martes, 11 de diciembre de 2012

La pretensión de los epígrafes


Amiga,

Ayer entregué por fin mi último trabajo de este semestre. Lo entregué ya sin ningún ánimo y sin esperanza alguna. Las notas que he recibido no han sido nada alentadoras y he pasado días deprimida por no haber sido capaz de hacer un mejor trabajo. Tenía la tonta esperanza de sacar notas decentes al menos en dos de las seis materias que estoy cursando. Y resulta que estoy pasando con las mínimas notas. Eso me ha hecho repensar la vida entera.

No exagero. He pasado la mayor parte de mi vida en salones de clase, sentada detrás de un pupitre como estudiante o detrás del escritorio como profesora. He recibido toda clase de calificaciones, notas, evaluaciones, la mayoría de ellas bastante por encima de la media. Jamás me ha quedado una materia, nunca fui a un examen de reparación. Ni siquiera en bachillerato donde permanentemente llevaba matemáticas "arrastrando" hasta el último examen, cuando milagrosamente me salvaba de pasar todo agosto estudianto para reparar en septiembre.

He corregido cientos de trabajos, exámenes, proyectos de investigación. He evaluado tesis de maestría y doctorado. He escrito al margen de muchísimos trabajos miles de comentarios de todo tipo. He puesto notas de todos los calibres, algunas de las cuales me parecían estrictas, otras más bien regaladas, la mayoría pensé que eran justas. Con todo esto lo que quiero decir –tal vez reiterar, porque ya lo he dicho antes– es que he estado en los dos bandos de esta máquina de producir gente educada.

Lo que significa que sé cómo funciona. O más bien, creía que sabía. Ahora no estoy tan segura. Llevo una semana pensando por qué esta vez me ha costado tanto dar con la clave de lo que podríamos llamar una buena nota. No hay una sola respuesta, claro. Pero he llegado a la conclusión de que la educación funciona como toda otra institución que tiene sus libros sagrados, sus rituales, sus guardianes y sus sacerdotes. Se trata básicamente de una cultura, de un lenguaje que tienes que saber articular. Y aprender un lenguaje nuevo no es fácil. A veces ni siquiera es deseable.

Yo me había confiado en mi experiencia y pensaba que bastaba con aceitar mis desusados músculos académicos y todo andaría sobre ruedas. Lo que no tomé en cuenta es que mis músculos habían sido entrenados para otro tipo de ejercicio, para seguir con la metáfora deportiva. Y ahora que debo mover otros músculos me ha costado adaptarme. Porque en nuestro sistema se premia la creatividad, la capacidad de ir más allá, de ver otras cosas, de no seguir modelos predeterminados. Al menos así fue durante mis años universitarios, con muy pocas excepciones. Aquí se premia la capacidad de imitar, de no salirse del molde, de no dar sorpresas, de no pasarse-de-listo.

Te pongo un solo ejemplo: los epígrafes. Toda la vida he usado epígrafes. Me gusta encabezar mis trabajos con una frase de alguien más. Es como convocar a una musa, a un ángel tutelar. Lo he hecho en mis cuentos, en mis crónicas, en mis artículos y en mis libros. He usado desde poemas hasta líneas de canciones, desde titulares de prensa hasta cesudas y complicadas frases de filósofos. Los epígrafes son divertidos, evocadores, creativos casi siempre, nunca aburridos.

Pues, amiga, no se me ocurrió nada mejor que usar un epígrafe para mi tratajo de Teoría de la Traducción. Era un epígrafe de lo más bonito. Era la frase preferida de uno de los teóricos más reconocidos de la escuela de los funcionalistas alemanes, un tal Vermeer. Era una frase de Alexander von Humboldt que decía: “Everywhere advances in knowledge are preceded by an anticipatory intuition” –que traducido a la diabla quiere decir algo así como que una intuición premonitoria antecede los avances del saber en todas partes. Yo estaba orgullosísima de mi epígrafe. Tal vez no me sentía muy bien con el resto del ensayo, pero por el epígrafe hubiera roto lanzas, como se decía antes.

Y aquí viene mi total desconcierto. La profesora que corrigió mi trabajo (y aparentemente también el segundo corrector –porque aquí te corrigen dos veces) me hizo una muy constructiva crítica al respecto: me dijo que los epígrafes son pretenciosos. ¡Pretenciosos! ¡¿Pretenciosos los epígrafes?! ¿Me quieres explicar qué significa eso?

Te voy a decir lo que creo después de una semana de darle vueltas al asunto. Creo que sólo un sacerdote que ha perdido el sentido del humor puede decirle a un creyente que su fe absoluta en la belleza de una frase es pretenciosa. Si el templo en el cual estás pidiendo entrada y refugio está hecho de palabras, sólo el amor a las palabras te puede dejar entrar a él. Si el guardián de las puertas es incapaz de ver eso, estamos delante de un profundo y terrible desencuentro. Y el resultado de ese desencuentro es el desmoronamiento de la fe.

¡Están tratando de privarme de la única fe que me queda, amiga!

Esta es sin duda otra cultura y el lenguaje en el que esa cultura habla –no me refiero al idioma, por supuesto– es el lenguaje de la uniformidad. O entras por el aro o te quedas fuera. Los rituales son estrictos y no se puede jugar a cambiarlos. Así que mi propósito para el semestre de tortura que me queda es este: voy a pasar mis materias lo mejor que pueda. Pero en lo que este tiempo de penitencia se termine, le daré la espalda para siempre a ese templo y me iré a ejercer mis rituales a otra parte. Bien lejos. Donde pueda usar muchos epígrafes cada vez que me venga en gana. Y nadie tenga el derecho de decirme que acudir a las musas es una forma de la pretensión.

Te mando un abrazo desconsolado,

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