martes, 29 de enero de 2008

Weather-speak

Amiga,

Ha estado lloviendo sin parar en estos días y no he tenido ganas de salir a la calle, así que no tengo en realidad novedades “sacadas de la vida misma”. Sin embargo, entre las cosas que estoy leyendo está un libro de una conocida antropóloga, Kate Fox (Watching the English), que muestra muchas de las observaciones que uno haría viendo desde una cultura ajena el modo como funcionan los británicos (el libro está dedicado a la observación de los hábitos de los Ingleses lo que, formalmente, puede excluir a los galeses, los irlandeses y a mis queridos convecinos, los escoceses, pero para los efectos del ojo extranjero son exactamente lo mismo, así que a propósito he traducido “británicos” cada vez que el texto dice “ingleses”).

A falta de un aporte propio, te traduzco, entonces, algunas de las observaciones de Fox sobre el modo de ser de los súbditos de su majestad británica. No hay ninguna sorpresa en el hecho de que la autora comience el libro comentando las típicas conversaciones sobre el tiempo que parecen ser la marca de fábrica de todos los británicos. Aquí va un resumen de ese primer capítulo (dejé en inglés algunos de los diálogos porque me parece que en realidad son intraducibles, sólo coloqué al lado una frase que ayuda a imaginar cómo lo diríamos nosotros, pero que no pretende ser una traducción de la conversación). Esto es lo que dice Kate Fox:

Cualquier discusión acerca de lo que hablan los británicos, como cualquier conversación británica, debe comenzar con El Clima. Y con el fin de hacer honor a ese protocolo tradicional, debo, como todo el que ha escrito sobre la idiosincracia británica, citar el famoso comentario del Dr. Johnson: “Cuando dos ingleses se encuentran, lo primero que comentan es el clima”, y señalar que esta observación es tan acertada hoy como lo era hace doscientos años.
Este sin embargo es el punto en el que la mayoría de los observadores se detiene o intenta, y no lo consigue, encontrar una explicación convincente para la ‘obsesión’ de los británicos con el clima. No logran encontrar una explicación porque su premisa es errónea: asumen que nuestras conversaciones sobre el clima son conversaciones sobre el clima. En otras palabras, asumen que hablamos sobre el clima porque tenemos un ferviente (de hecho patológico) interés en el tema. Muchos intentan incluso comprender qué es lo que resulta tan fascinante acerca del clima británico.
(...)
Mi investigación me ha llevado al convencimiento de que los comentaristas no logran ver el meollo del problema, que es que nuestras conversaciones sobre el clima no son en absoluto sobre el clima: la charla sobre el clima, para los británicos, es una especie de código que ha evolucionado para permitirnos superar nuestra reserva natural y lograr hablar entre nosotros. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que ‘Nice day, isn’t it?’ (Bonito día, ¿no?), ‘Ooh, isn’t it cold?’ (¡Oh! No está helado?), ‘Still raining, eh?’ (Sigue lloviendo, ¿no?) y otras variaciones del tema no son un pedido de datos metereológicos: son de hecho saludos, inicios de conversación o intentos fallidos de llenar el vacío. En otras palabras, las conversaciones sobre el clima son una forma de ‘grooming talk’ (¿charlas para hacerse cariño?) –el equivalente humano de lo que se conoce como ‘social grooming’ (acicalamiento social) entre nuestros primos los monos, quienes pasan horas limpiando sus respectivas pieles, incluso cuando están perfectamente limpios, como un modo de mantener el vínculo social.

Las reglas de la charla británica sobre el tiempo

1. La regla de la recirpocidad
Los comentarios sobre el clima se formulan en forma de preguntas (o con una entonación interrogativa) porque requieren una respuesta –pero la reciprocidad es lo que importa, no el contenido. Cualquier comentario interrogativo sobre el clima servirá para iniciar el proceso y cualquier murmullo de confirmación (o incluso casi una repetición, como ‘Yes, isn’t it?’) será suficiente como respuesta. Los rituales de la conversación sobre el clima suenan con frecuencia como una especie de catecismo, o como los intercambios entre el sacerdote y los feligreses en una iglesia: ‘Señor, ten piedad de nosotros’; ‘Cristo, ten piedad de nosotros’; ‘hace frío ¿no?’; ‘sí, hace frío’.
No es siempre tan obvio, pero todas las conversaciones británicas sobre el clima tienen una estructura particular, un inconfundible patrón rítmico, lo que para un antropólogo es la inmediata señal de un ‘ritual’. Hay una clara sensación de que estos intercambios son ‘coreografiados’, conducidos de acuerdo a reglas no escritas pero aceptadas de manera tácita.
La regla del contexto
La regla principal se refiere a los contextos en los cuales la conversación sobre el clima puede usarse (...). La conversación sobre el clima puede usarse:
* como un simple saludo
* como una forma de romper el hielo con el fin de conversar después sobre otra cosa
* como un tema ‘desplazado’, que funciona para llenar los vacíos cuando la conversación sobre otros asuntos deja de funcionar y hay una pausa incómoda o rara.

La regla del acuerdo
Los británicos claramente han elegido un aspecto apropiado de nuestro mundo natural como facilitador social: la naturaleza caprichosa y errática de nuestro clima asegura que haya siempre algo nuevo que comentar, algo que nos sorprenda, sobre lo que podamos especular, lamentarnos o, tal vez más importante, estar de acuerdo. lo que nos trae a otra regla importante de las conversaciones británicas sobre el clima: siempre hay que estar de acuerdo.
Se considera una seria ruptura de la etiqueta no responder positivamente a los comentarios sobre el clima. Cuando el sacerdote dice, ‘Señor, ten piedad de nosotros’, no respondes ‘Bueno, de hecho ¿por qué tendría él que tener piedad de nosotros?’. Lo que haces es entonar, como es debido, ‘Cristo, ten piedad de nosotros’. Del mismo modo, se considera una falta de educación responder, cuando se nos dice ‘Oh, isn’t cold?’, algo así como ‘No, actually, it’s quite mild’ (‘No, de hecho me parece que no hace frío’). Si se escucha atentamente –como yo lo he hecho– a cientos de conversaciones sobre el clima, se puede constatar que ese tipo de respuestas es muy rara, casi imposible de encontrar. Nadie te va a decir que hay una regla sobre esto, nadie está consciente de estar siguiendo una regla: simplemente es algo que se hace.
Si deliberadamente rompes esta regla (como yo lo hice en varias ocasiones, en interés de la ciencia) la atmósfera se pone tensa e incómoda, incluso agresiva. Nadie se va a quejar o hacer una escena sobre el asunto (tenemos reglas acerca de quejarnos y hacer escenas) pero se ofenderán y esto va a mostrarse de maneras sutiles. Puede que haya un silencio incómodo, luego alguien puede decir, ‘Well, it feels cold to me’ (‘bueno, a mi me parece que hace frío’), o ‘Really? Do you think so?’ (‘¿de verdad te parece?’), o más probablemente cambiarán de tema o seguirán hablando acerca del clima entre ellos, de manera educada aunque fría, ignorando tu indiscreción. En círculos realmente diplomáticos pueden intentar ‘cubrir’ tu error ayudándote a redefinirlo como un asunto de gusto o de idiosincracia personal más que como un hecho concreto. Entre gente realmente muy cortés, en respuesta a tu ‘No, de hecho me parece que no hace frío’ puede que, después de una pausa levemente embarazosa, alguien te diga ‘oh, tal vez tú no sientes el frío, mi marido también es así; siempre piensa que la temperatura es tibia mientras yo estoy tiritando y quejándome; tal vez las mujeres sienten más frío que los hombres, ¿no crees?’


Hasta aquí la traducción... espero que sirva para disculpar mi obsesión con el clima.
ESTÁ EN EL AMBIENTE!

viernes, 25 de enero de 2008

En un centro comercial

Amiga,

Hace unos días fui sola por primera vez al centro comercial que está a unos quince o veinte minutos de aquí, en Livingston. Más que un centro comercial es una ciudad comercial. Un lugar enorme lleno de muchos centros comerciales donde uno puede ver el comportamiento de la gente que compra. Fui a recoger unos lentes que habíamos mandado a hacer unos días antes, así que digamos que tenía una excusa y no fui solamente a mirar vitrinas o con ánimo de compra. La verdad es que –a pesar de lo que Lyo diga- me antojo de muy pocas cosas y prefiero mirar que comprar. Y lo que me resulta más interesante de ver es la gente atareada, que va de un lado para otro y que dice mucho del modo como funciona un país, una cultura.

Pues lo primero que hay que decir es que muy poca gente llega a estos mega centros comerciales en autobús, como llego yo. La gente aquí, como en todos lados, se mueve en sus propios carros y los estacionamientos, cualquier día a cualquier hora, están atiborrados. La crisis del petróleo, los altos costos de la gasolina y todo el tema del calentamiento global están muy lejos de preocupar a los alegres compradores que llenan completamente los estacionamientos de los centros comerciales de Livingston. Los pocos seres que llegamos en autobús pertenecemos a dos categorías de ciudadanos –más bien tres–, los pobres que no tenemos carro, los viejitos que ya no pueden manejar y los jóvenes que todavía no tienen permiso para andar por ahí contaminando el planeta con un vehículo. Lo de ‘pobres’ no lo digo por faltos de dinero, sino por ‘pobrecitos los infelices que no tienen carro todavía’.

En fin, una vez que llegas al centro comercial –debo decir más bien, una vez que elijes a cuál centro comercial quieres ir, entre tantos– te espera invariablemente una multitud de seres que parecen tener una sola idea fija: comprar! Sobre todo en estos días en que todas las tiendas tienen en sus vitrinas la palabra SALE en inmensas letras rojas y todo el mundo sabe que eso significa “comprar sin culpa” como dicen los anuncios del Almondvale Shopping Center. Las rebajas –como lo traducirían los españoles- son un acontecimiento que parece único, pero que en realidad sucede regularmente dos veces al año, todos los años. Las tiendas se deshacen de la mercancía sobrante a principios de año y a mediados. Así que es seguro que en enero y a finales agosto todo va a estar a mitad de precio. Pero la gente no parece estar al tanto de ese detalle y las compras compulsivas en las rebajas parecen parte de un bien aceitado mercado de consumidores.

Así que lo primero que ves al llegar son hordas de gente entrando y saliendo con bolsas que dicen SALE. Señoras y viejitos, muchachas y jóvenes, mamás con sus tres o cuatro criaturas, algunos hombres solos, todos compran y miran y compran. Si uno compara estas hordas de compradores con los patrones de consumo a los que uno está acostumbrado allá en la tierruca la diferencia es considerable. Para nosotros, un centro comercial es un lugar para relajarse, para pasear, conversar, tal vez comer algo y seguir conversando. Ocasionalmente compramos una que otra cosa y luego nos sentamos a tomarnos un café y a seguir conversando. Aquí, el centro comercial parece un lugar de trabajo, no de distracción. La gente está tan concentrada en la tarea de comprar que tiene por delante, que no parece disfrutar el lugar en lo más mínimo. De hecho, creo que los centros comerciales aquí no están diseñados para que la gente disfrute los espacios, sino para pasar de largo, para ir rápidamente de una tienda a otra y cumplir de manera eficiente con la apremiante labor de comprar. Hay muy pocos lugares donde sentarse, muy poco espacio para caminar, casi ninguna vista hacia afuera porque no habría nada interesante que ver (hay incluso un centro comercial subterráneo en el centro de Edimburgo!).

Cuando he cumplido a mi vez con mi tarea de buscar mis lentes, es decir, hacer mi parte del trato que es comprar algo, me dedico con menos culpa a mirar a la gente que pasa, sentada en un Starbucks –emblemática encarnación del capitalismo salvaje, como Lyo siempre insiste en objetar. Además de las bolsas de compras, lo más característico de la gente que transita por estos lugares es una especie de tensión que uno podría –como se dice- cortar con un cuchillo. La gente no habla, no conversa como uno, gesticulando, riendo, a veces subiendo la voz más de lo necesario. La gente aquí se mueve silenciosamente, en grupos de dos o solos. Se sientan a tomarse un café y a comerse un sanduche en el más extremo silencio y cuando conversan todos miran hacia el grupo o la pareja que habla como una rareza. A veces el ruido viene de una mamá que regaña a su hijo, o de un par de señoras de avanzada edad que se han reunido para ponerse al día y lanzan cada tanto una sonora carcajada. Pero esas son excepciones que confirman la regla: esta es una multitud silenciosa y tensa.

La excepción son los adolescentes. Todos parecen sacados de las revistas de moda. Se esmeran en vestirse, peinarse y maquillarse para ser vistos. Andan en hordas, como en todas partes, y parecen concentrados sólo en sí mismos o en la pareja que están tratando de atraer en ese momento. A pesar del frío que evidentemente hace fuera del área climatizada del centro comercial, se empeñan en andar con la menor cantidad de ropa posible. Necesitan mostrar lo que tienen porque saben muy bien que están en un mercado demasiado competido y que sus esbeltas figuras no les van a durar para siempre. Y ahí está un contraste que también salta a la vista, por muy descuidado que sea el observador: aquí parece haber sólo dos tallas de gente, los jóvenes delgadísimos y los viejos obesos. La etapa de transición debe suceder en lo que llamaríamos la edad productiva y esa gente está a estas horas en sus respectivas oficinas, así que no los vemos en un centro comercial a las once de la mañana.

Termino mi café y me voy encaminando a la puerta, tengo que ver el horario de los autobuses para decidir si espero afuera o si me refugio un rato más en el clima cuidadosamente controlado del pasillo cubierto. Cuando me encamino a la puerta escucho gritos y veo que todo el mundo voltea a mirar. Un hombre vestido de traje negro y camisa blanca, con unos zapatos de salir que evidentemente no está acostumbrado a usar, le grita a voz en cuello a una mujer vestida de blanco. La mujer tiene la cara roja de vergüenza y responde algo inaudible, una misma frase que parece repetir insistentemente. La mujer está parada cerca de la entrada de uno de los restaurantes, el hombre viene por el pasillo hacia ella y los gritos crecen a medida que se acerca, al contrario de lo que sería lógico. Es evidente que el hombre quiere ser visto y escuchado, aunque parece tan furioso que no está consciente de que está ofreciendo un espectáculo. Todo el mundo duda entre detenerse a mirar o seguir su camino. Nadie parece interesado en intervenir.

Un poco más atrás viene otro hombre, más joven que el primero y vestido de un modo menos formal. El hombre más joven también habla alto, pero no se entiende si se dirije al tipo que grita o a la mujer que susurra. Hay un claro parecido de familia entre los dos hombres, pueden ser hermanos o primos. Como vengo por el pasillo de frente hacia ellos me da tiempo de mirarlos sin parecer entrépita. Basta con disminuir el paso y tratar de escuchar. Pero no entiendo nada de lo que dicen, su acento es fuertemente local y lo que gritan es una larga ristra de palabras sin pausa, no hay ninguna palabra suelta que pueda captar, ni una maldición, ni un si o un no. Pero los gestos dicen mucho. Sin duda el hombre le reclama algo a la mujer y ella parece excusarse o disculparse. Ahora, aparece una segunda mujer que viene cargando con el bolso y el abrigo de la primera y al mismo tiempo se abrocha el suyo y se coloca los guantes. Siempre hay gente así, que en momentos de crisis tienen la suficiente serenidad para pensar en los asuntos más prácticos. Es obvio que las dos parejas estaban comiendo en uno de los restaurantes por alguna ocasión especial, ¿un aniversario, tal vez? Es obvio que la comida salió mal. Tal vez la mujer decidió conversar en lugar de quedarse callada y su marido consideró que había hablado de más o dicho algo inconveniente. Como sea, al estallar el conflicto todos se levantaron de la mesa, unos primero que los otros, unos más furiosos que otros. Y la mujer de pensamiento práctico quedó de última con la responsabilidad de recoger los abrigos y las carteras.

Cuando la mujer vestida de blanco se coloca encima su chaqueta gris todos se disponen a salir. El hombre no ha dejado de gritar en todo este tiempo. La mujer ya no habla, parece haber dicho una y otra vez todo lo que tenía que decir. El hombre le coloca una mano en la espalda y prácticamente la empuja hacia afuera aún antes de que termine de cerrarse el abrigo. La otra pareja los sigue, en silencio ya, conscientes de que todo el mundo los mira. El intenso regaño continúa afuera, pero yo me quedo adentro, decidida a no seguir presenciando el abuso, el exagerado despliegue de poder, la humillación. Ya decía yo que la tensión podía cortarse con el filo de un cuchillo.

viernes, 18 de enero de 2008

Miradas

Amiga,

En algún lado leí que nadie puede mirar como los británicos. El verbo en inglés es stare, que significa “mirar fijamente” y que se traduce en la vida real en algo como un escrutinio largo y denso que bordea la agresividad. Basta un paseo al abasto de la esquina para comprobar la teoría en un vecindario escocés. Uno abre la puerta de la calle y enseguida varias persianas se entrecierran, las cortinas se mueven en algunas ventanas. Los vecinos observan con la curiosidad del que está acostumbrado a las mismas rutinas diarias y de pronto se encuentra con una novedad. Yo soy la novedad. Aparte de la evidente diferencia étnica, soy un bicho raro también por otra razón: me abrigo siempre más de la cuenta. Además de un sobretodo largo hasta las rodillas, uso guantes, gorro y bufanda, cuando todos los demás salen con apenas una chaqueta, a veces incluso abierta, en franco desafío a los elementos. La gente por aquí parece tener como lema aquella frase del prócer que aprendimos con tanta solemnidad en la infancia: “si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Yo no internalicé nunca semejante espíritu de lucha. Los elementos siempre pueden más que yo.

Una vez cruzada la plaza sólo he superado el primer escrutinio. Un par de señores de edad avanzada acaba de estacionar en la orilla de la acera y se cruzan conmigo. Sus miradas tienen un tono más de alerta que de curiosidad. Tratan de descifrarme y el hecho de que los mire directo a los ojos y sonría a modo de saludo no parece ayudar. Aquí todos se sienten con derecho a contemplarte largamente, pero no parece permitido que devuelvas la mirada. El especimen observado debe ser humilde, debe aceptar el escrutinio ajeno con la cabeza gacha y sin ánimo de retribución. Si devuelves la mirada, tu gesto -que pretendía ser amigable- puede ser considerado un desafío.

Dejo atrás a la pareja de ancianos que sin duda continúa observándome mientras me alejo, tengo un pelo demasiado largo, oscuro y ensortijado para sus estándares. Avanzo hacia la primera tienda, donde venden periódicos, cigarrillos y una gran cantidad de otras cosas que van desde chocolates hasta tarjetas de felicitación. Es lo más cercano a una bodega que uno puede encontrar por aquí. La tienda tiene una ventana amplia que le sirve de vitrina, para que los potenciales clientes se hagan una idea de lo que hay adentro. En este caso la vitrina parece funcionar alrevés y es el transeúnte el que se ofrece como entretenimiento a los que están en la tienda. Me miran desde adentro mientras paso y aunque sonrío, más para mis adentros que para el público cautivo, nadie parece darse por aludido.

Unos pasos más adelante hay un centro de salud. No es un hospital, sino uno de esos lugares a los que la gente va a verse con su GP –un médico general- para que le prescriba medicinas. El tema del sistema de salud en este país daría para llenar unas diez notas, así que lo dejo por ahora. Frente al dispensario –vamos a llamarlo así por economía del lenguaje- hay un estacionamiento público y la gente que viene a hacer sus compras al abasto parece estacionarse ahí cuando no hay puestos en la calle. Me cruzo con varios vecinos cargados de bolsas. Todos me miran, más o menos detenidamente, menos una mujer joven que, una fracción de segundo después de cruzarse con mi mirada observa detenidamente las llaves de su carro. Supongo que es su manera de decirme que me entiende, que ella también ha sido objeto de las miradas fijas de sus vecinos y que sabe lo incómodo que resulta. Noto que todos los vecinos que salen del abasto cargan al menos cuatro bolsas de plástico. Ninguno parece haber aceptado el llamado ecologista de usar bolsas permanentes de tela, para salvar al planeta de la contaminación ambiental. Yo, que cargo mi bolsa verde bajo el brazo, me siento algo fuera de lugar militando en la causa ambientalista en un lugar en el que los propios dolientes hacen caso omiso del supuesto peligro.

Cuando finalmente entro al abasto me espero una lluvia de miradas, pero apenas hay un par de clientes y la verdad es que nadie me hace el más mínimo caso. Mientras elijo mi pollo orgánico, mis frutas y mi ensalada, una señora con su hija se entretiene decidiendo cuál caja de comida congelada va a comprar esta vez. Después de meter en la cesta el obligado queso feta y el yogurt griego voy rauda y veloz a la caja porque tengo hambre y no quiero tardarme más de la cuenta. Mientras pago, se para detrás de mí un muchacho joven en mangas de camisa, con un litro de leche en la mano. Siempre me tardo más de lo debido, porque todavía me cuesta reconocer algunos billetes y monedas y porque además tengo que ubicar con cuidado todos los productos en mi bolsa ecológica. Cuando ya estoy lista, me ajusto el gorro y la bufanda y me vuelvo a poner los guantes. En ese tiempo el joven del litro de leche paga y se dispone a salir. Ahora soy yo quien mira fijamente al extraño especimen que se atreve a exponerse en mangas de camisa a uno de los climas más hostiles del universo. Salgo detrás de él y lo observo. El único gesto que delata que podría estar consciente de la temperatura es que guarda la mano que le queda libre en el bolsillo del pantalón.

Regreso caminando detrás del joven sin termostato, apesadumbrada por mi debilidad y falta de resistencia. En la cuadra y media que me separa de mi hogar dulce hogar voy pensando que tal vez me he imaginado todo y que, en realidad, a ningún vecino le interesa mi tránsito por el vecindario. Pero no he terminado de acariciar este reconciliador pensamiento cuando una mano blanca aparece claramente por una ventana haciendo el típico gesto del saludo: es Susan, la vecina, quien ha estado midiendo cada uno de mis pasos desde que aparecí al final de la plaza para calcular el momento exacto en que voy a verla y hacer el gesto que acaba de confirmarme que no hay quien mire como los súbditos británicos.

lunes, 14 de enero de 2008

46


Amiga,

Nos ponemos viejas, no hay remedio! El sábado cumplí 46. He estado tratando de escribir algo que no me suene demasiado manoseado sobre el tema, pero no creo que sea posible. Después de los cuarenta no parece lógico comentar la edad, ni siquiera celebrar, hasta que uno llegue a los ochenta, cuando cada año que se suma es más bien un milagro. No me preocupa demasiado ponerme vieja, me preocupa mucho más quedarme sin ganas, sin proyectos, sin ilusiones. Iniciar la segunda mitad de mis cuarenta en el exilio me asusta y no sé si el pánico va a producir un salto hacia adelante o una parálisis que termine empujándome de nuevo hacia atrás. La verdad es que ya no sé qué está atrás y qué es lo que puedo considerar que me queda por delante. En fin, te dije que no había logrado encontrar nada que decir que no fuera un lugar común. Escribir sobre cumplir años está demasiado cerca de lo cursi, ¿no?

Te acompaño esta mini nota con una foto de la calle principal de nuestro pueblito escocés en el día de mi cumpleaños, sólo por aligerar el tono.

jueves, 10 de enero de 2008

Visita a la universidad

Amiga,
Ayer fui por primera vez a encontrarme con la gente del departamento de idiomas que me estaba esperando desde septiembre del año pasado. Me presentaron a todo el mundo, eché varias veces el cuento de lo que se supone que estoy investigando en mi año sabático, me invitaron a grabar alguna cosa en español para los estudiantes de traducción e interpretación y a dar alguna charla sobre mi trabajo a los postgraduados. Caminando por los intrincados pasillos del departamento no pude menos que pensar que el trabajo académico tiene sus encantos: el contacto con la gente joven, la rutina de las cosas pendientes que siempre parecen urgentes, el intercambio con los colegas que están todo el tiempo planeando algo que hacer. Y no me quedó otra que reconocer que el trabajo universitario tiene también serias desventajas: el contacto con la gente joven, la rutina de las cosas pendientes que siempre parecen urgentes, el intercambio con los colegas que están todo el tiempo planeando algo que hacer y que inevitablemente te involucra... no estoy segura de querer volver a esa relación de amor-odio con un tipo de trabajo que tiene virtudes que coinciden tan exactamente con los defectos.

La verdad es que la gente aquí es de lo más amable, nada que ver con los insufribles londinenses. No hay un solo escocés en el Departamento de idiomas, lo que no deja de ser interesante. Los colegas que conocí hablan francés, italiano, español, probablemente alemán y se comunican todos en los más variados acentos del inglés que te puedas imaginar. Debo decir que entendí a casi todo el mundo, menos a una chica irlandesa que tenía el acento más cerrado que he escuchado por aquí. Con todos los demás creo que respondí correctamente a todas las preguntas, aunque no puedo evitar sentir que la gente se impacienta cuando uno tarda más de un par de segundos buscando una palabra que se le escapa en un idioma que uno no está acostumbrado a hablar.

El resultado de la ronda departamental es que ya tengo mi carnet de visitante y puedo comenzar a usar la biblioteca, así que ya me tocará aventurarme un poco más fuera de la casa. Por ahora, he tenido suficiente del mundo de afuera. Demasiado viento, demasiado frío, demasiada lluvia. Me gustaría quedarme encerrada una semana más para recuperar fuerzas, pero el fin de semana es mi cumpleaños y ya planeamos varias salidas a diferentes sitios.
No me llevé la cámara, así que no tengo fotos que mostrarte de la universidad, pero cuando vuelva me la llevo. El campus tiene un par de cosas interesantes: un lago enorme con cisnes blanquísimos que caminan frescos por ahí; varias esculturas interesantes al aire libre, una de ellas una ninfa asomada a un pozo que da frío verla. Ya te la mostraré...

De regreso me vine sola, con detalladas instrucciones de Lyo sobre dónde bajarme y hacia dónde caminar. El camino de la universidad a la casa es una línea recta, casi todo es verde por ambos lados y punteado de motas blancas: ovejas! Tú te quejas que tienes vacas en tu vecindario, pues aquí tenemos vacas, caballos, ovejas, muchos pájaros negros y blancos (cuervos y gaviotas, hasta donde puedo entender), sin contar los perros y gatos domésticos. Estamos en el campo, pues, igual que tú.

Me bajé una parada antes, así que tuve que caminar una cuadra de más. Se dice fácil, pero en el eterno frío del polo es mucho más dramático de lo que parece. Aproveché para meterme en el abastico de la esquina a comprar algo para la cena. El abastico tiene lo necesario y es de lo más cómodo, porque literalmente está en la esquina. Lo que más me gusta comprar es yogurt. Suena tonto, pero el yogurt estilo griego que venden aquí es lo más delicioso que te puedes imaginar y lo más parecido a un postre que no produce culpa. Pero también hay buenas frutas y vegetales, pollo, carne, pescado, distintos arroces incluyendo el basmati que es el que más me gusta, buenos quesos... y panes semi crudos que metes al horno y se cocinan perfectos. En fin, quien diga que no se come bien aquí es porque no se ha metido en el abasto de la esquina.

Al llegar a la casa escuché las noticias y resulta que no soy yo la única que anda quejándose del viento y del frío. La tormenta de ayer fue realmente espantosa: hubo carros y camiones volcados por el viento, árboles y techos caídos, cantidad de gente se quedó sin electricidad y el puente que pasa sobre el río Forth fue cerrado por horas. El caos del tráfico fue impresionante.
Hoy amaneció oscuro, es la una de la tarde y sigue oscuro. Está cayendo un aguanieve desde hace más de una hora y la verdad es que no tengo intenciones de asomar la nariz para afuera. Sigo viendo la película del invierno escocés a través de mi ventana...

martes, 8 de enero de 2008

Sobre Atwood y escribir

Amiga,

Aunque el propósito declarado de estas notas es contarte cómo es vivir de este lado del mundo, la verdad es que la meta no declarada es contarte lo que estoy haciendo, como hemos hecho siempre en las cartas que nos hemos escrito durante tanto tiempo. Y, como sabes, parte importante de lo que hago es leer. Estoy leyendo, entre otras cosas, un libro de Margaret Atwood, The Blind Assassin. ¿Te acuerdas que te recomendé leerla la última vez que conversamos? Pues estoy siguiendo mi propio consejo. Anoche conseguí un párrafo que inmediatamente pensé traducirte para este blog:

¿Por qué será que necesitamos tan desesperadamente hacer memoria de nosotros mismos? Incluso cuando todavía estamos vivos. Deseamos reafirmar nuestra existencia, como los perros que orinan en los hidrantes. Desplegamos nuestras enmarcadas fotografías, nuestros apergaminados diplomas, nuestros trofeos de plata; grabamos con monogramas nuestra lencería, marcamos los árboles con nuestros nombres, los inscribimos en las paredes de los baños. Todo forma parte del mismo impulso. ¿Qué esperamos? ¿aplauso, envidia, respeto? ¿o simplemente atención, de cualquier tipo que podamos obtener? En el mejor de los casos queremos un testigo. No podemos soportar la idea de que nuestras propias voces caigan finalmente en el silencio, como un radio que se apaga.

El impulso de escribir está siempre acompañado por el impulso de preguntarse por qué escribimos. Las respuestas más simples a esa pregunta son las que nos permiten seguir escribiendo, así que sin más vueltas voy a aceptar la respuesta de Margaret Atwood: escribo porque necesito dejar mi marca en el hidrante más cercano, o en el poste de la esquina, para ponerlo en palabras más familiares. En todo caso, creo que también escribo para dejarme a mí misma un testimonio de lo que he sido. En estos días en que estoy removiendo viejos papeles, viejos cuadernos y libros, estoy de algún modo reencontrándome con la persona que fui y que ha quedado ya tan lejos que a veces incluso me cuesta reconocerla.

He llenado decenas de cuadernos con notas, ideas, fichas de libros, citas traducidas o no, apuntes de clases dadas o recibidas. Algunos de esos cuadernos se han perdido para siempre, los dejé botados en algún lado en las más de veinte mudanzas que me he impuesto en la vida. Pero algunos han sobrevivido y hoy he estado leyéndolos, mientras intento ordenar esta casa para que se parezca más al lugar en el que quiero vivir. En uno de esos cuadernos –con fecha de 1989- encontré este mini cuento que te copio aquí para que veas cómo escribir es también un modo de dejar testimonio de lo que hemos sido:

Todos los abuelos. Los tíos y los primos. Todos los que porque te aman y los amas amarran tu alma a una quietud estúpida que se parece tanto a la invalidez, a la idiotez, a la incapacidad de hacer y sentir. Todos arrasados. Para que quede solamente un lugar penumbroso, una silla, una mesa, papeles y palabras y papeles en los que crees que vas a encontrar otra vez un equilibrio. Te sueñas en la más cerrada soledad cuando te descuidas y el odio se te sale de las jaulas. Cuando no te descuidas sonríes, caminas con cierto apuro, sientes que todo importa, besas, y el único rastro que queda es el gesto rápido –tan rápido que no parece cruel– con el que matas los insectos.

(Qué tentación la de corregir lo ya escrito!! Hay al menos tres correcciones que tuve la urgencia de hacer, pero te juro que he copiado exactamente lo que está en mi cuaderno. Hace años que he querido escribir una colección de cuentos brevísimos, todos ellos llenos de pequeñas desgracias. Tengo al menos unos diez regados en distintos papeles. Creo que copié algunos en mi compu hace tiempo... ese es otro de los proyectos que debo retomar.)

Pero a veces la gracia de escribir no está en dar a conocer lo que uno escribe, sino en saber que puedes hacerlo. Y redescubrirlo años después, cuando crees que nunca más vas a poder escribir una línea decente.

Primavera



Aquí está la foto de la misma placita que tenemos enfrente, en todo su esplendor primaveral. La tengo como foto de fondo en la entrada del escritorio de mi compu y decidí no cambiarla para que me sirva de "motivación" -como dice Lyo- para recordar que después de estos tiempos de heladas, lluvias y oscuridad va a venir un tiempo mejor.

Estoy en proceso de traducir un fragmento de Atwood para ti, te lo subo más tarde.


un abrazo

lunes, 7 de enero de 2008

deuda pendiente


Amiga,
Encontré la cámara!
Esta es la foto que te debía: es la placita que está frente a la casa... TODA LLENA DE NIEVE! ... creo que el impacto es más grande si ves la foto de la misma plaza en primavera, así que te la muestro mañana...