lunes, 28 de septiembre de 2009

Montejo en el norte

Amiga,

Ayer vimos, alquilada, la película 21 gramos, del mexicano Alejandro González Iñárritu. En algún momento de la película, Sean Penn recita los primeros versos de un poema de Eugenio Montejo.

Hoy, después de limpiar la casa, me puse a buscar los poemas de Montejo en la web. Por ganas de reencontrarme con uno de esos paisanos que lo hacen a uno sentirse orgulloso de la tierruca.

Te copio abajo uno de sus poemas de la distancia, porque dice lo que tantas veces se siente en este Norte lejano:

En el norte

Esta noche dimito de las sombras,
el Támesis regresa al mar del norte
con celajes de tren bajo la lluvia
y en sus raudos vagones
los viajeros sacan crucigramas.

Es la noche, resguárdate,
grita el reloj cerca del polo,
pero a esta hora mi país de ultramar
cruza el arco del sol
y se baten azules las palmas.

En cada muro en que me acodo
siento el vaivén errante de los barcos.
Entre estas islas y mi casa
caben todas las aguas por siglos de este río,
el gris invierno de paredes rectas,
los vientos que nos tornan monosilábicos
y quedan leguas que llenar para acercarse.

Mi corazón da tumbos en medio de la niebla,
no se ajusta a los polos,
busca el lugar donde la tierra gira más despacio.

Esta noche soy diurno frente al Támesis,
no voy a bordo en sus vagones,
sigo de pie con el silencio de una palma.
Mi país de ultramar resplandece a lo lejos
y yo cuento sus horas
en relojes perdidos más allá del Atlántico.

Su ausencia es mi único equipaje.


Va con cariños desterrados,
r

viernes, 25 de septiembre de 2009

No cumpleaños

Amiga,

Hoy, 25 de septiembre, estaría cumpliendo mi hermana Rebeca 49 años. En esta fecha yo estaría pendiente de llamarla y, como todos los años, al felicitarla y fastidiarla un poco con el tema de que se estaba poniendo vieja, le preguntaría qué se siente tener un año más.

Esta pregunta era fundamental cuando se trataba de cumplir un número redondo de años —treinta o cuarenta, por ejemplo. Porque yo estaba justo detrás de ella y esa era la edad que me iba a tocar cumplir, de manera irremediable, un año y medio después. Me acuerdo que cuando mi hermana cumplió cuarenta yo le hice la pregunta ritual y ella me respondió, más solemne que de costumbre —porque nunca pretendía tomarse en serio mi pregunta— que los cuarenta le habían pegado menos que los treinta.

Me confesó que cuando cumplió treinta se había sentido vieja de pronto, como si algo realmente importante hubiera terminado. Ya no éramos adolescentes, ni siquiera jóvenes. Eso era lo que había pasado. Pero a los cuarenta ya no era necesario considerar que la juventud se había terminado. Los cuarenta eran un paso más hacia la madurez y eso no era tan malo. Nada de esto fue comentado de manera explícita. Como tantas otras cosas, nuestros diálogos estaban llenos de silencios y de frases no dichas. No era necesario aclarar el significado de cada comentario pronunciado a medias.

Cuando nos encontrábamos —una vez cada tanto, porque vivimos separadas más tiempo del que vivimos juntas— hacíamos comparaciones de nuestros cuerpos no demasiado viejos todavía. Yo le mostraba mis canas, que nunca han pasado de un puñado cerca de la frente, y ella me mostraba su pelo negrísimo. Yo le contaba de mis dolores de espalda y ella me contaba de sus jaquecas. Intercambiábamos consejos, teléfonos de médicos, nombres de pastillas, recetas caseras para aliviar males menores. Sin decirnos nada nos comparábamos, tratando de saber cuál de las dos se veía más joven o más vieja, más allá de la edad implacable. Un año y unos meses no es diferencia suficiente para evitar esas comparaciones.

Ahora que me acerco a los cincuenta me doy cuenta de que ya no tengo a mi hermana cumpliendo años delante de mí, avisándome cómo se ve el panorama allá adelante, cómo va a ser tener un año más. Tampoco puedo mirarla para ver en su piel el modo como mi propia piel va a seguir arrugándose. Ahora soy yo la más vieja y sé que mis hermanas me examinan cada vez que me ven, buscando los mismos signos que yo buscaba en Rebeca. El anuncio, tal vez, de que la edad no va a tratarnos tan mal después de todo. O la certeza, al menos, de que una de nosotras va primero, dando cuenta de las novedades.

En este día en que yo debería estar llamando a mi hermana para desearle feliz cumpleaños, me cuesta creer que ya no está. Que ya no puedo levantar el teléfono y preguntarle qué se siente estar tan cerca de los cincuenta. Pero todavía me puedo imaginar el tono de su voz contándome cómo se siente, qué va a hacer en el día o qué le regalaron Luis, Raúl y Patricia. Tal vez sea verdad que los seres que queremos siguen vivos mientras podamos recordar cómo hablaban, a qué olían, cómo sonaba su risa. Al menos hoy, aunque sea por un rato, necesito ese consuelo para no quedarme aquí sentada, llorando por el resto de la tarde.

Te mando un abrazo,

r

domingo, 20 de septiembre de 2009

Ser otra

Amiga,

Hoy me encontré en Facebook con un poema de Wislawa Szymborska que me hizo meterme en una de las muchas páginas donde están sus poemas traducidos al español. He guardado muchos para releerlos y rumiarlos con calma. Pero éste que te copio abajo quería compatirlo contigo -y con Georgina que me despertó la curiosidad por esta poeta polaca.

Del montón

Soy la que soy,
casualidad inconcebible
como todas las casualidades.
Otros antepasados
podrían haber sido los míos
y yo habría abandonado
otro nido,
o me habría arrastrado cubierta de escamas
de debajo de algún árbol.
En el vestuario de la naturaleza
hay muchos trajes.
Traje de araña, de gaviota, de ratón de monte.
Cada uno, como hecho a medida,
se lleva dócilmente
hasta que se hace tiras.
Yo tampoco he elegido,
pero no me quejo.
Pude haber sido alguien
mucho menos personal.
Parte de un banco de peces, de un hormiguero, de un enjambre,
partícula del paisaje sacudido por el viento.
Alguien mucho menos feliz
criado para un abrigo de pieles
o para una mesa navideña,
algo que se mueve bajo un cristal de microscopio.
Árbol clavado en la tierra,
al que se aproxima un incendio.
Hierba arrollada
por el correr de incomprensibles sucesos.
Un tipo de mala estrella
que para algunos brilla.
¿Y si despertara miedo en la gente,
o solo asco,
o sólo compasión?
¿Y si hubiera nacido no en la tribu debida
y se cerraran ante mí los caminos?
El destino hasta ahora
ha sido benévolo conmigo.
Pudo no haberme sido dado
recordar buenos momentos.
Se me pudo haber privado
de la tendencia a comparar.
Pude haber sido yo misma, pero sin que me sorprendiera,
lo que habría significado
ser alguien totalmente diferente.


Hasta aquí Szymborska. Creo que me voy a convertir en una de sus lectoras asiduas.
Un abrazo,
r

miércoles, 16 de septiembre de 2009

La ley de Casavella

Amiga,

Terminé de leer hace unos días Lo que sé de los vampiros, de Francisco Casavella (Barcelona, Destino, 2009). Es un texto denso, en muchos sentidos inverosímil, pero tiene un encanto difícil de resistir. Desde ayer que terminé de leer sus casi seiscientas páginas, estuve pensando por un largo rato de qué se trataba en realidad. Y creo que es esto: la pulsión del desplazamiento; la necesidad de ir siempre más allá, de cambiar de horizontes... y de sobrevivir en el camino.

Es una historia de vagabundos que se ganan la vida vendiendo mitos, leyendas, linternas mágicas, curas milagrosas, planes para resolver los más insólitos problemas, comedias y dramas. La historia comienza con una batalla en Leuthen en 1757, pasa por la expulsión de los jesuitas de España y los interminables desmanes de la Revolución Francesa y termina con una tropa de cómicos ambulantes presentando una obra en el lejano oeste americano a principios del XIX. Aunque el personaje principal -Martín de Viloalle- sea una especie de eterno desterrado, el uso del mítico Conde de Saint Germain para enhebrar parte de la anécdota hace que el texto se vuelva también una reflexión sobre la historia, sobre el modo como ha sido contada.

Estuve marcando páginas y páginas con pasajes que quería mantener presentes, pero ahora que los releo me resulta difícil recortar un fragmento para mostrarte lo bueno que es este texto. De todos modos, y por no quedarme con las ganas de compartirlo contigo, aquí va un par de páginas. Quien habla es el Conde de Saint-Germain:

Tras leer hechos antiguos y modernos, y distintas interpretaciones de esos mismos hechos, acaban pensando que no es necesario tejer anécdotas sobre el pasado y mostrarlas una tras otra en una sucesión de tiempo que siga una línea quebrada con altos y bajos, que se repiten como síntomas de una enfermedad o de mejoría de la misma enfermedad. Por un lado, el pasado sólo es una aventura edificante por nuestra voluntad de moldearla a su pretendida lección. Y por otra parte, ¿tiene el pasado un final más allá del presente?, ¿tiene sentido?, ¿un plan trazado por alguien?, ¿la Providencia? Que la tiranía de César hizo que le asesinaran y el regicidio trajo más tiranía no quiere decir que derrocar a un tirano traiga siempre más tiranía; ni significa que vaya a traer menos; ni que gracias a ello la fe de Jesucristo pueda extenderse por un imperio. Es ameno, pero no es fundamental. Lo fundamental es hacer buenas preguntas y entrar con gallardía y paciencia en la selva de soluciones. Lo fundamental es ¿por qué el Humanista es perseguido en Inglaterra como extranjero y como católico? Planteada la cuestión, nos remontaremos hasta el asesinato de Julio César y, si carecemos de buen sentido, quizá enlacemos de modo íntimo un suceso con otro. En cualquier caso, habremos descubierto algo: lo inmenso, lo inagotable, de nuestra ignorancia. Y quizá disminuyan los temores de cada día, mientras crece nuestra humildad. ¿Hay en todo ello lugar para la constante permanencia de la Razón? De ningún modo. Sólo hay pequeñas razones y grandes azares. O viceversa. Pero no hay un solo Azar como no hay una sola Razón. No caminamos a tientas sobre el filo del Eterno Sable Justiciero, ni navegamos por un mar calmo hacia el Paraíso con el viento de popa de la razón hinchando las velas. Los sucesos de la Historia, liberados del tiempo, forman un paisaje con colinas y bosques, con pantanos y fangales. A veces, la visión es deformada por una tenue neblina; otras veces, escalofriantes tormentas lo oscurecen todo. Y uno camina por ese paisaje sólo Ahora, porque el mismo paisaje será otro paisaje cuando vuelva a caminar por él, cuarenta años después y con otro modo de mirar a los hombres y su temple ante la adversidad.

Así, que una tarde, Ella y el Humanista, a partir de un comentario a Tito Livio, traman una sucesión de certezas, ese zambullirse derecho y sin trabas en el magma del caos hacia una revelación, elaboran una ley similar a las leyes de la filosofia natural, que siempre se cumple y siempre se comprueba.

Éste es el inicio de la ley:

Si uno se esfuerza verá con los ojos de los muertos, verá sus colores, y será Poncio Pilato o Cayo Julio César, o su esclavo. Pero eso nunca se hace, porque somos vanidosos y nos avergonzamos de nuestro pasado, cargamos con él. Por ello, con el paso del tiempo, y para sanarnos, hacemos que los hechos imprevistos se vuelvan inevitables. De ese modo, lo que llamamos Historia, la explicación de los hechos de los hombres, influye sobre las cosas, pero no expresa su naturaleza verdadera. Adán sabe que está desnudo porque ha mordido la manzana. Luego, sabe. Luego, se esconde porque sabe. Luego, inventa una falsa sabiduría. Luego, esa sabiduría es un bálsamo, pero una mentira. El hombre se enmascara para no avergonzarse del mismo azar de ser hombre, de su mínima importancia, de que sólo es deudor de la nada. Por ello se traiciona a sí mismo. Bebe la sangre de los antiguos, no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. Y esa conveniencia hace que el hombre se vuelva vampiro.

Y si el hombre no sabe a ciencia cierta de su pasado, si lo ha corrompido engañándose, ¿cómo aprenderá de sus lecciones?, ¿cómo razonará su presente?, ¿cómo aventurará su futuro? Es incapaz. Todo en él será sorpresa, incómodo asombro, y más beber sangre con que sanar la sorpresa. Lo imprevisto será inevitable, sí, pero seguirá perdido en el Tiempo y en el Espacio. Ése es el cómico y trágico equilibrio del mundo. Días con sus noches. Hombres con sus vampiros. Lo imprevisto, inevitable.

Ésa es la ley.

Y la llaman «Ley del Vampiro». Convencidos, como les ha ocurrido a tantos muchas veces, de que esa idea no existía antes de que ellos la pensaran, de que estaban viviendo un momento único, irrepetible.


Hasta aquí Casavella. Creo que es un libro que vale la pena leer aunque no se pueda revelar todo su esplendor en sólo un par de páginas. Sin embargo, espero que este fragmento sea suficiente para que te dé curiosidad echarle una mirada.

Yo ya estoy buscando sus otras novelas. Es una lástima que Casavella haya muerto tan joven.

Un abrazo,

r

lunes, 14 de septiembre de 2009

Los abrazos rotos


Amiga,

Fuimos a ver la última película de Pedro Almodóvar, Los abrazos rotos. Aquí se está estrenando esta semana con el título Broken embraces y parte de la crítica la ha recibido con una especie de distancia irónica —“esos españoles y sus confusos melodramas”— que le resta importancia. En el mejor de los casos, ha sido vista como un acto de narcisismo de parte del director. Pero yo creo que es una de las mejores películas que he visto de Almodóvar y que con ella ha entrado en una nueva etapa.

Lo que me parece que le interesa esta vez, más allá de las retorcidas historias dignas de las mejores telenovelas latinoamericanas, es una reflexión sobre el valor del cine. El cine como ojo que mira pero también como documento que acusa, el cine como industria pero también como sueño. El cine como realización y como culpa, el cine que construye vidas y termina con ellas.

Los abrazos rotos es una especie de caja china que contiene adentro otras cajas, no por más pequeñas menos importantes. Están: la película que vemos, la película —¡de vampiros!— que escriben dos de los personajes en el presente, la película que el protagonista y otros personajes filmaron hace tiempo —"Mujeres y maletas"— y que fue enlodada y destruida por un amante celoso y, por último, está el documental que ha filmado el hijo de aquel amante celoso, por razones más bien dudosas. En el futuro, insinuada al final, está también una quinta película: la que volverá a construirse a partir de las tomas originales de la vieja película destruida.

Entre unas y otras películas se mueve un director de cine ciego. Pero la ceguera no parece ser sólo la falta literal del sentido de la vista de uno de los personajes de este drama. La ceguera parece extenderse a quienes están ciegos de amor, de celos, de frustración o de rabia. Y es también una ceguera de lo que no sabemos o no somos capaces de entender si no lo vemos. Se trata, creo, de una reflexión sobre el poder de la imagen y sobre nuestra entrega -ciega- a lo que las imágenes nos muestran. Y sobre nuestra incapacidad de dudar de lo que vemos.

Esta es tal vez la película de Almodóvar en la que es posible entender, con mayor claridad, que lo fundamental de una ficción no es lo que se cuenta sino el modo de contar. Aquí Almodóvar, como Velásquez, se pinta a sí mismo pensando cómo dar la próxima pincelada de una obra a medio hacer. Y en el camino nos muestra el proceso de la hechura, el reverso de la trama, la tramoya.

Por no ser capaces de ver más allá de la anécdota, algunos críticos británicos la han reducido poco menos que a un caso de curiosidad etnográfica. No ven más que a Penélope Cruz en peluca blanca o acostándose con un millonario viejo-verde. Pero para quien se toma el trabajo de mirarla más allá de la trama de amores contrariados, ésta es una película construida sobre uno de los materiales más clásicos que se pueden trabajar: el impulso de pensar en la forma, la materia misma de la que están hechos los relatos. Y sólo por eso valdría la pena.

Pero además están todos los elementos que hacen de las películas de Almodóvar un paseo por lo más gustoso del cine. Los colores brillantes y los tacones imposibles, las caras insólitas y los guiños del casting, construidos sobre la repetición. Las audaces locaciones —playas de arenas negras en Lanzarote— que no se reducen sólo a decorados inteligentes. La música. Todo en esta película es una fiesta del ver y del oír. Hasta la desgarrada canción final, cantada por Miguel Poveda, que acompaña los créditos y lo obliga a uno a quedarse sentado hasta que la pantalla se oscurece del todo. (Puedes ver todos los detalles y escuchar la música de la película aquí)

Pero lo que se quedó conmigo por más tiempo y me ha obligado a escribirte esta reseña apurada de Los abrazos rotos es la frase final. En la última escena, el director ciego está reeditando la vieja película que creía perdida para siempre y dice: “Las películas hay que acabarlas, aunque sea a ciegas”. Y ahí la pantalla se pone en negro y sabemos que hemos escuchado la voz del director que acaba de darle el toque final a la última toma.

¿No es un modo perfecto de terminar una historia?

Ojalá que este cuento apurado sirva para que te animes a ver Los abrazos rotos cuando llegue a la tierruca. Porque en realidad no te he contado nada. La historia intacta te espera.

Un abrazo,

r

domingo, 13 de septiembre de 2009

6.2

Amiga,

Anoche vimos en CNN un avance sobre el terremoto en Venezuela y nos asustamos. Sabes cómo se dan esas noticias, con un punto de sensacionalismo que —cuando uno está lejos— causa a veces una alarma desproporcionada. Así que llamamos en volandas a Caracas, para saber cómo había sido el asunto y si estaban todos bien. Hubo susto, pero nada grave.

Supe por mi mamá que en Mérida ni se sintió, a pesar de que también se fue la luz y llovió a cántaros durante horas.

He estado por un largo rato, hoy en la mañana, oyendo la radio y leyendo la prensa, para ver qué tan graves son las secuelas. No parece que el asunto haya pasado a mayores. Pero tengo la vaga sensación de que la prensa no está diciendo todo lo que podría decir. Cuando hubo el último temblor en Caracas, creo que en mayo de este año, el gobierno de Chávez consideró materia de seguridad nacional que la prensa informara sobre el incidente antes de que lo hicieran los voceros oficiales. Hubo multas, regaños y advertencias. Así que no me extrañaría que ahora estuviéramos leyendo también informaciones matizadas.

Recibir noticias como éstas desde el otro lado del Atlántico hace que uno sienta más la impotencia y la frustración de la distancia. Cuando el deslave de Vargas nosotros estábamos en Londres y veíamos las imágenes en la TV, asombrados, confundidos, con lágrimas en los ojos, sin saber qué hacer. Fue una angustia horrible. Menos mal que esta vez no ha sido nada así de grave. Pero creo que el terremoto de Caracas de 1967 volvió ayer a la memoria de todo el mundo.

Como sea, estoy aquí acompañando a todos allá en la tierruca. Más allá de las noticias a medias, de los sustos justificados o no.

Y te mando un abrazo alarmado y preocupado,
r

lunes, 7 de septiembre de 2009

Como caraotas


Amiga,

Hoy amanecí con ganas de cocinar algo rico. Así que esta mañana contemplé como único proyecto del día preparar unas gustosas, cremosas, nostálgicas caraotas negras. Mientras picaba cebollas y pimentones recordé aquellas líneas de Sor Juana a Sor Filotea en las que ponderaba la cocina como un laboratorio de ingeniosas ideas que bien habrían podido aprovechar los hombres más sabios.

Una idea se me mezcló con otra y de pronto recordé otras cocinas, otros platos que he aprendido a hacer, otras comidas, olores, gente… la vida toda se me vino encima como si fuera ese personaje de En busca del tiempo perdido que se come su nostálgica magdalena y recorre desde ahí su vida entera. Y de esos recuerdos llegué a esta cocina en la que preparo caraotas negras como si no hubiera salido nunca de la tierruca, pero al mismo tiempo sabiendo que la distancia ya es infranqueable y que la vida está allá, en esa otra parte que llamamos futuro.

Y de ahí me dio por pensar que tengo casi cincuenta años y que a mi edad –a nuestra edad amiga- una gran mayoría de mujeres ya se han asentado en la vida, han tenido ya sus trabajos, sus amantes, sus hijos y sus maridos, están esperando nietos si no los han tenido ya y preparan un retiro digno. Pero nosotras, amiga, seguimos en la incertidumbre, seguimos a la espera de que la vida todavía nos lance sorpresas por el camino. Seguimos estudiando, aprendiendo, creyendo que hay algo que debemos hacer y no hemos hecho.

Eso puede ser, -como en efecto ha sido, ¿no?- una razón para sentir desasosiego, inquietud, ese movimiento bajo los pies que no cesa, esa inconformidad que no permite ni otorga paz, del que tanto nos hemos quejado. Pero es también una razón para creer que ha valido la pena, que está valiendo la pena estar aquí, haber pasado por todo, incluyendo los dolores, las separaciones, las pérdidas... todas las angustias.

Porque con todo eso hemos estado construyendo una especie de esperanza terca. Una especie de fe, aunque desvaída y a veces desencantada, en que hay algo más, algo más que no hemos aprendido, que no hemos hecho, que nos está esperando más adelante. Y qué otra cosa se puede pedir de la vida que ese empuje, ese gozo de esperar, esa alegría liviana de saber que no todo está dicho.

Así que amiga, aquí estoy yo cocinando caraotas negras, con toda la casa oliendo gloriosamente a comino y a ajos, a cebollas y pimentones, escuchando música a todo lo que dan las cornetas de mi ipod, a la espectativa –todavía- de lo que me está esperando más adelante. Hace sol, sopla el último viento de la primavera y el invierno está a la vuelta de la esquina. Pero hoy, aquí, retostando semillas de comino, te puedo decir que no sólo ha valido la pena, sino que las sorpresas no se han terminado.

Y justo hace un minuto se me ocurrió que ésta es, de algún modo, la respuesta que te debo a la carta que me escribiste hace unos días. Siempre se me ocurren tarde las respuestas, amiga, pero a veces resultan hasta inspiradas... y saben a ricas caraotas!

Sólo espero que este impulso gustoso y amable me dure un rato…

Te mando alentadores, esperanzados, optimistas cariños muchos,
r

jueves, 3 de septiembre de 2009

Rabieta


Amiga,

No sé si te he contado que he estado tomando lecciones de manejo para ver si me dan una licencia para circular detrás de un volante por este país. Acabo de llegar de la que creo será mi última lección. Estoy harta de instrucciones para subir escaleras y de que mi cerebro se empeñe en subirlas del modo en que lo ha hecho en los últimos veintitantos años. Estoy harta de no poder estacionarme como se supone que debo hacerlo y de no saber entrar o salir correctamente de las malditas redomas que hay aquí cada dos por tres. En resumen ¡estoy harta!

Reconozco que el modo como uno aprende a manejar en la tierruca es de lo más liberal y medio salvaje. Apenas aprendes a avanzar y retroceder, a cruzar a la izquierda y a la derecha, ya agarras un carro y presentas un examen que, al menos en mis tiempos, sólo consistía en dar correctamente la vuelta a la manzana. Eso, si de hecho presentabas el examen. Porque la mayoría de la gente no hacía más que pagarle a un gestor y en unos días tenía a mano su flamante licencia, sin pasar por otro trámite que despojarse de algunos billetes. No sé cómo obtendrán ahora sus licencias los hijos de la república chavista, pero dudo mucho que el procedimiento haya cambiado demasiado.

Sin embargo, ese no es el caso en este civilizado reino. Aquí tienes que aprenderte las leyes y presentar un examen teórico que dura casi una hora. (Ya lo presenté. Pasé). Después tienes que presentar un examen práctico, para lo cual es imprescindible que contrates los servicios de un profesional que te enseña los procedimientos y las “maniobras” que debes aprender a realizar antes del examen, porque sólo tienes una oportunidad y si no lo haces de la manera exacta como está previsto, no pasas.

El punto es que después de más de veinte años manejando parece casi imposible para mí aprender a hacerlo del otro lado del vehículo, en inglés y con treinta reglas como mínimo por cada “maniobra”. Me explico, aquí llaman “maniobras” a cada una de las supuestas habilidades que tienes que demostrar que conoces y realizas sin dudar y sin equivocarte ni una sola vez. Esas maniobras involucran las habilidades básicas, como avanzar y retroceder. Pero no sólo eso. Tienes que saber estacionarte detrás de otro vehículo en un sólo movimiento de retroceso; tienes que demostrar que puedes retroceder en una esquina sin llevarte la acera por delante y que puedes dar la vuelta en U en una calle cualquiera con sólo tres movimientos.

Esas maniobras son las que he estado practicando con mi impaciente instructor de manejo. Hay días en que parece que puedo mirar por todos los espejos cinco veces antes de retroceder y chequear mi punto ciego cuando es requerido, entonces me siento como si fuera capaz de pasar el examen. Pero hay días, como hoy, en que no sólo no puedo estacionarme de retroceso sino que tampoco veo la acera y me la llevo por delante cuando avanzo y cuando retrocedo y no solo una sino varias veces.

La razón puede no ser obvia para todo el mundo, así que voy a reiterar: Estoy manejando un carro desde el asiento DERECHO. Estoy haciendo los cambios con mi mano IZQUIERDA y tratando de calcular la distancia que separa el lado izquierdo del carro de una acera que el noventa por ciento de las veces no puedo ver. Todo sucede alrevés de como debería y sólo ajustar mi percepción a ese cambio se lleva la mitad de mis neuronas. Por si esto fuera poco, todas las instrucciones que recibo me son dadas en el cerrado acento escocés que, a medida que cometo más errores, se va cerrando más hasta que llega un punto en que mi cerebro no sabe si traducir las instrucciones a un inglés neutro o cambiar velocidades o mirar a la izquierda o cruzar a la derecha o chequear mi punto ciego o mantener la mínima velocidad o acelerar hasta la velocidad máxima permitida o atender a los peatones que pasan o elegir el canal correcto para entrar en una redoma…

En fin, amiga, que hoy estoy dispuesta a tirar la toalla y por eso estoy escribiéndote esta nota. Porque estoy harta de tratar de aprender algo que mi cuerpo todo se niega a procesar. Porque me repatea el hígado el modo como mi instructor me insinúa que tengo el cerebro de un mosquito. Porque no tengo ni siquiera un carro por el que valga la pena pasar por todo esto. Porque qué carajo me importa a mí la maniobra de reversa a la izquierda o el modo correcto de entrar o salir de una maldita redoma. ¿Qué coño me importa?

Me importa un pito. Esa es la verdad. Me importa un soberano pito la licencia de manejar y las clases de manejo y el examen práctico que tengo supuestamente que pasar el 24 de septiembre. Y justo en el momento en que termine de escribir esta airada entrada voy a cancelar el puto examen y dedicarme a otra cosa menos humillante y más productiva.

Disculpa la descarga, amiga, pero a veces hay que permitirse una rabieta. Y esta soy yo en medio de una soberana rabieta que todavía no ha terminado.

Ni abrazo tengo ganas de mandarte hoy!

El cariño es el mismo, de todos modos,

r

martes, 1 de septiembre de 2009

Tercera lección

Amiga,

Te debo desde hace rato el tercer texto de Justin Torres. Aquí va.


El Lago / Justin Torres

Una noche insoportable, en medio de una ola de calor, papá nos llevó al lago. Mamá y yo no sabíamos nadar, así que ella se agarró de la espalda de papá y yo me agarré de la de ella y papá nos llevó a un pequeño paseo, estirando los brazos delante de él y sacudiendo las piernas debajo de nosotros, nuestras piernas arrastrándose a través del agua, relajadas y quietas, los dedos de los pies curvados hacia arriba.

Cada tanto mamá me señalaba alguna cosa que valía la pena ver, un pato dejándose caer en el agua, la cabeza sostenida hacia atrás en el cuello, las alas revoloteando enfrente, o un bicho en el agua con largas y delgadas patas que hacía ondas sobre la superficie del lago.

“No tan lejos”, le decía ella a papá, pero él seguía nadando, suave y lentamente, y la orilla detrás de nosotros se estrechaba y se volvía más fina y curva, hasta que se convirtió en un hilo imposible, oscuro y remoto.

En el medio del lago el agua era más oscura y más fría, y papá nadó justo sobre un montón de hojas finas y negras como el carbón. Mamá y yo tratamos de quitarnos de encima las hojas, pero teníamos que sostenernos con un brazo, así que las hojas terminaron enrollándose en nuestros cuerpos y pegándose a nuestras costillas y piernas como si fueran sabandijas. Papá levantó algunas en el aire con el puño cerrado y las hojas se disolvieron entre sus dedos y se desintegraron en pequeños puntos en el agua y unos pecesitos marrones del tamaños de cigarrilos aparecieron para comerse los pedacitos de hojas.

“Hemos llegado muy lejos”, dijo mamá, “llévanos de regreso”.

“Ya va”, dijo papá.

Mamá comenzó a hablar sobre lo raro que era que papá supiera nadar. Dijo que nadie nadaba en Brooklyn. La mayor cantidad de agua que ella había visto en un mismo lugar era cuando uno de los hombres del edificio abría el hidrante y el agua salía a borbotones. Dijo que ella nunca se había dejado mojar por el chorro de agua como lo hacían otro niños, porque le parecía muy fuerte; prefería quedarse un poco más lejos, donde la acera se encontraba con la calle, y dejaba que el agua le mojara los talones.

“Ya me había casado y parido tres hijos antes de que me metiera en algo más hondo que un charco”, dijo.

Papá no contó cuándo ni dónde había aprendido a nadar, pero para él era imprescindible aprender todo lo que se relacionaba con la supervivencia. Tenía toda la voluntad y todos los músculos, iba camino a volverse indestructible.

“Supongo que es lo contrario contigo, ¿no?”, me dijo mamá. “Tú creciste en medio de todos estos lagos y ríos, y tienes dos hermanos que nadan como un par de peces en una pecera. ¿Por qué no has aprendido a nadar?”

Me hizo la pregunta como si me estuviera acabando de conocer, como si las circunstancias de mi vida, mis intentos aparatosos y aterrorizados en el lado hondo, aquella vez en la piscina pública, cuando el salvavidas de la escuela me arrastró y vomité en la grama agua de la piscina hasta por los ojos, 700 ojos mirándome, todos los gritos y chapuzones y silbidos detenidos por un momento, cuando todo el mundo se detuvo a evaluar mi huesuda debilidad, a mirarme y seguirme mirando, esperando que llorara, que fue exactamente lo que hice −como si solamente ahora se le hubiera ocurrido a mamá lo raro que era que yo estuviera ahí, agarrado a ella y a papá, y no con mis hermanos que habían corrido a meterse en el agua, se habían dedicado a ahogarse el uno al otro, y después habían corrido hacia afuera y desaparecido entre los árboles.

Por supuesto, era imposible para mí responderle, decirle la verdad, decirle que tenía miedo. La única que tenía derecho a decir eso en nuestra familia era mamá, y la mayoría de las veces ella ni siquiera tenía miedo sino que le daba flojera meterse bajo el piso, o lo decía para hacer que papá sonriera, para que le hiciera cosquillas y se acercara a ella, para hacerle saber que ella en realidad solo tenía miedo de quedarse sin él. Pero yo, yo hubiera preferido soltarme y deslizarme en silencio hasta el fondo negro del lago antes de admitir delante de alguno de ellos dos que tenía miedo.

Pero no tuve que decir nada, porque papá respondió por mí.

“Él va a aprender”, dijo. “Los dos van a aprender”, y nadie habló por un largo rato después de eso. Vi la luna estallar en luz sobre el lago, vi pájaros oscuros volar en círculos y gritar, el viento levantó las ramas de los árboles, los pinos se afilaron; sentí el agua del lago más fría y olí las hojas muertas.

Más tarde, después del incidente, papá nos llevó a casa. Iba sentado detrás del volante, todavía sin camisa, en la espalda, el cuello y la cara lucía arañazos cruzados, algunos eran sólo profundas líneas rojas y piel rota, otros ya estaban convertidos en costras y en otros todavía brillaba la sangre fresca, y yo también tenía arañazos −porque ella había entrado en pánico y cuando él se le escapó, ella se había agarrado de mí− más tarde, papá dijo, “¿De qué otra manera van a aprender?”.

Y mamá, que casi me ahoga, que había gritado y llorado y clavado sus uñas en mí, que había estado más desesperada y salvaje de lo que nunca me hubiera imaginado que podía ser; mamá que estaba tan rabiosamente furiosa que había mandado a Manny a sentarse al frente con papá y se había sentado atrás en medio de nosotros, abrazándonos, mamá respondió recostándose sobre mí y abriendo la puerta mientras íbamos a toda velocidad. Miré afuera y vi el pavimento borroso pasar a toda prisa por debajo, el hombrillo convirtiéndose en un oscuro barranco de piedras. Mamá mantuvo aquella puerta abierta y preguntó, “¡¿Qué!? ¿Quieres que le enseñe a volar? ¿Debería enseñarle cómo volar?”

Entonces papá tuvo que detenerse a un lado de la carretera y calmarla. Nosotros tres salimos del carro y caminamos por el borde y sacamos nuestros pitos y orinamos en la cuneta.

"¿De verdad fue ella la que te arañó?", preguntó Manny.

"Trató de subir hasta mi cabeza".

"¿Qué tipo de…?" comenzó a decir, pero no terminó. En vez de eso, levantó una piedra y la lanzó lo más lejos que pudo.

Escuchábamos sus voces discutiendo en el carro, escuchamos a mamá diciendo una y otra vez, ‘Tú me soltaste, me soltaste’, y vimos pasar los grandes remolques, sacudiendo el carro y la tierra debajo de nuestros pies.

Manny sonrió. Dijo, “Mierda, pensé que te iba a lanzar fuera del carro’.

Y Joel también se rió y dijo ‘Mierda, yo pensé que ibas a volar’.

Cuando finalmente volvimos al carro, mamá estaba de nuevo sentada adelante y papá manejó con una mano en su cuello. Esperó hasta el momento perfecto, hasta que nosotros nos quedamos quietos y en silencio y estábamos pensando en lo que vendría, en nuestras camas esperándonos en casa, y entonces volvió la cabeza a un lado, mirándome sobre el hombro, y me preguntó, curioso y amigable, “entonces, ¿te gustó tu primera lección de vuelo?”. Y hubo una explosión de risa en el carro. Todo estaba bien de nuevo.

Pero el incidente se quedó conmigo y en la noche, ya en la cama, recordé cómo papá se había alejado de nosotros, cómo nos había mirado indiferente mientras chapaleábamos y luchábamos, cómo necesitaba evitar que mi mamá me agarrara y no me soltara, cómo me había dejado hundir cada vez más abajo, y lo que descubrí ahí cuando abrí los ojos: una oscuridad verdinegra, un mundo submarino, terror. Me hundí por un largo rato, desorientado y retorciéndome, y luego de proto estaba nadando –sacudiendo las piernas y extendiendo los brazos como papá me había enseñado y elevándome hacia la luz y explotando en el aire; y luego esa primera bocanada que llegó hasta el fondo de mis pulmones y cuando miré el cielo me pareció que nunca había sido tan alto, tan brillante y magnífico. Recordé la urgencia en la voz de mis padres, mamá enganchada a papá otra vez y los dos gritando mi nombre. Nadé hasta su sombra que ondulaba y ahí, bajo las estrellas, me sentí querido. Nunca habían estado tan felices de verme, nunca me habían mirado con esa intensidad y esa esperanza, nunca habían pronunciado mi nombre con tanta dulzura.

Recordé cómo mamá se echaba a llorar y papá celebraba, gritando como si él fuera un científico loco y yo su creación maravillosa:

‘¡Está vivo!’

‘¡Está vivo!’

‘¡Está vivo!’


Este es el último de los tres textos de Torres que quería que leyeras conmigo. Espero que te hayan parecido tan interesantes como a mí.

Ya encontraré alguna otra cosa que traducirte. Mientras tanto, te mando un abrazo,
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