viernes, 27 de julio de 2012

Soledad olímpica

Amiga,
Hoy he estado aquí poniéndome al día con las lecturas atrasadas. Todas en internet, todas ociosas y absolutamente gratuitas. Más bien debería decir: quisiera creer que he estado leyendo por horas para ponerme al día, pero la pura verdad es que desde esta mañana no he hecho más que matar el tiempo hasta que llegue la hora de ver la ceremonia inaugural de los juegos olímpicos que será esta noche en Londres.
Nunca he estado geográficamente tan cerca de unos juegos olímpicos, y seguramente nunca más voy a estar así de cerca. Porque voy a estar literalmente ahí. La semana que viene dejo a mi gato al cuidado de su nana y me voy a Londres con mi media naranja a ver un par de eventos.
Para allá nos vamos a sufrir todos los avatares de los fanáticos del deporte que habrán tenido, como nosotros, la enloquecida idea de viajar hasta esa ciudad en la que todo va a pasar en un par de semanas. Y me emociono como una adolescente, aunque para mí los deportes no sean más que un modo sofisticado de exponer y premiar una actividad frenética sin objetivo y el cansancio que deja después.
Y es que mi gusto por los juegos olímpicos no comenzó por el amor a algún deporte o por la emoción de seguir a algún deportista en particular. Mi interés empezó con la ceremonia de apertura y la conmovedora e inolvidable fiesta de cierre de Moscú, en 1980. Seguramente ya había visto unos cuantos juegos antes. A fin de cuentas, en julio del ochenta yo tenía 18 años y había convivido la vida entera con un padre fanático de mirar deportes por la tele sin prestarle a nadie nunca el control remoto.
Pero en mi memoria no queda ni rastro de ningunos juegos olímpicos anteriores. Aunque me acuerdo de algún atleta memorable, como Nadia Comaneci, que logró sus primeras hazañas en 1976 en Montreal (mi memoria no es tan buena, busqué los datos en Wikipedia). Lo que yo recuerdo es haber estado frente a la tele, rodeada de mis hermanas y algún familiar cercano, viendo y comentando las espectaculares imágenes de los jóvenes moscovitas armando y desarmando figuras –como por encanto– con paneles de colores que se movían con precisión matemática.
Más allá de la gimnasia y el patinaje sobre hielo, nunca he visto un evento olímpico con demasiado interés. Porque lo mío son las ceremonias de apertura y cierre. Esas dos fiestas de llegada y despedida en las que se condensa la alegría del encuentro y la tristeza de las despedidas. Lo que a mí en realidad me gusta es ver el espectáculo, escuchar la música, adivinar la historia que se está contando –casi siempre bajando al mínimo el volumen, cuando los comentaristas se ponen didácticos– y, por supuesto, criticar. Siempre criticar, mucho, todo.
Pero este año, esta vez en que estoy tan cerca de las olimpiadas que de hecho voy a estar ahí la semana que viene, por primera vez en la vida voy a ver una ceremonia de apertura solita. Íngrima. No voy a tener con quien comentar nada ni junto a quien criticar el vestuario, el pésimo manejo de las cámaras, las inconsistencias de los discursos y la ridiculez pasmosa de algunos rituales. 
Ni siquiera mi amor de la vida, que me quiere tanto y que me ha acompañado tantas veces a ver cosas que no le gustan, aceptó mi invitación a ver juntos, a la distancia, vía facetime –él en Cambridge, yo aquí– la ceremonia de esta noche. ¡Cuatro horas! dijo sorprendido cuando le conté que sería larguísima. ¡Ni de vaina! soltó acto seguido, a pesar de que ya había aceptado el trato. Avísame cuando se ponga interesante y nos conectamos un rato. Una hora, máximo. 
Con ese ultimatum definitivo Lyo me dejó abandonada a mi suerte inaugural. Así que aquí me tienes, amiga, con la tele prendida en mute, esperando a que empiecen unos juegos que están sucediendo aquí, a la vuelta de la esquina, y cuya ceremonia ignaugural voy a ver íngrima y sola.
Y no me sirve de nada el consuelo vicario de que un par de billones de personas de todo el mundo estén haciendo lo mismo. Seguramente acompañados.
Te mando un abrazo desoladamente olímpico,
r

Disclaimer: Mi adorado tormento me hizo prometer que pondría una aclaratoria al final de esta nota: Lyo compartió conmigo casi toda la ceremonia de apertura, primero con mensajitos de texto y luego por FaceTime. Y sin haber leído esta entrada previamente. Así que para nada él es el malo de la película. ¡Deuda saldada!


miércoles, 25 de julio de 2012

Ciudad nuestra


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Amiga,
No quería levantarme esta mañana. Estaba metida en un sueño terco que no me dejaba ir y que ahora apenas recuerdo como una empecinada búsqueda de no sé qué. Pero había sol –por fin– y un rayito se me coló por la ventana y me obligó a empezar el día. Abrí todas las ventanas de la casa y cumplí morosamente con mis rutinas, incluyendo un rato bajo el sol junto a mi gato. Al sentarme en mi mesa a trabajar, después de muchas vueltas, me encontré con la sorpresa de tus poemas publicados en Letralia. No puedo evitar reproducir al menos uno de ellos en este blog nuestro.
Ninguna calle perdurará de ti
De tus calles, ninguna. Salgo de ti, ciudad mala anfitriona, mezquina y sola. Ni una puesta de sol, ni una sombra, ni un cielo, ni una flor.
De tus calles, ninguna. Salgo de ti ciudad sin ojos, ni siquiera ciega. Acaso ocultes muñones y jorobas, avergonzada, llagas y despojos. Acaso nada. No estás, no eres.
De tus calles, ninguna. Salgo de ti ciudad sin dones, ciudad que ni una piedra, ni un agua fresca, ni una forma de nube, ni un gato perdido.
De tus calles, ninguna. Salgo de ti ciudad incolora. Huyo de tus criaturas que cruzan las aceras con desgano, lanzando desperdicios y escupiendo y destilando tedio.
De tus calles, ninguna. Salgo de ti pobrecita ciudad sin esperanzas. Te dejo sin nostalgias, te dejo en el olvido.
De tus calles, ninguna. Salgo de ti ciudad sin danza ni relato. De ti ni un nombre, ni una plaza, ni una mañana, ni un café, ni un miedo. Ciudad sin moraleja ni posdata, nunca viví en ti, nadie ha vivido.
De tus calles, ninguna. Salgo de ti ciudad sin un latido, estéril. Aquí te dejo hasta el día en que te recojan los fantasmas, que los vientos te borren, que el agua se lleve tus casas. Aquí te dejo con tus fachadas sucias y tu sed. Agonizarás bajo el polvo, ciudad sin cantos, palabra muerta.

Me gusta lo que escribes. Siempre te lo he dicho. Me gusta el tono duro, las imágenes desoladoras, la economía y efectividad de los golpes que lanzas como fieras en cada verso. Y me gusta la imagen que al final queda del lugar que construyes con palabras: Esa ciudad hostil y desolada que todos llevamos clavada en el alma.
Aunque lo que miro aquí a través de la ventana es todo verde o gris nublado, aunque el asfalto y el cemento me quedan lejos, esa ciudad de la que te despides y a la que siempre vuelves está en mis sueños. Es la ciudad en la que habito cuando me dejo ir a esa otra vida que está más allá de la vigilia. Por eso me sorprende tanto encontrarla en tus textos, idéntica, como si me hubieras acompañado a andar por las calles por las que ando cada noche.
Te mando un abrazo que rebota en el aire como un grito,
r

martes, 17 de julio de 2012

Acuse de recibo



Amiga,
Aunque a veces a mí misma me sorprenda, este blog nuestro tiene lectores. Y además se me quejan cuando dejo de escribir y me demandan –con razón– que no me desaparezca por tanto tiempo. En efecto he estado desaparecida, aunque no por eso he dejado de acumular notas por aquí y por allá de las entradas que imagino que escribo y que al final dejo de escribir porque estoy haciendo otra cosa. Mejor dicho, porque estoy escribiendo otras cosas.
He estado ocupada y eso es lo mejor que se puede decir de una vida como la mía, suspendida en el limbo de una actividad no productiva, si se piensa en términos estrictamente económicos. Por suerte, hace rato que dejé de pensar en cifras. Supongo que esa libertad es un lujo del que uno no debería andar vanagloriándose. Pero, en fin, el punto es que me ocupo para cargar con mi culpa y eso debería bastar para absolverme. 
 
Me paso horas sentada en mi escritorio leyendo textos que debo juzgar, tratando de terminar artículos con los que me comprometí, finalizar cuentos que no terminan de cuajar, avanzar en una novela que sigue estancada en la página cincuenta después de haber ido para adelante y para atrás de distintas maneras varias veces. Por las mañanas me siento en la escalera a tomarme un té mientras Gussi olisquea el aire. En las tardes, si el tiempo lo permite, voy a caminar al parque. 
 
En estos días, sobre todo, estoy pegada a la pantalla de mi computadora haciendo una traducción que debo entregar a más tardar a fin de mes. De todos, ese es el trabajo que más me gusta. Traducir es como resolver un acertijo que tiene la extensión de las páginas que uno tiene por delante en otro idioma. Cada frase es un reto, cada opción que uno toma entre una palabra y otra le otorga al texto fuerza o lo debilita. Traducir es darle vida a un texto que no es de uno y, al mismo tiempo, apropiárselo hasta el punto de que cada párrafo nos duela y nos salga del alma como si lo hubiéramos creado de la nada.
En esas ando, amiga. Sin mucho que contar en este blog nuestro. Y por eso esta ausencia. Estoy pegada a una mesa y a una pantalla hasta nuevo aviso. Tal vez la única recompensa que obtenga de todo este afán sea que pongan al final, sobre mi tumba, ese delicioso epitafio que imaginó para sí misma Sue Townsend: “Here lies Sue Townsend – half woman, half desk.”
Te abrazo con un brazo y una pata,
r