jueves, 30 de agosto de 2012

Estilo y contenido



Amiga,
Estuve dos semanas asistiendo al Festival de Libros de Edimburgo. Vi y escuché a mis dos autoras escocesas favoritas: AL Kennedy y Ali Smith. Escuché el monólogo ensimismado de Joyce Carol Oates, hablando sobre su última novela Mudwoman. Asistí a la charla de Junot Díaz sobre su último libro de cuentos y –acompañada por Lyo– escuchamos a Andrés Neuman leer un par de páginas de la traducción al inglés de El viajero del siglo y hablar sobre cómo escribió la novela y por qué.
Ha sido un lujo asistir a todos esos eventos. Me he permitido comportarme como una fan. Le dije a AL Kennedy que me encantaban sus cuentos y que quería traducirlos al español, mientras le pedía que me firmara uno de sus libros. A Junot Díaz le comenté que éramos medio paisanos, le pedí al despedirme que me dejara darle un beso, y me fui de lo más contenta con mi edición firmada de La maravillosa y breve vida de Oscar Wao. Hablamos con Neuman en español y nos contó de su próxima novela, que sale en un mes.
Se me había ocurrido escribir una entrada larga contándote los detalles de cada charla y hasta había tomado notas en mi iPod para no olvidar algunos datos. Pero ahora que me siento a escribir la verdad es que creo que lo único que realmente quiero hacer es traducir, al menos una parte, de la charla que dio Ali Smith y que creo que dice mucho más del evento que cualquier otra cosa que yo pueda decir.
Pero antes creo que debo anotar al menos cuatro líneas sobre el contexto en el que se produce esta charla. En 1962, mi año de nacimiento, se realizó en Edimburgo una conferencia mundial de escritores. En aquella conferencia –que duró una semana y fue reseñada por toda la prensa europea– se tocaron varios temas que parecían condensar los debates literarios del momento: censura, compromiso político, nacionalismo, estilo y contenido. Cincuenta años después, los organizadores de la feria del libro reunieron a varios escritores para debatir los mismos temas.
Ali Smith hizo una relectura del tema “Estilo versus Contenido”. Esa fue la conferencia que escuché, leída a la velocidad del rayo frente a un frasco casi vacío de peptobismol, que Smith aseguró que era lo único que le había permitido estar ahí presente y mantenerse en pie. La conferencia fue publicada en The Guardian y por eso pude releerla y entender realmente cada una de sus implicaciones. Aquí te traduzco el texto con algunos saltos. Aunque quité algunos ejemplos que utilizó a lo largo de su propuesta, creo que lo que he dejado permite captar la posición de la autora con respecto a esa falsa distinción entre la forma y el fondo, lo que se dice y el modo como se dice.
El texto comienza con una declaración de Paulo Coelho hablando del daño que le ha hecho a la literatura el “estilo puro”, es decir, “sin contenido” de James Joyce en Ulises (¡!). Smith imagina un ring de boxeo en el que se encuentran Joyce en un extremo y Coelho en el otro, y las primeras palabras de su charla son “Pelea, pelea, pelea” –o tal vez “Pelear, pelear, pelear”. El enfrentamiento ficcional se repite varias veces a lo largo del texto y luego se retoma al final. Aquí va entonces un fragmento del texto, que traduzco in media res:
Nada es perjudicial para la literatura, excepto la censura, y ni siquiera la censura evita que la literatura vaya para donde le dé la gana, porque la literatura tiene sus maneras de superar cualquier cosa que intente detenerla, y además logra crecer en el intento. Me importa poco si todo el mundo o nadie lee el Ulises o si nadie o todo el mundo lee las cincuenta sombras de Coelho. (Risas!) Hay espacio suficiente en el mundo para todos nosotros. Somos enormes. Contenemos multitudes. Una buena discusión, como un buen diálogo, es una prueba de vida, pero yo siempre voy a preferir irme a leer un libro. Y como me gusta el estilo, es bastante probable que el libro sea Ulises. Tal vez el capítulo de los cíclopes, en el que hay una fusión de pugilismo con las parodias de diferentes estilos de escritura a lo largo de los siglos, en el que se describe una pelea entre los colonizados irlandeses y los colonizadores ingleses; es el capítulo en el que Bloom, hablando en su propio estilo defectuoso sobre cosas insignificantes –violencia, historia, odio, amor, vida– se enfrenta a un grupo de escandalosos y a un legendario fanático tuerto.
O tal vez leería a una de las escritoras más originales entre los que escriben en este momento en inglés, Nicola Barker. Abriría Clear: A Transparent Novel, un libro escrito cien años después del Ulises de Joyce. ¿De qué se trata? Ostensiblemente habla de la realidad, de un hecho real: se trata del ilusionista David Blaine y de cómo sobrevivió por 44 días en el 2003, sin comer nada y encerrado en una caja transparente sobre el Támesis. Pero desde la primera página esta novela, hecha toda de transparencias y engaños, es una disección de todas las vanidades, las seducciones, las cosas que buscamos en los libros y en el arte y en la cultura. Como Ulises, es también un discurso sobre el heroísmo. Su narrador es uno de esos vastos personajes de Barker, atroces y gloriosos, y de todo lo que se le ocurre hablar, cuando comienza su discurso, es prosa. Precisamente a lo que se refiere es a otro libro, la novela Shane, de Jack Schaefer, “Una novela clásica del oeste americano”:
Estaba pensando en lo increíblemente precisas que eran esas primeras líneas, y lo sorprendentemente fáciles que parecían; el estilo de Schaefer (su –ejem– “voz”) de un tono comedido tan envidiable, su “visión” (si es que me atrevo a usar esta palabra tan pronto) tan absolutamente inquebrantable.
Yo sí que tengo unas bolas bien puestas”/ “Tengo unas grandes bolas, ¿me oyen? Tengo unas buenas bolas y me encantan y no tengo nada más que probar” ...cuando tienes unas bolas de ese tamaño, automáticamente desarrollas una forma extraña de autoridad moral ...una certeza intelectual especial, que es muy, pero muy seductora...
Entonces el narrador explica el poder que tienen sobre nosotros los estilos literarios que amamos:
Yo me vuelvo arcilla –literalmente moldeable– en las manos de Schaefer ...Ser manipulado, guiado, manejado de una manera tan magistral. Es simplemente... yo estoy... yo soy increíblemente feliz al ser parte de ese proceso.
La escritura de Barker es una fuerza del siglo XXI, enérgica, juguetona, llena de detalles intrascententes, de grandilocuencia, de frases enfáticas y atrevimiento formal, y –como sucede en todos los procesos literarios– no todos los lectores están de acuerdo en formar parte, aunque muchos lo hacen. ¿Llamaré bolas a lo que Barker muestra? No creo, pero sí quiero enfatizar las posibilidades de procreación. Para describirlo utilizaría algo menos relacionado con el género. ¿Goce? No, todavía suena demasiado a género. ¿Fuerza vital? Ciertamente tiene un rugido de vida. Vamos a llamarlo simplemente estilo.
Segundo Punto: El estilo como más de una cosa a la vez
La multivocalidad de Barker es un despliegue de una sola de las versatilidades propias del estilo literario. En ese inicio podemos ver al mismo tiempo el engreimiento y la vulnerabilidad del personaje, su incapacidad de ver la ironía que el texto construye a costa suya. Además tenemos el diálogo, la seducción, el modo como dejamos que algo nos reconstruya sin ofrecer resistencia. Hay una reflexión sobre el territorio y el papel de los pioneros e incluso sobre la autoridad moral. Y al mismo tiempo hay un minado de todo eso; la autoridad del estilo desmantela la autoridad, la revela como un asunto de machos.
Gore Vidal decía que “El estilo es saber quién eres, lo que quieres decir, y no pararle bolas a nada más”. Entonces ¿hay algo que condenar en el estilo? ¿Algo de jactancia, de desafío, el desafío de la individualidad? ¿Hay, además, un modo en el que algunos escritores usan el estilo como marca de existencia? ¿una prueba de que hemos estado aquí? Pero un estilo que funciona bien es poderoso, aunque sea optimista o escandaloso o discreto. La existencia del estilo es un asunto de precisión verbal, nada más. ¿Y qué tiene que ver exactamente la felicidad con el proceso?
Punto 3: Estilo como contenido
Es la discusión más fácil del mundo, y una de las más engañosas: estilo versus contenido. La noción común de lo que es el estilo literario, especialmente del estilo que llama la atención sobre sí mismo, es que se trata de algo que está en el exterior, un asunto de apariencias, una cosa superficial; una cosa fraudulenta, no la cosa real. Es lo que nos impide ver lo que está tratando de decirse incluso en el momento de decirlo.
Pero todo lo escrito tiene estilo. La lista de ingredientes que aparece en una caja de Cornflakes tiene un estilo. Y todo lo literario tiene estilo literario. Y el estilo forma parte de cualquier obra. El modo como algo se dice es lo que se dice. Una historia es su estilo. Un estilo es su historia, y las historias –como las cebollas, como la tierra en que vivimos, como el estilo– tienen capas, son construcciones estratificadas. En ningún caso el estilo carece de contenido. Esto se debe a que cuando se juntan unas palabras con otras se produce el estilo, y nunca hay allí una falta de algún tipo de estilo. De otra manera podríamos, por ejemplo, echar a la basura una de las más recientes traducciones de Madame Bovary, hecha por Lydia Davis (quien investigó todas las versiones hechas por Flaubert y tomó en cuenta los textos que el autor tachó de un borrador a otro, para reconstruir los elementos metafóricos y líricos de la novela), y simplemente pasar el texto a través del traductor de Google.
El estilo no es el fantasma en la máquina, es la vida que impugna a la máquina. No hay nada fantasmal en el estilo. Está vivo y es humano. Es más, el estilo prueba no sólo la existencia humana individual, sino también la existencia de la comunidad.
Leer un libro es un acto al mismo tiempo individual y social, y esa es la razón por la que el tema de qué tanto debemos comprometernos en la lectura es un asunto tan sugerente e interesante (¿lees para escapar? ¿para pensar, para aprender, para comprender? ¿o para que te entretengan?). Porque puede que no te guste un estilo. Puede que no sea tu estilo. Pero ese es un asunto importante, precisamente el que evidencia el poder del estilo. Lo único que un estilo literario no puede ser es indiferente; es por eso que es un poderoso removedor de pasiones y gustos, furia y discusión. Por eso es que realmente nos preocupa. Es por eso que un estilo que no nos gusta se puede sentir como una afrenta personal.
Y el estilo es tan versátil que puede contener todas las contradicciones al mismo tiempo. Estoy pensando en una novela como Beast of No Nation, de Uzodinma Iweala, o en el libro de Helen Oyeyemi, The Icarus Girl, historias de terrible violencia contadas desde la inocencia de los niños; o novelas como Slaughterhouse 5, de Kurt Vonnegut, o Catch 22, de Joseph Heller, que echan luz sobre horribles hechos históricos como si fueran entretenimientos cómicos. El estilo puede hacer muchas cosas al mismo tiempo y de hecho lo hace. Puede ser irónico, ambiguo, desafiante, cuestionador, caprichoso. Puede que no sea agradable a la vista. No tiene que serlo. No todo es simple.
(...)
El estilo es químico y reactivo, y abrumador y emocionante. Puede ir a donde quiera y hacer lo que quiera.
Punto 7: El estilo como realidad
Lo que el estilo hace y a dónde va, es siempre revelador. Naturalmente, algunos escritores son más atentos con el lenguaje y la estructura que otros, y algunos quieren que esto se note más que otros. Pero el estilo no es el lenguaje, es mucho más que eso. El estilo no es la voz. El estilo no es la forma. Ni estilística ni parataxis ni ritmo ni metáfora. El estilo es lo que sucede cuando la voz y la forma se encuentran y se fusionan para formar algo que es más que ambas cosas.
(...)
Una de las cosas más emocionantes que tiene la novela es que su forma es tradicionalmente revolucionaria. (...) Pero las estructuras de lo que hacemos están inevitablemente vinculadas a las estructuras de nuestra cultura, al modo como estamos viviendo, al modo como estamos pensando. La habilidad de percibir y cuestionar e incluso de alterar la estructura de las cosas está relacionada con asuntos como la revelación, el cuestionamiento y el cambio en nuestras formas artísticas. Es posible impregnarse de moda, como si fuera un perfume. Pero el estilo es integral. Es el modo como las cosas huelen en realidad.
Punto 153: El estilo como implemento, adorno, cepillo de dientes, protector, madre, arte, amor
La palabra estilo viene, en su forma inglesa, del latin stilus, que era la palabra con la que se nombraba un instrumento para escribir, posiblemente mezclada con la palabra griega stylos, con la que se nombraba una columna que sostenía o adornaba una estructura o un lugar.
Un estilista era un asceta que vivía, por razones religiosas casi siempre, encaramado en lo alto de una columna día tras día. Es difícil mantener el balance en toda una novela, mantener su verticalidad, en medio de todas esas sillas y tazas y cepillos de dientes, encima de una columna (tal vez, entre todos los novelistas, solamente Virginia Woolf podía mantener un pie en tierra). Pero ahí está TS Eliot, allá arriba, con su largo abrigo negro entonando Cuatro cuartetos para nuestro bien. “Los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad”.
La palabra “contenido” –en inglés, content– significa tanto lo que es contenido como lo que está contento, una forma de felicidad cercana a la calma. ¿Están vinculadas la felicidad y la contención? Pregúntenle a cualquier niño. El estilo es también un modo estético de contener algo y eso nos permite tanto la distancia como la cercanía de eso que es contenido. Es algo que nos protege contra las cosas más obscuras tanto como nos sostiene frente a la desechable superficialidad de la vida.
El estilo es también algo que nos desconcierta, porque el arte es tanto una manera de contenernos como una forma de abrirnos hacia afuera. (...) El estilo nos da –¿cómo llamarlo?– una especie de gracia, supongo. Pero cualquiera que lo lea puede darse cuenta de que una crítica del estilo no solamente protege, sino que también revela, permitiendo la aparición intacta, sana y salva, de todo lo que no se puede decir, de las respuestas más primarias.
Ahora voy a citar el texto de Alain Badiou, In Praise of Love –Elogio del amor– porque creo que lo que allí dice sobre el amor puede ser también una definición en progreso de los poderes y dones del estilo literario.
En el nivel más básico, la gente enamorada confía más en las diferencias en lugar de cuidarse de ellas. Los reaccionarios siempre sospechan de las diferencias a nombre de la identidad ...pero si queremos, por el contrario, abrirnos a las diferencias y a sus implicaciones, de manera que el colectivo pueda estar constituido por el mundo entero, entonces la defensa del amor se vuelve un punto que es necesario practicar. El culto identitario de la repetición debe ser desafiado por el amor a lo que es distinto, único, irrepetible, inestable y extraño.

Punto 7.000.000.000: ¿cómo debe enfrentarse el novelista a la novela?

Con ingenuidad. Con humildad. Con un martillo. Con energía. Con erudición. Con inocencia. Tradicionalmente, anárquicamente, con espíritu de aventura, fragmentado, completo, cualquier adverbio que quieran, pero siempre con un ojo puesto en lo que la historia pide, porque eso es más que suficiente. La historia se encargará de dictar el estilo. (Y de todos modos no vas a necesitar los adverbios, táchalos todos cuando estés corrigiendo).

Le pregunté a dos escritoras más jóvenes que yo, cuyo trabajo es muy diferente entre sí, cómo pensaban que debíamos aproximarnos a la novela. Kamila Shamsie me dijo: “Con atrevimiento, y con cierto miedo en el corazón.” Esto me recordó a Charlie Chaplin en El Circo, encerrado por error en una jaula con un león dormido. Se acerca mucho al modo como uno se siente cuando escribe una novela. Eres valiente, o más vale que lo seas, y eres un idiota. Hay que andar con cuidado. Le mandé un mensaje de texto a Helen Oyeyemi. ¿Cómo debería el novelista acercarse a la novela? Me respondió: “Con valentía y vigor y flexibilidad, creo.” Entonces su mensaje de texto decía: “¿Tú que piensas?” Sí, se trata siempre de un diálogo.

Y se trata claramente de un asunto de valentía. Oh! Pero es sólo una novela, como asegura Jane Austen en el capítulo cinco de La abadía de Northanger, el más postmoderno de sus trabajos, en el que nos dice lo que la novela puede hacer, con ese tono que combina de manera encantadora la indiferencia con una modestia al mismo tiempo real y fingida. El mejor lenguaje que se pueda elegir = los máximos poderes de la mente, el saber más exhaustivo, la naturaleza humana, la intensidad de la vida, la elocuencia, el humor, el mundo.

El mundo, en una novela, en un tweet, en un grano de arena. (...)

Pelear, pelear, pelear. El lenguaje siempre está dispuesto. Es una pelea por la vida. Todo lo que necesitamos hacer, lectores y escritores, desde la primera línea hasta la última página, es ser tan abiertos como un libro, y vivir la vida que hay en el lenguaje, en todos sus niveles. Entonces el estilo, como de costumbre, hará lo que sabe hacer mejor. Entonces ustedes y yo y todos nosotros (todos los siete billones de nosotros que estamos aquí y ahora en el mundo, sin olvidar a toda la gente del futuro y el pasado), con todas nuestras individualidades, con todas nuestras luchas, con todos nuestros modos de expresión, nos encontraremos, de una manera y de otra, cuando de trata de la novela, contenidos y contentos."

Hasta aquí mi defectuosa traducción de la brillante intervención de Ali Smith en la Conferencia de Escritores de Edimburgo.

Espero que te haya parecido tan interesante como a mí.

Te mando un abrazo estilizado y contenido,
r

martes, 21 de agosto de 2012

Fuera de la jungla

Amiga,

Te escribo hoy desde la perplejidad, desde el asombro, desde una forma del pavor. En apenas un poco más de un mes he estado en el punto más débil de una línea quebrada pero ascendente que me voy a atrever a llamar la cadena alimenticia del mundo académico, copiándome una idea que escuché en estos días en el Festival Internacional del Libro de Edimburgo. Las cadenas alimenticias se caracterizan por mostrar, de la manera más gráfica, la ley de la supervivencia del más fuerte. Y también la crueldad, a veces gratuita, que marca las relaciones entre los seres vivos.

El pez grande se come al pez chico. Todo ser vivo está ubicado en una pirámide que lo convierte en alimento de otro ser más fuerte, mejor dotado o con mayores recursos. Los animales más débiles aprenden a escapar de sus enemigos naturales y desarrollan estrategias que les permiten adaptarse, reproducirse y sobrevivir. En la jungla académica se cumplen todas y cada una de estas leyes. La única diferencia con el mundo natural es que en la academia todo el que entra comienza en el extremo de los invertebrados y aspira a terminar obteniendo la parte del león. Todos son, potencialmente, corredores en una competencia que los llevará de un extremo al otro.

Cuando estás en el lado más débil de la cadena, sabes que cualquier paso en falso podría producir una catástrofe que te cueste tu misma supervivencia en la jungla. Cuando has superado todas las pruebas y puedes decir que has llegado a la cima –al llegar, por ejemplo, a profesor titular– sabes que ningún pez grande puede ya comerte. Pero nunca te olvidas que estás rodeada de fieras. Y por eso, cuando merodeas por la jungla sin un signo claro que muestre tu estatus, tienes que comportarte como la liebre más pequeña, que sabe que no se puede descuidar ni un segundo.

Las instituciones te dan seguridad, estabilidad, refugio. Si tienes un título y un puesto dentro de una institución estás protegida y la jungla parece lejana. Pero si renuncias a ese beneficio y te atreves a producir, desde fuera de ese refugio, los mismos objetos que producen los que hasta ayer eran tus colegas, te expones –como la liebre libre– a todo tipo de ataques, amenazas, zarpazos y expulsiones. Tu trayectoria desaparece de pronto y el trabajo inmenso que te llevó pasar de un extremo a otro de la cadena alimenticia se disuelve.

Por eso, supongo, me he visto expuesta, en medio de la jungla, a los ataques más insólitos. Ni siquiera cuando era estudiante, que se supone que es el grado cero de la carrera académica, tuve que defenderme de ataques tan injustificados. No creo que deba contarte aquí los detalles, pero no puedo evitar dejar constancia de mi desconcierto, de mi perplejidad, de mi profunda desilusión con el mundo académico. No encuentro justificación alguna que me permita comprender por qué los seres más educados del planeta –si es que asumimos que la acumulación de títulos es sinónimo de educación– se comportan a veces como las personas más insensibles, irrespetuosas y soberbias.

Y en estos días en que me he sentido otra vez en el escalón más bajo de la cadena alimenticia, me he dado cuenta de que no es que quiero volver a estar al lado del león. Es que quiero estar total y completamente fuera de esa jungla. Seguramente me voy a meter en una selva más intrincada. No importa. Al menos tendré de nuevo la oportunidad de ir midiendo mis pasos con cuidado para que nadie me trague y para no pisar a nadie bajo ningún concepto. Espero que eso baste.

Te mando un abrazo que tiembla como una liebre,

r

viernes, 17 de agosto de 2012

Con faldas y a lo loco


Amiga,

Cuando el clima se pone veraniego y al caminar por las calles me siento como en Caracas, me dan como ganas de vestirme de trópico. En invierno uno anda tan arropado entre chaquetas y bufandas que en realidad importa poco lo que uno carga puesto. Pero en verano la ropa se nota y se vuelve un asunto de estilo. Y una cosa es la ropa que usas en tu lugar de origen y otra, muy distinta, es la ropa que te pones cuando estás en un lugar en el que nadie te conoce. Por eso el tema de esta nota no es en realidad la ropa, en sí misma, sino el vestuario que elige quien está en el destierro, lejos de los suyos, sin jueces conocidos a la vista.

Vestirse es disfrazarse y eso vale aquí y allá. Pero cuando uno se siente liberado del gusto ajeno, se despoja también del gusto propio. Las normas que usabas de manera estricta se relajan y te atreves a usar prendas que ni siquiera mirarías si estuvieras en tu medio natural. El espacio que te rodea se vuelve una especie de escenario en el que puedes asumir personalidades diferentes, porque sabes que en realidad nadie se va a dar cuenta. El mundo que empieza más allá de la puerta de la calle es tan ajeno que se vuelve irreal y por eso es posible caminar a través de él con una fachada distinta cada día. Nadie te exige coherencia.

Ya sé que sueno críptica, así que aquí va el cuento que sirve de explicación a esta perorata pretenciosa. Ayer fui al centro comercial a buscar un remedio para Gussi. Eso me llevó cinco minutos y necesitaba matar algo de tiempo para justificar la salida y las tres libras que pago por el pasaje del bus que me lleva y me trae. Así que me dispuse a hacer el recorrido que siempre hago por las mismas tiendas. Entré en la tienda de descuentos a comprar varios jabones y un champú. Y entré en la tienda de ropa en la que compro baratijas para renovar mi guardarropa siempre falto de algo, aunque me prometí que esta vez no iba a comprar nada.

Me fui directo al final, donde cuelgan los trapos que están en oferta. Siempre hago eso y me distraigo un rato imaginándome cómo me veré con esta o aquella camisa, con un suéter largo hasta las rodillas o un pantalón con goma en la cintura. No tengo gustos muy exigentes cuando miro rebajas, porque en realidad casi nunca compro nada. Desde que vivo aquí sólo había mantenido una regla: nada de estampados. Me mantuve firme por un rato largo. Años. Hasta que comencé a antojarme de usar faldas. ¡Faldas! amiga. Yo que nunca.

Y con las faldas vinieron los estampados. Es verdad que me las pongo con camisas estrictamente blancas o negras o azules. Nada de estampados extra. Pero he ido atreviéndome a comprar pintas cada vez más vistosas. Primero eran unas discretas hojitas marrones, después unos puntitos no muy discretos, pero soportables. De ahí pasé a los cuadros y las flores, pequeñas pero flores. Y ayer, amiga, lo confieso con un poco de pena, pero no mucha, me compré una falda de un estampado que soy incapaz de describir. Por eso esta nota va con foto de tela. La tela que ves allá arriba es de la falda que compré ayer. Una falda que yo no usaría en Caracas ni en un millón de años, pero que aquí me resulta cómoda y hasta divertida.

No he estrenado mi nuevo disfraz todavía. Pero ya me imagino saliendo de la casa con una facha irreconocible a los ojos de quien me haya visto allá. Falda estampada, camisa negra, cholas de plástico. Caminaré rauda y veloz por la calle. Me miraré de reojo en el reflejo de las vidrieras con asombro, sin reconocerme. Pero los vecinos no notarán nada extraño. Cuando me suba al autobús nadie va a mirarme dos veces. Y, mientras dure el verano y el tiempo no me obligue a esconderme otra vez bajo los abrigos, yo me estaré riendo por dentro de una travesura que no le hace daño a nadie.

Te mando un abrazo lleno de colores,
r


lunes, 13 de agosto de 2012

Espíritu olímpico

Amiga,

Esta semana estuvimos de olimpíadas. Nos fuimos a Londres a ver un par de eventos y nos dejamos envolver por la emoción de tanta gente interesada en ver y acompañar a los atletas. Nunca había estado rodeada de semejante amabilidad en una ciudad que se caracteriza más bien por su rudeza. Como todas las grandes ciudades, Londres te atropella y te marea. Si no perteneces, te lo hace sentir en carne viva. Pero esta vez la ciudad nos mostró su mejor cara y hasta nos salvamos de la lluvia que había estado cayendo toda la semana anterior.

Primero fuimos al volibol de playa. Vimos cuatro partidos. Sé que vimos jugar a una pareja de brasileros y a un par de argentinas. De lo demás no me acuerdo, a pesar de que cuando salimos del estadium Lyo me hizo repetir los nombres de todos los países jugadores y de quiénes habían ganado. Pero es que yo estaba en realidad más interesada en la atmósfera, en el movimiento, en los colores, la luz, la destreza con la que construyeron la cancha de arena y las inmensas gradas en medio de una explanada donde normalmente sólo se hacen desfiles de la policía montada.

Fue increíble ver el despliegue de organización, el modo como dirigían el flujo del público para que nadie se atropellara ni embotellara. Tanto el ingreso al evento como la salida fueron tan fluidos que parecía increíble que hubiera reunida una cantidad tan inmensa de gente. Los animadores del evento no se cansaban de recordarle a la multitud que gritaba y aplaudía, que allí había 15 mil personas reunidas. Y en medio de semejante gentío uno pierde un poco la personalidad y grita y aplaude y patalea –en el buen sentido– sin sentir vergüenza. Pero no por eso se abandona cierto sentido crítico.

En cada locación en la que se realizaron eventos había alguien encargado de “animar” al público. Al menos un par de animadores profesionales se sentían obligados, cada tanto, de recordarnos que había que levantarse o sentarse, aplaudir o chillar, decir ole o hacer la ola. Todo lo cual aparecía como libreto en las pantallas gigantes, por si no habíamos entendido las instrucciones orales gritadas a pleno pulmón: Make some noise now! Y la verdad es que el público respondía. Pero yo no pude evitar la impresión de que el coaching no era para nada necesario. Todo el mundo sabe dónde y cómo emocionarse cuando va a ver un partido de lo que sea, aunque sólo se trate de contagio masivo.

Pero, en fin, parece que ese es el estilo aquí y a uno no le queda muy claro si es que la gente necesita algo de incentivo para animarse, o si son los organizadores los que piensan que el venerable público es tarado y necesita instrucciones para mostrar sus emociones cuando corresponde. Como sea, el asunto de ponerse contento bajo instrucciones precisas resultó de lo más aleccionador, por decir lo menos. Total que salimos del evento muy bien entrenados para nuestra próxima cita olímpica.

Porque el evento que realmente estábamos esperando era el de los clavados. No por la competencia en sí –todo hay que decirlo– sino porque los tickets nos daban la oportunidad de entrar al parque olímpico, que es el lugar al que quería entrar todo el mundo en estas dos semanas. La primera gran sorpresa fue el tren de alta velocidad que los londinenses llaman la jabalina. Es de verdad una maravilla: uno se monta en St. Pancras, que es mi estación favorita en Londres, y en exactamente siete minutos llega al parque olímpico. Es uno de los servicios de transporte más elegantes y eficientes que he visto en este país.

Pero lo que realmente impresiona –jabalinas aparte– es llegar y sentir el despliegue de emoción que se siente al entrar en el parque olímpico. Todo el que entra sabe que está en un lugar que desde ya es histórico. Todos quieren documentar ese momento único tomando fotos, filmando, sonriendo, gritando, hablando como locos, abrazándose y mandando mensajes de texto con imágenes del lugar. Por eso, cuando uno entra, se oye un silencio de admiración seguido por un ruido que sube y baja, que se acerca y se aleja. Es el sonido de la gente que de pronto se detiene a admirar un detalle, a escuchar los gritos del estadium, los aplausos. Y ahí sí es verdad que el espíritu crítico se apaga por un buen rato.

Caminamos largo de arriba a abajo del parque. Vimos las fachadas de todos los estadiums, velódromos, canchas y demás. Tomamos cientos de fotos. Admiramos el paseo al borde del río, donde es posible sentarse entre florecitas de muchos colores y olvidarse del lado mercantil del negocio olímpico. Pero también hicimos nuestra cola para comer los respectivos cuartos de libra con queso en uno de los dos McDonald enormes que instalaron en el parque. Era una especie de ritual inevitable y lo cumplimos sin remordimientos. Y vimos desde afuera los stands en los que exhibían los productos patrocinadores de los juegos: carros de lujo, productos deportivos, televisores y ya no me acuerdo qué más.

Cuando faltaba un poco más de media hora para que comenzara nuestra función nos fuimos al centro acuático a ver los clavados. Estábamos bastante arriba en las gradas, pero el lugar está tan bien diseñado que te sientes como si estuvieras ahí mismo. No faltaron las instrucciones de cuándo y cómo aplaudir o emocionarse. Pero aquí se notaba claramente que la gente sabía lo que quería y no necesitaba manuales de uso. Era una final y había medallas de por medio. Yo estuve gritando a favor del mejicano –que al final llegó de cuarto– hasta que dejé sordos a todos los que me rodeaban.

Cuando salimos ya estaba casi obscuro. Pero había luz suficiente para tomar la foto que acompaña esta nota y que salió de lo más futurista. Nos regresamos con el tren jabalina, a pesar de que todos los anuncios –de nuevo, escritos y de viva voz– decían que tomáramos vías alternas porque el tren rápido estaba demasiado congestionado. No encontramos más gente de la que había al llegar, nos sentamos cómodamente y hasta había asientos vacíos. Llegamos felices a St. Pancras y esperamos en King´s Cross unos veinte minutos nuestro tren a Cambridge, donde Lyo está trabajando hasta finales de esta semana.

Al día siguiente ya estaba regresando a casita. En tren, como me gusta. Volví al frío y la lluvia. Pero con una sonrisa boba en la cara, porque el espíritu olímpico me duró hasta ayer que vi la ceremonia de clausura. El show que montaron para cerrar los juegos fue un bodrio tal que desbarató todas las cosas buenas que he dicho y sentido en las últimas dos semanas sobre la organización de los juegos y lo geniales que son los británicos cuando se ponen en serio a organizar algo. Fue una ceremonia excluyente, superficial, infantil, gratuita al extremo del absurdo y, peor que peor, un himno al consumo y a la frivolidad, que son la antítesis de lo que los juegos olímpicos deberían ser.

Así que, amiga, me quedo con el paseo florido del parque olímpico. Un lugar utópico donde se puede caminar sintiendo el olor de las matas y escuchando el murmullo del agua. Como si la sociedad de consumo estuviera muy lejos. Como si los seres que hacen deportes y los que les gusta ir a ver a los deportistas competir vivieran de verdad en un mundo en el que lo que importa es el ser humano, sus ganas de sentirse bien y de compartir con todos. Como si no estuviéramos en un mundo en el que lo que cuenta es lo que las empresas son capaces de vender como símbolos de éxito. Como si no hubiera gente que necesitara comprar y exponer esas mismas mercancías como trofeos de lo bien que les ha ido en la vida.

Me quedo con las flores, que te dejo abajo, junto con un abrazo puramente deportivo,
r