martes, 30 de marzo de 2010

De goteras y Borges

Amiga,

Hace tres días que llueve sin parar y ya el agua hasta entró en la casa. ¡Tenemos una gotera en la sala! No es grave, pero habrá que buscar alguien que repare el techo o lo que sea que tenga un agujero que deja entrar el agua. Y los trámites de ese tipo pueden ser una pesadilla en un lugar como este. Ya te contaré.

Aparte de la lluvia y las goteras no hay mucho más que contar, pero quería mandarte estas líneas para decirte que no todo es tristeza y lluvia y goteras. También está el último disco de Barbra Streisand, que he estado escuchando desde ayer sin parar. Está un libro de ensayos de Margaret Atwood que me ha devuelto las ganas de escribir. Están los poemas de Borges que he vuelto a leer sin razón alguna. O más bien por la razón extraña de que sus obras completas estaban en camino de ser empapadas por las goteras y al levantar el gordo tomo verde no pude evitar abrirlo y me quedé enganchada y ya no pude parar de leer.

¿Te acuerdas de la dedicatoria con la que Borges inicia Fervor de Buenos Aires? Pues yo no me acordaba y me parece el modo perfecto de iniciar un texto. Dice así:

A quien leyere:
Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.


¿No te parece que si cambiamos “libro” por “blog” ese podría ser el lema de este ejercicio nuestro?

Me encanta la idea.

Te mando un abrazo largo,
r

martes, 23 de marzo de 2010

El muro de siempre


Amiga,

Siento que tengo siglos que no te escribo. Tal vez porque estos días han pasado como si fueran meses y es como si no pudiera atar los cabos. No sé cómo lidiar con este tiempo en el que estoy aquí pero también allá. Porque me ha vuelto la nostalgia y me he dado otra vez de frente contra un muro. El muro de siempre: la realidad aplastante de no ser y no estar.

Ya sé que suena raro y abstracto y otra vez a queja. Me estoy quejando otra vez, amiga. A pesar de que me/te prometí no quejarme más, o al menos no quejarme tan seguido. Pero aquí estoy otra vez sintiéndome perdida, desencontrada, sin piso aunque tenga techo. No son buenos días estos en los que me despierto a las ocho y me quedo en la cama hasta las diez porque nada importa, porque no tengo ni hambre ni ganas ni planes ni empuje de ningún tipo para nada.

Sé que no tengo que explicártelo. Pero cómo te lo explico si tuviera que. Decirte tal vez que tengo semanas sin escribir una línea, que estoy otra vez convencida de que me cuesta tanto y que no puedo: escribir, vivir, pensar en el futuro, tener una esperanza. No puedo ni siquiera escribirte nada que valga la pena. Salvo esta queja que se me queda corta, muda…

Este es mi abrazo de hoy, amiga, flaco y triste,

r

martes, 9 de marzo de 2010

Los consejos de Ann Enright


Amiga,

Sigo con la traducción de los consejos para escritores que apareció hace un par de semanas en The Guardian. Esta vez, te traduzco las recomendaciones de la escritora irlandesa Anne Enright. Me gustan mucho sus cuentos y tiene uno que se llama “La virgen portátil” que es genial. Bueno, sin más preámbulo, aquí van los diez mandamientos de Enright:

1. Los primeros doce años son los peores.

2. La manera de escribir un libro es de hecho escribir un libro. Un lápiz es útil, tipear también. Lo importante es que sigas poniendo palabras en la página.

3. Sólo los malos escritores piensan que su trabajo es realmente bueno.

4. Describir es difícil. Recuerda que toda descripción es una opinión acerca del mundo. Encuentra un lugar desde donde mirar.

5. Escribe como quieras escribir. La ficción son palabras en una página; la realidad es otra cosa. No importa cuan ‘real’ es tu historia o cuanto es 'inventado': lo que importa es la necesidad de contarlo.

6. Trata de ser meticuloso con los detalles.

7. Imagínate que te estás muriendo. Si tuvieras una enfermedad fatal ¿terminarías ese libro? ¿por qué no? Lo que sea que te moleste en este escenario en el que te quedan diez semanas de vida es lo que está mal con el libro que estás escribiendo. Así que cámbialo. Deja de pelear contigo mismo. Cámbialo! ¿Ves qué fácil es? Ahora nadie se tiene que morir.

8. También puedes hacer todo esto con un poco de whisky.

9. Diviértete.

10. Acuérdate: si te sientas en tu escritorio por 15 ó 20 años, todos los días, sin contar los fines de semana, eso te va a cambiar. Simplemente vas a cambiar. Puede que no mejore tu carácter, pero se arreglarán otras cosas. Serás más libre.


De más está decir que el primero y el último son los consejos que me parecen más válidos: ¡perseverancia y paciencia! Y el nueve... porque el placer también cuenta.

Te mando un abrazo,
r

viernes, 5 de marzo de 2010

Árboles y Montejo


Amiga,

A propósito de que publicaron mi cuento "Ejercicio diario" en Letralia, Gina me mandó un poema de Eugenio Montejo que quiero compratir contigo:

Los árboles/Eugenio Montejo
Del libro Alfabeto del mundo (1986)


Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.
Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en un su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.



Un abrazo,
r

jueves, 4 de marzo de 2010

Pertenecer


Amiga,

Tenía más de una semana sin salir de la casa por una de esas gripes de las que parece que no puedo salir, pero ayer me armé de voluntad y me fui a mi clase. Estaba haciendo apenas un poco más de cero grados y la nieve que todavía nos acompaña bordeaba las aceras. Sin embargo, hacía un sol espléndido y pensé que sería un buen augurio para resto del día.

El autobús tardó apenas en llegar y al encontrar un asiento vacío en el piso de arriba, donde podía ver las montañas blancas a lo lejos, me pareció que de verdad había valido la pena salir. Pero también pensé en el contraste entre estos días en que el sol me hace creer que estoy en casa y los días en los que la niebla, la lluvia y la oscuridad me dejan abandonada en el medio de la extrañeza del exilio.

Ayer no me sentí extraña. Al llegar a la ciudad esperé a bajarme en la última parada para hacer un recorrido más largo, dando un rodeo por la Royal Mile, antes de bajar por la calle de la Biblioteca Nacional hacia la universidad. En el camino vi a los pocos turistas que estaban con ánimos de caminar en la mañana por las calles heladas. Siempre hay turistas en Edimburgo. Escuché a algunos italianos, a un grupo escandaloso de españoles y a un par de franceses quejándose por algo.

Frente a esos viajeros, visitantes momentáneos de la ciudad que tratan de navegar en las calles desconocidas con sus mapas y sus guías, me sentí de lo más local. Me dejé invadir por esa sensación de pertenencia que es tan sabrosa cuando hace sol y no tenemos hambre, ni demasiado frío, ni angustia alguna. Me compré un café caliente para ir tomándomelo antes de entrar a clase, y en el camino me encontré con una fila de niños que venían de la escuela a visitar no sé qué lugar cerca de la universidad, tal vez un teatro o una galería.

Los niños venían por el borde del parque haciendo ese ruido como de pájaros que hacen cuando están todos juntos y son muchos. Tuve que pasar entre ellos para cruzar hacia George Square, y volví a sentir esa especie de tibieza que te invade cuando entiendes que, sin importar por dónde andes, estás siempre entre gente que te incorpora, que te acoge, como un miembro más de la especie.

Venía entretenida en esa sensación apaciguadora de pertenecer cuando vi que a lo largo de la acera, frente al edificio de la biblioteca de la universidad, se alineaban tres jóvenes repartiendo volantes. Los estudiantes están eligiendo sus representantes, según parece, y esta semana están haciendo campaña. Cada joven estaba vestido de un color diferente y entregaba a cada estudiante que pasaba un volante, mientras le decía algo, una consigna tal vez: vota por fulano.

Me acerqué, cambiándome de mano el café, dispuesta o resignada a recibir los volantes. Pero mi alegre disposición resultó inútil. Ninguno de los tres jóvenes me reconoció como parte de la comunidad a la que iba dirigido aquel signo de pertenencia. Yo no era uno de su especie y no parecía necesario hacer ningún esfuerzo para reconocerlo. Bastó que me miraran medio segundo.

No hay lecciones. Sé que no hay lecciones que sacar de este tipo de revelaciones inesperadas. Pero, amiga, eso bastó para que el mundo entero volviera a ponerse en su lugar. Y yo dentro de él. No me quejo, seguía haciendo sol, mi café estaba todavía caliente, y en las siguientes dos horas me sentaría a escuchar hablar sobre Oscar Wilde y La importancia de llamarse Ernesto. ¿Qué más podía pedir?

Te mando un abrazo soleado,
r