miércoles, 5 de agosto de 2015

Más pobres



Amiga,

El fin de semana pasado fuimos a cambiarle las pilas a nuestros relojes. Esta es una historia en plural porque somos de esas parejas que, hace tiempo y allá lejos, consideraron de lo más bonita la costumbre de comprar dos relojes iguales: uno para él, uno para ella. Era una forma de sellar un compromiso que iba más allá de los anillos, que son las prendas que usualmente se intercambian las parejas. Y, claro, los relojes tenían que ostentar cierto peso. No sólo simbólico. Así que terminamos con dos relojes de marca.
Eran dos relojes discretos, que costaban en el momento un poco más que un reloj normal. Unos cien dólares. Un lujo nada estrambótico. Algo que podíamos pagar allá, hace veinte años, con nuestros sueldos de profesores universitarios. Vinieron otros relojes y otros sueldos. Atravesamos el destierro con todo eso a cuestas. Y llegó el inevitable momento en el que había que cambiar las pilas de los relojes. Lo hicimos varias veces antes y lamento no haber registrado las reacciones anteriores.
En este momento sólo ésta cuenta. Porque veinte años después estamos frente a una señora con cara de pocos amigos que mira los relojes por delante y por detrás, les saca el botón con el que se mueven las manecillas y comprueba que se mueven y después levanta la vista para decirnos cuánto cuesta cambiar las pilas. Es una cifra astronómica. Su cara revela una especie de pena honda. Es la cara de quien tiene que darte muy malas noticias.
Retiro mi reloj del mostrador y digo que no hace falta, que lo uso poco, que puede cambiar sólo la pila del otro reloj. Lyo dice que no, que son los dos o ninguno. La mujer nos mira todavía con cara de funeral anunciado y entra a consultar algo en la parte de atrás de la tienda. Los dos nos quedamos en suspenso. La mujer regresa y nos da un precio definitivo por los dos, que es apenas un poco más barato. Nos parece mucha plata y se lo comentamos.
Su respuesta es de una sinceridad aplastante: No debieron haber comprado unos relojes tan caros. Dicho en criollo: quién los manda a andar de echones. Le dimos la razón, por supuesto. No sin antes aclarar que hace veinte años podíamos darnos ese pequeño lujo.
Moraleja: No hace falta estar allá. Aquí también somos cada vez más pobres. 

Te mando un abrazo con tic, tac,