jueves, 3 de noviembre de 2011

A Londres


Amiga,

Estamos otra vez haciendo maletas. Te escribo desde un escritorio invadido por cerros de ropa interior y potes de cremas humectantes, con la maleta abierta al lado, despanzurrada y llena. Nos vamos a Londres a pasar un mes y aunque el viaje nos pone ahorita los pelos de punta, nos anima la idea de pasar cuatro semanas en la gran ciudad.

Lyo amaneció canturreando la canción de Sabina que dice que uno no debe volver al lugar donde ha sido feliz. Pero como yo no fui exactamente feliz en Londres, no creo en sus malos augurios. Creo más bien que siempre es emocionante volver a un lugar que uno conoce bien, aunque no sea el lugar al que uno pertenece. Vamos a estar apenas a unas cuadras de donde vivimos los cuatro años que estuvimos en Londres, cuando éramos más jóvenes y teníamos por delante un futuro largo que incluía volver a la tierruca y arraigarnos tal vez para siempre.

Esta vez el futuro es bastante más incierto y sin duda más corto. No nos espera ninguna forma de arraigo cuando se terminen las cuatro semanas citadinas. Pero mientras estemos allá, en una de las capitales del mundo, nos esforzaremos por volver a verlo todo, por llenarnos la memoria de asfalto y los pulmones de smog. Volveremos a sentirnos en el centro del universo. Y nos quejaremos de las multitudes, de lo maleducados que son los londinenses, del tráfico, del ruido.

Pero le daremos a la gran ciudad una nueva oportunidad de sorprendernos y atraparnos. Caminaremos por las calles como si perteneciéramos, porque sabemos que en realidad nadie pertenece aunque todos se sientan en casa en la metrópoli. Nos sentiremos ignorados, masificados, convertidos en multitud. Seremos dos más entre muchísimos y nadie nos mirará ir o venir. Nos disolveremos y la disolución nos hará libres.

Así que aquí vamos, con todo y gato, a entregarnos a la gran ciudad. Ya te iré contando mis andares citadinos.

Mientras tanto, te mando un abrazo viajero,

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