domingo, 30 de diciembre de 2012

De lluvia y finales

 

Amiga,

Se fue el año. Este año par en que cumplí medio siglo redondo. No quiero hacer balances. Hace rato ya que no los hago. Pero quiero dejar un par de líneas en este blog nuestro para decirle adiós a este año que termina sin grandes logros y con algunas dolorosas despedidas.

Llueve sin parar afuera. Hay un viento que ulula entre las rendijas. Esta vez no vamos a prender nuestras antorchas para acompañar la procesión del fuego que se hace todos los treinta de diciembre en Edimburgo para despedir el año viejo. La lluvia y el viento nos convencieron de quedarnos en casa.

Pero mañana iremos a ver los fuegos artificiales desde el pie de la Silla de Arturo, llueve, truene o relampaguée –¿se escribe así?–, porque aquí el tiempo puede obligarte a abandonar algunos planes, pero a veces tienes que empeñarte y decidir en contra de toda sensatez salir afuera y plantarte ahí como un árbol que espera.

Así vamos a recibir el año nuevo, a la intemperie, al pie de la montaña que separa a Edimburgo del mar, viendo y oyendo el estruendo de los fuegos que saludan el año trece de este siglo ingrato.

Lo mejor que se pueda. Eso es lo que te deseo desde ahora para todo el año que viene. No es mucho pero alcanza.

Te mando un apretado abrazo de feliz año!

r


jueves, 20 de diciembre de 2012

Fin de mundo


Amiga,
Ya estamos otra vez en la víspera del fin del mundo. Mañana, exactamente a las 11 y 12 minutos de la mañana (hora atómica, es decir la hora de Londres, segundos más segundos menos) se supone que el mundo tal como lo conocemos va a dejar de existir.
Esta vez, los mayas y el fin de su calendario de cinco mil años son los autores de esta predicción apocalíptica. Da escalofrío sólo pensar que hay gente por ahí planeando su suicidio e incluso poniendo-a-dormir a sus mascotas, porque están convencidísimos de que el mundo de verdad se va a acabar en las próximas veinticuatro horas.
Cualquiera que haya leído algo de historia sabe que el género humano tiene una constante fijación con las predicciones catastróficas. El fin del mundo ha sido anunciado tantas veces que ya parece como el cuento del lobo. Si alguna vez, verdaderamente, el mundo se acaba de pronto, nos va a tomar tan desprevenidos que no vamos a tener tiempo ni de apagar la luz.
Es posible que mañana a las once y doce minutos de la mañana yo esté en mi cocina tomándome un te con leche y mirando por la ventana pasar las nubes, gordas y grises. Haré una pausa en el trabajo del día para constatar que el mundo sigue ahí, helado y oscuro en este lado del planeta. Y un rato después me sentaré a trabajar frente a la pantalla de la computadora o completaré la lista de los ingredientes que tengo que comprar para hacer las hayacas o responderé algún email olvidado.
La vida, pues, seguirá su rumbo. Sin que ninguna catástrofe universal nos alivie.
Te mando un abrazo cotidiano,
r

martes, 18 de diciembre de 2012

Voluntariado con caballos


Amiga,

Hace un par de semanas fuimos a entrenarnos en una granja de caballos para que nos acreditaran como voluntarios. Rodeados de adolescentes aburridos y silenciosos, pasamos la mañana limpiando bosta, levantando pasto, barriendo pisos, cargando carretillas llenas de desperdicios y rodeados del olor de los caballos y de sus relinchos, que es como decir, de vuelta a la infancia.

El trabajo voluntario es aquí una institución. Tengo la impresión de que los jóvenes que están terminando bachillerato tienen que trabajar algún número de horas en organizaciones de caridad y por eso la maquinaria del voluntariado está tan bien aceitada. En nuestro caso, nos ofrecimos para trabajar en una granja que presta servicio a niños discapacitados. Supimos del lugar por una alumna de Lyo que había trabajado antes ahí. Y la verdad es que al principio sólo queríamos estar cerca de los caballos. Después fue que nos enteramos del trabajo que hacían con los niños y nos entusiasmó la idea muchísimo más.

Escribimos hace meses para avisar que queríamos ofrecer unas horas a la semana. Nos avisaron que teníamos que ir al entrenamiento el primer sábado de diciembre. Para allá nos fuimos, con el sueño todavía encima, después de limpiar el parabrisas del carro de la nieve que lo había cubierto durante la noche. Cuando llegamos había poca gente. Nos reunieron en una especie de cabaña con una cocina y una sala con dos sofás y algunas sillas, calentada por dos destartalados radiadores de gas.

Ahí esperamos mientras fueron llegando uno a uno, traídos por sus padres, los niños casi dormidos que nos iban a acompañar en el entrenamiento. Supongo que la mayoría tendría entre 15 y 17 años, aunque hace rato que he dejado de calcular bien la edad de los adolescentes. Al principio pensé que en algún momento iban a llegar al menos dos personas de nuestra edad. Cristina, la muchacha que nos iba a entrenar, repetía cada tanto que estábamos esperando más gente. Cuando el grupo estuvo completo estaba claro que las únicas personas mayores de veinte años éramos Lyo y yo. Y tal vez una muchacha que ya había estado ahí antes y que más tarde nos enseñó a desarmar el pasto y ponerlo en las carretillas.

El entrenamiento comenzó después de un largo proceso preparativo, donde tuvimos que llenar planillas y ponernos en el pecho nuestros respectivos nombres en unas etiquetas que Cristina llenó con un grueso marcador negro. Pero primero vimos salir los caballos, que se fueron al pueblo con sus jinetes encima, a participar en el mercado que hacen en Balerno el primer sábado de cada mes. Nos sorprendió ver a los jóvenes subirse a los caballos usando un taburete. Al escuchar los cascos resonar en el cemento y después en la salida, sobre el hielo, me di cuenta de lo familiar que era para mí ese sonido, ese clap clap que he oído tantísimas veces y que sin embargo siempre me alegra el alma.

El entrenamiento consistía en comenzar desde lo más básico: limpiar los establos. Nos separaron en pares, nos dieron un cepillo, una pala y una carretilla y nos explicaron qué hacer. No tengo que contarte que no tenemos el más mínimo vocabulario en inglés para nombrar las cosas que hay en un establo. Así que entendimos lo que había que hacer por las señas.

Limpiamos los establos donde los caballos habían dormido toda la noche, llenando un par de carretillas de bosta. Yo hice mi trabajo junto con una niña que no tenía más de 16 años y que ya había estado antes en la granja. Le hice algunas preguntas y me respondió con mucha amabilidad, pero casi siempre con monosílabos, así que preferí no hablar mucho más. Había que llevar las carretillas hasta un contenedor donde la bosta se junta en un montón altísimo. El camino hasta allá estaba congelado, literalmente. Así que había que hacer equilibrio con la carretilla y las flamantes botas nuevas para no hacer el ridículo y caerse con bosta y todo en el hielo. Logré mantenerme en pie las dos veces que fui y vine.

Después llenamos de pasto todas las cestas de los establos y las cestas que están afuera, donde los caballos comen cuando no están encerrados. Para esta tarea Cristina me puso a trabajar con tres niñas, todas muy hacendosas, serias y monosilábicas. Al principio traté de meter la mano y ayudar, buscándoles conversación, pero me di cuenta de inmediato de que las dos niñas que se habían tomado el trabajo para ellas solas no querían hablar ni aceptaban interferencias de la viejita del grupo. Así que me limité a sostener la carretilla y a mirar cómo un par de voluntarias rompían la gruesa capa de hielo que se había formado en los bebederos durante la noche, sacaban los bloques helados y llenaban de nuevo las bateas con agua fresca.

El pasto se transporta en unas carretillas altas y cuadradas que, una vez que se vacían llenando los establos, hay que volver a llenar. Aprendimos cómo deshacer un rollo de pasto, de esos que hemos visto tantas veces aquí en los campos. Nos enseñó la única muchacha mayor de veinte años que estaba en el grupo. Mientras hacíamos esa tarea Lyo se nos unió y llenamos dos carretillas con pasto, conversando animadamente con nuestra instructora.

Después barrimos todo el patio que está frente a los establos. Terminamos justo a tiempo porque los caballos comenzaron a llegar del pueblo. Primero llegó uno que se había puesto nervioso con la música que estaban tocando en la plaza. Después llegó otro que nadie había querido montar, no logramos escuchar por qué. Al final fueron llegando todos y los jinetes desmontaron y desensillaron y pudimos ver a todos los caballos comiendo el pasto que les habíamos dejado en los establos. Vimos con más detalle a todos los caballos y nos paramos un rato a saludar a Paco, el caballo más amigable de todos, que según nos dijo la muchacha que lo estaba montando ese día, es el más rebelde y el más desordenado. Dejó que le acariciara el cuello y me olió la cara con su inmensa nariz. Se volvió, por supuesto, mi favorito.

Cuando recogimos las herramientas y las carretillas y dejamos todo en su sitio, nos preguntaron si queríamos desayunar y Lyo dijo inmediatamente que sí. Yo me anoté también. En mi mente pensé que había pedido un sánduche de huevo con tocineta. Pero resultó que, sin darme cuenta, lo que había pedido era uno de tocineta y otro de huevo. La joven encargada de la cocina, que según entendimos era la hija de la dueña de la granja, preparó los sánduches sin mucha ceremonia y quemando generosamente tanto la tocineta como el aceite en el que preparó los huevos. Lyo terminó comiéndose la mitad y más del segundo sánduche que pedí por error. Contentísimo, por supuesto.

Con la barriga llena y el ánimo bien alto por haber podido ver y oler caballos durante toda la mañana, nos despedimos y nos fuimos a Balerno a ver si podíamos llegar al menos al final del mercado en el que habían estado los caballos. Antes de irnos nos anotamos para volver la primera semana de febrero. Así que ya iremos avanzando en el entrenamiento. Nuestra esperanza es que nos enseñen a hacer cada vez más tareas relacionadas directamente con los caballos. Aunque para mí, sólo estar ahí en los establos es más que suficiente.

Llegamos al centro del pueblo cuando casi estaban recogiendo los puestos del mercado. Pero logramos comprar un pan riquísimo que nos dio para desayunar varios días, y un chutney de tomates verdes con el que hicimos una pasta que quedó buenísima. También descubrimos una bebida nueva que he vuelto a prepararme de tarde en tarde para desentumecerme del frío: jugo de manzana caliente, espolvoreado con canela. ¡Una delicia!

Ahora que lo pienso, amiga, tal vez ese es mi lugar en este lado del mundo. En vez de estar inútilmente buscando un espacio donde nadie me ha invitado, lo que debería hacer es ponerme a la orden de gente que necesita sólo de algo de mi tiempo y mi buena voluntad.

Te mando un abrazo voluntarioso,
r

martes, 11 de diciembre de 2012

La pretensión de los epígrafes


Amiga,

Ayer entregué por fin mi último trabajo de este semestre. Lo entregué ya sin ningún ánimo y sin esperanza alguna. Las notas que he recibido no han sido nada alentadoras y he pasado días deprimida por no haber sido capaz de hacer un mejor trabajo. Tenía la tonta esperanza de sacar notas decentes al menos en dos de las seis materias que estoy cursando. Y resulta que estoy pasando con las mínimas notas. Eso me ha hecho repensar la vida entera.

No exagero. He pasado la mayor parte de mi vida en salones de clase, sentada detrás de un pupitre como estudiante o detrás del escritorio como profesora. He recibido toda clase de calificaciones, notas, evaluaciones, la mayoría de ellas bastante por encima de la media. Jamás me ha quedado una materia, nunca fui a un examen de reparación. Ni siquiera en bachillerato donde permanentemente llevaba matemáticas "arrastrando" hasta el último examen, cuando milagrosamente me salvaba de pasar todo agosto estudianto para reparar en septiembre.

He corregido cientos de trabajos, exámenes, proyectos de investigación. He evaluado tesis de maestría y doctorado. He escrito al margen de muchísimos trabajos miles de comentarios de todo tipo. He puesto notas de todos los calibres, algunas de las cuales me parecían estrictas, otras más bien regaladas, la mayoría pensé que eran justas. Con todo esto lo que quiero decir –tal vez reiterar, porque ya lo he dicho antes– es que he estado en los dos bandos de esta máquina de producir gente educada.

Lo que significa que sé cómo funciona. O más bien, creía que sabía. Ahora no estoy tan segura. Llevo una semana pensando por qué esta vez me ha costado tanto dar con la clave de lo que podríamos llamar una buena nota. No hay una sola respuesta, claro. Pero he llegado a la conclusión de que la educación funciona como toda otra institución que tiene sus libros sagrados, sus rituales, sus guardianes y sus sacerdotes. Se trata básicamente de una cultura, de un lenguaje que tienes que saber articular. Y aprender un lenguaje nuevo no es fácil. A veces ni siquiera es deseable.

Yo me había confiado en mi experiencia y pensaba que bastaba con aceitar mis desusados músculos académicos y todo andaría sobre ruedas. Lo que no tomé en cuenta es que mis músculos habían sido entrenados para otro tipo de ejercicio, para seguir con la metáfora deportiva. Y ahora que debo mover otros músculos me ha costado adaptarme. Porque en nuestro sistema se premia la creatividad, la capacidad de ir más allá, de ver otras cosas, de no seguir modelos predeterminados. Al menos así fue durante mis años universitarios, con muy pocas excepciones. Aquí se premia la capacidad de imitar, de no salirse del molde, de no dar sorpresas, de no pasarse-de-listo.

Te pongo un solo ejemplo: los epígrafes. Toda la vida he usado epígrafes. Me gusta encabezar mis trabajos con una frase de alguien más. Es como convocar a una musa, a un ángel tutelar. Lo he hecho en mis cuentos, en mis crónicas, en mis artículos y en mis libros. He usado desde poemas hasta líneas de canciones, desde titulares de prensa hasta cesudas y complicadas frases de filósofos. Los epígrafes son divertidos, evocadores, creativos casi siempre, nunca aburridos.

Pues, amiga, no se me ocurrió nada mejor que usar un epígrafe para mi tratajo de Teoría de la Traducción. Era un epígrafe de lo más bonito. Era la frase preferida de uno de los teóricos más reconocidos de la escuela de los funcionalistas alemanes, un tal Vermeer. Era una frase de Alexander von Humboldt que decía: “Everywhere advances in knowledge are preceded by an anticipatory intuition” –que traducido a la diabla quiere decir algo así como que una intuición premonitoria antecede los avances del saber en todas partes. Yo estaba orgullosísima de mi epígrafe. Tal vez no me sentía muy bien con el resto del ensayo, pero por el epígrafe hubiera roto lanzas, como se decía antes.

Y aquí viene mi total desconcierto. La profesora que corrigió mi trabajo (y aparentemente también el segundo corrector –porque aquí te corrigen dos veces) me hizo una muy constructiva crítica al respecto: me dijo que los epígrafes son pretenciosos. ¡Pretenciosos! ¡¿Pretenciosos los epígrafes?! ¿Me quieres explicar qué significa eso?

Te voy a decir lo que creo después de una semana de darle vueltas al asunto. Creo que sólo un sacerdote que ha perdido el sentido del humor puede decirle a un creyente que su fe absoluta en la belleza de una frase es pretenciosa. Si el templo en el cual estás pidiendo entrada y refugio está hecho de palabras, sólo el amor a las palabras te puede dejar entrar a él. Si el guardián de las puertas es incapaz de ver eso, estamos delante de un profundo y terrible desencuentro. Y el resultado de ese desencuentro es el desmoronamiento de la fe.

¡Están tratando de privarme de la única fe que me queda, amiga!

Esta es sin duda otra cultura y el lenguaje en el que esa cultura habla –no me refiero al idioma, por supuesto– es el lenguaje de la uniformidad. O entras por el aro o te quedas fuera. Los rituales son estrictos y no se puede jugar a cambiarlos. Así que mi propósito para el semestre de tortura que me queda es este: voy a pasar mis materias lo mejor que pueda. Pero en lo que este tiempo de penitencia se termine, le daré la espalda para siempre a ese templo y me iré a ejercer mis rituales a otra parte. Bien lejos. Donde pueda usar muchos epígrafes cada vez que me venga en gana. Y nadie tenga el derecho de decirme que acudir a las musas es una forma de la pretensión.

Te mando un abrazo desconsolado,

r