martes, 27 de marzo de 2012

Sin pelos


Amiga,

¡Ya es primavera! Esta mañana me levanté con el sol encima, antes de que sonara el despertador –lo que en mi caso es una absoluta rareza– y sentí en el aire el sonido de la nueva estación. Pajaritos revoloteando, perros ladrando en el patio, gaviotas apareándose en los techos lanzando sus graznidos inconfundibles. Anoche, por primera vez en meses, dormimos con una rendijita de la ventana abierta y por ahí se colaron los ruidos del mundo.

No hay muchas flores todavía, aunque nuestro jardincito del frente está lleno de narcisos, como puedes ver en la foto. Tampoco ha dejado en realidad de hacer frío, sobre todo en las noches. Pero esta mañana me afeité las piernas, lo que se ha vuelto para mí un signo de que el invierno acaba de pasar. Suena raro, pero desde que vivo en este lado del mundo ni me molesto en afeitarme en invierno, ¿para qué? Con las piernas peludas paso cuatro o cinco meses al año. Los pelos me abrigan, me hacen sentir que estoy más cerca de un estado animal en el que tal vez sea más natural soportar el invierno.

Una vez se me ocurrió comentar esto ante un grupo de señoras que hablaban de la comodidad de los baños y de lo imprescindible que era tener en la ducha un lugar donde apoyar la pierna para afeitarse. Después de que yo lanzara mi extraña diatriba sobre los pelos y el invierno hubo un silencio seco. De esos silencios que te hacen saber que nadie va a discutirte lo que acabas de decir, estás en tu derecho, pero: ¡qué horror!

Así que nunca más he comentado mi maravillosa solución para defenderme del frío. Hasta ahora que es otra vez primavera y acabo de afeitarme las piernas y se me ven de los más tersas y civilizadas. Desde hoy hasta septiembre –o tal vez principios de octubre– voy a parecer un poco menos bárbara. Ya tengo unas falditas que, cuando el tiempo lo permita, usaré hasta en la calle para dejar que mis piernas agarren un rayito de sol y algo del color que una vez tuvieron.

Mientras tanto, salgo en faldas, pero con medias gruesas que dejan pasar el aire apenas ...y sueño con el verano que está a la vuelta de la esquina.

Te mando un abrazo pelado,

r

jueves, 22 de marzo de 2012

Los bárbaros de Baricco


Amiga,

Estoy descubriendo a Alessandro Baricco como quien descubre el agua tibia: con una sensación de profundo e infinito agradecimiento. El lunes me llegó su libro Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación (Anagrama, 2008) y ya hoy estoy terminando de leerlo. Se podría decir que no hay en ese libro nada nuevo y, sin embargo, todo suena a descubrimiento recién hecho. Tal vez de ahí viene la sensación de estar descubriendo el agua tibia. Esa sensación de felicidad ingenua de dar en el clavo una vez más, pero sintiéndolo en carne propia como si fuera la primera vez.

No importa cuántos libros se hayan escrito sobre el modo en que nuestra cultura está cambiando, cada vez que un pensador sensible e ingenioso vuelve a dar en el mismo clavo con una imagen potente, el descubrimiento parece renovarse con bríos y nos llena de una especie de euforia anticipada. Eso si estamos al mismo tiempo aterrados y fascinados con el cambio que ya está aquí, que tiene años llegando sin que lo viejo parezca terminar de irse. Describir desde ahora ese cambio, ese futuro que se avecina de manera mucho más acelerada de lo que a veces somos capaces de percibir los que venimos de atrás, produce una forma de nostalgia al revés, de deseo de porvenir que tal vez no llegue a ser para nosotros nada más que eso.

Porque los que hemos vivido la primera mitad de nuestra vida en el siglo XX sabemos que estamos condenados a recordar un tiempo en el que había otro modo de hacer las cosas, en el que no había celulares, ni correos electrónicos, ni tabletas, ni computadoras portátiles... ¡ni computadoras de ningún tipo! En mucho menos tiempo de lo que creemos ya no existirá la memoria viva de esa época. Hasta los que crecimos sin computadoras nos vamos a avergonzar de haber vivido alguna vez en esa oscura era de la prehistoria.

Pero sabemos también que sólo viéndolo desde ese pasado que sigue tercamente sobreviviendo en el presente podemos medir las extraordinarias dimensiones del cambio que estamos presenciando. Un cambio que viene de todos lados pero que, aunque sea económico en su base –siempre lo material construyendo posibilidades de abajo hacia arriba–, es ante todo un cambio de percepción, un cambio cultural. Es una invasión bárbara, en la metáfora no tan irónica de Baricco. Pero él lo dice mejor que yo y a fin de cuentas empecé a escribirte esta entrada para citarlo a él. Así que aquí está un fragmento que me encanta:

Me bullían en la cabeza estos pequeños descubrimientos, realizados al ir a observar los saqueos de los bárbaros. Era todo lo que sabía de ellos. Cómo luchaban. (...) Me parecía evidente que si sabía leerlos en su conjunto, como un único movimiento armónico, entonces habría visto al animal: corriendo. A lo mejor entendería adónde se dirigía, y qué clase de fuerza empleaba, y por qué corría. Era como intentar unir las estrellas en la figura completa de una constelación: ése sería el retrato de los bárbaros.
Una innovación tecnológica que rompe con los privilegios de una casta, abriendo la posibilidad de un gesto a una población nueva.
El éxtasis comercial que va a poblar ese gigantesco ensanchamiento de los campos de juego.
El valor de la espectacularidad, como único valor intocable.
La adopción de una lengua moderna como lengua base de toda experiencia, como condición previa para todo acontecimiento.
La simplificación, la superficialidad, la velocidad, la medianía.
El pacífico acomodo a la ideología del imperio americano.
El laicismo instintivo, que pulveriza lo sagrado en una miríada de intensidades más leves y prosaicas.
La sorprendente idea de que algo, cualquier cosa, tenga sentido e importancia únicamente si consigue encarnarse en una secuencia más amplia de experiencias.
Y ese sistemático, casi brutal, ataque al tabernáculo: siempre, y sea como sea, contra el rasgo más noble, culto, espiritual de todos y cada uno de los gestos.
No tengo dudas, tengo que decirlo sinceramente: no tengo dudas de que ésa sea su forma de luchar. No tengo dudas sobre el hecho de que todos esos movimientos los hacen de forma simultánea, y que por tanto a sus ojos representan un único movimiento; somos nosotros los que estamos ciegos y no lo entendemos, para ellos es muy simple: se trata del animal que corre, amén. Y nosotros no nos damos cuenta, pero en el fondo ya hemos metabolizado ese movimiento, esa carrera la conocemos (...). Hasta el punto de que cuando no se encuentra uno de esos elementos, no nos contesta cuando pasamos lista, nosotros lo buscamos, si señor, vamos a buscarlo porque nos hace falta. Como en el caso de los libros (...) donde todo eso se encuentra, salvo la innovación tecnológica, ésa no se encuentra; y entonces, mira por dónde, uno va a buscarla, casi la implora, yendo a preguntar a los escritores si escribir en computadora ha cambiado las cosas (...) y terminamos con la pregunta de las preguntas, que insoslayablemente se le hace a todos los Nobel, y que es si el libro tiene algún futuro todavía, si un objeto tan antiguo y obsoleto puede resistir aún algunos años más; pero la respuesta también entonces es implacable, y dicen que no se ha inventado todavía nada mejor, algo tecnológicamente más refinado y formidable, porque ninguna pantalla es mejor que la luz reflejada de la tinta y es un asco intentar llevarse la laptop a la cama para leer ahí a Flaubert o a Dan Brown. Por tanto, el desarrollo tecnológico no existe. Aunque en el fondo nos disgusta. Así resultaría todo más comprensible, si la humanidad leyera ya sobre un único soporte (...), sin hilos, en el que, según nuestros deseos, aparecieran los periódicos, los libros, los cómics, y los links de todas las clases, y fotos y películas...

Hasta aquí Los Bárbaros. Supongo que te parecerá obvio por qué elegí precisamente esta cita. En el año 2006 Baricco estaba prefigurando ya la existencia de un aparato que condensaría el gesto –como él dice– a partir del cual se realizaría el asalto final a la ciudadela de la cultura letrada: el iPad. No está de más recordar aquí que esta tableta fue lanzada al mercado en abril del 2010, ¡hace apenas dos años! ... y ya parece como si hubiera estado aquí desde siempre, porque la necesidad existía desde antes y era posible predecirla. Para todos los efectos, cuentan también los lectores electrónicos: cualquier aparato que sirva para llevarse a Faulkner a la cama, como diría Baricco.

Y no es tanto el asombro de la predicción lo que me ha hecho escribirte está entrada ya demasiado larga, es más bien una forma de reconocimiento a eso que se llama de manera más bien vaga “crítica cultural”. Porque es un gusto ver cómo las mentes más lúcidas que trabajan en ese campo, que intentan comprender y traducir las tendencias de la cultura en que viven –desde Barthes hasta Bourdieu, pasando por García Canclini, Beatriz Sarlo o Josefina Ludmer– son capaces también de predecir el gesto que vendrá. Y es ahí donde creo que vale la pena seguir pensando o seguir creyendo que hay un lado del pensamiento académico que vale la pena salvar.

Bueno, amiga, fin de la clase. Me voy con mi música a otra parte.

Abrazos bárbaros!

r

martes, 20 de marzo de 2012

¡Calorones!


Amiga,

Desde hace años he estado vanagloriándome -echándomelas, para decirlo en criollo- de que la menopausia no me ha producido ningún efecto secundario. Mi argumento era inapelable: mi mamá ni se enteró cuando pasó el umbral de la infertilidad, ergo, yo iba a tener una menopausia tan falta de acontecimientos como lo dictaba la ley de la herencia. Craso error: ¡los calorones ya están aquí!

Todo empezó por las noches. A pesar del frío intenso que existe en esta parte del globo, más cerca del polo norte de lo recomendable, a veces me levantaba por las noches empapada en sudor. Al principio pensé que era porque me seguía arropando con un edredón demasiado grueso cuando la temperatura ya estaba subiendo. Entonces me desarropaba un rato, para volverme a arropar cuando comprobaba que el frío polar seguía afuera. Después pensé que estaba demasiado amuñuñada con mi otra mitad y me arrimaba al otro extremo de la cama tratando de no despertarlo. Pero el calorón seguía por un rato más y podía literalmente sentir las gotas de sudor bajándome por el cuello hasta el ombligo.

Este fue el primer aviso. Pero como todo sucedía de noche y en medio del sueño, no le di importancia. Ahora los calorones me asaltan después de desayunar, a media tarde, antes de acostarme mientras me unto cremas que me prometen un cutis más terso... Ahora los calorones llegan sin aviso a cualquier hora del día. Insisto: ¡del día! Un día que aquí sigue siendo oscuro y helado, porque no estoy al borde de una playa en Margarita. Estoy en un pueblito escocés donde hoy, 20 de marzo, el termómetro sigue sin remontar los diez grados centígrados.

Así que no tengo ya ninguna manera de disimularlo. Los calorones de la menopausia están aquí y quién sabe cuánto duren. El único consuelo que tengo es que cada vez que siento subir a mi cara y a mis orejas la oleada hirviente sé que me esperan unos minutos de alivio del frío intenso que hace afuera. Para un bicho tropical ese calorón es una especie de dejavú, un regreso inesperado al clima de la tierruca.

Lo que no sé es qué voy a hacer cuando el calorón aparezca en pleno verano. Pero para eso falta mucho todavía. Así que, por ahora, trato de verle el lado nostálgico al asunto. Ya me quejaré cuando el calor de adentro se iguale al calor de afuera y me toque maldecir mi suerte una vez más.

Por ahora, te mando un abrazo menopáusico (¡aunque suene horrible!),

r

viernes, 16 de marzo de 2012

Cuerpos solos


Amiga,

Hace unos días vimos un programa en BBC Scotland sobre la morgue de Edimburgo. Las imágenes se han quedado conmigo por varios días y tengo la impresión de que la razón es que hay ahí una especie de verdad condensada -si es que hay verdades- que me gustaría dejar anotada aquí.

La gente se muere en esta ciudad de cuatro causas principales: alcohol, drogas, suicidio y soledad. No todo el mundo claro. El programa se refería a la gente que aparece muerta en lugares públicos o sola en su casa, sin nadie que la acompañe en sus horas finales o la lleve a un hospital o se haya encargado de sus últimos deseos. Estamos hablando de cuerpos solos, de desconocidos o desintegrados. Gente que muere en las calles, a la intemperie o casi.

Esa es la gente que termina en la morgue. Gente cuya muerte es necesario investigar y que muere de un modo que parece revelar tal vez el lado más vulnerable de una sociedad. La gente aquí no muere de disparos de bala, como los 45 o 50 muertos semanales que se registran en Caracas. Aquí no hay armas en las calles y los homicidios casi no entran en las estadísticas. La muerte más violenta es el suicidio y el modo más utilizado por los escoceses para acabar con su propia existencia es la soga. La gente se ahorca, amiga. Cuando no se mata lentamente bebiendo hasta el límite o se inyecta lo que sea que consiga.

Pero lo que más me impresionó del programa sobre la morgue de Edimburgo fueron los muertos solos. Alrededor de cinco cuerpos a la semana llegan a la morgue de la capital de Escocia en avanzado estado de descomposición. La gran mayoría de ellos son personas que vivían solas y que murieron solas. Su presencia en este mundo no le hizo falta a nadie por días y días. Hasta que un cartero que pasaba por ahí sintió un olor putrefacto al abrir la rendija del buzón para dejar caer unos panfletos y llamó a la policía. Es así como descubren los cuerpos de la gente sola. Cuando ya se han llenado de gusanos y el olor que despiden es insoportable.

Si se juntan las piezas de este rompecabezas de la desgracia la imagen que resulta no es precisamente alentadora. Es un mapa de familias rotas, de individuos desagregados, de seres íngrimos que se van consumiendo lentamente sin que a nadie le importe. Y no hay que estudiar las estadísticas o ver un programa en la tele para comprobarlo. Basta con subirse en un autobús suburbano.

Ayer me fui en el autobús número 400 al centro comercial. Es una ruta que va de un hospital a otro y que usan más que todo viejitos. Aunque algunos se saludan al entrar o salir, la mayoría viajan solos. Entran y salen solos, con dificultad, pero dignamente. Cuando se bajan del 400 se quedan en la acera mirando a los lados, como si por un momento hubieran perdido el sentido de orientación o hubieran dejado de entender la lógica del mundo. Después echan a andar, lentísimo. Y uno no puede evitar pensar que tal vez se han equivocado de parada, que tal vez están caminando para el lado que no es. ¿Cuántos de esos cuerpos van a terminar en la morgue?

Cuando regresaba del centro comercial mi vecina me llamó desde la puerta de su casa. Me invitó a entrar. Su casa huele a cigarro. Es un olor que parece estar incrustado en las paredes, en la alfombra, en todos los muebles. Su excusa era darme unas fishcakes que alquien le había regalado y ella no se iba a comer. Siempre nos regala comida que le sobra. Tal vez piensa que nosotros no tenemos suficiente, porque venimos de un lugar del mundo donde la pobreza es un mal mayor.

Pero en realidad la torta de pescado era sólo una excusa. Lo que quería era mostrarme la nueva andadera que le dieron para caminar cuando necesite salir a la calle. La andadera estaba en el centro de la sala y ella la señalaba como quien demuestra un avance tecnológico casi incomprensible. Me dijo que ya había ido con ella a Livingston y que sentía que la gente se le quedaba mirando. Traté de tranquilizarla y le dije que mucha gente usaba esas andaderas hoy en día y que seguramente nadie la miraba en realidad. Pero no logré convencerla. Ella sabe que el deporte nacional es mirar fijamente todo lo raro.

Hablamos sólo un rato. No le tengo paciencia a mi vecina, ¿qué le vamos a hacer? La mitad de lo que dice no lo entiendo, la otra mitad me deprime. Pero, como siempre, le dije que me llamara si necesitaba cualquier cosa. Al salir, con la ropa impregnada de un penetrante olor a cigarro, pensé que si mi vecina se muere íngrima y sola en esa casa que comparte una pared con la mía, tal vez nadie la eche en falta por días y días. Hasta que llegue el cartero y sienta un olor extraño al abrir la rendija para dejar caer algún catálogo.

Te mando un abrazo desolado,

r

viernes, 2 de marzo de 2012

Escalofríos


Amiga,

Tengo días leyendo nuestro blog con la idea de hacer una selección de textos que puedan publicarse de manera independiente. He quitado las quejas y las historias más íntimas. He pasado por alto los textos de otros que he citado tantas veces aquí y también las traducciones que espero que aparezcan algún día en otra parte. Y el resultado es un largo texto de unas doscientas páginas que ahora tengo que sentarme a editar y a corregir para ver si construyo algo así como un libro que tal vez sea posible publicar algún día.

Ha sido una tarea lenta, pero llena de asombros. Una de las sorpresas es darme cuenta de que si no hubiera escrito algunas de las cosas que me han estado pasando en estos cuatro años no me acordaría de ellas. Otra de las sorpresas ha sido comprobar que poco a poco he dejado de hablar de la tierruca. Supongo que es natural. He dejado de oír la radio venezolana y de leer la prensa de allá. La última vez que lo hice –después de mucho tiempo de abandono– fue el 12 de febrero, a propósito de las elecciones primarias de la mesa de la unidad.

Ese día estuve escuchando la radio a ratos y viendo la televisión online por largas horas. No pude saber hasta el día siguiente los resultados, pero me alegré de los altos números de votantes y pensé que era un buen augurio. Sin embargo, no me senté a escribir sobre el tema y hasta hoy me cuesta expresar abiertamente una opinión que resulte sincera o por lo menos sentida. Porque no es tiempo de andar de pájaro de mal agüero, supongo. Porque me da pena andar echándole a perder el ánimo a todo el mundo. Porque desde aquí siento, cada vez más, que he perdido el derecho a opinar.

Y aún así, aquí estoy dándole vueltas a una idea que necesito poner en la pantalla, si no por otra razón, para que me quede aquí esta memoria de lo que pensé y sentí este febrero, ahora que febrero se ha ido.

Un escalofrío. ¿Cómo más lo puedo explicar? Un escalofrío de incertidumbre, pero también de espanto. Todas las encuestas decían que iba a ganar Carpiles y él tenía cara de triunfador desde el principio. Y yo estuve todo el día con los pelos de punta y con un corrientazo intermitente recorriéndome la espalda. Porque no me gusta Carpiles.

Ahí está. Esa es la verdad. Ese candidato de la unidad me pone los pelos de punta porque tiene cara de halcón implacable, de esos que cuando agarran la presa no la sueltan hasta que le arrancan el último suspiro. Ese candidato no me gusta porque tiene un discurso autoritario y una actitud machista. No me gusta porque su tono resulta amenazante incluso cuando ha seguido al pie de la letra las recomendaciones de sus manejadores de imagen y se muestra conciliador y parece como si creyera en un programa de inclusión que resuena en su voz a palabra hueca.

Ahí está. Ya lo dije. No me gusta el candidato de la unidad.

Reconozco que las mías no son razones de alta política. Pero el autoritarismo, el sectarismo, la tendencia a desdeñar al otro y a hacerlo a un lado no requieren de la razón política: son actos que se cometen y por lo mismo se sienten y se padecen, convirtiendo a la razón –a veces– en una redundancia.

No sé a quién hubiera preferido, porque la oferta no era muy alentadora. Pero justamente ese es el meollo del asunto. Las opciones se han ido condensando en una angosta franja de dirigentes francamente reaccionarios y quienes esperamos líderes con verdadero espíritu democrático nos quedamos al borde del camino soñando quimeras. Es así como me siento frente a las elecciones de la oposición venezolana: huérfana.

De todos modos, por disciplina de militante, si estuviera en la tierruca votaría por Carpiles y me tragaría mis sospechas y mi escalofrío. No es una sensación nueva. Me pasó lo mismo cuando tocó votar por Rosales. Pero si de algo vale un ruego solitario, desde esta esquina desterrada del camino, aquí va mi deseo para el futuro que nos espera: por favorcito, por lo que más quieran, déjennos elegir a alguien que no parezca una réplica pasada por agua de quien ya nos atormenta.

¡No más caudillos! Esa debería ser la consigna de todos los venezolanos, sea cual sea el bando en el que se encuentren, ¿no te parece?

Te dejo aquí un abrazo desinflado,

r