viernes, 25 de enero de 2008

En un centro comercial

Amiga,

Hace unos días fui sola por primera vez al centro comercial que está a unos quince o veinte minutos de aquí, en Livingston. Más que un centro comercial es una ciudad comercial. Un lugar enorme lleno de muchos centros comerciales donde uno puede ver el comportamiento de la gente que compra. Fui a recoger unos lentes que habíamos mandado a hacer unos días antes, así que digamos que tenía una excusa y no fui solamente a mirar vitrinas o con ánimo de compra. La verdad es que –a pesar de lo que Lyo diga- me antojo de muy pocas cosas y prefiero mirar que comprar. Y lo que me resulta más interesante de ver es la gente atareada, que va de un lado para otro y que dice mucho del modo como funciona un país, una cultura.

Pues lo primero que hay que decir es que muy poca gente llega a estos mega centros comerciales en autobús, como llego yo. La gente aquí, como en todos lados, se mueve en sus propios carros y los estacionamientos, cualquier día a cualquier hora, están atiborrados. La crisis del petróleo, los altos costos de la gasolina y todo el tema del calentamiento global están muy lejos de preocupar a los alegres compradores que llenan completamente los estacionamientos de los centros comerciales de Livingston. Los pocos seres que llegamos en autobús pertenecemos a dos categorías de ciudadanos –más bien tres–, los pobres que no tenemos carro, los viejitos que ya no pueden manejar y los jóvenes que todavía no tienen permiso para andar por ahí contaminando el planeta con un vehículo. Lo de ‘pobres’ no lo digo por faltos de dinero, sino por ‘pobrecitos los infelices que no tienen carro todavía’.

En fin, una vez que llegas al centro comercial –debo decir más bien, una vez que elijes a cuál centro comercial quieres ir, entre tantos– te espera invariablemente una multitud de seres que parecen tener una sola idea fija: comprar! Sobre todo en estos días en que todas las tiendas tienen en sus vitrinas la palabra SALE en inmensas letras rojas y todo el mundo sabe que eso significa “comprar sin culpa” como dicen los anuncios del Almondvale Shopping Center. Las rebajas –como lo traducirían los españoles- son un acontecimiento que parece único, pero que en realidad sucede regularmente dos veces al año, todos los años. Las tiendas se deshacen de la mercancía sobrante a principios de año y a mediados. Así que es seguro que en enero y a finales agosto todo va a estar a mitad de precio. Pero la gente no parece estar al tanto de ese detalle y las compras compulsivas en las rebajas parecen parte de un bien aceitado mercado de consumidores.

Así que lo primero que ves al llegar son hordas de gente entrando y saliendo con bolsas que dicen SALE. Señoras y viejitos, muchachas y jóvenes, mamás con sus tres o cuatro criaturas, algunos hombres solos, todos compran y miran y compran. Si uno compara estas hordas de compradores con los patrones de consumo a los que uno está acostumbrado allá en la tierruca la diferencia es considerable. Para nosotros, un centro comercial es un lugar para relajarse, para pasear, conversar, tal vez comer algo y seguir conversando. Ocasionalmente compramos una que otra cosa y luego nos sentamos a tomarnos un café y a seguir conversando. Aquí, el centro comercial parece un lugar de trabajo, no de distracción. La gente está tan concentrada en la tarea de comprar que tiene por delante, que no parece disfrutar el lugar en lo más mínimo. De hecho, creo que los centros comerciales aquí no están diseñados para que la gente disfrute los espacios, sino para pasar de largo, para ir rápidamente de una tienda a otra y cumplir de manera eficiente con la apremiante labor de comprar. Hay muy pocos lugares donde sentarse, muy poco espacio para caminar, casi ninguna vista hacia afuera porque no habría nada interesante que ver (hay incluso un centro comercial subterráneo en el centro de Edimburgo!).

Cuando he cumplido a mi vez con mi tarea de buscar mis lentes, es decir, hacer mi parte del trato que es comprar algo, me dedico con menos culpa a mirar a la gente que pasa, sentada en un Starbucks –emblemática encarnación del capitalismo salvaje, como Lyo siempre insiste en objetar. Además de las bolsas de compras, lo más característico de la gente que transita por estos lugares es una especie de tensión que uno podría –como se dice- cortar con un cuchillo. La gente no habla, no conversa como uno, gesticulando, riendo, a veces subiendo la voz más de lo necesario. La gente aquí se mueve silenciosamente, en grupos de dos o solos. Se sientan a tomarse un café y a comerse un sanduche en el más extremo silencio y cuando conversan todos miran hacia el grupo o la pareja que habla como una rareza. A veces el ruido viene de una mamá que regaña a su hijo, o de un par de señoras de avanzada edad que se han reunido para ponerse al día y lanzan cada tanto una sonora carcajada. Pero esas son excepciones que confirman la regla: esta es una multitud silenciosa y tensa.

La excepción son los adolescentes. Todos parecen sacados de las revistas de moda. Se esmeran en vestirse, peinarse y maquillarse para ser vistos. Andan en hordas, como en todas partes, y parecen concentrados sólo en sí mismos o en la pareja que están tratando de atraer en ese momento. A pesar del frío que evidentemente hace fuera del área climatizada del centro comercial, se empeñan en andar con la menor cantidad de ropa posible. Necesitan mostrar lo que tienen porque saben muy bien que están en un mercado demasiado competido y que sus esbeltas figuras no les van a durar para siempre. Y ahí está un contraste que también salta a la vista, por muy descuidado que sea el observador: aquí parece haber sólo dos tallas de gente, los jóvenes delgadísimos y los viejos obesos. La etapa de transición debe suceder en lo que llamaríamos la edad productiva y esa gente está a estas horas en sus respectivas oficinas, así que no los vemos en un centro comercial a las once de la mañana.

Termino mi café y me voy encaminando a la puerta, tengo que ver el horario de los autobuses para decidir si espero afuera o si me refugio un rato más en el clima cuidadosamente controlado del pasillo cubierto. Cuando me encamino a la puerta escucho gritos y veo que todo el mundo voltea a mirar. Un hombre vestido de traje negro y camisa blanca, con unos zapatos de salir que evidentemente no está acostumbrado a usar, le grita a voz en cuello a una mujer vestida de blanco. La mujer tiene la cara roja de vergüenza y responde algo inaudible, una misma frase que parece repetir insistentemente. La mujer está parada cerca de la entrada de uno de los restaurantes, el hombre viene por el pasillo hacia ella y los gritos crecen a medida que se acerca, al contrario de lo que sería lógico. Es evidente que el hombre quiere ser visto y escuchado, aunque parece tan furioso que no está consciente de que está ofreciendo un espectáculo. Todo el mundo duda entre detenerse a mirar o seguir su camino. Nadie parece interesado en intervenir.

Un poco más atrás viene otro hombre, más joven que el primero y vestido de un modo menos formal. El hombre más joven también habla alto, pero no se entiende si se dirije al tipo que grita o a la mujer que susurra. Hay un claro parecido de familia entre los dos hombres, pueden ser hermanos o primos. Como vengo por el pasillo de frente hacia ellos me da tiempo de mirarlos sin parecer entrépita. Basta con disminuir el paso y tratar de escuchar. Pero no entiendo nada de lo que dicen, su acento es fuertemente local y lo que gritan es una larga ristra de palabras sin pausa, no hay ninguna palabra suelta que pueda captar, ni una maldición, ni un si o un no. Pero los gestos dicen mucho. Sin duda el hombre le reclama algo a la mujer y ella parece excusarse o disculparse. Ahora, aparece una segunda mujer que viene cargando con el bolso y el abrigo de la primera y al mismo tiempo se abrocha el suyo y se coloca los guantes. Siempre hay gente así, que en momentos de crisis tienen la suficiente serenidad para pensar en los asuntos más prácticos. Es obvio que las dos parejas estaban comiendo en uno de los restaurantes por alguna ocasión especial, ¿un aniversario, tal vez? Es obvio que la comida salió mal. Tal vez la mujer decidió conversar en lugar de quedarse callada y su marido consideró que había hablado de más o dicho algo inconveniente. Como sea, al estallar el conflicto todos se levantaron de la mesa, unos primero que los otros, unos más furiosos que otros. Y la mujer de pensamiento práctico quedó de última con la responsabilidad de recoger los abrigos y las carteras.

Cuando la mujer vestida de blanco se coloca encima su chaqueta gris todos se disponen a salir. El hombre no ha dejado de gritar en todo este tiempo. La mujer ya no habla, parece haber dicho una y otra vez todo lo que tenía que decir. El hombre le coloca una mano en la espalda y prácticamente la empuja hacia afuera aún antes de que termine de cerrarse el abrigo. La otra pareja los sigue, en silencio ya, conscientes de que todo el mundo los mira. El intenso regaño continúa afuera, pero yo me quedo adentro, decidida a no seguir presenciando el abuso, el exagerado despliegue de poder, la humillación. Ya decía yo que la tensión podía cortarse con el filo de un cuchillo.

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