jueves, 23 de enero de 2014

Del doble exilio



Amiga,

Esta semana estuve en una conferencia en Durham en la que escuché –nada más y nada menos que– a Gayatri Chakravorty Spivak disertar sobre educación, ética, desarrollo y democracia. Spivak es una de mis heroínas culturales y cada vez me quedan menos en el mundo académico. Así que cuando mi amiga Marcela me avisó que la gran teórica de la subalternidad iba a dar una charla en su universidad, armé mi maruto y para allá me fui en tren, con ánimo de sabiduría y con una cierta nostalgia por mis tiempos de profesora universitaria.

Disfruté el viaje y la larga conversa con Marcela, pero mientras venía de regreso no pude evitar pensar que vivo en una especie de doble exilio. Ya no estoy sólo fuera de mi país sino que estoy también fuera de la profesión que por un tiempo pensé que era el trabajo ideal y mi ocupación definitiva. Porque resulta que así como la distancia de tu país de origen hace que lo veas de otra manera, que comiences por sentirte extraña y termines por pensar que ya no perteneces; así mismo, al salirte de una profesión te va creciendo como una distancia adentro y terminas viendo a los miembros de tu antigua tribu como extraños ejemplares de una especie con la que ya no puedes identificarte.

Esa gente de frente arrugada y eternos lentes de pasta que parecían ser mis congéneres existenciales, me resultan ahora seres reconcentrados en sí mismos, incapaces de empatía con el prójimo y, sobre todo, pomposos habladores de pendejadas, para decirlo en criollo. No es que yo me haya identificado del todo con la especie mientras formaba parte de ella. Por suerte, mientras ejercía de académica podía recordar con claridad una época anterior, cuando yo era una periodista novata que veía de lejos a los académicos como habladores de pendejadas y esa distancia nunca dejó de estar ahí. Sin embargo, ahora los veo más bien como mis antiguos compañeros de celda; como esos que se quedaron a vivir adentro cuando a mí me dieron la libertad condicional.

Ahora no me explico cómo es que llegué a conocerlos tan bien, a compartir sus preocupaciones gremiales, sus tics sociales y sus manías culturales. Ya no puedo tolerar con tanta facilidad el modo como se miden unos a otros a partir de una rápida ojeada a los marcos de los lentes y el material de los bolsos descuidadamente colgados al hombro y siempre cargados de libros. Ahora me cuesta bastante más aceptar sus frases impactantes, casi siempre irónicas, sus juicios lapidarios, su vocación excluyente, su inexplicable fe en un saber que casi siempre es miope, más autista que abstracto y decididamente autorreferencial (ups!).

Tal vez por eso me cuesta creer en la efectividad de una prédica como la de Spivak, a quien escuché ayer durante dos horas exponer sus ideas sobre la importancia de la educación humanística como un contrapeso “lento” a la prisa sin alma de la mentalidad corporativa que se ha adueñado del mundo, incluyendo las universidades. Es una imagen atractiva esa del lento aprender (a leer, a escribir, a pensar, a ver el mundo) frente a la rapidez exigida por una economía para la que son los resultados los que cuentan. Los resultados que se pueden medir preferiblemente en millones contantes y sonantes. Pero las metáforas hermosas no sirven para cambiar el mundo, ni siquiera para “reorientar el deseo” como pide Spivak. Y menos si los agentes de ese cambio pretenden convencer al resto de sus congéneres manteniéndose encerrados con empecinamiento en sus cárceles de palabras.

No me refiero a Spivak, por supuesto. Su activismo es más bien una fuente de inspiración para todo el que esté buscando un ejemplo de cómo salir de las torres de marfil. Me refiero más bien a la sospecha que me asalta cuando asisto a una conferencia como esa en la que la audiencia, habiendo digerido y masticado un discurso que es básicamente una exigencia de toma de conciencia en contra de una universidad cómplice y acomodaticia, produce a continuación un debate en el que lo que se pondera es el alcance de las tensiones que el discurso genera. Me explico (¿cómo dejar de sonar pedante?): el lento aprender sólo le sirve a la erudita audiencia para deconstruir el discurso de militantes como Spivak y quedarse tan frescos.

Es una sospecha que me hace pensar que no son precisamente los más sabios ni los mejor entrenados en el lento arte de pensar los que van a encontrar una alternativa, si la hay, al rápido despeñadero por el que según parece nos enrumbamos. Si de algún lado va a venir la alternativa al pensamiento corporativo, a la expansión del consumo conspicuo como única razón de vida, va a ser de parte de los que a fuerza de frustraciones están ya más allá de la lógica del enriquecimiento como un fin en sí mismo. Y están también más allá de los discursos que nombran los infinitos males del presente. Porque se están forjando día a día un lugar al margen de la competencia despiadada en la carrera por alcanzar fama o dinero o prestigio o renombre y convertir la aspiración a tener más en el único valor posible.

Por eso no será la academia, amiga, la que dé el ejemplo en la búsqueda de un mundo más humano y en el camino hacia la “reorientación del deseo” que pide Spivak. Al menos no en el primer mundo donde el deseo de pasar por encima de todos y de todo parece ya impreso en la piel de quienes sólo aspiran a mantenerse donde están en caso de que no puedan seguir escalando. Y tal vez no pueda ser tampoco un ejemplo en ninguno de los mundos que la misma academia se ha encargado de dividir, catalogar y definir. Porque para encontrar un camino hacia una forma superior de humanidad (sea lo que sea que eso signifique) hay que empezar por reconocer al prójimo como un igual. Y no hay un bicho más egoísta y absorto en su propia parcelita de saber/poder que un académico.

Si hay esperanza, está allá afuera. Donde el vivir lento y al margen de los afanes de la competencia es una forma de resistencia mucho más poderosa y tangible que cualquier programa filosófico.

Al menos eso es lo que pensé esta mañana mientras regresaba de mi incursión por el mundo académico al que una vez pertenecí y del que hoy estoy –también– exiliada.

Te mando un abrazo abierto como las ruinas de una cárcel,
r


No hay comentarios: