martes, 26 de noviembre de 2013

Ajedrez noruego



Amiga,

Hace unas semanas un periódico noruego se propuso montar una partida de ajedrez global –y virtual– entre Noruega y el resto del mundo. La idea parecía simple y divertida. En un tablero virtual, cualquiera que tuviera una dirección terminada en las siglas pertenecientes al territorio noruego (.ne) podía votar por el siguiente movimiento que harían las piezas blancas. El resto del mundo podía votar para producir movidas en las piezas negras. Un juego global que se basaba, como todos los juegos, en el supuesto elemental de que todos los involucrados se comprometerían a respetar las reglas: a no hacer trampas.

Pero quienes propusieron tan interesante e ingenua idea tuvieron que detener el juego, dos veces. Resulta que tanto de un lado como del otro se las arreglaron para crear direcciones falsas y votar a favor de pésimos movimientos del contrario. Con lo que el enfrentamiento entre Noruega y el resto del mundo iba a terminar siendo la partida de ajedrez peor jugada de la historia. (Escuché el cuento en PRI -puedes oírlo aquí).

Lo que me llamó la atención de este intento fallido de convocar al mundo a una partida amistosa fue comprobar, una vez más, el cabal funcionamiento de una ley del capitalismo salvaje; o más bien de todo juego en el que nadie controla las reglas y cuyo cumplimiento se deja en manos de una abstracta noción de la ética o lo que en inglés se llama el fair play –juego limpio.

El juego limpio sólo funciona cuando los participantes están obligados a comportarse de manera ética por una restricción que va más allá del juego mismo. Llámese principios o política, ética o religión, honor o reputación, lo cierto es que el sujeto justo sólo existe si recibe algún tipo de presión de sus iguales. Sin la contención de una comunidad de otros que piensan como nosotros, y nos recuerdan dónde están los límites de lo que podemos o no podemos hacer, los seres humanos estamos librados al territorio devastado del sálvese-quien-pueda.

Y es inevitable, amiga, pensar en la tierruca leyendo esta historia de la partida de ajedrez que no pudo ser. Los periodistas noruegos que propusieron un inocente juego para medirse con el mundo no contaban con la falta de escrúpulos de los potenciales jugadores. Pero el gobierno venezolano, más por tramposo que por sabio, hace ya tiempo que conoce las teclas que debe tocar para hacer que ciertos sectores de una sociedad manipulada y atrofiada reaccionen y salgan a la calle a cometer actos ilegales a plena luz del día y bajo la complacida vigilancia de las autoridades. Lo saben porque fueron ellos quienes atrofiaron el sentido ético de las manadas que corren al primer llamado a saqueo.

Los ajedrecistas noruegos, al darse cuenta en apenas unas horas de la trampa y la manipulación, cancelaron la partida, porque sabían que nada justo o sano podía resultar de aquel desbarajuste de trampas cruzadas. Pero nosotros seguimos intentando jugar a pesar de que, como dijo la poetaYolanda Pantin en una entrevista en El Nacional, no cabe duda que nos ha tocado "un tablero de ajedrez muy duro".

No puedo aceptar que la única salida, cuando estamos entre la espada y la pared, es patear la mesa y no jugar más. Pero me encantaría que hubiera una manera de seguir el ejemplo noruego. Sería un alivio inmenso que hubiera un modo democrático de decir: ¡no va más!

Te mando un abrazo trancado,
r

jueves, 21 de noviembre de 2013

El número mágico



Amiga,

Acabo de recibir mi National Insurance Number (NINo). Nosotros no tenemos nada parecido a esto en la tierruca. Es el número que te acredita para existir en términos económicos. Si trabajas o has trabajado o tienes aspiraciones de trabajar en este país tienes que tener un NINo. Desde que llegué he estado por pedirlo e incluso una vez me acerqué a un Job Centre local para preguntar qué debía hacer y me despacharon diciéndome que cuando comenzara a trabajar me lo asignarían. Y yo me quedé de lo más tranquila pensando que así debía ser.

Pero resulta que el famoso número es algo a lo que tienes derecho si vives legalmente en este país. No sólo porque te acredita para trabajar y para pagar impuestos, sino también porque con ese número puedes reclamar algunos beneficios. Y esa es la razón por la que el asunto resulta complicado. En un estado de bienestar como éste, el miedo a que algunos ciudadanos abusen del sistema sirve a veces para que ciertos funcionarios intenten convencerte de que puedes renunciar a tus derechos.

Hace unas semanas llamé a pedir mi número. La funcionaria arisca que me atendió el teléfono me pidió todos mis datos: fecha de nacimiento, dirección y demás. Finalmente, y supongo que debido a mi extraño acento, me preguntó cuál era mi nacionalidad. Respondí que desde hacía unos meses yo era, de hecho, británica. Hubo una pausa de un par de segundos y luego la amable señora me dijo: Sí, usted viaja con un pasaporte británico, pero cuál es su nacionalidad original. Me quedé muda.

Yo me había creído todo. Yo estaba tan contenta con mi nueva nacionalidad y había llorado en la ceremonia en la que juré ser fiel a la reina y a todas las leyes del reino. Yo me había convertido en ciudadana en ese acto tan políticamente correcto, en el que te dicen que debes participar en todo y que eres igual a todos los demás, con todos los derechos y los deberes, sin importar dónde hayas nacido. Y ahora, con una sola pregunta, una funcionaria de ese mismo gobierno que me había hecho ciudadana británica me ponía otra vez en mi lugar: viajar con un pasaporte británico no es equivalente a ser británico.

Me asignaron un día y una hora para la entrevista en la que debía solicitar el NINo. Unos días después me llegó una carta donde no sólo me confirmaban la fecha de mi cita, sino también me conminaban –fea palabra, pero totalmente adecuada en este caso– a ir armada con todos los documentos necesarios para probar mi existencia y mi estatus de legalidad. En los días que faltaban para la entrevista fui armando una carpeta que creció hasta llegar a un tamaño absurdo.

La mañana de la entrevista, cuando me di cuenta de que la abultada carpeta no cabía en ninguno de mis bolsos, puse todo sobre mi escritorio y elegí los tres o cuatro documentos que me parecieron indispensables. Todo lo demás lo dejé. Después de todo, si no me daban el famoso número, siempre podía pedir otra cita para presentar los documentos que faltaban. 

Pero en mi cabeza iba armando y desarmando los distintos escenarios en los que yo lograba convencer al funcionario que me iba a entrevistar. Y no sólo tenía que convencerlo de que yo era quien decía ser, sino también de que yo era una persona decente y de que mi intención no era abusar del sistema sino, humildemente, existir como potencial fuerza de trabajo en este lado del mundo.

Cuando llegué a la oficina en la que me tocaba mi entrevista me sentía nerviosa, como si estuviera a punto de presentar un examen oral en el que no sabía exactamente qué preguntas iban a hacerme. Un amable funcionario me hizo pasar al primer piso. Otro amable funcionario me preguntó mi nombre al entrar a la sala en la que era la entrevista y luego me hizo sentar en un mullido sofá. Cinco minutos después, un tercer funcionario, muy amablemente me hizo saber que él se iba a encargar de entrevistarme y me pidió mi pasaporte. Al ver que tenía más de uno (el de la tierruca y el del imperio) me pidió los dos. Me dijo, con mucha amabilidad, que esperara un momento mientras le sacaba copia a mis documentos.

Finalmente, y previa disculpa por haberme hecho esperar (¡menos de quince minutos!), el funcionario me condujo a la mesa en la que iba a realizar la entrevista. Yo seguía, a todas estas, armando y desarmando en mi cabeza un diálogo en el que explicaba por qué estaba pidiendo el NINo, cuáles eran mis credenciales, por qué no lo había pedido antes, quién era yo, qué intenciones tenía, y el larguísimo etcétera paranoico de todo ser que se ha criado y ha vivido entre funcionarios cuyo único trabajo consiste en decirte que no, que tú no tienes derecho a lo que estás pidiendo.

Mientras el joven que me entrevistaba me pedía nombre, apellido, dirección, yo abría mi bolso y sacaba mi carpeta con los cuatro documentos que pensaba que iba a pedirme y que esperaba que fueran suficientes. El joven iba llenando una planilla con mis respuestas, que incluían la fecha en la que llegué a este país y lo que he hecho o intentado hacer desde que vivo aquí, como buscar trabajo infructuosamente y estudiar una maestría. Se sonrió cuando le dije que no me acordaba de las direcciones en las que había vivido en Londres entre 1997 y el 2001. Se volvió a sonreir cuando no fui incapaz de recordar exactamente las fechas de mi primer matrimonio y de mi divorcio. Y le dio risa que no recordara en qué día exacto de un mes de julio me había casado con mi actual marido.

En todo momento me trató como una persona a la que se le está asistiendo en una gestión que tiene derecho a hacer. No me pidió ningún otro documento aparte de mis pasaportes. No me hizo ninguna pregunta capciosa o agresiva. Cuando me veía dudar ante una respuesta o buscar en mi frágil memoria algún dato que me era imposible recordar, me decía, no importa, eso no es relevante, y pasaba al siguiente asunto.

Al final me mostró la planilla que había llenado con todos los datos que yo misma le había dado. Me dejó que leyera todo con calma y me dijo que firmara en un par de líneas confirmando que esos datos eran correctos. Me explicó que en dos semanas me llegaría mi número y con una sonrisa de lo más amable me despidió deseándome que tuviera un muy buen día y que disfrutara del clima escocés. Esto último era un chiste. Los dos nos reímos y al reirnos nos sentimos parte de la misma comunidad de sufrientes, es decir, súbditos del mismo reino.

Hasta hoy yo estaba esperando una carta en un sobre de manila que dijera, lamentamos mucho no poder otorgarle su NINo, resulta que usted no califica por tal o cual razón. Pero hoy llegó el famoso sobre manila. En él había una carta que decía éste es su número, mantenga esta carta en un lugar seguro, use este número para dárselo a su empleador y un par de otras instrucciones de ese tipo. Así de simple.

Si es verdad que somos, ante todo, seres económicos, desde hoy existo, amiga. A mis casi 52 años, acabo de adquirir un número que me identifica en el mercado laboral, no sólo de este país, sino del mundo. Suena grande. Y supongo que lo es.

Te mando un abrazo enumerado,
r


lunes, 4 de noviembre de 2013

Vivir entre ruinas



Amiga,

Estoy en medio de la traducción de un artículo sobre las ruinas de La Habana que me ha puesto a ver películas sobre esa ciudad que visité una vez y que sentí como la encarnación de la desidia más absoluta. El artículo habla sobre tres películas. Una es bien conocida: Buena Vista Social Club. Las otras dos no tanto: Suite Habana y Habana: El arte nuevo de hacer ruinas. (Si estás de ánimo, puedes verlas completas en youtube aquí y aquí). Supongo que vistas desde la tierruca estas imágenes de la ruina que seremos no son nada alentadoras.

Vistas desde aquí no lo son tampoco. Hacer de la ruina un objeto estético sólo puede tener sentido desde la distancia, desde la comodidad de un espacio confortable, limpio, funcional, en el que la ruina no es una amenaza. Pero desde dentro de las ruinas, cuando se habita entre ruinas como lo hacen los habaneros, no hay estética que valga para embellecer lo fracturado, lo desmoronado, lo que está a punto de caer. Las ruinas son la evidencia de lo que ya no es pero persiste. Y cuando vives entre ruinas, como dice el escritor Antonio José Ponte en la película que lleva el título de uno de sus textos, tu misma personalidad, la integridad de lo que eres o crees ser, también se derrumba.

Hay dos fotos que tomé en la Habana que tengo siempre a la vista en mi estudio. Una de ellas está en la ventana frente a mi escritorio. Son dos niños que corren hacia la cámara sonriendo (recuerdo perfectamente el día en que los vi jugando y gritando y riendo a carcajadas gritándome ¡foto! ¡foto! ¡échanos una foto!). Vienen del patio interior de una casa desvencijada y están a punto de atravesar un portal que en su época debió haber sido majestuoso. El piso, las paredes, los techos que los rodean están todos en un estado de total abandono. Es tan intenso el decaimiento de la mansión en ruinas que habitan –con quién sabe cuántos otros– que parece el escenario de una de esas películas postapocalípticas en las que el mundo se acabó y nada queda ya en pie. Salvo los seres que tercamente sobreviven al cataclismo.

La segunda foto es la que encabeza esta entrada. Dos habaneras jóvenes posan para la cámara. La chica de la camisa amarilla y los pantalones negros ajustados se pone la mano en la cintura imitando un gesto que tal vez ha visto mil veces en revistas de modas. Antes de asumir la pose se ha colgado en el hombro un trapo amarillo que un segundo antes revoloteaba en aire mientras conversaba. La otra chica es más bajita, menos agraciada, menos segura de sí misma. Su sonrisa es tímida y sincera. Su falda blanca impecable contrasta con el deterioro que la rodea. Pero lo que siempre me conmueve cuando veo esta foto es su gesto de agarrar por un brazo a la amiga más dispuesta y resuelta. Es un gesto de supervivencia, de afirmación desesperada de la propia existencia.

¡Una foto! ¡una foto! Fueron ellas las que nos pidieron que les tomáramos una foto cuando nos vieron pasar con una cámara. Posaron encantadas en la misma esquina en la que estaban conversando, sin importarles el desconchado de las paredes ni los cables sueltos saliendo por todos lados ni la inmundicia de las calles y las puertas. Después de que tomamos la foto nos gritaron a voz en cuello que les mandáramos una copia y nos dieron su dirección y sus nombres. Era el tiempo de las fotos en rollo que de revelaban en papel. Era enero de 1994. Nunca envié la foto, por eso la estoy copiando aquí, para que circule libremente y tal vez un día alguna de ellas dos pueda verla.

Nada ha mejorado en la Habana desde entonces. O tal vez sí. Con el petróleo venezolano y la inyección de dólares que deberían invertirse en Venezuela algo parece haberse reactivado en la economía cubana. Pero la ciudad sigue en ruinas. Esta semana he estado viendo esas ruinas y recordando que caminé por esa ciudad cuando no teníamos ni la sospecha de todo lo que iba a venir y no sabíamos que las ruinas de esa ciudad que alguna vez fue magnífica se nos convertirían en terrible presagio del futuro.

Hoy entiendo mejor que nunca que todo el que pueda esté en la tierruca haciendo planes de irse. Han pasado casi veinte años desde que tomé estas fotos en una esquina de la Habana. No sé por qué las elegí para tenerlas frente a mí mientras vivo y escribo al otro lado del mundo. Tal vez porque demuestran dos cosas contradictorias: por un lado, que se puede llegar al extremo de destruir sin razón una ciudad, un país, a nombre de un ideal absurdo; y, por otro, que la gente puede seguir teniendo esperanzas contra toda lógica y contra toda evidencia de la realidad.

Pero también las tengo enfrente para recordarme que ese mundo existe, que esa pobreza, esa desesperación y esa esperanza contra viento y marea son reales. Y ese principio de realidad hace falta, créeme amiga, cuando estás en el exilio viviendo en un sistema eficiente y rodeada de una sensación de seguridad que hace que los días pasen sin angustias ni penas.

Pero la lección más difícil para el expatriado es descubrir que hay que pagar un precio por existir en medio de esta relativa prosperidad, rodeado de esta eficiencia de calles limpias y edificios bien mantenidos.

Hace una semana llamé para pedir una cita por un trámite burocrático que tenía pendiente. Después de pedirme mis datos particulares (nombre, dirección, fecha de nacimiento) la funcionaria que me atendió me preguntó por mi nacionalidad. Tuve la osadía de decirle, con mi marcado acento extranjero, que yo era ciudadana británica. Hubo un silencio de dos segundos. Luego me dijo: “Sí. Usted viaja con un pasaporte británico. Pero ¿cuál es su nacionalidad original?”

Así es como te ponen aquí en tu puesto. Así es como te recuerdan que no hay papel que valga y que nunca vas a pertenecer.

Por eso a veces es válido preguntarse si el exilio no será otra manera de vivir entre ruinas.

Te mando un abrazo desmoronado,
r