ¿adivina cuál de las dos fue un éxito total y se mantuvo de número uno por diecisiete semanas?

Así que yo soy arrogante y sabelotodo, te digo. Ya veo.

Y el hombre se ríe y sigue tocando, me dices. Y luego alguien más comienza a tocar, desde otro piano, uniéndose a la melodía; y luego se une un tercero, hasta que el sitio entero se llena de notas de piano, y tú te vas a la otra habitación donde están los violines y otros instrumentos, todavía puedes oír los pianos al fondo, y entonces tres chicas más bien bonitas se unen a la melodía con sus violines, y es todo de lo más romántico, la canción se ha convertido en una muy romántica versión de sí misma. Y entonces le dices a las chicas al pasar, ¿sabían que hay una segunda parte de esa canción, mucho menos famosa, en la que Ella Fitzgerald encuentra finalmente la cesta amarilla? Es casi tan buena como la original, bueno, yo la prefiero, aunque no tuvo tanto éxito en el momento. Y las lindas violinistas asienten y sonríen, y de pronto, como para complacerte, alrededor de ti todo el mundo comienza a tocar la canción de la que estás hablando y ahora toda la tienda resuena con la melodía. El departamento de instrumentos de viento está lleno de gente tocando trompetas y saxofones y clarinetes que brillan en la luz que baja del techo de la tienda y el sonido que hacen, completando el de los pianos y los violines, es tan ancho como el cielo. El trompetista que está al frente te guiña un ojo y también lo hace una de las chicas que toca saxo. Entonces pasas a la sala siguiente y la sala está llena de niños con instrumentos de viento y de percusión —kazoos, ocarinas, xilófonos, marimbas, castañuelas— y ellos también se unen a la misma melodía, de hecho en todas partes a donde vas en la tienda, en cada departamento, subiendo y bajando pisos, la gente está tocando la misma melodía feliz en cada uno de los instrumentos de esa tienda, es como si toda la tienda estuviera viva, hasta las paredes se mueven al ritmo de la música y la melodía crece y crece, amenazando sólo con llegar al final y disolverse cuando caminas hacia la puerta y estiras la mano para abrirla. Entonces la melodía va disminuyendo, cada vez se escucha más baja, pero de pronto, sólo para ver qué pasa, sueltas la perilla de la puerta y retrocedes tres pasos y como si fuera una broma la música vuelve a sonar altísimo. Y luego, a un ritmo perfecto, siguiendo con total precisión las últimas tres notas de la melodía, abres la puerta, la atraviesas y la cierras y todo el asunto se termina en el simple ¡ping! de la campanita de la puerta que resuena detrás de ti.

Ahí tienes, me dices. Así es como tú eres.

Ahora estoy de pie. Estoy al borde de la furia.

Entonces, te digo. Entonces ¿soy una persona exagerada y dramática, que se las da de sabelotodo y que va por el mundo pensando que es de lo más especial? ¿y a donde quiera que voy doy por descontado que el mundo todo no es más que una orquesta dispuesta a tocar para mí? ¿sólo para complacerme? ¿como si el mundo entero pudiera ser controlado? ¿como si el mundo entero sólo estuviera ahí para servir como mi soundtrack particular?

Sabes que no quise decir eso, me dices.

Pareces a punto de dar tu brazo a torcer. De pronto siento que tengo toda la razón.

¿Así que tú piensas que yo soy el tipo de persona que habla tonterías, en una situación en la que es totalmente inapropiado, sobre cómo una canción es más importante que otra por razones políticas, cuando en realidad, verdaderamente, lo que quisiera es regodearme en cursilerías sin sentido que alimenten mis delirios de grandeza?

¿Qué?, me dices.

En tu cara se nota la sorpresa.

¿Así de arrogante? ¿así de solipsista?, te digo.

Nunca dije nada de solipsista, me dices. Ni siquiera sé lo que eso significa. Nunca dije nada de eso. No me estás entendiendo.

¡Piensas que soy pedante e irresponsable!, te grito. ¿No?

Ahora también tú estás de pie. También estás gritando. Gritas algo sobre ser tan inútil como la envoltura de una cesta. Gritas que tú no eres tan superficial o ignorante o botarate o el tipo de gente que compraría un acordeón por la marca. Entonces, en una lista de adjetivos que suenan de lo más inteligentes me dices lo que soy.

Lo que soy es alguien que se va por la puerta de enfrente.

Lo que hago es cerrarla detrás de mí con un golpe que enfatiza mi propia posición.

Todo el tiempo que camino por la calle, con el portazo que acabo de dar todavía resonando detrás de mí, tengo en los oídos el sonido enloquecedor de esa canción acerca de una chica que pierde su cesta amarilla. Cuando llego al apartamento no hay nadie y me siento en el escalón entre la cocina y la sala y trato de pensar en adjetivos para describirte, adjetivos que pueda lanzarte como si fueran pequeñas piedras afiladas, pero todo lo que puedo escuchar en mi cabeza es la discusión que tiene Ella Fitzgerald con los de la banda:

¿Era verde?
¡No no no no!
¿Era roja?
¡No no no no!
¿Era azul?
¡No no no no!

Creo que recuerdo la voz de Ella Fitzgerald volviéndose cada vez más molesta, aunque de una manera cómica, al escuchar a los chicos de la banda que no dan con el color de la cesta, de manera que para el momento en el que canta la última hilera de noes suena casi furiosa.

Entonces comienzo a preguntarme si recuerdo bien el orden de los colores como es en realidad.
Voy a donde están los CDs. Son mis CDs; no fue difícil traérmelos, porque tú no escuchas mucho jazz. Encuentro el disco. Busco en la lista por el título ‘A Tisket, A Tasket’. Meto el CD en el aparato y mantengo apretado el botón hasta que llega a la canción número ocho.

La canción es una pieza de encanto puro, por el modo como parece coquetear con la tristeza pero se aleja de ella revelando una pérdida que resulta no ser en realidad una pérdida, o que es una pérdida que pretende no serlo, y la leve ronquera de esa Ella Fitzgerald más joven y más brusca, es tan despreocupada cuando canta que parece como si no estuviera consciente de las modulaciones de las que su propia voz será capaz cuando sea más vieja y más sabia. Pero, a fin de cuentas, ¿a qué se refiere esa canción? ¿qué es esa misteriosa cesta? ¿quién es la misteriosa niña que se la roba? ¿por qué Ella Fitzgerald se va a morir si no la recupera?

Cuando la canción se termina estoy riéndome a carcajadas en el escalón de la cocina recordando que dijiste que yo era tan inútil como el envoltorio de una cesta; me muero de la risa y es tanto lo que me río que estoy ya casi al borde del llanto y la siguiente canción, la canción casi melliza de la otra, ‘I Found my Yellow Basket’, me sorprende.

Los chicos de la banda que cantan con Ella Fitzgerald en esta segunda canción son de lo más considerados. Le ofrecen cubrir el costo de la cesta original que perdió en la otra canción.
Oh, no, no es necesario, les dice ella, les tengo buenas noticias, y entonces me doy cuenta, al escuchar la ligereza de su voz cuando canta cómo se siente contenta y aliviada, lo tranquilizador que es que exista una canción en el mundo en la que Ella Fitzgerald logra localizar a la misteriosa niña y encontrar la cesta amarilla. Ella canta sobre lo feliz que es. Luego canta la palabra ‘ahora’ por última vez. Suena tan inocente, tan parecido al sonido alegre de una campana, que me da vergüenza.

Suena el timbre de la puerta.

Afuera hay una gran caja negra. Se ve muy elegante y cara. Se ve nueva. Es tan grande que casi me llega a la cintura. El hombre que la subió por las escaleras está todo rojo y cansado.
Firmo y la arrastro hacia adentro. Es muy pesada. Al principio no tengo idea de qué puede ser.
Entonces entiendo lo que está adentro, por supuesto que es eso, con sus teclas negras y blancas en la oscuridad.

Sé que ninguno de nosotros tiene la más remota idea de cómo tocarlo, ni siquiera de cómo abrirlo y cerrarlo como es debido. Es algo que hay que aprender. En lugar de abrir la caja, abro la nota que vino con ella. Me imagino, antes de abrirla, que dice que éste es parte de un par y que si necesito el otro lo voy a encontrar en tu casa.

Esto es lo que dice la nota:

Tú sí que eres bien especial. De verdad.


Hasta aquí el segundo cuento de Ali Smith. Espero que te haya gustado tanto como a mí.

Un abrazo,

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