jueves, 30 de enero de 2014

Ponte y las relecturas



Amiga,

En estos días en que la escritura se me ha dado como un don inmerecido me han llegado también dos libros que pedí hace semanas. Son dos libros de Antonio José Ponte, un escritor cubano que descubrí mientras traducía un artículo sobre las ruinas de La Habana del que te hablé hace un tiempo. Llegaron tarde los dos y al mismo tiempo. En cada uno hay dos libros de relatos, así que en total tengo de pronto cuatro libros de Ponte, cuando antes no tenía ninguno, sólo noticias y citas y su imagen en un documental que lleva el título de uno de sus cuentos.

Nada más abrir el libro Un seguidor de Montaigne mira La Habana, me encuentro con un fragmento que no puedo resistir la tentación de copiar en este espacio nuestro. Se llama “Un poco de desasosiego” (esa palabra pessoana que a las dos nos gusta tanto). Lo copio, como todas las citas que aparecen aquí, a sabiendas de que contravengo una ley. Esa que dice “queda prohibida la reproducción total o parcial...”. Infrinjo la ley porque sé que es materialmente imposible conseguir en la tierruca este libro, publicado originalmente en Matanzas en 1985 y luego en Madrid, (Verbum 2001), que es la edición que manejo. Me robo este fragmento para hacerle honor a su autor, más allá de los derechos de sus editoriales, porque tal vez este sea el único lugar donde algún lector tenga la dicha de encontrarse con Ponte. Aquí va:

Hay libros entre los que tengo que ni siquiera hojearé.

Mi biblioteca no es muy grande, cabe toda en un mueble que tiene el tamaño de un órgano de iglesia. El órgano de una pequeña iglesia. Los libros que guarda no son de disciplinas muy diversas, alejadas de mi centro, del centro que presumo tendré, y que seguramente tengo aunque no llegue nunca a conocerlo. Todos son libros próximos a mí y, sin embargo, algunos no serán hojeados y no hay razón aparente para ello. Por esta falta de razón, por esos caprichos, siento desasosiego.

Tampoco tranquiliza los libros leídos. No importa que los haya conocido y los recuerde, desde sus anaqueles dirán cosas que se me escaparon, pensamientos que creí entender y lo hice malamente, líneas que no atendí, líneas para las cuales no estaba preparado todavía.

Esa intranquilidad obliga a releerlos.

Se habla bastante de los placeres de la relectura, del misterioso encuentro entre el lector que somos y el lector que éramos. Nos parece mentira que un encuentro así, encuentro de gemelos, reconocimiento más inquietante que el de dos hermanos de una tragedia antigua, se produzca en un libro.

Un libro nos parece el campo más inesperado de los campos posibles. La sorpresa nos toca cuando reconocemos en la olvidada figura de una fotografía al que fuimos hace tiempo, pero es mayor cuando ese reconocimiento sucede gracias a un viejo libro. La sorpresa es mayor porque, sin vernos, sabemos que estamos allí y ese presentimiento vale más que una imagen de fotografía.

No puedo negar nada del placer de la relectura porque me doy demasiado a él. Pero el placer viene a la larga, primero está esa desazón de que las cosas pasen sin mí, desazón de haber sido ciego en la plaza del libro. 

He notado que existen lugares en mi casa que no acostumbro a pisar (equivalen a libros que no hojeo), donde apenas estoy.

Mi casa es amplia y sólo tengo en ella unos pocos rincones que me son afines, rincones del hábito. La luz y la temperatura y lo apartado los han decidido y los decide en cada momento mi humor, mi ocupación o mi aburrimiento. Resultan tan cómodos como unos viejos zapatos de piel o las piernas de unos jeans gastados: parecen caminar solos, brindan un cierto automatismo. En esos rincones uno se deja vivir. Para que no pierdan su calidad de guante justo hay que habitarlos día a día, releerlos. 

Del mismo modo, pienso a veces en que estoy frecuentando poco a alguna persona, que la olvido. Este pensamiento me saca a la calle o me acerca a la mesa del teléfono. Si la amistad, el amor, son sueños que soñamos, llega entonces la siguiente inquietud: ¿y si el otro no sueña, y si, de pronto, dejáramos de ser soñados?

Da un poco de tristeza ponerse a imaginar tanta gente que no conoceremos. Gente presta quizás para nuestra alegría, para nuestra ternura, lista para traicionar y ser traicionada. Gente para envolver y para ser envuelta... Y no llegaremos nunca a tropezárnosla, no llegaremos a hojear aquellos libros.

Con las calles me ocurre algo parecido. Paso días sin tomar por una y me pregunto: ¿tal calle sigue igual, obedece a un trazado? Inevitablemente la pregunta me empujará fuera de casa. La mayoría de las veces recorro la ciudad para rectificarla. Doy lo que llaman una vuelta. Fundador, agrimensor, paseante, ha sido un poco de desasosiego lo que me ha puesto así. Entonces camino...


Hasta aquí Antonio José Ponte. En estos días en que mis personajes caminan por las calles de Caracas y me olvido del nombre de los lugares por donde pasa la vía que va de Bello Monte a Baruta, quisiera tener la opción de echarme a la calle a recobrar esa ciudad con la que sueño. Pero sólo me queda la imaginación, fotos que bajo de internet, algunos mapas y la buena memoria de un marido caraqueño que a veces me saca de apuros.

Y qué te puedo decir de las personas que ya no frecuento. Frecuencia de encuentros es algo que se me da poco de este lado del mundo. A no ser que contemos la frecuente llegada de la tristeza de estar lejos.

Te dejo aquí un abrazo inquietante como una relectura,
r

martes, 28 de enero de 2014

Uno de Pacheco


Amiga,

Es terrible que uno recuerde a ciertos escritores justo cuando lee el anuncio de que han muerto. Eso me acaba de pasar con José Emilio Pacheco, que murió esta semana en México. Leí hace mucho tiempo algunos de sus textos y tenía años sin leer nada de él. Sentí el típico remordimiento al saber de su muerte y bajé algunos de sus libros para recordarlo y también para ponerme al día. Entre ellos encontré su libro de poemas en prosa, La edad de las tinieblas (Era, 2009) y lo estoy disfrutando a mares.

Sólo por el gusto de tenerlo aquí en este blog nuestro voy a apropiarme de uno de sus poemas en prosa, que se llama Austral/Boreal. Aquí va:

Diciembre de 1950 en Buenos Aires. Reina el verano en el hemisferio austral. El calor llena de fuego y luz las horas. La evaporación del río que ya es casi mar humedece la gran ciudad como una esponja.
Un niño juega a solas con una esfera de cristal. En su interior nieva sobre un paisaje del norte: una cabaña de troncos a la orilla de un lago. Al mismo tiempo en Toronto que se hunde entre la nieve otro niño observa su propia esfera. Bajo el cristal diluvia arena.
Dice: perdido en el desierto, resisto el simún bajo un cielo de cal en un espacio sin agua. La arena está nevando sobre mi cuerpo. En la circunferencia líquida tengo sed. Bajo las tinieblas ardientes busco el lugar en donde nace el frío. Veo espejismos. Llego a un oasis y en vez de manantiales y palmeras encuentro abetos, un lago congelado y una cabaña.
Estoy, añade, en una bola de cristal llamada Tierra. Su circunferencia es mi límite. En ella deberíamos caber todos porque nos hace iguales el ser distintos. Mientras tanto, aunque la Cruz del Sur y la Estrella Polar no brillarán jamás en el mismo cielo, acepto que tu verano sea mi invierno y mi invierno resulte tu verano.


Hasta aquí el poema de José Emilio Pacheco. Me encanta esa idea de que seres que están en las antípodas pueden imaginarse en el lugar de quien está al otro lado y entrar en su mundo con solo evocarlo. Me gusta el modo como cada personaje puede contarse a sí mismo una historia que lo saca de donde está. Creo que en este mínimo texto está condensada la gracia y la función misma de la literatura. Si es que la literatura necesita de alguna justificación, es precisamente esa: potenciar la capacidad humana de empatía. Trastocar los lugares.

Te dejo aquí un abrazo boreal,
r

jueves, 23 de enero de 2014

Del doble exilio



Amiga,

Esta semana estuve en una conferencia en Durham en la que escuché –nada más y nada menos que– a Gayatri Chakravorty Spivak disertar sobre educación, ética, desarrollo y democracia. Spivak es una de mis heroínas culturales y cada vez me quedan menos en el mundo académico. Así que cuando mi amiga Marcela me avisó que la gran teórica de la subalternidad iba a dar una charla en su universidad, armé mi maruto y para allá me fui en tren, con ánimo de sabiduría y con una cierta nostalgia por mis tiempos de profesora universitaria.

Disfruté el viaje y la larga conversa con Marcela, pero mientras venía de regreso no pude evitar pensar que vivo en una especie de doble exilio. Ya no estoy sólo fuera de mi país sino que estoy también fuera de la profesión que por un tiempo pensé que era el trabajo ideal y mi ocupación definitiva. Porque resulta que así como la distancia de tu país de origen hace que lo veas de otra manera, que comiences por sentirte extraña y termines por pensar que ya no perteneces; así mismo, al salirte de una profesión te va creciendo como una distancia adentro y terminas viendo a los miembros de tu antigua tribu como extraños ejemplares de una especie con la que ya no puedes identificarte.

Esa gente de frente arrugada y eternos lentes de pasta que parecían ser mis congéneres existenciales, me resultan ahora seres reconcentrados en sí mismos, incapaces de empatía con el prójimo y, sobre todo, pomposos habladores de pendejadas, para decirlo en criollo. No es que yo me haya identificado del todo con la especie mientras formaba parte de ella. Por suerte, mientras ejercía de académica podía recordar con claridad una época anterior, cuando yo era una periodista novata que veía de lejos a los académicos como habladores de pendejadas y esa distancia nunca dejó de estar ahí. Sin embargo, ahora los veo más bien como mis antiguos compañeros de celda; como esos que se quedaron a vivir adentro cuando a mí me dieron la libertad condicional.

Ahora no me explico cómo es que llegué a conocerlos tan bien, a compartir sus preocupaciones gremiales, sus tics sociales y sus manías culturales. Ya no puedo tolerar con tanta facilidad el modo como se miden unos a otros a partir de una rápida ojeada a los marcos de los lentes y el material de los bolsos descuidadamente colgados al hombro y siempre cargados de libros. Ahora me cuesta bastante más aceptar sus frases impactantes, casi siempre irónicas, sus juicios lapidarios, su vocación excluyente, su inexplicable fe en un saber que casi siempre es miope, más autista que abstracto y decididamente autorreferencial (ups!).

Tal vez por eso me cuesta creer en la efectividad de una prédica como la de Spivak, a quien escuché ayer durante dos horas exponer sus ideas sobre la importancia de la educación humanística como un contrapeso “lento” a la prisa sin alma de la mentalidad corporativa que se ha adueñado del mundo, incluyendo las universidades. Es una imagen atractiva esa del lento aprender (a leer, a escribir, a pensar, a ver el mundo) frente a la rapidez exigida por una economía para la que son los resultados los que cuentan. Los resultados que se pueden medir preferiblemente en millones contantes y sonantes. Pero las metáforas hermosas no sirven para cambiar el mundo, ni siquiera para “reorientar el deseo” como pide Spivak. Y menos si los agentes de ese cambio pretenden convencer al resto de sus congéneres manteniéndose encerrados con empecinamiento en sus cárceles de palabras.

No me refiero a Spivak, por supuesto. Su activismo es más bien una fuente de inspiración para todo el que esté buscando un ejemplo de cómo salir de las torres de marfil. Me refiero más bien a la sospecha que me asalta cuando asisto a una conferencia como esa en la que la audiencia, habiendo digerido y masticado un discurso que es básicamente una exigencia de toma de conciencia en contra de una universidad cómplice y acomodaticia, produce a continuación un debate en el que lo que se pondera es el alcance de las tensiones que el discurso genera. Me explico (¿cómo dejar de sonar pedante?): el lento aprender sólo le sirve a la erudita audiencia para deconstruir el discurso de militantes como Spivak y quedarse tan frescos.

Es una sospecha que me hace pensar que no son precisamente los más sabios ni los mejor entrenados en el lento arte de pensar los que van a encontrar una alternativa, si la hay, al rápido despeñadero por el que según parece nos enrumbamos. Si de algún lado va a venir la alternativa al pensamiento corporativo, a la expansión del consumo conspicuo como única razón de vida, va a ser de parte de los que a fuerza de frustraciones están ya más allá de la lógica del enriquecimiento como un fin en sí mismo. Y están también más allá de los discursos que nombran los infinitos males del presente. Porque se están forjando día a día un lugar al margen de la competencia despiadada en la carrera por alcanzar fama o dinero o prestigio o renombre y convertir la aspiración a tener más en el único valor posible.

Por eso no será la academia, amiga, la que dé el ejemplo en la búsqueda de un mundo más humano y en el camino hacia la “reorientación del deseo” que pide Spivak. Al menos no en el primer mundo donde el deseo de pasar por encima de todos y de todo parece ya impreso en la piel de quienes sólo aspiran a mantenerse donde están en caso de que no puedan seguir escalando. Y tal vez no pueda ser tampoco un ejemplo en ninguno de los mundos que la misma academia se ha encargado de dividir, catalogar y definir. Porque para encontrar un camino hacia una forma superior de humanidad (sea lo que sea que eso signifique) hay que empezar por reconocer al prójimo como un igual. Y no hay un bicho más egoísta y absorto en su propia parcelita de saber/poder que un académico.

Si hay esperanza, está allá afuera. Donde el vivir lento y al margen de los afanes de la competencia es una forma de resistencia mucho más poderosa y tangible que cualquier programa filosófico.

Al menos eso es lo que pensé esta mañana mientras regresaba de mi incursión por el mundo académico al que una vez pertenecí y del que hoy estoy –también– exiliada.

Te mando un abrazo abierto como las ruinas de una cárcel,
r


miércoles, 1 de enero de 2014

Rituales de Año Nuevo


Amiga,

¿Qué se puede contar un primero de enero? Las fiestas se apagaron ya y queda solamente el silencio y el frío. Llueve. Ya se paró el viento, pero durante todo el día ha soplado terco, haciendo que la lluvia suene en las ventanas. ¿No queda otra cosa que hablar del clima el primero de enero, cuando el clima es horrible en este lugar apartado del mundo?

Ayer estuvimos en el centro de la ciudad viendo los fuegos artificiales, como hemos hecho casi todos los 31 de diciembre desde que vivimos aquí. Sólo hemos faltado un año (¿el 2010?) en el que la lluvia no paró y estábamos a cero grados.

Es un ritual que todo el mundo sigue aquí sin demasiadas ceremonias. La gente se abriga y sale, caminando por la calle en zapatos de goma o botas para espantar el frío. Llevan bufandas y guantes y gorros de colores. Miran los fuegos desde algún lugar céntrico. Y cuando los fuegos terminan se regresan a casa por donde mismo vinieron.

Ayer vimos esos grupos de gente saliendo a despedir el año. Viejos y jóvenes. Familias completas. Parejas de señores mayores tomados de la mano. Al regreso los vimos volver. Despacio por las aceras mojadas. No parecían ni alegres ni tristes. Un año más se había ido y se había cumplido con el ritual de despedirlo mirando estallar en el cielo los fuegos de colores.

Terminados los rituales queda el silencio y el frío. Y una sensación al mismo tiempo triste y alegre: porque todo se acaba: porque todo vuelve a comenzar.

En este año que comienza, como todos los años, con su carga de promesas y su amenaza de decepciones, cumplo con el ritual de desearte todo lo mejor para los próximos doce meses. Cumplo con el deber de tener esperanzas y de compartirlas contigo.

Recibe el ritual abrazo de Feliz Año,
r