lunes, 28 de noviembre de 2011

En la república sin límites


Amiga,

(El viernes pasado me llevé la compu para la biblioteca y te escribí el texto que te copio abajo. Estuvimos paseando el fin de semana y es hoy que me siento a subirlo a este blog nuestro).

Nos queda sólo una semana en Londres y yo no te he escrito ni siquiera una línea para contarte mis impresiones de la ciudad. Así que hoy me traje la compu a la sala en la que leo en la British Library y desde aquí te escribo con una sensación de estar en uno de los pocos lugares en los que siento que no tengo que pedir permiso para existir. Estoy sentada en el puesto 3119, en una de las zonas de la sala de Humanidades en las que el techo es más alto y por las claraboyas se puede adivinar la claridad del cielo que sigue vivo arriba.

Ayer, mientras entraba a la biblioteca pensé que ninguna ciudad es una cosa única para quien la vive o la padece. La ciudad está hecha de fragmentos: el recorrido que hacemos de la casa al abasto, de la casa al lugar de trabajo, al cine o al museo. Las ciudades son recorridos, preestablecidos o inesperados, pero siempre parciales. La ciudad nunca es toda ella una experiencia que se pueda abarcar. Así que sólo puedo contarte de mi Londres particular. Este Londres que está hecho de retazos y que se centra en el barrio en el que viví antes, el muy historiado Bloomsbury, con Russell Square y el Museo Británico en el ombligo.

Mi Londres tiene dos polos: el lado sur del Támesis, desde Waterloo Bridge hasta la Tate Modern y el puente del milenio, y la zona de la British Library, con la estación Saint Pancras dominando todo el horizonte. Podría agregar otros dos lugares para completar los puntos cardinales: la zona de los cines y las librerías en el cruce entre Shaftebury Avenue y Charing Cross Road y las callecitas laberínticas alrededor de Covent Garden y el obelisco minúsculo donde confluyen las Seven Dials. Pero está también la zona del mercado de Camden Town, al norte; y las callecitas alrededor de Spitalfields al este, en la ciudad vieja. No soy muy amiga de los espacios monumentales de Westminster, donde está el Big Ben, el parlamento y el palacio real, pero me gustan los parques –el Green Park y el St. Jame’s Park– a los que esta vez no me he acercado, pero espero poder visitar antes de irme.

No he tenido tiempo de volver a ver todo, porque he estado tratando de armarme un ritmo de trabajo y lo que hago, después de flojear un poco en la mañana, es enfundarme en un abrigo y caminar las dos cuadras escasas que me separan de la British Library. Al llegar tengo siempre la sensación de estar entrando, si no en el territorio, al menos en las vecindades de la tribu a la que pertenezco. Y cuando me dieron al llegar mi pase de lector, sentí que me estaban otorgando el pasaporte que me acreditaba como ciudadano de esta república. Un país virtual al que pertenecen todos los seres, de la nacionalidad que sea, que aman los libros y todo lo que se relaciona con ellos.

No me cuesta nada reconocer que los académicos son seres insoportables, sean estudiantes o profesores o aspirantes a cualquiera de las dos posiciones. Y si hay una sub-especie más insoportable que todos los demás modos de ser académico, es ésta que pulula alrededor de la British Library. Sin embargo, cuando has pasado suficiente tiempo entre ellos y conoces las virtudes y los defectos de esta tribu, y sabes cómo pasar de largo por lo que más te molesta, terminas entendiendo que la pertenencia es precisamente eso: reconocer al otro dentro de tu misma especie. Porque también se trata de aceptar que, a pesar de todo, me siento más cómoda entre los intelectuales y los académicos que se pasan el día entre libros y documentos, que rodeada de cualquier otro tipo de seres con preferencias distintas. ¡Qué le vamos a hacer!

Así que ésta es mi república elegida, amiga. Y cuando entro a la sala de Humanidades 2 y tomo posesión de un asiento con mi libreta y mi lápiz, casi siempre buscando una afinidad con los números que me haga sentir que algo en el universo funciona bajo una especie de orden, me siento en casa. Recuerdo los cuatro años que estuve aquí, en esta misma sala, leyendo, pensando y escribiendo mi tesis doctoral. En esos cuatro años en que la nostalgia, la oscuridad y la furia no me dejaban vivir, lo único que podía soportar era este refugio de madera y papel. Mientras estaba aquí me sentía en paz. Cuando salía, junto con el frío y la lluvia, me golpeaba el alma la certeza de no estar en el lugar en el que debía estar.

Y ahora vuelvo a sentir lo mismo. Es decir, la paz de estar en un lugar que me acepta sin ningún requisito. O más bien con el único requisito de compartir la pasión por los libros, por las palabras. El otro sentimiento, el que siento al salir de aquí –esa sensación de estar en un lugar al que no me amaño– no ha desaparecido. Pero ahora es un extrañamiento que se ha vuelto parte de lo cotidiano. Me he acostumbrado a no pertenecer y me parece una sensación cada vez más natural. Es el modo de estar en el que me he instalado ya para siempre.

Pero debo reconocer que todo ha cambiado y ahora esta tribu se ha adaptado a los tiempos y a las nuevas tecnologías. Por todas partes hay gente con un aparato enfrente ­–computadoras, iPads, teléfonos, tabletas de diversos tipos– comunicándose con alguien que está en otro lado o navegando por un mundo virtual que está muy lejos de este. Ese cambio ha convertido a esta tribu, que antes tenía una edad promedio de –digamos– treinta y cinco años, en una multitud de postadolescentes ansiosos de ver y ser vistos.

Y los pasillos de la biblioteca que antes estaban casi vacíos ahora están atiborrados de una multitud de seres que no parecen pertenecer del todo, que tal vez no tengan siquiera acceso a las salas, pero viven desde los márgenes la experiencia vicaria de formar parte de esta comunidad de lectores. Y esta república generosa los acoge sin mezquindades ni exclusiones, en las decenas de sillas, bancos, banquitos y banquetas que han instalado en cada espacio disponible, y hasta en el piso cuando las sillas no alcanzan.

Tal vez por eso, y aunque la ciudad que dejo afuera cuando me encierro aquí me llama a recorrerla, a volver a ver los lugares conocidos o a explorar lo mucho que todavía no conozco, siento que es aquí donde tengo que estar y vuelvo a refugiarme todos los días en esta sala de altos techos y en los libros que descubro con una alegría tal vez digna de mejores causas. He estado leyendo sobre la literatura del exilio, sobre nuestros autores desterrados, como Teresa de la Parra. Por eso no te he contado largo de Londres. Pero ya encontraré un tiempo para escribirte sobre el par de cosas que he hecho afuera de la biblioteca.

Mientras tanto, te mando un abrazo oloroso a libros,

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jueves, 3 de noviembre de 2011

A Londres


Amiga,

Estamos otra vez haciendo maletas. Te escribo desde un escritorio invadido por cerros de ropa interior y potes de cremas humectantes, con la maleta abierta al lado, despanzurrada y llena. Nos vamos a Londres a pasar un mes y aunque el viaje nos pone ahorita los pelos de punta, nos anima la idea de pasar cuatro semanas en la gran ciudad.

Lyo amaneció canturreando la canción de Sabina que dice que uno no debe volver al lugar donde ha sido feliz. Pero como yo no fui exactamente feliz en Londres, no creo en sus malos augurios. Creo más bien que siempre es emocionante volver a un lugar que uno conoce bien, aunque no sea el lugar al que uno pertenece. Vamos a estar apenas a unas cuadras de donde vivimos los cuatro años que estuvimos en Londres, cuando éramos más jóvenes y teníamos por delante un futuro largo que incluía volver a la tierruca y arraigarnos tal vez para siempre.

Esta vez el futuro es bastante más incierto y sin duda más corto. No nos espera ninguna forma de arraigo cuando se terminen las cuatro semanas citadinas. Pero mientras estemos allá, en una de las capitales del mundo, nos esforzaremos por volver a verlo todo, por llenarnos la memoria de asfalto y los pulmones de smog. Volveremos a sentirnos en el centro del universo. Y nos quejaremos de las multitudes, de lo maleducados que son los londinenses, del tráfico, del ruido.

Pero le daremos a la gran ciudad una nueva oportunidad de sorprendernos y atraparnos. Caminaremos por las calles como si perteneciéramos, porque sabemos que en realidad nadie pertenece aunque todos se sientan en casa en la metrópoli. Nos sentiremos ignorados, masificados, convertidos en multitud. Seremos dos más entre muchísimos y nadie nos mirará ir o venir. Nos disolveremos y la disolución nos hará libres.

Así que aquí vamos, con todo y gato, a entregarnos a la gran ciudad. Ya te iré contando mis andares citadinos.

Mientras tanto, te mando un abrazo viajero,

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