jueves, 4 de marzo de 2010

Pertenecer


Amiga,

Tenía más de una semana sin salir de la casa por una de esas gripes de las que parece que no puedo salir, pero ayer me armé de voluntad y me fui a mi clase. Estaba haciendo apenas un poco más de cero grados y la nieve que todavía nos acompaña bordeaba las aceras. Sin embargo, hacía un sol espléndido y pensé que sería un buen augurio para resto del día.

El autobús tardó apenas en llegar y al encontrar un asiento vacío en el piso de arriba, donde podía ver las montañas blancas a lo lejos, me pareció que de verdad había valido la pena salir. Pero también pensé en el contraste entre estos días en que el sol me hace creer que estoy en casa y los días en los que la niebla, la lluvia y la oscuridad me dejan abandonada en el medio de la extrañeza del exilio.

Ayer no me sentí extraña. Al llegar a la ciudad esperé a bajarme en la última parada para hacer un recorrido más largo, dando un rodeo por la Royal Mile, antes de bajar por la calle de la Biblioteca Nacional hacia la universidad. En el camino vi a los pocos turistas que estaban con ánimos de caminar en la mañana por las calles heladas. Siempre hay turistas en Edimburgo. Escuché a algunos italianos, a un grupo escandaloso de españoles y a un par de franceses quejándose por algo.

Frente a esos viajeros, visitantes momentáneos de la ciudad que tratan de navegar en las calles desconocidas con sus mapas y sus guías, me sentí de lo más local. Me dejé invadir por esa sensación de pertenencia que es tan sabrosa cuando hace sol y no tenemos hambre, ni demasiado frío, ni angustia alguna. Me compré un café caliente para ir tomándomelo antes de entrar a clase, y en el camino me encontré con una fila de niños que venían de la escuela a visitar no sé qué lugar cerca de la universidad, tal vez un teatro o una galería.

Los niños venían por el borde del parque haciendo ese ruido como de pájaros que hacen cuando están todos juntos y son muchos. Tuve que pasar entre ellos para cruzar hacia George Square, y volví a sentir esa especie de tibieza que te invade cuando entiendes que, sin importar por dónde andes, estás siempre entre gente que te incorpora, que te acoge, como un miembro más de la especie.

Venía entretenida en esa sensación apaciguadora de pertenecer cuando vi que a lo largo de la acera, frente al edificio de la biblioteca de la universidad, se alineaban tres jóvenes repartiendo volantes. Los estudiantes están eligiendo sus representantes, según parece, y esta semana están haciendo campaña. Cada joven estaba vestido de un color diferente y entregaba a cada estudiante que pasaba un volante, mientras le decía algo, una consigna tal vez: vota por fulano.

Me acerqué, cambiándome de mano el café, dispuesta o resignada a recibir los volantes. Pero mi alegre disposición resultó inútil. Ninguno de los tres jóvenes me reconoció como parte de la comunidad a la que iba dirigido aquel signo de pertenencia. Yo no era uno de su especie y no parecía necesario hacer ningún esfuerzo para reconocerlo. Bastó que me miraran medio segundo.

No hay lecciones. Sé que no hay lecciones que sacar de este tipo de revelaciones inesperadas. Pero, amiga, eso bastó para que el mundo entero volviera a ponerse en su lugar. Y yo dentro de él. No me quejo, seguía haciendo sol, mi café estaba todavía caliente, y en las siguientes dos horas me sentaría a escuchar hablar sobre Oscar Wilde y La importancia de llamarse Ernesto. ¿Qué más podía pedir?

Te mando un abrazo soleado,
r

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