domingo, 11 de diciembre de 2016

Hacer hayacas en el exilio

Amiga,

Hace unos días subí un cuento a mi blog sobre un personaje que hace hayacas íngrima y sola en el exilio. A raíz de ese cuento, mi sobrina Alexandra me pasó un texto que ella había escrito sobre su experiencia de hacer hayacas con su familia, que vive en los Estados Unidos. La protagonista de esta historia es -con toda razón- mi hermana Ruth, la chef. Ella ha heredado la voz de mando y el gusto por la cocina de los dos lados de la familia.

Le pedí permiso a Alexandra para traducir su texto, escrito originalmente en inglés. Aquí está mi versión, que mantuve muy cerca del original. Espero que te guste.

Va con un abrazo navideño,
r

Hacer hallacas en los Estados Unidos
El fin de semana para hacer las hallacas se fija mucho antes de que se compren los regalos o se saquen del sótano los adornos de navidad. "Vamos a hacer las hallacas el fin del 16 de diciembre" dice mi mamá. Anotado.
Todos los miembros de la familia lo saben, los amigos de la familia también, los vecinos lo saben, los tíos y las tías y los primos que viven en otros estados y en otros países lo saben. Incluso si no pueden estar ahí en persona, todos saben cuándo mi mamá va a estar haciendo las hallacas. Los vecinos y los amigos saben que tienen que pasar por la casa, las tías saben que tienen que preguntar cómo quedaron este año. Desde que tengo memoria un fin de semana específico de diciembre está reservado para hacer las hallacas. Y es un acontecimiento que de verdad ocupa todo un fin de semana.
Durante toda la semana anterior, mi mamá llega a la casa con una serie de productos que solamente pasan por nuestra cocina en esta época del año. Potes de vidrio con "surtidos" de Goya (no tengo ni idea de cómo se llaman en inglés estos vegetales picados y conservados en vinagre que solamente comemos en el guiso de la hallaca), alcaparras (que son la única cosa en el mundo que no me gusta comer), y un polvo rojo para teñir el aceite y convertirlo en uno de los ingredientes centrales de la masa. Hubo un año en el que, después de hacer las hallacas, mi hermana menor hizo brownies con la mezcla de Betty Crocker que viene en caja, y usó el aceite onotado que había sobrado en vez del aceite normal, pero esa es otra historia. También vamos al mercado chino a comprar los paquetes de hojas de plátano congeladas. Cuando yo era pequeña me tapaba la nariz durante todo el tiempo que pasábamos en el mercado para no tener que soportar el olor a pescado rancio que se siente en todas partes. Compramos todos los paquetes de hojas que encontramos y también muchos paquetes de harina PAN. El pollo y el cochino los compra mi mamá en el Costco y también compra cantidades industriales de sal.
Con todos los ingredientes a mano, el viernes en la noche es el día de picar. Cuando yo era más joven no participaba en la interminable tarea de cortar kilos y kilos de carne cruda y vegetales. Ya más grande, la verdad es que tampoco lo hago, porque es viernes en la noche y siempre salgo con mis amigos. Mi mamá pone toda esa carne, junto con los vegetales, los aliños, el vino y otras cosas de las que no tengo ni idea, en la olla más grande que tenemos y la deja marinar hasta el día siguiente. A medida que la familia ha ido creciendo y se han sumando más amigos y familiares al proceso de hacer hallacas, mi mamá cambió la olla por una de las gavetas de la nevera para marinar el guiso. Sí, tal cual, carne cruda en una gaveta de plástico dentro de la nevera. A ella le parece lo más saludable del mundo. Como le parece saludable probar ese guiso, crudo y todo, porque god forbid que cocines el guiso sin que sepa bien. La prueba de que el guiso está en su punto solo está en el paladar de mi mamá y en toda una vida de experiencia probando las hallacas de su papá y de su abuela. Para mí, el guiso sabe igual todos los años. Para ella, nunca está del todo bien, incluso cuando para los demás está buenísimo.
Al día siguiente comienza el proceso de armar las hallacas. Mi mamá hace una cantidad exagerada de masa, que consiste en harina PAN mezclada con una cantidad inmensa de sal, agua tibia y aceite con onoto, hasta que queda del color y sabor perfectos, y sin grumos. Ella amasa, agrega más sal, amasa, agrega más sal, amasa, agrega más aceite. Siempre está simple. Agrega más sal. Cocina el guiso, lo prueba, agrega más sal. Si eres de los afortunados a los que alguna vez se les pide que prueben algo tan sagrado como el guiso o la masa, te puedes considerar un verdadero adulto venezolano.
El resto de la familia se une a la acción el sábado en la mañana. Nadie puede descansar ni quedarse durmiendo hasta tarde ese día, y no importa si eres un adolescente gruñón o un joven adulto con resaca. Te levantas con el olor del guiso que se está cocinando y con las mesas y las sillas ya instaladas en una línea de ensamblaje que pondría verdes de envidia a los elfos que ayudan a Santa. "Pónganse las pilas".
Después de que el guiso y la masa están listos, se organiza la línea de ensamblaje. Todos los integrantes de la familia tienen que estar en ese momento en la cocina y en el fondo se tiene que escuchar música en español. Como ya no estamos en Venezuela, es posible que estemos haciendo las hallacas mientras cae nieve afuera. Cada miembro de la familia ocupa el lugar que le corresponde (si tienes suerte, es posible que te den una taza de café antes de empezar).
Ahora lo más importante de hacer hallacas: hay una jerarquía muy clara y diferenciada de a quién le toca hacer qué en el proceso. Es más o menos así:
-Cualquier niño entre los 4 y los 12 años tiene que hacer bolas de masa. (Mi mamá te da una bola de ejemplo y más te vale que hagas cada bola exactamente del mismo tamaño y forma o te van a regañar cada tanto para que la corrijas; si te regañan demasiadas veces vas a terminar fuera de la mesa). (Ah, asegúrate de usar suficiente aceite en las manos para evitar que termines con los dedos llenos de masa).
-Las niñas y jovenes entre los 12 y los 18 están encargadas de aplastar la masa sobre las hojas de plátano. (Agarra una bola y aplástala sobre una hoja limpia con la punta de los dedos; regaña a cualquiera de los niños que no hizo la bola de masa como es debido; amontona una pila de hojas con sus respectivas masas para que estén listas para el paso siguiente). (Asegúrate de poner aceite en la hoja antes de aplastar la masa, USA EL LADO LISO DE LA HOJA, y prepárate para que te duelan las manos por varios días después de hacer miles de veces el mismo movimiento).
Los adolescentes y adultos jóvenes se las arreglan para hacer que este proceso sea más bien divertido agregando champaña al jugo de naranja o whiskey al café y riéndose de la gracia por lo bajo con los hermanos y los primos. (Si estás enratonado, NO se lo digas a tu mamá o corres el riesgo de que te saquen de la línea de ensamblaje).
-Las jóvenes que han pasado los 18 y se han-ganado-la-confianza-suficiente después de haber pasado años de su infancia y adolescencia haciendo bolas y aplastando masa, usando suficiente aceite en las manos y participando en todos y cada uno de los fines de semana en los que se hicieron las hallacas, en cierto momento de su vida adulta es posible que se les otorgue el honor de rellenar las hallacas poniendo guiso sobre la masa. (Asegúrate de seguir el ejemplo de tu mamá con respecto a cuánto guiso se permite para cada hallaca y nunca te olvides de agregarle encima una aceituna, un aro de cebolla y una tira de pimentón rojo).
Las mujeres adultas amarran las hallacas. Se trata de un arte. Solo a las matriarcas de la familia se les permite amarrar las hallacas y solo ellas tienen la habilidad de hacerlo perfectamente. No pueden quedar tan sueltas como para que la hallaca se desbarate ni tan apretadas que se rompan con la presión. Y solo ellas tienen la habilidad de usar pequeños pedazos de hojas ("segunda hoja") y envolver cada hallaca como una perfecta obra de arte. Pasarán muchos años antes de que yo pueda hacer ese trabajo, y no tengo problemas con eso.
Mi mamá es la encargada de supervisar cada detalle de la producción y asegurarse de que cada miembro de la familia esté haciendo su trabajo como es debido (es decir, perfectamente). Si hay un día en el año en el que mi mamá puede competir con Gordon Ramsey en la dirección de la cocina, este es el día. Ella prueba todo, controla la calidad de las bolas, las hojas, el relleno y el amarrado. Decide quién hace qué y anuncia el momento en el que hay que dejar de hacer hallacas y empezar a hacer bollos. Mantiene a todo el mundo en la cocina y se asegura de que el trabajo se termine en un día.
Trabajos que los hombres son capaces de hacer (o se les permite hacer) el fin de semana de las hallacas:
-El más importante: ir al mercado chino a comprar más hojas porque se acaban. Cada. Año. Sin. Falta.
-Cortar el pabilo del largo requerido (ese es el hilo con el que se amarran las hallacas).
-Lavar las hojas si todas las mujeres están ocupadas.
-Hervir el agua para cocinar las hallacas.
-Vigilar el agua en la que se están cocinando las hallacas.
-Contar muchas veces durante todo el proceso cuántas hallacas y bollos hay.
-Probar las hallacas y los bollos cuando estén listos.
El día de hacer hallacas hay varias conversaciones que vas a escuchar de manera inevitable. La primera siempre es una lección de historia sobre cómo los "indios" venezolanos hacían las hallacas con las sobras, es decir que las hallacas eran en realidad la comida de los pobres.
Mi anécdota favorita es cuando los mayores comentan lo afortunados que somos los jóvenes que tenemos la oportunidad de usar hojas congeladas y harina precocida que se puede comprar en el abasto. En los viejos tiempos, “uno empezaba por matar el cochino y moler el maíz”. Lo que yo imagino al escuchar esa historia es que el proceso siempre ha sido complicado, y todavía es, pero el producto final vale todo el sacrificio. En algún momento alguien va a comentar que la gente de otros lugares de Venezuela hacen las hallacas de manera distinta. Yo me niego a comer hallacas que no sean las que hace mi mamá, pero sé que hay gente que hace cosas insólitas como ponerle carne roja a las hallacas, o todavía peor, ¡almendras! Acuérdate de decir que sí con la cabeza para dejar claro que tú también piensas que es una blasfemia, que de verdad tienes la fortuna de no tener que ir a cortar hojas de plátano en la selva (si le preguntas a mi hermana menor cómo es una mata de plátano en la vida real, apuesto a que no sabe), y sigue haciendo tu trabajo.
Es importante dejar claro que nadie come nada ese día hasta que las hallacas están listas. Te toca sobrevivir todo el día a punta de café y de lo que puedas comerte bajo cuerda, hasta que finalmente te dejen comer una de las primeras hallacas recién cocinadas. Pero no es que te puedes comer una hallaca completa tú solo. Te toca comerte un bocado y luego pasarle el plato al que tienes al lado para que todo el mundo pueda comentar lo buenas que quedaron y cómo el guiso DEFINITIVAMENTE quedó mejor este año. Tengo la teoría de que las hallacas son tan sabrosas porque uno trabaja duro para hacerlas y también porque te estás muriendo de hambre cuando las pruebas por primera vez.
Si hay suerte, todo va a salir bien al primer intento. Pero, inevitablemente, alguna vez va a suceder un desastre. Todos nos acordamos bien de lo que a mí me gusta llamar “The Masa Crisis of 2013”. Ese día mi mamá sabía desde el principio que algo no estaba bien. La masa no tenía la consistencia adecuada, estaba aguada, estaba gooey, le faltaba sal, sin importar cuánta sal le echara. De todos modos comenzamos a hacer los bollos y a aplastar la masa. Cocinamos una hallaca para probarla y, de verdad, todos estuvimos de acuerdo en que la masa no estaba bien. Estaba pegajosa y empegostada. Mi mamá tenía que tomar una decisión. ¿Empezar de cero? ¿Quitar todas las masas aplastadas de las hojas y volver a amasar? ¿O seguir y terminar de hacer las hallacas con la masa como estaba? Ya era tarde y los más jóvenes estaban cansados. En ese momento un montón de hojas con masas aplastadas se cayó de la mesa. “ES UNA SEÑAL”, dije yo. Poderes superiores a nosotros lo habían decidido: había que empezar de nuevo. Y eso hicimos. Por suerte esto pasó solamente una vez, y tanto la masa como las hallacas de verdad supieron mejor la segunda vez.
En algún momento antes de que se haga de noche y cuando ya tienes tanta hambre que te puedes comer tus propios dedos cansados (o los de tu hermana), se toma la decisión ejecutiva de que ya es tiempo de hacer bollos. Mi mamá mezcla los ingredientes con todo lo que queda del guiso (y agrega más sal y más aceite tal vez?) y quien sea que quede todavía en la cocina ayuda a convertir esta mezcla en bolas que se envuelven después en las pocas hojas que quedan regadas por ahí. Sin falta, va a haber bollos demasiado grandes (“a quién se le ocurre, un bollo de este tamaño”) o bollos demasiado pequeños (“parece una llave”), pero ya todo el mundo está demasiado cansado y a nadie le importa. En este punto ya los primos más jóvenes están fuera de combate, los hombres se están haciendo cargo y cada quien se ha comido al menos la mitad de una hallaca. La mesa se limpia, se lava la gaveta donde estuvo marinándose la carne cruda, se guardan las ollas gigantes que usamos solamente para sancochar hallacas (ni siquiera sé donde se guardan esas ollas el resto del año – mystery). Se anuncia la cuenta final de las hallacas y se dividen entre los familiares, las que se quedan en casa y las que se llevan los vecinos que han venido a ayudar. Mi mamá reparte unas entre los colegas de la oficina y los vecinos, yo me llevo algunas para mis mejores amigos y mi hermano también. La cocina vuelve a su estado natural, limpia y sin apuros ni trajines, y todos nos quedamos contentos sabiendo que no vamos a pasar otro fin de semana cocinando hasta el diciembre que viene.
Al día siguiente solo hay una cosa para desayunar. Un bollo. Con queso fresco y cremita, y si eres new age, como mi generación, sirracha y/o queso feta. Por las siguientes dos semanas, o por el tiempo que duren las hallacas y los bollos, las madres venezolanas usan ese alimento como la excusa perfecta para no cocinar, así que ni se te ocurra preguntar qué hay para la cena/almuerzo/ desayuno/ merienda/ midnight snack, porque la respuesta siempre va a ser “todavía quedan hallacas” o peor “¿quieres que te caliente un bollo?”. Si se te ocurre quejarte, la respuesta va a ser ¡qué horror! Porque de verdad no se imaginan que pueda haber algo mejor para comer.
Por si no ha quedado claro, en la familia mi mamá es la encargada de todo el proceso de hacer las hallacas, como lo hizo su papá antes que ella y la mamá de mi abuelo antes que él. He descrito a mi mamá como si fuera una chef tirana, que lo es, pero este proceso de hacer hallacas no funcionaría en absoluto, ni tendría un resultado tan delicioso si ella no estuviera en el centro de todo. Porque además ella es capaz de adaptarse sin problemas a los gustos de cada quien, y aunque se burle de mí porque no me gustan, me prepara una hallaca libre de alcaparras y le hace un nudo especial para que nadie más se la coma. Cuando algunos de los miembros de la familia se volvieron vegetarianos, ella se enfrentó a las tendencias carnívoras de todos sus ancestros y creó un guiso sin carne que es capaz de asombrar a cualquiera, sean o no carnívoros. Mientras sigas sus normas, que en realidad fueron creadas mucho antes que ella y vienen desde los tiempos de los indios, vas a poder comer hallacas en diciembre. Y no importa cuántas hallacas se hagan, siempre va a haber el peligro de que no alcancen para la cena navideña. Las madres guardan en la nevera una hallaca para cada uno, bien escondidas para que nadie se las coma hasta Navidad: “tenemos las hallacas contadas”.
Porque el tema de hacer las hallacas y la razón verdadera de todo este trabajo y esfuerzo, más allá de la necesidad de comer hallacas que llevan en la sangre nuestras madres y todos nuestros ancestros, es que la hallaca es la base de la cena navideña. Solo una vez al año hacemos esta comida específica, en la noche del 24 de diciembre. El plato consiste en: una hallaca, algunas rebanadas de pan de jamón (otro largo proceso), ensalada de gallina, una ensalada que mi tía llama Waldorf o, dependiendo del año, una ensalada que mi tía dice que la abuela preparaba y que lleva jamón y queso picados en cuadritos, y alguna carne o pierna de cochino que debe cocinarse por lo menos por seis horas. Cuando te comes una hallaca, es nutritiva y te llena de una manera casi primitiva. Tiene masa de maíz, tiene un guiso delicioso, tiene vegetales crujientes y es toda salada y jugosa y perfecta. Como dice mi amiga hippie, sabe como si te abrazaran. Esta comida es el equivalente a la cena de Thanksgiving para los venezolanos y no ha habido una sola navidad en mi vida en que no la hayamos comido.
Es verdad que las hallacas nacieron como una comida que preparaban los indígenas venezolanos usando los restos de todo lo que tenían para hacer algo delicioso y solamente los venezolanos hacen, comen y entienden las hallacas. Esto convierte a las hallacas en un factor unificante para los venezolanos y en una parte fundamental de tu identidad si eres venezolano. Nuestros ancestros se reunían en familia a hacer este plato, como lo hicieron nuestras madres, y como lo harán (espero) nuestros hijos. Cada año decimos que vamos a escribir la receta, pero al final nunca lo hacemos. Hay tanto que comprar, picar y preparar. Pero uno de estos años me voy a ir con mi mamá a todas las tiendas y me voy a quedar en la casa el viernes en la noche y me voy a levantar más temprano que nunca el sábado para comprar todos los ingredientes, recibir todas las instrucciones y anotar todos los tips de la chef para hacer la hallaca perfecta. La que hacía mi abuelo. La que hacía mi bisabuela. Las hallacas son la razón fundamental por la que las navidades han sido siempre, y siempre van a ser, mi época favorita del año y no me veo pasando nunca una navidad sin una hallaca en mi plato o un diciembre sin un fin de semana reservado para pasarlo con mi familia haciendo hallacas.
Consejos importantes para el día de las hallacas:
1) Monta café.
2) Di que sí cada vez que mi mamá diga que algo está simple. Le falta sal.
3) Compra una botella extra de champagne y escóndela en el sótano para compartirla después.
4) Si sientes que estás a punto de desmayarte, come guiso o masa cruda.
5) No dejes que nadie te vea comiendo esas cosas.
6) Se aprecia que llames por facetime a los familiares ausentes, por más caótico que sea.
7) Van a hacer por lo menos cien hallacas y quién sabe cuántos bollos. Acostúmbrate a esa idea desde el principio.
8) No te pongas nada que no quieras que termine manchado de aceite con onoto o empatucado de masa amarilla.
9) Añade siempre un poco de picante.
10) Si no te apareces el fin de semana que se hacen las hallacas, prepárate para recibir la furia de mi mamá por el resto de la temporada navideña y por todo el año siguiente.
11) Las hojas siempre van a ser demasiado grandes (“la sábana”) o demasiado pequeñas (mínimas). No te preocupes. Ve a comprar más.
12) Las hallacas vegetarianas son de verdad espectaculares. No se lo digas a mi abuelo.
13) No sacudas el pelo, ni te suenes la nariz, ni estornudes o tosas en ningún lugar remotamente cercano a la cocina o a la mesa en la que se preparan las hallacas.
14) Ningún extranjero podrá comprender jamás una hallaca… hasta que la pruebe.

Alexandra Álvarez Rivas



jueves, 6 de octubre de 2016

Lo feo


Amiga,
Te debo lo feo. ¡Qué feo suena!
Cuando regresé de Venezuela te prometí escribir en tres partes mis impresiones sobre la tierruca. Escribí dos: lo bueno y lo malo. Te debía lo feo. He intentado escribir este texto varias veces y me he quedado trancada en el camino, porque me cuesta un mundo explicar lo que se siente cuando tu país te muestra su lado más horroroso.
Pero en estos días en los que he estado viendo en los medios y en las redes la euforia que ha causado en Venezuela el resultado del referendo en Colombia, me parece que estoy en el estado de ánimo perfecto para regresar a esa memoria de lo feo.
La escena sucede en el aeropuerto de Maiquetía. ¿Dónde más puede mostrarse en toda su crudeza lo peor de lo que somos? El aeropuerto es el lugar donde se encuentran frente a frente los que se van y los que se quedan. Es el día del regreso. Mi amiga Katie y yo nos acercamos al mostrador de Air France para chequearnos. Llegamos temprano, no hay cola. En la entrada de la zona de chequeo nos detienen dos guardias nacionales y un funcionario de la aerolínea. Los uniformados son un hombre y una mujer que nos exigen mostrar nuestros pasaportes y pasajes. El funcionario de la aerolínea, muy joven, algo nervioso, se queda con los pasajes. Los uniformados revisan los pasaportes.
Mejor dicho, el guardia mira los pasaportes apenas y se los pasa al funcionario de la línea aérea mientras observa detenidamente a Katie y le pregunta por qué está temblando. El diálogo que sucede a continuación solo es posible representarlo como si estuviéramos leyendo una novela o una obra de teatro de esas en las que la tensión aumenta en cada réplica.
¿Por qué está temblando? ¿está nerviosa? –pregunta el guardia, con cara de pocos amigos.
Mi amiga tiene una enfermedad que hace que tiemble todo el tiempo, no está nerviosa ni nada parecido –digo yo en un tono duro, antes de que Katie responda.
Tengo una carta de mi médico explicando en qué consiste mi enfermedad –dice Katie sin entender lo que está pasando.
En ese momento, la mujer uniformada que está parada frente a mí interviene y comienza a interrogarme para que deje de responder las preguntas dirigidas a Katie.
¿A dónde se dirigen? ¿Viajan juntas? ¿Qué relación tienen?
Vamos a París. Sí, viajamos juntas. Ella es mi estudiante y está escribiendo una tesis sobre Venezuela –voy respondiendo mientras escucho como puedo lo que el guardia le pregunta a Katie y trato de responder también lo que a ella le corresponde.
Las preguntas se repiten varias veces, siempre iguales. Respondemos más o menos lo mismo, hasta que el funcionario de la aerolínea decide que es hora de tomar la iniciativa del interrogatorio.
¿Usted vive fuera del país? –me pregunta con mi pasaporte en la mano.
Le respondo que sí. Me pregunta desde cuándo. Le digo que desde el 2008. Entonces me hace una pregunta que nunca antes, en todos los años que tengo viajando a Venezuela, me había hecho ningún funcionario, uniformado o no.
¿Tiene una prueba de que vive fuera del país?
Mi primera reacción es responderle que no tengo por qué probar que vivo fuera del país. Pero estoy en Venezuela, y estoy rodeada por dos guardias nacionales que están sin duda alguna buscando el modo de intimidarnos, así que respondo con la única prueba posible. Saco del bolso mi pasaporte británico y se lo entrego al funcionario. El hombre revisa mi pasaporte con detenimiento como si no pudiera creer lo que ven sus ojos.
Finalmente nos dejan pasar y hacemos el chequeo en el mostrador, temblando las dos de rabia y de miedo. Mientras entramos le voy explicando a Katie por qué reaccioné con tanta agresividad y respondí sus preguntas y las mías como si me estuvieran atacando. Hace unos años, en uno de mis viajes de regreso, había escuchado a un joven americano contrar una historia que me hizo avergonzar de mi propio país. No voy a repetir la historia, porque se puede leer aquí. Pero es lo suficientemente espeluznante como para mantener el susto por todos los viajes por venir. Cuando le conté a Katie aquella vieja historia ella entendió, una vez más, lo peligroso que es para un extranjero viajar sin compañía por Venezuela.
Nos hemos convertido en un país delincuente. En un país en el que hay que tenerle miedo a los policías, a los guardias nacionales, a todos los uniformados. Y ahora hasta tenemos que cuidarnos de los funcionarios de las líneas aéreas que le hacen el juego a los guardias. En ningún otro país del mundo te interroga un militar antes de salir de tu propio país y, que yo sepa, en ninguna otra parte tienes que demostrar que vives afuera. En ningún país civilizado los funcionarios encargados de proteger al viajero intimidan y acosan a los extranjeros para ver si pueden sacarles unos dólares.
Ya en la zona de embarque, el susto y la rabia se repitieron dos veces más. Cuando le dijeron a Katie que tenía que bajar a abrir su maleta, algo por lo que yo había pasado también muchas veces antes. Y cuando al abordar el avión nos hicieron dejar el equipaje de mano en el piso para que lo oliera un perro entrenado para detectar drogas y nos sometieron a uno de esos chequeos corporales que solo deberían usarse contra posibles delincuentes. Durante todo el proceso traté de calmar a Katie y le di instrucciones sobre cómo debía reaccionar en caso de que volvieran a interrogarla. Le dije que, en último caso, dijera que no hablaba bien español y que yo era su traductora. Por suerte, el susto no pasó de ahí.
Como siempre que salgo de Venezuela, esta vez también me despedí por un largo rato. No puedo decir que no voy a volver, porque tengo demasiados afectos en la tierruca. Pero en Mayo de este año le dije un largo adiós a ese país que siento cada vez más ajeno. Y ese sentimiento ha regresado en estos días en los que he leído miles de mensajes en las redes celebrando la victoria del no en el referendo colombiano.
No logro entender cómo puede nadie estar contento con el triunfo del no en Colombia. Decirle no a la paz no puede ser motivo de celebración en ninguna parte. He leído los razonamientos de los que creen que el tratado de paz propuesto por Santos es demasiado blando con la guerrilla. Que tienen que pagar por los crímenes cometidos, dicen. Como si no fuera suficiente aceptar la derrota, dejar las armas y sumarse a la vida civil. Que los crímenes no pueden quedar impunes, dicen, sin tomar en cuenta que en las zonas más devastadas por la guerra, donde están los familiares de la mayoría de las víctimas, ganó el sí. Porque los más afectados prefieren esta paz, aunque sea imperfecta, por encima de una justicia sanguinaria que sólo va a traer más odio.
Y eso es lo feo, amiga. ¡¿Qué puede ser más feo que ese espíritu de venganza?! Me horroriza esa alegría frente al odio encarnizado. Me aterra ese frotarse las manos frente al futuro que vendrá, en el que los que hoy están luchando por el poder van a encarnizarse contra los que hoy ostentan el poder. Me entristece el panorama de un país en el que todo el que tiene una pizca de poder, desde el guardia nacional que te pide que te identifiques hasta el presidente de la república, lo ejerce con saña y sin contemplaciones para su propio beneficio. Se me arruga el corazón frente al futuro, amiga.
Eso es lo feo.
Te abrazo aterrada,
r

jueves, 9 de junio de 2016

Lo bueno, lo malo, lo feo (parte 2)


Amiga,

Me acaban de mandar las pruebas del ejemplar de la revista Cuadernos de Literatura en el que van a salir publicadas varias entradas de este blog nuestro. Leyéndolas me he dado cuenta de que en mi último viaje, allá por el año 2010, ya había asomado las mismas cosas que me vienen hoy a la mente como el lado menos agradable del viaje a la tierruca. Y caben enteras en dos lugares reiterados: la queja y los aeropuertos.

La queja no es un lugar, me dirás con razón. Pero, si me permites la licencia poética, un lugar es todo espacio que elegimos para instalarnos en él. Y los venezolanos se han instalado en la queja como quien coloniza un territorio salvaje. La novedad, si es que la hay -seis años después- es que la queja está ahora acompañada por dos sentimientos que parecen contradictorios: la resignación con todo lo que está pasando y las ganas hondas de que todo cambie.

La resignación es ese espacio que habitan los que te cuentan una y otra vez lo mismo (lo que no hay, lo que no se consigue, lo que sólo se puede comprar a precios imposibles) y al final te dicen que no hay nada que hacer o que hasta dónde vamos a llegar y acto seguido miran al cielo implorando clemencia. La rabia que busca el cambio pero no sabe dónde encontrarlo comienza igual pero termina despotricando, alzando la voz, mentando madres.

Y no es que la queja no esté justificada. Lo está. Es el producto de haber vivido demasiado tiempo bajo los efectos de dos tipos de discurso que al mismo tiempo se cancelan y se retroalimentan. Por un lado, el discurso -y las acciones, porque no hay que olvidar que no hay nada virtual en esta debacle- de un gobierno que prometió un mundo mejor después de la destrucción de todo lo existente. Y se dedicó a destruirlo todo con saña, sin construir nada a cambio. A menos que tomemos en cuenta las fortunas que construyeron para su propio beneficio.

Por otro lado, las palabras y los hechos cumplidos de una oposición que apenas ahora parece estar encontrando el rumbo, pero que por mucho tiempo no ofreció nada más que sueños vagos y esperanzas vacías. Marchas y más marchas, consignas redentoristas, golpes, paros. Plazas tomadas en una mezcla implosiva y paralizante de voluntarismo con marianismo. (¿Te acuerdas de las ofrendas a la virgen en la Plaza Altamira?). Una oposición inmediatista y vociferante que elaboró su programa político alrededor del insulto, como si descalificar al oponente fuera una forma válida de construir el futuro.

Entre esas dos formas de girar en el vacío se entiende que la defensa sea la queja perpetua. Quienes sufren el día a día, literalmente en carne propia, no tienen otra arma real o simbólica que la queja. Y es ese estado permanente de infelicidad el que uno encuentra en todas partes. Incluso cuando hay razones para celebrar, para agradecer lo que se tiene aunque sea en un instante, incluso ahí se atraviesa la queja. Como una flecha, si me permites la imagen gastada: como una flecha con la punta untada de un curare que lo envenena todo.

Porque ese estado de queja tiene derivas inesperadas que desembocan a veces en furias que se desatan sin razón, en malentendidos y maledicencias, en miradas furtivas de desprecio, en frases preñadas de rencor que se susurran entre dientes. Y esa furia solapada es lo que para los pelos de punta. Entonces el que viene de afuera, con ganas de disfrutar los mangos y los plátanos, las conversaciones intrascendentes al lado de una parrilla que arde en la noche, el sonido del hielo en los vasos de papelón con limón, se ve obligado a escuchar y callar.

Porque todo lo que digas puede ser usado en tu contra. Y eso es lo malo. Eso resume todo lo malo de viajar hoy a la tierruca. Todo lo demás -lo que no hay, lo que no se consigue, lo que hay que pagar a precios astronómicos, la simple y llana pobreza de todos todos- es soportable, manejable. Lo que no se puede controlar es la furia del malentendido. Sentirte en falta porque la simple distancia te ha convertido en otra persona.

Y hasta aquí lo dejo, amiga, porque hablar de lo malo me obliga a entrar justo en ese terreno en el que todo lo que diga puede ser usado en mi contra.

(Hablaré de los aeropuertos otro día, cuando termine este tríptico contándote lo feo. Desde que Marc Augé los declaró no-lugares, hay quienes tienden a imaginar que todos los aeropuertos son iguales. Pero, como dijo una vez Liliana Lara, eso es porque no han tenido que llegar o salir de Maiquetía: ese lugar donde todo lo feo es posible.)

Te dejo aquí un abrazo sin quejas,
r

miércoles, 1 de junio de 2016

Lo bueno, lo malo, lo feo (parte 1)


Amiga,

Antes de que se me borren todas las imágenes, los olores, las luces y las sombras del viaje a la tierruca, me siento a escribir un tríptico siguiendo esa vieja receta de western: lo bueno, lo malo, lo feo.

Comienzo por lo bueno, porque cuando me preguntan (sí, todavía me lo preguntan) cómo vi la cosa por allá, comienzo siempre por lo bueno. Es un asunto de balance. Leemos tantas cosas malas en la prensa, escuchamos tantas quejas cuando hablamos con la gente que languidece de mengua por allá, que parece un acto de mínimo equilibrio empezar por lo bueno.

Enumero:

1. Los días claros: Suena genérico, pero no pretende serlo. Hubo lluvias, pero en general nos tocaron días claros, calurosos, llenos de luz. Días en los que las medias y los zapatos sobraban. Cuando uno vive en el clima relancino y reticente del polo norte, la luz y el calor son la bendición mayor.

2. La gente: Es un lugar común, por supuesto. Pero es también una de esas cosas que sólo se pueden entender de verdad verdad cuando uno no las tiene. Desde la carencia del destierro, el exceso de abrazos, de risas, de palabras dichas desde el estómago con rabia o alegría, de despedidas sentidas y lloradas, hace que cuando uno se llena de amigos todo lo demás importe poco.

3. La comida: Incluyendo las frutas. Jamás un mango supo tan bien como los mangos de la tierruca. Jamás un plátano, frito o sanchochado. Y el chigüire que me preparó mi primo Luciano. Y el bagre de la tía Josefina. La torta tres leches de mi prima Yuruani. Las arepas con zanahoria y el pastel de papas con atún que tú nos cocinaste. La pasta de mi amiga Patricia. La raya de mi amiga Sere. El sushi de plátano. Los helados. Los jugos. El café que compartí con María en un hotel llamado Coromoto.¡La comida!

4. Las casas: El apartamento en la California Norte de mi tía Cynthia, la casa de mi mamá en Cabudare, la casa de mi tía Kenya en Guanare, la casa en la que vive mi papá con sus dos hermanas morochas, tu casa sobre todas las demás, el apartamento de Patricia con vista al Ávila... todas, todas las casas en las que me quedé en esas tres semanas me dieron algo que es imposible encontrar en los hoteles. La alegría de estar en un lugar vivido y trajinado. Los objetos cotidianos que cuentan tanto de sus dueños. Las incomodidades que nos recuerdan que la vida es así.

5. Los viajes por tierra: No hay nada como una carretera para sentirse atravesado por un lugar. Para mí la tierruca es interiorana. Aunque viajé por avión de Caracas a Barquisimeto y de Mérida a Caracas, hice por tierra el camino de Barquisimeto a Guanare y el de Guanare a Mérida. Los dos son recorridos que he hecho miles de veces y que casi puedo hacer con los ojos cerrados. Quería volver a sentir los olores y las humedades, las rectas y las curvas, los aguaceros y los serapios soles. Y asegurarme de que ese país que no empieza ni termina en Caracas sigue ahí. Y ahí está: intacto a pesar de todo.

6. La compañía: Mi amiga Katie me acompañó en casi todo el viaje. Katie es de Londres y tiene una pasión irresistible por todo lo venezolano. Una pasión que comenzó con la literatura y se ha extendido a todo lo demás. Pero nunca había pisado la tierruca. Viajar con ella fue mirar todo otra vez, desde cero. Fue prevenir y cuidar, traducir y aprender, afirmar y dudar. Nunca se descubre tanto sobre lo propio como cuando se lo enseñamos a alguien que lo vive por primera vez.

La lista no se termina aquí, amiga, pero esto basta para resumir lo bueno. Y es bastante. Es casi todo. Lo demás, lo malo y lo feo, te lo cuento otro día en que me sienta un poco menos optimista.

Como siempre, cierro con un abrazo apretado y, esta vez, agradecido por todo lo bueno,
r

viernes, 13 de mayo de 2016

Comprar fósforos



Amiga,

Todo el mundo me pregunta cómo encontré a la tierruca. No sé cuántas respuestas le he dado ya a esa pregunta. Aquí y allá. No hay un modo único de responder, pero uno va construyendo con la práctica una especie de respuesta estándar. Digo que me impresionó la oscuridad de Caracas. Digo que me llamaron la atención las colas de los bachaqueros y el "color local" que los bachaqueros le dan a vecindarios tan encopetados como los Palos Grandes. Digo que el costo de la vida es una locura y que contar pacas de billetes en medio de la calle para pagar medio cartón de huevos es lo más insólito y peligroso que me tocó vivir en este viaje.

Pero desde aquí, y ya a la distancia, me he estado dando cuenta de que lo que uno extraña y necesita compensar al volver, dice mucho de lo que dejamos atrás. Desde que regresé me asaltaron varias compulsiones y sólo con los días he ido comprendiendo que los antojos y la imperiosa necesidad de hacer algo para mí bastante inusual, se deben a las carencias que pasé durante tres semanas. Algunos impulsos he logrado controlarlos: como el de comprar un libro tras otro tras otro. Pero me he rendido a otros y aquí te hago una breve lista sólo para que sirva de muestra.

1.- Un largo baño: Lo primero que hice al llegar, después de comer, fue darme un baño con exceso de agua, de jabón y de champú. No acostumbro a desperdiciar el agua y a pesar de la abundancia que tenemos en Escocia (donde nunca jamás he visto un anuncio en el que se le pida a la gente ahorrar el-preciado-líquido) siempre apago la ducha mientras me lavo el pelo y cuando me estoy untando enjuague y desenredándome las greñas. Pero esta vez, con premeditación y alevosía, dejé la ducha abierta por la larga media hora que tardé en quitarme de encima los restos del viaje y la angustia de tres semanas bañándome apurada por falta de agua.

2.- Tomar leche y comer yogurt: Tomé leche sólo tres veces en la tierruca. Hasta que llegué al apartamento de nuestra amiga Patricia y pude robarle un chorrito de leche para el café cada mañana. Pero lo hice a conciencia de que estaba apropiándome de un bien tan escaso que la gente prefiere no decir que lo tiene. Así que desde que llegué he estado tomando té con leche, café con leche, vasos de leche pura, como tomaría agua un sediento que acaba de atravesar el desierto. Y he comprado todos los yogures que me gustan y me los he estado comiendo con la avaricia de quien sabe que el fin del mundo está cerca y que cuando nos alcance ya no habrá más yogures.

3.- Ver la tele, ir al cine: No acostumbro a ver la televisión cuando viajo. Si acaso, al final de la noche, en alguna habitación de hotel miro los noticieros para asegurarme de que el mundo no se ha terminado. Pero cuando viajo a la tierruca no me quedo en hoteles sino en casas de familiares y amigos. Escuché radio en todas partes, pero no vi televisión, con la excepción del primer capítulo de la sexta serie de Juego de Tronos que vi junto a los hijos de mi prima Yuruani, todos amontonados en la cama de mi tía Kenya. No fui al cine ni una vez. Y yo soy un bicho audiovisual, que necesita una dosis regular de imágenes. Por eso llevo una semana poniéndome al día con todas las series que dejé grabándo y todavía me falta ver capítulos pendientes de cuatro o cinco series más. Hoy es viernes de estreno y voy a ir al cine por primera vez en casi un mes. Todo un record.

4.- Comprar fósforos: Este es el antojo o la compulsión más extraña. Antes de viajar a la tierruca me pediste en un email: "trae fósforos, como si vinieras al desierto". No me lo tomé muy en serio, pero acepté obediente el encargo y fui al abasto a comprar fósforos. No había. Por primera vez desde que vivo aquí fui a comprar fósforos y no había. Lo sentí como una extraña premonición. No sé de qué. Pero como tengo un alma supersticiosa, a pesar de tener una cabeza incrédula, le prendí una velita a Santa Bárbara la noche antes del viaje y le pedí por favorcito que me acompañara para que todo saliera bien. Ya de regreso, fui al abasto a comprar cualquier otra cosa y de pronto me vi frente a un paquete de cajitas de fósforos. Las metí en la cesta y me las traje. Y aquí están. Seis pequeñas cajitas de fósforos que yo nunca hubiera comprado si no fuera porque tenía que habértelas llevado a tu casa y no lo hice. Un gesto retrospectivo que ya no tiene sentido ni función. Un signo de las carencias que se quedan clavadas en el alma al regresar del lugar de la escasez.

Con uno de esos fósforos le prendí una nueva vela roja y fragante a Santa Bárbara para agradecerle su compañía durante el viaje a la tierruca, y para mostrarle que mi alma supersticiosa sigue creyendo que sólo con ayuda sobrenatural puede uno salir bien librado del trance de atravesar media tierruca sin sufrir ningún percance.

Y aquí estoy, amiga, de regreso. Sana y salva. Con permanentes ramalazos de las cosas que vi y que escuché. Tratando de explicarme lo que todavía no logro entender. Sacando cuentas de lo que pude hacer y no hice. Procesando con la cabeza fría lo que sentí sin pensar en el momento. Enmendando entuertos en la memoria. Y jurándome que por un largo rato no voy a volver.

En eso estoy, amiga, hasta nuevo aviso.

Cariños muchos,
r

miércoles, 6 de abril de 2016

Seis años de ausencia

Amiga,

A todo el que me quiera oír le he dicho que llevo cinco años sin pisar la tierruca. Pero hoy me siento a mirar este blog para recordar fechas y me encuentro con que mi último viaje fue en junio de 2010.

Escribí en ese momento una entrada que retrata exactamente cómo me siento hoy. Con la diferencia de que el pánico es tal que ni siquiera he sacado la maleta del closet...

Para no repetirme me cito:

(Ver Perder un mundo)

Cariños muchos y nos vemos pronto!
r

martes, 19 de enero de 2016

De vuelta



Amiga,
Confieso que una de las maneras que tengo de combatir el insomnio es imaginarme que escribo. Y esta mañana me dio por imaginar que retomaba este blog nuestro. Me pareció una idea brillante en la madrugada, mientras me arropaba y desarropaba luchando contra los calorones de la pre o la postmenopausia. Redacté largos párrafos imaginando las nuevas condiciones sobre las cuales escribiría en esta nueva etapa. Me acuerdo apenas de lo que imaginé que escribía, pero hay algo que se me quedó bien grabado. Que necesito volver a esta bitácora para recordar, después, lo vivido.
El asunto es básicamente eso. La memoria me falla, cada vez más (otro de los efectos de la menopausia o simplemente de la edad), y si no llevo registro de lo que voy viviendo, miro para atrás y me encuentro con un vacío aterrador. Eso me pasó ayer, mientras cumplía con el ritual de todos los eneros de cambiar el calendario que cuelga de uno de los piedeamigos de mi biblioteca. Miré el mes de enero del año 2015 y estaba ¡vacío!
La razón es que casi siempre compro mis calendarios cuando el mes está bien avanzado o casi ido, porque así logro pagar cincuenta centavos por el mismo calendario por el que hubiera pagado en diciembre cuatro libras. Además, me digo mientras espero que bajen los precios, en enero nunca pasa nada. Pero pasa, amiga. El problema es que uno no se acuerda.
Así que aquí estoy de vuelta, como dicen los sureños. Regreso a este blog nuestro con ganas de contar las minucias del día a día. Por lo de la memoria y el insomnio y los calorones. Pero también por otra cosa: tengo semanas leyendo a Claudia Piñeiro –Las viudas de los jueves, Betibú, Tuya, Elena sabe...— y me encanta su modo de observar las cosas pequeñas que suceden cuando uno anda por la vida sin darse mucha cuenta y estoy con ganas de escribir algo con ese tono moroso que también tiene mi admiradísimo Ricardo Silva Romero. Un texto largo que cuente una historia pequeña.
Y aquí voy a ir haciendo experimentos de ese tono y ese ritmo hasta que me suene bien y se me meta adentro como una segunda piel. No soy buena contando despacio cosas que prefiero que pasen más bien rápido. Pero —¿será la edad?— he estado descubriendo últimamente que escribir no es otra cosa que detener el tiempo, parar el mundo. No para bajarse, que renunciar no es la idea, sino para tener la oportunidad de ir por partes, como se dice. Dividir en pedacitos el día, la hora, los minutos. Y detenerse a mirar. Construir un marco y ralentizar. Imaginar una cámara lenta que nos permita extraer algún tipo de sustancia.
Nada de moralejas ni de consejos útiles para la vida. Bastante hay ya de autoayuda en el mundo. Más bien presencia: imaginar nuestra presencia en el mundo y saborear cómo suena, probar qué palabras se ajustan mejor y cuáles sobran o retumban con un sonido hueco. Eso, nada más. Contar el mundo con las palabras que a uno le gustan más. Sólo eso.
Tendrás que soportarme otra vez, amiguísima.
Te abrazo fuerte,
r