Amiga,
En estos días en que la escritura se me ha dado como un don
inmerecido me han llegado también dos libros que pedí hace semanas.
Son dos libros de Antonio José Ponte, un escritor cubano que
descubrí mientras traducía un artículo sobre las ruinas de La
Habana del que te hablé hace un tiempo. Llegaron tarde los dos y al
mismo tiempo. En cada uno hay dos libros de relatos, así que en
total tengo de pronto cuatro libros de Ponte, cuando antes no tenía
ninguno, sólo noticias y citas y su imagen en un documental que
lleva el título de uno de sus cuentos.
Nada más abrir el libro Un seguidor de Montaigne mira La Habana,
me encuentro con un fragmento que no puedo resistir la tentación de
copiar en este espacio nuestro. Se llama “Un poco de desasosiego”
(esa palabra pessoana que a las dos nos gusta tanto). Lo copio, como
todas las citas que aparecen aquí, a sabiendas de que contravengo
una ley. Esa que dice “queda prohibida la reproducción total o
parcial...”. Infrinjo la ley porque sé que es materialmente
imposible conseguir en la tierruca este libro, publicado
originalmente en Matanzas en 1985 y luego en Madrid, (Verbum 2001),
que es la edición que manejo. Me robo este fragmento para hacerle
honor a su autor, más allá de los derechos de sus editoriales,
porque tal vez este sea el único lugar donde algún lector tenga la
dicha de encontrarse con Ponte. Aquí va:
Hay libros entre los que tengo que ni siquiera hojearé.
Mi biblioteca no es muy grande, cabe toda en un mueble que tiene el
tamaño de un órgano de iglesia. El órgano de una pequeña iglesia.
Los libros que guarda no son de disciplinas muy diversas, alejadas de
mi centro, del centro que presumo tendré, y que seguramente tengo
aunque no llegue nunca a conocerlo. Todos son libros próximos a mí
y, sin embargo, algunos no serán hojeados y no hay razón aparente
para ello. Por esta falta de razón, por esos caprichos, siento
desasosiego.
Tampoco tranquiliza los libros leídos. No importa que los haya
conocido y los recuerde, desde sus anaqueles dirán cosas que se me
escaparon, pensamientos que creí entender y lo hice malamente,
líneas que no atendí, líneas para las cuales no estaba preparado
todavía.
Esa intranquilidad obliga a releerlos.
Se habla bastante de los placeres de la relectura, del misterioso
encuentro entre el lector que somos y el lector que éramos. Nos
parece mentira que un encuentro así, encuentro de gemelos,
reconocimiento más inquietante que el de dos hermanos de una
tragedia antigua, se produzca en un libro.
Un libro nos parece el campo más inesperado de los campos posibles.
La sorpresa nos toca cuando reconocemos en la olvidada figura de una
fotografía al que fuimos hace tiempo, pero es mayor cuando ese
reconocimiento sucede gracias a un viejo libro. La sorpresa es mayor
porque, sin vernos, sabemos que estamos allí y ese presentimiento
vale más que una imagen de fotografía.
No puedo negar nada del placer de la relectura porque me doy
demasiado a él. Pero el placer viene a la larga, primero está esa
desazón de que las cosas pasen sin mí, desazón de haber sido ciego
en la plaza del libro.
He notado que existen lugares en mi casa que no acostumbro a pisar
(equivalen a libros que no hojeo), donde apenas estoy.
Mi casa es amplia y sólo tengo en ella unos pocos rincones que me
son afines, rincones del hábito. La luz y la temperatura y lo
apartado los han decidido y los decide en cada momento mi humor, mi
ocupación o mi aburrimiento. Resultan tan cómodos como unos viejos
zapatos de piel o las piernas de unos jeans gastados: parecen caminar
solos, brindan un cierto automatismo. En esos rincones uno se deja
vivir. Para que no pierdan su calidad de guante justo hay que
habitarlos día a día, releerlos.
Del mismo modo, pienso a veces en que estoy frecuentando poco a
alguna persona, que la olvido. Este pensamiento me saca a la calle o
me acerca a la mesa del teléfono. Si la amistad, el amor, son sueños
que soñamos, llega entonces la siguiente inquietud: ¿y si el otro
no sueña, y si, de pronto, dejáramos de ser soñados?
Da un poco de tristeza ponerse a imaginar tanta gente que no
conoceremos. Gente presta quizás para nuestra alegría, para nuestra
ternura, lista para traicionar y ser traicionada. Gente para envolver
y para ser envuelta... Y no llegaremos nunca a tropezárnosla, no
llegaremos a hojear aquellos libros.
Con las calles me ocurre algo parecido. Paso días sin tomar por una
y me pregunto: ¿tal calle sigue igual, obedece a un trazado?
Inevitablemente la pregunta me empujará fuera de casa. La mayoría
de las veces recorro la ciudad para rectificarla. Doy lo que llaman
una vuelta. Fundador, agrimensor, paseante, ha sido un poco de
desasosiego lo que me ha puesto así. Entonces camino...
Hasta aquí Antonio José Ponte. En estos días en que mis personajes
caminan por las calles de Caracas y me olvido del nombre de los
lugares por donde pasa la vía que va de Bello Monte a Baruta,
quisiera tener la opción de echarme a la calle a recobrar esa ciudad
con la que sueño. Pero sólo me queda la imaginación, fotos que
bajo de internet, algunos mapas y la buena memoria de un marido
caraqueño que a veces me saca de apuros.
Y qué te puedo decir de las personas que ya no frecuento. Frecuencia
de encuentros es algo que se me da poco de este lado del mundo. A no
ser que contemos la frecuente llegada de la tristeza de estar lejos.
Te dejo aquí un abrazo inquietante como una relectura,
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