miércoles, 29 de julio de 2009

Volver de Madrid


Amiga,

Estoy regresando de Madrid. Como siempre que vuelvo de un viaje estoy cansada y algo desubicada. Por suerte no hay mucha diferencia de tiempo entre el continente y la isla, pero el jetlag que siento no es por los cambios de horario sino por el desplazamiento emocional. Ver a mi familia, en cualquier parte del mundo, me hace volver a la tierruca y a los afectos más hondos y viejos.

Cuando tu familia está desperdigada desde hace más de diez años te desconectas del día a día y crees que va a ser difícil volver a crear un vínculo cada vez que hay un reencuentro. La maravilla es que siempre hay algo muy de uno en la gente con la que has compartido la infancia y el tiempo de crecer. Al día siguiente de estar con mi hermana y mis sobrinos ya sentía como si no nos hubiéramos separado nunca.

Paseamos por un Madrid fresco los primeros tres días. Pero luego se nos vino encima un calor africano, implacable y pegajoso, del que sólo podíamos escapar con largas siestas, encerrados en el aire acondicionado del apartamento que alquilamos. La zona donde nos quedamos se llama Lavapiés y de ahí es la foto que tomé a la salida del metro. Es un lugar lleno de cafecitos y restaurantes, donde uno se siente más local que turista.

Más que visitar la ciudad, donde ya había estado un par de veces, lo que realmente disfruté fue ver a mis sobrinos y conversar con mi hermana para ponernos al día. No hay ninguna llamada por teléfono que pueda sustituir la conversa delante de un buen café o una horchata helada.

Hubiera querido quedarme más tiempo y acompañarlos más, pero no hay un tiempo suficiente cuando se trata de estar con la gente que uno quiere. Por eso me despedí rápido y no quise que me vieran triste. No me gustan las despedidas, porque en el último minuto me asalta el presentimiento de que son para siempre. Sin embargo, para contrarrestar, hago planes de futuros encuentros. Nos despedimos hasta el año que viene.

En el aeropuerto, mientras hacía la larga cola para que me chequearan, lloré largo y tendido sin que me diera vergüenza que todos los alegres viajeros me vieran sacudirme los mocos con un pañuelo que Lyo metió en mi bolso a última hora. Pensé en todas las cosas que no les pregunté y en todo lo que no les dije. Todavía hoy estoy triste y un poco hueca. La nostalgia es un bicho terco y sediento.

Al sentarme aquí en casa a ver las fotos pensé en ti. En lo mucho que te gustaría conocer Madrid, porque es una ciudad para patear largo y mirar lento. Tal vez un día nos comamos juntas unos churros con chocolate en una de esas esquinas, ¿no?

Te mando un abrazo grande,
r

PD: Ah! ...se me olvidaba: me corté el pelo!

miércoles, 22 de julio de 2009

Nocilla Dream



Amiga,

Salgo esta noche para Madrid. Pero antes de irme quería dejarte un fragmento de Nocilla Dream, (Barcelona, Candaya, 2007) de Agustín Fernández Mallo. No porque no lo conozcas, sino porque la foto que acompaña este texto es de un árbol que parece salido de esa novela, pero que no está en el mítico oeste americano sino aquí en el pueblo de al lado, en Kirknewton. La foto me la bajó Lyo de Google Earth.

Nocilla Dream / Capítulo 6

En el momento en que sopla el viento del sur, aquel que llega de Arizona y remonta los diferentes desiertos semi-habitados y la docena y media de poblados que con los años se han visto sujetos a un éxodo imparable hasta decaer en poco más que en pueblos-esqueleto, en ese momento, justo en ese momento, los cientos de pares de zapatos que cuelgan del álamo se someten a un movimiento pendular, pero no todos con la misma frecuencia, dado que los cordones por los que están sujetos a las ramas son de una longitud muy diferente en cada uno de ellos. Visto a una cierta distancia es, en efecto, un baile caótico en el cual, pese a todo, se intuyen ciertas reglas. Se dan fuertes golpes los unos contra los otros, y súbitamente cambian de velocidad o trayectoria para finalmente regresar a los puntos atractores, al equilibrio. Lo más parecido a un maremoto de zapatos. Este álamo americano que encontró agua se halla a unos 200 km de Carson City y a 218 de Ely; merece la pena llegar hasta él sólo para verlos detenidos y a la espera del movimiento. Zapatos de tacón, italianos, chilenos, deportivas de todas las marcas y colores (incluso unas míticas Adidas Surf), aletas de buceo, botas de esquí, botitas de niño o botines de charol. Cualquier viajero puede coger o dejar los que quiera. El árbol es para los habitantes de las cercanías de la US50 la prueba de que hasta en el lugar más remoto del mundo hay vida más allá, no de la muerte, que ya a nadie importa, sino del cuerpo, y de que los objetos, enajenados, por sí mismos valen para algo más que para lo que fueron creados. Bob, el dueño de un pequeño supermercado de Carson City, se para a unos 50 m. De lo más próximo a lo más lejano, enumera lo que ve: primero la llanura muy roja, después el árbol con su alambicada sombra, más allá otra llanura menos roja, decolorada por el polvo, y al final el recorte de las montañas, que le parecen no tener profundidad, planas, como una de aquellas pinturas lacadas de paisajes chinos que había en el restaurante Pekín-Duck, ahora cerrado, frente a la Western Union, piensa. Pero sobre todo, al ver esa superposición de franjas de colores, la imagen que le viene a la mente con más nitidez son los estratos de diferentes colores que forman los productos apilados por capas horizontales en las estanterías de su supermercado. A media altura hay un lote de bolsas de patatas fritas al bacon que traen como obsequio, amarradas con celo, unas latas circulares de galletas de mantequilla danesas; en cada tapa aparece el dibujo de un abeto con bolas de navidad colgando; no lo sabe. Ambos árboles están empezando a combarse.

Hasta aquí Fernández Mallo.

Ya te traeré cuentos largos y fotos muchas de Madrid.

Cariños!
r

miércoles, 15 de julio de 2009

Ola de calor



Amiga,

Ayer escuché un podcast en el que la presentadora se tomó más de diez minutos del programa para conversar sobre el atuendo que se debe usar para ir al trabajo en estos tiempos de calor casi extremo. ¿Habrá otro lugar en el que sea posible otorgarle un grado de consideración tan detenido al vestuario adecuado para ir al trabajo en verano?

Y no estoy hablando de un programa que se dedica usualmente a ese tipo de frivolidades. Se trata de un podcast en el que entrevistan escritoras y activistas que trabajan por los derechos de la mujer. Un programa sin duda serio y políticamente correcto. Pero ahí estaban esas tres mujeres, cultísimas y serísimas, ponderando qué tanto escote era aceptable en la oficina y cuánto de los brazos se debería mostrar.

Me sorprendió tanto aquel intercambio de tips para vestirse en verano que me he quedado pensando en el asunto hasta ahora que decido comentártelo, porque me parece una de esas cosas idiosincráticas que uno nota porque no pertenece a la cultura local. En nuestros climas más que templados, francamente calientes, nunca nos preguntamos si será adecuado ir al trabajo con una franela de tiritas y mostrando los hombros. Pero aquí, mostrar lo que llaman “mucha piel” –too much flesh- es algo así como una afrenta. Por supuesto que no estamos hablando de adolescentes arriesgadas, sino de señoras de cierta edad que deben vestirse para ir al trabajo.

Las señoras del podcast no parecían preocupadas sólo por el asunto de adecuar el vestuario al clima, sino tal vez por un tema más delicado: cómo taparse lo suficiente sin sofocarse de calor. Y que conste que no estamos hablando de un calor extremo. Hace una semana la temperatura llegó a treinta grados en Londres. Duró unos cuatro días y luego los termómetros volvieron a estar alrededor de los veinte grados, que es el clima habitual en estos tiempos. Esa fue toda la ola de calor que padecieron los londinenses.

Aquí, durante un día y medio hizo entre 25 y 27 grados. Todo el mundo andaba sofocado por la calle. Un taxista que nos trajo con la compra desde el abasto venía resoplando por el camino con tanta vehemencia que pensé que se nos iba a quedar tieso antes de hacer los quince minutos del centro comercial a la casa. Nos preguntó de dónde éramos y si teníamos calor. Le dije que estábamos acostumbrados a vivir alrededor de los treinta grados y que la verdad es que esta era la temperatura normal en el trópico. El hombre se compadeció de nosotros sinceramente.

Me pregunto ahora si no habría también programas similares en los medios locales si de pronto tuviéramos una ola de frío, digamos por debajo de los diez grados, y necesitáramos ventilar nuestras soluciones de vestuario ante un clima tan inesperado. Supongo que habría demostraciones de cómo amarrarse las bufandas y qué tipo de gorro usar para evitar que el ochenta por ciento del calor corporal se nos escapara por la coronilla. Y cualquier ser acostumbrado al frío del polo se reiría de nosotros con razón, porque a quién se le ocurre morirse de frío a diez grados centígrados.

Sin embargo, tengo el presentimiento de que cuando uno ha soportado el calor extremo, aguantar el frío es menos traumático. Pero eso lo digo seguramente porque hay un sol espléndido y hace veinte grados y la memoria olvida, a conveniencia, el sufrimiento de andar tiritando en pleno invierno y sin sol.

Ya me tocará quejarme cuando cambie el clima. Mientras tanto, disfruto burlándome de lo mal que se llevan con el calor los británicos.

Un abrazo,
r

lunes, 13 de julio de 2009

Exilio y corazón helado

Amiga,

Estoy leyendo un libro de Almudena Grandes, El corazón helado (Tusquets, 2007). Cuenta las secuelas de la Guerra Civil española en los descendientes de dos familias que pertenecieron a los bandos en conflicto. De esa novela emocionada y triste te copio un fragmento mínimo donde se define el exilio:

Qué salvajada, qué horror el exilio, y esta derrota horrible que no se acaba nunca, y destruye por fuera y hacia adentro, y borra los planos de las ciudades interiores, y pervierte las reglas del amor, y desborda los límites del odio para convertir lo bueno y lo malo en una sola cosa, fea y fría y ardiente, inmóvil, que horror esta vida inmóvil, este río que no desemboca, que jamás encuentra un mar donde perderse.


Hoy me siento un poco así: como un río que no desemboca nunca.

Cariños,
r

martes, 7 de julio de 2009

Aguas sucias


Amiga,

Estuvimos de nuevo en la playa el fin de semana. La misma playa de North Berwick a la que fuimos unas semanas atrás. Pero esta vez la conciencia ecológica nos hizo arrepentirnos y al final del día ya habíamos decido no volver, o volver sólo para mirar para allá y no meter ni un dedo en el agua.

El viaje comenzó con una caminata al pueblito de al lado. Una media hora sin mucho apuro, pasando por campos donde pastan felices las vacas, algunas ovejas y unos ponis de lo más curiosos, negrísimos y peludos. Llegamos a la estación con el tiempo justo para agarrar el tren que viene de Glasgow y va para Edimburgo. Pero al llegar vimos en el monitor que anuncia los itinerarios que el tren venía con más de diez minutos de retraso.

Esas son las cosas que uno agradece del transporte público en este país. Que si el tren que esperas viene tarde, al menos tienes un modo de enterarte y hasta te piden disculpas por las demoras y los inconvenientes. De hecho, unos cinco minutos después, una voz anunciaba por los parlantes que el tren pasaría tarde y pidió las respectivas disculpas.

La estación de Kirknewton es apenas un terraplén vacío con dos mínimas casetas donde refugiarse del eterno mal tiempo. Hay junto a las vías del tren una casa en la que me imagino que funcionó alguna vez una oficina, una taquilla en la que vendían tickets, tal vez un par de máquinas de café o galletas y, antes de las máquinas, es posible que un empleado haya vendido periódicos en algún kiosco que ya no existe. Pero hoy la casa de la estación está en venta. La dividieron y construyeron dos apartamentos independientes. Uno está ya ocupado, el otro lo venden todavía. De todo eso nos enteramos porque, mientras esperábamos el tren, Lyo le buscó conversación al señor que ocupa el apartamento de abajo.

Finalmente llegó nuestro tren y en quince minutos estábamos en Waverley, la estación central de Edimburgo, donde debíamos cambiarnos al tren que nos llevaría a North Berwick. Íbamos con más de diez minutos de atraso y por supuesto nos tocó correr. No hay nada que me fastidie más que tener que andar de carrera en estaciones de tren, en aeropuertos y en terminales. Es como el grado máximo de la impotencia humana, correr porque que teja el tren, el bus o el avión. Sobre todo cuando de verdad pierdes el autobús, el tren o el avión.

Ya nos pasó una vez en Waverley y cada vez que piso esa estación sufro la culpa de haber sido yo la responsable, porque no leí bien la hora de salida en el boleto y si no tomábamos aquel tren no íbamos a llegar a otro tren que nos iba a llevar a un aeropuerto donde teníamos que agarrar un avión que nos dejaba… en fin, no soporto las carreras al borde del espanto y de la incertidumbre de llegar tarde.

Pero esta vez llegamos a tiempo y nos embarcamos felices, dos segundos antes de que el tren arrancara y nos felicitamos por nuestra suerte y por el buen día que estaba haciendo y porque no había nada de qué preocuparse si ya estábamos en camino y sólo teníamos que relajarnos y esperar a que llegáramos a la última estación, media hora más tarde.

Llegamos por fin y ahí estaba el mar, tan azul como lo habíamos visto antes. Más lleno, porque la marea estaba alta y no se veían las rocas del fondo. La piscina que construyeron para que se bañaran los niños, al lado del centro de observación de aves, también estaba llena y rodeada de agua y no de piedras como cuando la marea está baja. Muchos niños jugaban en el agua helada, acompañados por sus confiados padres, sin preocuparse por nada.

Más allá de la marea alta todo estaba igual que la última vez. Pero al acercarnos al agua me pareció que olía como a huevos podridos o a baño turco y se lo dije a Lyo, que se impresiona mucho con esas cosas, pero se hace el que no me cree. El asunto es que habíamos leído en The Times que una gran cantidad de playas británicas contienen una proporción de deshechos fecales mucho más alta de la aprobada por los organismos europeos encargados de fijar los estándares de limpieza del agua. La razón: cuando llueve más de la cuenta, las plantas que se encargan del tratamiento de las aguas negras las descargan directo al mar, porque no pueden procesar el exceso que reciben. El resultado: el mar se contamina y la gente se baña, literalmente, en su propia mierda. O en mierda ajena, que es lo mismo, pero peor.

Aún así, no nos dejamos desanimar por las apariencias. Elegimos un lugar desocupado, extendimos nuestro pareo azul y nos echamos a disfrutar del sol y a comer unos sanduchitos que habíamos preparado en casa y a leer y a mirar a la gente pasar. Yo decidí de entrada que no me bañaría. Pero Lyo estuvo dudando durante largo rato si bañarse o no. Al final se decidió, porque el sol calentaba bastante, y estuvo unos quince minutos metido en el agua helada, sin animarse mucho a nadar o a moverse del mismo sitio. Al salir tenía los labios morados y temblaba como un pajarito enfermo. Ese es el precio que hay que pagar por un chapuzón en el mar del norte. Mejor dicho, ése es sólo uno de los precios.

Dio tiempo de que el sol calentara otra vez. Lyo dejó de temblar y cuando la tarde empezaba a ponerse oscura, por las nubes amenazantes que se amontonaron de pronto en el horizonte, nos acercamos al pueblo a buscar qué comer. Cenamos en un pub típico. Pescado y calamares. Y nos fuimos andando a la estación sin mucho apuro. En el camino de regreso, como siempre, hicimos un balance del día y nos pareció que el paseo había valido la pena. Quedamos en volver para probar un restaurancito especializado en mariscos que vimos en el camino.

Pero al llegar a la casa, Lyo seguía pensando en aquel reportaje que yo había leído sobre las aguas contaminadas por heces fecales y, después de lavarse meticulosamente con jabón antibacteriano, se sentó en la compu a ver si encontraba en la web información sobre qué tan limpia –o sucia- era el agua en la que se había bañado.

Descubrió con susto y síntomas crecientes de ansiedad –piquiñas generalizadas en todo el cuerpo- que la bahía en la que estuvimos -Milsey Bay- no es en ningún modo apta para el uso de veraneantes desprevenidos. Según la Sociedad de Conservación Marina (MCS), que monitorea de manera independiente la calidad del agua, en esta zona de la costa se han producido en este año al menos tres descargas de aguas negras debido a exceso de lluvia y además hay un pozo séptico que descarga regularmente en la zona. Así que la página de la MCS considera que la calidad del agua es baja y que no es recomendable bañarse –puedes ver aquí el reporte.

Por supuesto que no podíamos entender que una playa con altos contenidos de materias fecales y otros contaminantes tuviera una piscina especialmente diseñada para niños y que no hubiera ningún aviso público sobre los niveles de contaminación. Uno tiende a pensar que aquí está todo perfectamente regulado y que no es posible que arriesguen la salud de los niños al dejarlos bañarse en aguas no aptas según los estándares europeos.

Pero a nadie parece importarle que los niños traguen agua contaminada, porque a fin de cuentas sólo puede producirles una diarrea menor o una simple gastroenteritis y los casos fatales serán mínimos. A nadie parece importarle que los bañistas de veraneo contraigan alguna enfermedad en la piel, los ojos o los oídos, o algún hongo persistente que tarde diez años en desaparecer, porque nadie se muere de eso y aquí la noción de salud está muy por debajo de los niveles más elementales. Estar bien es estar vivo. No importa cuántos excemas tengas en la piel ni cuántas veces se te haya infectado un oído ni cuántas uñas se te hayan caído de los dedos de los pies.

Lo que es seguro es que no vamos a volver a ninguna playa sin antes chequear el nivel de contaminación del agua. Y, sin importar qué tan azul se vea el mar, yo no me mojo ni un dedo hasta que no se me pase la impresión!

Ya te contaré.
Cariños,
r

viernes, 3 de julio de 2009

Primera lección

Amiga,

Te prometí traducir los otros dos textos de Justin Torres. Aquí va el primero.


Queríamos más/ Justin Torres

Queríamos más. Golpeábamos los tenedores contra la mesa, hacíamos ruido con las cucharas en las escudillas vacías; teníamos hambre. Queríamos un sonido más alto, más desórdenes callejeros. Subíamos tanto el volumen de la TV que nos dolían los oídos con los gritos de hombres furiosos. Queríamos más música en la radio; queríamos beat, queríamos rock. Queríamos músculos en nuestros brazos escuálidos. Teníamos huesos de pájaros, huecos y ligeros, y queríamos más densidad, más peso. Éramos seis manos crispadas, seis pies ruidosos; éramos hermanos, varones, tres pequeños reyes atrapados en una lucha por más.

Cuando hacía frío, peleábamos por las cobijas hasta que las telas se rompían por la mitad. Cuando hacía demasiado frío, cuando nuestro aliento se convertía en pequeñas nubes heladas, Manny se metía en la cama con Joel y conmigo.

‘Calor corporal’, decía.

‘Calor corporal’, aceptábamos.

Queríamos más piel, más sangre, más temperatura.

Cuando peleábamos, peleábamos con armas −botas y alicates, herramientas de garage− agarrábamos lo que estaba más cerca y lo lanzábamos por el aire; queríamos más platos rotos, más vidrio quebrado. Queríamos más choques.

Y cuando papá llegaba nos golpeaba. Nuestras pequeñas nalgas quedaban destruidas: rojas, en carne viva, marcadas a látigo. Sabíamos que había algo del otro lado del dolor, del otro lado del ardor. Desde nuestras espaldas y fundillos irradiaba un calor ardiente, el fuego consumía nuestras cabezas, pero sabíamos que había algo más, algún lugar a donde papá nos estaba llevando con todo esto. Lo sabíamos porque él era meticuloso, porque era preciso, porque se tomaba su tiempo.

Y cuando nuestro padre se iba, nosotros queríamos ser padres. Cazábamos animales. Nos arrastrábamos por la inmunda quebrada, buscando sapos y culebras de agua. Sacábamos los pichones de pájaros de sus nidos. Nos gustaba sentir el palpitar de los pequeños corazones, la lucha de las diminutas alas. Acercábamos sus caritas de animales a las nuestras.

"¿Quién es tu papi?”, decíamos, y después nos reíamos y los metíamos en una caja de zapatos.

Siempre más, siempre hambrientos buscando más. Pero había momentos, momentos de silencio, cuando nuestra madre estaba durmiendo, cuando no había dormido en dos días y cualquier ruido, cualquier crujir de escalones, cualquier puerta cerrándose, cualquier risa ahogada, cualquier voz por baja que fuera podía despertarla. En esas mañanas cristalinas y quietas, cuando queríamos protegerla, a esa mujer confundida, desbalanceada, efusiva, con sus dolores de espalda y sus dolores de cabeza y su manera de estar siempre cansada, esa criatura desterrada de Brooklyn, esa mujer que siempre hablaba con dureza, y siempre tenía lágrimas en los ojos cuando nos decía que nos amaba, ese amor confundido, ese amor necesitado, su ternura… en esas mañanas, cuando la luz del sol entraba por las grietas de las persianas y se instalaba en nítidas líneas sobre nuestra alfombra, en esas silenciosas mañanas, cuando nos preparábamos papillas de avena y nos echábamos bocabajo con lápices de colores y papeles, con canicas de vidrio que teníamos el cuidado de no hacer sonar, cuando nuestra madre estaba dormida, cuando el aire no olía a sudor o a mal aliento o a humedad, cuando el aire estaba limpio y liviano, en esas mañanas, cuando el silencio era nuestro juego secreto y nuestro regalo y nuestro único logro… queríamos menos: menos peso, menos trabajo, menos ruido, menos padre, menos músculos y piel y pelos. No queríamos nada, sólo eso, sólo eso.


Hasta aquí la primera lección de Torres. Te debo la tercera y última. Es un texto difícil y doloroso que se llama "El Lago". Creo que es el mejor de los tres.

Un abrazo,
r

miércoles, 1 de julio de 2009

Onetti cien años

Amiga,

Hoy se celebran los cien años del nacimiento de Juan Carlos Onetti. Durante un largo tiempo elegí a Onetti como mi autor favorito. No porque lo fuera de manera absoluta −nunca he tenido un solo autor favorito− sino porque era una respuesta corta y simple que me permitía salir del paso cuando se me hacía la inevitable pregunta. Y porque era mi manera de decir que en lugar de las historias fantásticas del llamado realismo mágico, prefería −y prefiero− las historias duras, descarnadas, con finales abruptos y sin falsas esperanzas.

Eso era Onetti para mí en los años ochenta, cuando los adolescentes seguían leyendo a García Márquez y los que pasábamos los veinte años estábamos hartos de hombres con alas, vírgenes voladoras y aguaceros eternos. El tiempo pasa y uno termina reconciliándose con las lecturas de la adolescencia. Pero incluso hoy, cuando puedo volver a leer los productos del realismo mágico con indulgencia, Onetti sigue siendo para mí la cara más entera y más digna del llamado boom.

Es cierto que sus mujeres-objeto son insoportables. Es verdad que sus hombres orgullosos, llenos de vicios, incapaces de amar, violadores y machistas, están lejos de resultar atractivos. Es verdad que sus pueblos desolados, sus habitaciones vacías y sus bares pringosos producen un estado de angustia difícil de asimilar. Pero no hay duda de que aún hoy queda en pie su forma de narrar, su manera de construir mundos completos, como se decía antes. Universos autónomos en los que, sin embargo, caben todas nuestras angustias y la soledad entera del íngrimo ser humano.

Cuando leemos a Onetti nos sentimos más miserables. Pero cuando descubrimos sus trucos, los mecanismos ingeniosos de producción de su ficción, el modo como un texto existe dentro de otro y da pie para que se cuele otro texto más en una grieta, entonces dejamos de ser miserables para volvernos cómplices. Porque leer a Onetti es como pertenecer a una sociedad secreta: la de los descubridores de Santa María.

Pero hay algo más. Los textos de Onetti me recuerdan hoy un tiempo en el que creía en muchas cosas en las que he dejado de creer. Imágenes que se me desdibujan pero que son como una música vieja. Un sonido que atraviesa recuerdos de largas conversaciones en cafetines siempre medio vacíos, risas que rebotan en pasillos techados, confesiones hechas en bancos y aceras, paseos silenciosos por Tierra de Nadie, largas colas para entrar a un concierto en el Aula Magna...

A propósito de estos cien años se están preparando homenajes y eventos varios. Entre otros la publicación de sus obras completas, incluyendo los textos periodísticos que siguen dispersos por ahí. Por mi parte, modestamente, no creo que pueda hacerle a Onetti un mejor homenaje en los cien años de su nacimiento que reproducir aquí al menos un par de páginas de su texto fundador, La vida breve. La novela en la que nace Santa María, el pueblo de sus mejores ficciones, y Díaz Grey, uno de sus más entrañables personajes.

La vida breve (fragmento)

Había sentido crecer contra mi mano la humedad de su frente, mientras pensaba en el argumento para cine del que me había hablado Julio Stein, evocaba a Julio sonriéndome y golpeándome un brazo, asegurándome que muy pronto me alejaría de la pobreza como de una amante envejecida, convenciéndome de que yo deseaba hacerlo. “No llores ⎯pensaba⎯, no estés triste. Para mí es todo lo mismo, nada cambió. No estoy seguro todavía, pero creo que lo tengo, una idea apenas, pero a Julio le va a gustar. Hay un viejo, un médico que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco. Cuando estés mejor me pondré a escribir. Una semana o dos, no más. No llores, no estés triste. Veo una mujer que aparece de golpe en el consultorio médico. El médico vive en Santa María, junto al río. Sólo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balza por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colonia suiza. El médico vive allí, y de golpe entra una mujer en el consultorio.
(…)
Estaba, un poco enloquecido, jugando con la ampolla, sintiendo mi necesidad creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico de cuarenta años, habitante lacónico y desesperanzado de una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos, Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo. Este médico debía poseer un pasado tal vez decisivo y explicatorio, que a mí no me interesaba; la resolución fanática, no basada en moral ni dogma, de cortarse una mano antes de provocar un aborto; debía usar anteojos gruesos, tener un cuerpo pequeño como el mío, el pelo escaso y de un rubio que confundía las canas; este médico debía moverse en un consultorio donde las vitrinas, los instrumentos y los frascos opacos ocupaban un lugar subalterno. Un consultorio que tenía un rincón cubierto por un biombo; detrás de ese biombo, un espejo de calidad asombrosamente buena y una percha niquelada que daba a los pacientes la impresión de no haber sido usada nunca. Yo veía, definitivamente, las dos grandes ventanas sobre la plaza: coches, iglesia, club, cooperativa, farmacia, confitería, estatua, árboles, niños oscuros y descalzos, hombres rubios apresurados; sobre repentinas soledades, siestas y algunas noches de cielo lechoso en las que se extendía la música del piano del conservatorio. En el rincón opuesto al que ocupaba el biombo había un ancho escritorio en desorden, y allí comenzaba una estantería con un millar de libros sobre medicina, psicología, marxismo y filatelia. Pero no me interesaba el pasado del médico, su vida anterior a su llegada, el año anterior, a la ciudad de provincias, Santa María.
No tenía nada más que el médico, al que llamé Díaz Grey, y la idea de la mujer que entraba una mañana, cerca del mediodía, en el consultorio y se deslizaba detrás del biombo para desnudarse el torso, sonriendo, mientras se examinaba maquinalmente la dentadura en el inmaculado espejo del rincón. Por alguna causa que yo ignoraba aún, el médico no estaba en aquel momento con el guardapolvo puesto; tenía un traje gris, nuevo, y se estiraba los calcetines de seda negra sobre los huesos de los tobillos mientras esperaba que la mujer saliera de atrás del biombo. Tenía también a la mujer y pensé que para siempre. La vi avanzar en el consultorio, seria, haciendo oscilar apenas, un medallón con una fotografía, entre los dos pechos, demasiado pequeños para su corpulencia y la vieja seguridad que reflejaba su cara. La mujer se detuvo de pronto, alargó una sonrisa en los labios; despreocupada y paciente, alzó los hombros. Por un instante, la cara sosegada se dirigió con curiosidad hacia el médico. Después, la mujer volvió los talones y retrocedió sin apuro hasta desaparecer en el rincón del espejo, de donde saldría casi enseguida, vestida y desafiante.


Hasta aquí La vida breve.

Espero que estas líneas te traigan tantos recuerdos como a mí. Memorias de otros tiempos en los que la complicidad parecía una razón suficiente para andar juntos y la precariedad de los sueños que teníamos no nos asustaba. Un tiempo en el que no nos avergonzaba ser –a veces, muy pocas- algo solemnes.

Te abrazo nostálgica,
r