domingo, 30 de diciembre de 2012

De lluvia y finales

 

Amiga,

Se fue el año. Este año par en que cumplí medio siglo redondo. No quiero hacer balances. Hace rato ya que no los hago. Pero quiero dejar un par de líneas en este blog nuestro para decirle adiós a este año que termina sin grandes logros y con algunas dolorosas despedidas.

Llueve sin parar afuera. Hay un viento que ulula entre las rendijas. Esta vez no vamos a prender nuestras antorchas para acompañar la procesión del fuego que se hace todos los treinta de diciembre en Edimburgo para despedir el año viejo. La lluvia y el viento nos convencieron de quedarnos en casa.

Pero mañana iremos a ver los fuegos artificiales desde el pie de la Silla de Arturo, llueve, truene o relampaguée –¿se escribe así?–, porque aquí el tiempo puede obligarte a abandonar algunos planes, pero a veces tienes que empeñarte y decidir en contra de toda sensatez salir afuera y plantarte ahí como un árbol que espera.

Así vamos a recibir el año nuevo, a la intemperie, al pie de la montaña que separa a Edimburgo del mar, viendo y oyendo el estruendo de los fuegos que saludan el año trece de este siglo ingrato.

Lo mejor que se pueda. Eso es lo que te deseo desde ahora para todo el año que viene. No es mucho pero alcanza.

Te mando un apretado abrazo de feliz año!

r


jueves, 20 de diciembre de 2012

Fin de mundo


Amiga,
Ya estamos otra vez en la víspera del fin del mundo. Mañana, exactamente a las 11 y 12 minutos de la mañana (hora atómica, es decir la hora de Londres, segundos más segundos menos) se supone que el mundo tal como lo conocemos va a dejar de existir.
Esta vez, los mayas y el fin de su calendario de cinco mil años son los autores de esta predicción apocalíptica. Da escalofrío sólo pensar que hay gente por ahí planeando su suicidio e incluso poniendo-a-dormir a sus mascotas, porque están convencidísimos de que el mundo de verdad se va a acabar en las próximas veinticuatro horas.
Cualquiera que haya leído algo de historia sabe que el género humano tiene una constante fijación con las predicciones catastróficas. El fin del mundo ha sido anunciado tantas veces que ya parece como el cuento del lobo. Si alguna vez, verdaderamente, el mundo se acaba de pronto, nos va a tomar tan desprevenidos que no vamos a tener tiempo ni de apagar la luz.
Es posible que mañana a las once y doce minutos de la mañana yo esté en mi cocina tomándome un te con leche y mirando por la ventana pasar las nubes, gordas y grises. Haré una pausa en el trabajo del día para constatar que el mundo sigue ahí, helado y oscuro en este lado del planeta. Y un rato después me sentaré a trabajar frente a la pantalla de la computadora o completaré la lista de los ingredientes que tengo que comprar para hacer las hayacas o responderé algún email olvidado.
La vida, pues, seguirá su rumbo. Sin que ninguna catástrofe universal nos alivie.
Te mando un abrazo cotidiano,
r

martes, 18 de diciembre de 2012

Voluntariado con caballos


Amiga,

Hace un par de semanas fuimos a entrenarnos en una granja de caballos para que nos acreditaran como voluntarios. Rodeados de adolescentes aburridos y silenciosos, pasamos la mañana limpiando bosta, levantando pasto, barriendo pisos, cargando carretillas llenas de desperdicios y rodeados del olor de los caballos y de sus relinchos, que es como decir, de vuelta a la infancia.

El trabajo voluntario es aquí una institución. Tengo la impresión de que los jóvenes que están terminando bachillerato tienen que trabajar algún número de horas en organizaciones de caridad y por eso la maquinaria del voluntariado está tan bien aceitada. En nuestro caso, nos ofrecimos para trabajar en una granja que presta servicio a niños discapacitados. Supimos del lugar por una alumna de Lyo que había trabajado antes ahí. Y la verdad es que al principio sólo queríamos estar cerca de los caballos. Después fue que nos enteramos del trabajo que hacían con los niños y nos entusiasmó la idea muchísimo más.

Escribimos hace meses para avisar que queríamos ofrecer unas horas a la semana. Nos avisaron que teníamos que ir al entrenamiento el primer sábado de diciembre. Para allá nos fuimos, con el sueño todavía encima, después de limpiar el parabrisas del carro de la nieve que lo había cubierto durante la noche. Cuando llegamos había poca gente. Nos reunieron en una especie de cabaña con una cocina y una sala con dos sofás y algunas sillas, calentada por dos destartalados radiadores de gas.

Ahí esperamos mientras fueron llegando uno a uno, traídos por sus padres, los niños casi dormidos que nos iban a acompañar en el entrenamiento. Supongo que la mayoría tendría entre 15 y 17 años, aunque hace rato que he dejado de calcular bien la edad de los adolescentes. Al principio pensé que en algún momento iban a llegar al menos dos personas de nuestra edad. Cristina, la muchacha que nos iba a entrenar, repetía cada tanto que estábamos esperando más gente. Cuando el grupo estuvo completo estaba claro que las únicas personas mayores de veinte años éramos Lyo y yo. Y tal vez una muchacha que ya había estado ahí antes y que más tarde nos enseñó a desarmar el pasto y ponerlo en las carretillas.

El entrenamiento comenzó después de un largo proceso preparativo, donde tuvimos que llenar planillas y ponernos en el pecho nuestros respectivos nombres en unas etiquetas que Cristina llenó con un grueso marcador negro. Pero primero vimos salir los caballos, que se fueron al pueblo con sus jinetes encima, a participar en el mercado que hacen en Balerno el primer sábado de cada mes. Nos sorprendió ver a los jóvenes subirse a los caballos usando un taburete. Al escuchar los cascos resonar en el cemento y después en la salida, sobre el hielo, me di cuenta de lo familiar que era para mí ese sonido, ese clap clap que he oído tantísimas veces y que sin embargo siempre me alegra el alma.

El entrenamiento consistía en comenzar desde lo más básico: limpiar los establos. Nos separaron en pares, nos dieron un cepillo, una pala y una carretilla y nos explicaron qué hacer. No tengo que contarte que no tenemos el más mínimo vocabulario en inglés para nombrar las cosas que hay en un establo. Así que entendimos lo que había que hacer por las señas.

Limpiamos los establos donde los caballos habían dormido toda la noche, llenando un par de carretillas de bosta. Yo hice mi trabajo junto con una niña que no tenía más de 16 años y que ya había estado antes en la granja. Le hice algunas preguntas y me respondió con mucha amabilidad, pero casi siempre con monosílabos, así que preferí no hablar mucho más. Había que llevar las carretillas hasta un contenedor donde la bosta se junta en un montón altísimo. El camino hasta allá estaba congelado, literalmente. Así que había que hacer equilibrio con la carretilla y las flamantes botas nuevas para no hacer el ridículo y caerse con bosta y todo en el hielo. Logré mantenerme en pie las dos veces que fui y vine.

Después llenamos de pasto todas las cestas de los establos y las cestas que están afuera, donde los caballos comen cuando no están encerrados. Para esta tarea Cristina me puso a trabajar con tres niñas, todas muy hacendosas, serias y monosilábicas. Al principio traté de meter la mano y ayudar, buscándoles conversación, pero me di cuenta de inmediato de que las dos niñas que se habían tomado el trabajo para ellas solas no querían hablar ni aceptaban interferencias de la viejita del grupo. Así que me limité a sostener la carretilla y a mirar cómo un par de voluntarias rompían la gruesa capa de hielo que se había formado en los bebederos durante la noche, sacaban los bloques helados y llenaban de nuevo las bateas con agua fresca.

El pasto se transporta en unas carretillas altas y cuadradas que, una vez que se vacían llenando los establos, hay que volver a llenar. Aprendimos cómo deshacer un rollo de pasto, de esos que hemos visto tantas veces aquí en los campos. Nos enseñó la única muchacha mayor de veinte años que estaba en el grupo. Mientras hacíamos esa tarea Lyo se nos unió y llenamos dos carretillas con pasto, conversando animadamente con nuestra instructora.

Después barrimos todo el patio que está frente a los establos. Terminamos justo a tiempo porque los caballos comenzaron a llegar del pueblo. Primero llegó uno que se había puesto nervioso con la música que estaban tocando en la plaza. Después llegó otro que nadie había querido montar, no logramos escuchar por qué. Al final fueron llegando todos y los jinetes desmontaron y desensillaron y pudimos ver a todos los caballos comiendo el pasto que les habíamos dejado en los establos. Vimos con más detalle a todos los caballos y nos paramos un rato a saludar a Paco, el caballo más amigable de todos, que según nos dijo la muchacha que lo estaba montando ese día, es el más rebelde y el más desordenado. Dejó que le acariciara el cuello y me olió la cara con su inmensa nariz. Se volvió, por supuesto, mi favorito.

Cuando recogimos las herramientas y las carretillas y dejamos todo en su sitio, nos preguntaron si queríamos desayunar y Lyo dijo inmediatamente que sí. Yo me anoté también. En mi mente pensé que había pedido un sánduche de huevo con tocineta. Pero resultó que, sin darme cuenta, lo que había pedido era uno de tocineta y otro de huevo. La joven encargada de la cocina, que según entendimos era la hija de la dueña de la granja, preparó los sánduches sin mucha ceremonia y quemando generosamente tanto la tocineta como el aceite en el que preparó los huevos. Lyo terminó comiéndose la mitad y más del segundo sánduche que pedí por error. Contentísimo, por supuesto.

Con la barriga llena y el ánimo bien alto por haber podido ver y oler caballos durante toda la mañana, nos despedimos y nos fuimos a Balerno a ver si podíamos llegar al menos al final del mercado en el que habían estado los caballos. Antes de irnos nos anotamos para volver la primera semana de febrero. Así que ya iremos avanzando en el entrenamiento. Nuestra esperanza es que nos enseñen a hacer cada vez más tareas relacionadas directamente con los caballos. Aunque para mí, sólo estar ahí en los establos es más que suficiente.

Llegamos al centro del pueblo cuando casi estaban recogiendo los puestos del mercado. Pero logramos comprar un pan riquísimo que nos dio para desayunar varios días, y un chutney de tomates verdes con el que hicimos una pasta que quedó buenísima. También descubrimos una bebida nueva que he vuelto a prepararme de tarde en tarde para desentumecerme del frío: jugo de manzana caliente, espolvoreado con canela. ¡Una delicia!

Ahora que lo pienso, amiga, tal vez ese es mi lugar en este lado del mundo. En vez de estar inútilmente buscando un espacio donde nadie me ha invitado, lo que debería hacer es ponerme a la orden de gente que necesita sólo de algo de mi tiempo y mi buena voluntad.

Te mando un abrazo voluntarioso,
r

martes, 11 de diciembre de 2012

La pretensión de los epígrafes


Amiga,

Ayer entregué por fin mi último trabajo de este semestre. Lo entregué ya sin ningún ánimo y sin esperanza alguna. Las notas que he recibido no han sido nada alentadoras y he pasado días deprimida por no haber sido capaz de hacer un mejor trabajo. Tenía la tonta esperanza de sacar notas decentes al menos en dos de las seis materias que estoy cursando. Y resulta que estoy pasando con las mínimas notas. Eso me ha hecho repensar la vida entera.

No exagero. He pasado la mayor parte de mi vida en salones de clase, sentada detrás de un pupitre como estudiante o detrás del escritorio como profesora. He recibido toda clase de calificaciones, notas, evaluaciones, la mayoría de ellas bastante por encima de la media. Jamás me ha quedado una materia, nunca fui a un examen de reparación. Ni siquiera en bachillerato donde permanentemente llevaba matemáticas "arrastrando" hasta el último examen, cuando milagrosamente me salvaba de pasar todo agosto estudianto para reparar en septiembre.

He corregido cientos de trabajos, exámenes, proyectos de investigación. He evaluado tesis de maestría y doctorado. He escrito al margen de muchísimos trabajos miles de comentarios de todo tipo. He puesto notas de todos los calibres, algunas de las cuales me parecían estrictas, otras más bien regaladas, la mayoría pensé que eran justas. Con todo esto lo que quiero decir –tal vez reiterar, porque ya lo he dicho antes– es que he estado en los dos bandos de esta máquina de producir gente educada.

Lo que significa que sé cómo funciona. O más bien, creía que sabía. Ahora no estoy tan segura. Llevo una semana pensando por qué esta vez me ha costado tanto dar con la clave de lo que podríamos llamar una buena nota. No hay una sola respuesta, claro. Pero he llegado a la conclusión de que la educación funciona como toda otra institución que tiene sus libros sagrados, sus rituales, sus guardianes y sus sacerdotes. Se trata básicamente de una cultura, de un lenguaje que tienes que saber articular. Y aprender un lenguaje nuevo no es fácil. A veces ni siquiera es deseable.

Yo me había confiado en mi experiencia y pensaba que bastaba con aceitar mis desusados músculos académicos y todo andaría sobre ruedas. Lo que no tomé en cuenta es que mis músculos habían sido entrenados para otro tipo de ejercicio, para seguir con la metáfora deportiva. Y ahora que debo mover otros músculos me ha costado adaptarme. Porque en nuestro sistema se premia la creatividad, la capacidad de ir más allá, de ver otras cosas, de no seguir modelos predeterminados. Al menos así fue durante mis años universitarios, con muy pocas excepciones. Aquí se premia la capacidad de imitar, de no salirse del molde, de no dar sorpresas, de no pasarse-de-listo.

Te pongo un solo ejemplo: los epígrafes. Toda la vida he usado epígrafes. Me gusta encabezar mis trabajos con una frase de alguien más. Es como convocar a una musa, a un ángel tutelar. Lo he hecho en mis cuentos, en mis crónicas, en mis artículos y en mis libros. He usado desde poemas hasta líneas de canciones, desde titulares de prensa hasta cesudas y complicadas frases de filósofos. Los epígrafes son divertidos, evocadores, creativos casi siempre, nunca aburridos.

Pues, amiga, no se me ocurrió nada mejor que usar un epígrafe para mi tratajo de Teoría de la Traducción. Era un epígrafe de lo más bonito. Era la frase preferida de uno de los teóricos más reconocidos de la escuela de los funcionalistas alemanes, un tal Vermeer. Era una frase de Alexander von Humboldt que decía: “Everywhere advances in knowledge are preceded by an anticipatory intuition” –que traducido a la diabla quiere decir algo así como que una intuición premonitoria antecede los avances del saber en todas partes. Yo estaba orgullosísima de mi epígrafe. Tal vez no me sentía muy bien con el resto del ensayo, pero por el epígrafe hubiera roto lanzas, como se decía antes.

Y aquí viene mi total desconcierto. La profesora que corrigió mi trabajo (y aparentemente también el segundo corrector –porque aquí te corrigen dos veces) me hizo una muy constructiva crítica al respecto: me dijo que los epígrafes son pretenciosos. ¡Pretenciosos! ¡¿Pretenciosos los epígrafes?! ¿Me quieres explicar qué significa eso?

Te voy a decir lo que creo después de una semana de darle vueltas al asunto. Creo que sólo un sacerdote que ha perdido el sentido del humor puede decirle a un creyente que su fe absoluta en la belleza de una frase es pretenciosa. Si el templo en el cual estás pidiendo entrada y refugio está hecho de palabras, sólo el amor a las palabras te puede dejar entrar a él. Si el guardián de las puertas es incapaz de ver eso, estamos delante de un profundo y terrible desencuentro. Y el resultado de ese desencuentro es el desmoronamiento de la fe.

¡Están tratando de privarme de la única fe que me queda, amiga!

Esta es sin duda otra cultura y el lenguaje en el que esa cultura habla –no me refiero al idioma, por supuesto– es el lenguaje de la uniformidad. O entras por el aro o te quedas fuera. Los rituales son estrictos y no se puede jugar a cambiarlos. Así que mi propósito para el semestre de tortura que me queda es este: voy a pasar mis materias lo mejor que pueda. Pero en lo que este tiempo de penitencia se termine, le daré la espalda para siempre a ese templo y me iré a ejercer mis rituales a otra parte. Bien lejos. Donde pueda usar muchos epígrafes cada vez que me venga en gana. Y nadie tenga el derecho de decirme que acudir a las musas es una forma de la pretensión.

Te mando un abrazo desconsolado,

r

sábado, 17 de noviembre de 2012

Ciudadanía


Amiga,

Este blog nuestro ha estado cerrado por duelo durante semanas. Me costaba encontrar algo que contarte que no sonara banal en estos días en que la tristeza te rodea. Pero hoy quería dejarte aquí una especie de alegría pequeñita para que la uses cuando estés con ánimo de leer algo que no sea una queja ni una lamentación.

Ayer Lyo se juramentó como ciudadano británico. Lo acompañé a la ceremonia y aunque en principio se suponía que yo no tenía nada más que hacer que estar ahí y tomar las fotos respectivas, terminé involucrándome tanto que me conmoví y lloré a lágrima suelta. Nos reímos mucho después de mis lágrimas, pero en el momento sentí que estaba presenciando un rito trascendental: el momento exacto en el que una nación demuestra su grandeza.

Yo me he quejado mucho del modo como funcionan algunas cosas en este país. Y tú eres mi mejor testigo. Pero si hay un tiempo y un lugar en el que se puede ver claramente por qué este es un país a donde tanta gente viene a establecerse y a vivir para siempre es en esos actos en los que se juramentan los nuevos ciudadanos.

Para empezar, la ceremonia no fue en Edimburgo. Ahí tal vez hubiera sido todo más pomposo y serio. Lyo se juramentó en Bathgate, que es un pueblo un poco más grande y más al oeste que el nuestro. Las juramentaciones se hacen en un flamante centro comunitario nuevo. El espacio mismo nos resultó agradable desde que llegamos. No sólo porque alberga la biblioteca pública, que es para mí uno de los espacios más valiosos de cualquier lugar, sino porque es uno de esos edificios en los que los ventanales –del piso al techo– dejan entrar la luz y mientras estás ahí te sientes al mismo tiempo adentro y afuera.

El lugar tiene también esa atmósfera de familiaridad típica de los espacios públicos en Escocia, que nunca se siente estando en Inglaterra, donde la formalidad es la norma. Aquí nos recibió el mismo jefe del registro civil, con una sonrisa de oreja a oreja, y nos hizo pasar a una salita donde nos explicó cómo iba a suceder todo. Hizo bromas con lo largo del nombre de Lyo y le dio varias instrucciones, antes de ponernos en manos de la funcionaria encargada de toda la logística del asunto y que nos iba a escoltar hasta el lugar del acto.

La sala en la que los inmigrantes se vuelven ciudadanos es la misma que usan para los matrimonios y por eso tiene escrito en la pared del fondo un poema de Burns dedicado al amor. Dicho así, puede parecer medio cursi. Y la verdad es que no ha sido premeditado. Según entendimos, las juramentaciones son bastante nuevas aquí y apenas están comenzando a establecerse como costumbre. Pero si lo piensas, tiene cierta densidad simbólica el hecho de que hayan elegido esa misma sala para casar a la gente y para darle la bienvenida a los nuevos súbditos británicos. A fin de cuentas, se trata de un ritual de compromiso de por vida.

A Lyo lo sentaron junto con los ciudadanos que no iban a jurar por “God Almighty” sino que iban a declarar su lealtad al reino sin mediaciones divinas. Eran cuatro, de un total de trece o catorce. A mí me sentaron junto con los demás familiares en el lado derecho de la sala y en la primera fila, porque faltaba por llegar más de la mitad de la gente. Los nuevos ciudadanos fueron apareciendo a cuentagotas y eso nos permitió verlos uno a uno. La sala terminó siendo un de Arca de Noé de la especie humana: había al menos un representante de cada continente entre aquellos seres que iban a adquirir la nacionalidad británica.

Cuando estuvieron todos juntos, la funcionaria a cargo puso una música escocesa de fondo. No sé qué significa esa música para los locales, pero para mí es sinónimo de fiesta callejera, de jolgorio de multitudes. Me pareció de lo más divertida la ocurrencia. Supongo que es la manera habitual de indicar que la ceremonia está por comenzar y me imagino que deben usar la misma música para las bodas. Pero yo no pude evitar pensar en la inmensa diferencia entre este inicio festivo y folclórico y el modo como seguramente comenzaría un acto de este tipo en la tierruca: ¡con el pavoso himno nacional!

El mismo funcionario que nos había recibido nos dio la bienvenida y a continuación leyó su discurso y una declaración que había preparado su superior, quien debía estar ahí pero no estaba. Los discursos eran muy breves y condensaban la política de inmigración que ha sostenido este país en los últimos años y que afirma que los inmigrantes son un componente fundamental de las comunidades. Cuando el funcionario comenzó a hablar de lo valioso que era el aporte de los inmigrantes yo empecé a moquear y no paré hasta el final. Ni un miserable pañuelo tenía para limpiarme las lágrimas y para colmo estaba en primera fila.

Después vinieron los juramentos. Primero juraron los que se comprometían directamente a cumplir las leyes y a ser fieles a la reina y sus herederos sin mediación divina. Y luego juraron los que necesitaban a Dios como garante de su fidelidad. Ninguno de los dos grupos levantó la mano derecha ni la puso sobre ningún libro sagrado, como en las películas. Simplemente repitieron en coro su compromiso sin más poses ni artilugios. A continuación le dieron a cada uno su certificado de ciudadanía y todos aplaudimos emocionados a los nuevos ciudadanos, como se aplaude en las graduaciones y en las entregas de premios.

La nota divertida la puso el ciudadano más joven de la camada. No tenía más de diez años y fue contentísimo a recibir su certificado como quien recibe un pasaporte al futuro. Su mamá y sus dos hermanos también estaban juramentándose. Los cuatro eran, dentro de esa especial arca de Noé, los representantes de África. Junto con el certificado le daban a cada quien una cajita blanca. Era un bolígrafo de regalo, impreso con el tartán distintivo de West Lothian, nuestro municipio. Eso lo supimos después. Pero el ciudadano más joven lo quiso saber enseguida y sin hacer caso del hecho de que el protocolo no había terminado, le dijo a uno de sus hermanos que le aguantara el papel y se dedicó a destapar la misteriosa caja. Cuando vio lo que tenía adentro se desilusionó visiblemente. Le dio la caja a su mamá y recuperó el papel donde constaba que de ahora en adelante era un ciudadano de este país. Ya sabía que aquel papel era lo más importante.

La ceremonia terminó con té y dulcitos, mientras cada familia se tomaba su respectiva serie de fotos con las banderas y el retrato de la reina que presidía discreto el evento desde la pared del fondo. Nos tomamos nuestras fotos y comimos dulcitos con té, conversando con los funcionarios y sonriéndole a los flamantes nuevos ciudadanos. Cuando salimos estaba cayendo la misma llovizna menuda de cuando entramos, así que caminamos muy rápido hasta el carro. Pero en el camino íbamos comentando lo bien que nos había parecido todo. Lyo estaba feliz porque se había juramentado en un grupo tan diverso y porque todo había sido informal y alegre.

Ya en el carro, traté de explicarle por qué me había largado a llorar. No pude, amiga. Últimamente lloro por todo, esa es la verdad. Pero lo que creo que me desató el llanto esta vez fue la dimensión del acto que estaba presenciando. Porque no se trata sólo del ritual de cambiar de nacionalidad, o de agregar una más a la que ya tienes, que es en realidad el caso. De lo que se trata es de sentirte bienvenido en un lugar que, si a ver vamos, no tendría por qué acogerte con ese nivel de compromiso y de entusiasmo. Eso es lo que creo que me conmovió más. La idea de que mientras tu país te expulsa, y te echa en cara que si te vas ya no tienes derecho a volver ni a reclamar tu pertenencia, este país te considera un miembro valioso de la comunidad, te anima a participar, a formar parte, a integrarte.

Dos veces repitió el funcionario esa idea central para toda democracia: queremos asegurarnos de que su voz se escuche; es importante que ustedes hagan oír su voz por todos los canales posibles. Esa idea fue la que más sentí. No sólo porque al hacerte ciudadano de este país te ganas ese derecho, sino porque es un derecho que hemos perdido en la tierruca hace ya tanto tiempo. Y en ese contraste está justamente la diferencia crucial entre un país construido con el esfuerzo de todos y un país que sólo pone empeño en silenciar, acallar, echar a un lado a quienes no piensan lo mismo que sus gobernantes.

Regresamos a casa no sólo con un trámite hecho y un papel más. Volvimos con una especie de alegría en el alma. Porque una vez más nos sentimos bienvenidos en esta tierra a la que ya no nos queda otra que pertenecer. El año que viene volveremos a hacer todo de nuevo, si es que este reino me acepta entre sus súbditos cuando haga mi solicitud. Pero a través de Lyo he vivido ya la experiencia vicaria de quienes adquieren la nacionalidad británica. Y esa es la alegría que quería compartir hoy contigo. La alegría pequeñita de sentir que, a pesar de todo, tal vez estemos ya para siempre en el lugar correcto.

Te mando un abrazo con música de gaitas,

r

martes, 23 de octubre de 2012

Semana siete


Amiga,

Sólo unas líneas para contarte que sigo aquí, que te recuerdo cada vez que camino por los pasillos de la universidad. Si estudiáramos juntas, como hace siglos, entre una clase y otra nos tomaríamos un café y nos fumaríamos un cigarro (aunque yo ya ni fumo). Nos sentaríamos a quejarnos juntas del mundo y del clima. Nos dedicaríamos a planear lo que viene, sin miedo al futuro.

Y te contaría que estoy con gripe y que en esta, mi semana siete, estamos en lo que aquí llaman “reading week”. Se supone que es la semana que debemos usar para ponernos al día en lo que dejamos pendiente de leer en las primeras seis semanas. Pero el objetivo real es darnos tiempo para adelantar los trabajos finales que tenemos que entregar en menos de un mes. Son sólo dos trabajos de sólo mil palabras cada uno. Nada que ver con las cincuenta páginas que había que escribir en la maestría de la USB, por ejemplo. Pero, claro, hay que escribirlos en inglés y en ese punto la brevedad no ayuda. Más bien complica las cosas.

Así que aquí estoy sentada escribiéndote, postergando el trabajo que tengo pendiente. Buscando excusas para no sentarme a escribir las dos mil palabras que me esperan a la vuelta de la esquina. Y con gripe, amiga. Que es como decir con la mente nublada. Tan nublada que ayer en la mañana escribí un poema bobo que no puedo resistirme a copiarte aquí:

Si después del té cargado de la primera hora
miras por la ventana y sólo ves
la blanca, espesa nada de la niebla
no pienses en el sol
no pidas claridad ni azul de cielo
y deja que el horizonte permanezca disuelto
junto al sueño impertinente de volver.

Ya sé. No soy poeta. Pero a veces me da por juntar frases bobas. Y cuando estoy con gripe me doy menos cuenta de que hago el ridículo...

Te mando un abrazo estornudado,
r

martes, 9 de octubre de 2012

Distancia



Amiga,

He perdido la cuenta de las veces que me he despedido de mi país. Pero esta vez, por alguna razón, esta distancia que veo crecer se siente de verdad como un duelo. Ayer amanecí confundida y desilusionada, pero sobre todo triste.

Puedo armar todos los razonamientos lógicos que sean necesarios para entender lo que ha pasado en Venezuela este domingo. Puedo intentar comprender o puedo negarme a ver la situación tal como es. Y, aun así, la tristeza sigue ahí, terca, muda, sin pausa.

Y es sobre todo la tristeza de la distancia. He dejado de pertenecer y por eso el destierro se me ha hecho más ancho y más hondo. Quienes piensan que sólo podemos llamar exilio a una penalización irreversible que nos impide legalmente volver a nuestro lugar de origen, deberían considerar el peso que produce la tristeza y la desilusión.

Es verdad, nadie va a detenernos en Maiquetía. Nadie nos va a impedir, físicamente, volver. Pero ¿a qué espacio nos es permitido volver? ¿cuál es el país que nos espera si volvemos? Más aún, ¿qué sentido tiene ya pensar en el regreso?

Hay muchas maneras de producir diásporas y hay muchas maneras de castigar a quien se va. Los venezolanos que estamos dispersos por el mundo nos sentimos hoy doblemente expulsados. Sabemos que regresar, incluso de visita, se nos ha vuelto cada vez más cuesta arriba. Y la esperanza que nos habíamos permitido mantener hasta ahora acaba de disolverse.

No tengo ganas de ser optimista, amiga. No veo cómo.

Te mando un abrazo cada vez más distante,
r


jueves, 4 de octubre de 2012

Ocho años



Amiga,

Hoy, como todos los 4 de octubre, antes de desayunar prendí una vela frente al retrato de Rebeca. Hace ocho años ya. Pero yo sigo recordando a mi hermana todos los días y me sigue pareciendo injusta su muerte antes de tiempo. Mientras la vela se consume frente al retrato de mi hermana ausente imagino las reacciones que hubiera tenido, sus miedos y alegrías. Es mi manera de mantenerla viva dentro de mí. La única vida después de la muerte en la que soy capaz de creer.

Hoy quise imaginar cómo hubiera sido conversar con mi hermana en estos días en los que todos estamos tan pendientes de lo que está pasando en Venezuela. Estoy segura de que me hubiera hablado con entusiasmo de las elecciones del domingo. Me imagino que me hubiera contado todas las novedades con la misma emoción y el mismo susto en el estómago con el que estamos todos ante la posibilidad real de un cambio en el país.

También hubiéramos comentado lo bien que le va a Patricia en Madrid, los estudios de Raúl, alguna anécdota de mi papá, la construcción de la casa de mi mamá, los gorros y bufandas que está tejiendo Ruth, lo bien que le va a Renée en su negocio. Creo que se hubiera reído mucho de los cuentos de Nicolás, que decidió de pronto volver a hablar español al cumplir siete años, me habría comentado lo altísima que está Andrea y se habría conmovido con el diente que le sacaron a Daniela, pobrecita. Hubiéramos hablado de la buena noticia de que Alexandra va a votar en representación de la familia desterrada. Y nos haría sentir muy orgullosas que Ricardo está decidido a votar por Obama.

Supongo que le hubiera contado largo sobre la maestría que estoy haciendo, le hubiera contado que me voy adaptando, aunque me cuesta volver al salón de clases después de tanto tiempo. Y ella me hubiera dicho que por fin se volvió a inscribir en el curso de inglés, porque esta vez sí que va a aprender a hablar ese idioma terco que tantas veces ha querido estudiar...

Y así, amiga, he pasado la mañana imaginando lo que hubiera conversado en estos días con Rebeca, cumpliendo con mi particular ritual de remembranza, para que mi hermana no se vaya del todo.

Te mando un abrazo en duelo,
r


miércoles, 3 de octubre de 2012

Cuatro semanas


Amiga,

Te debo tantos cuentos que ya no sé por dónde empezar. Estoy ya en mi cuarta semana de clases y la adaptación a las rutinas ajenas me ha descompuesto todos mis tiempos. Había imaginado que convertiría esta experiencia de estudiar la maestría en un ejercicio de escritura dividido en doce semanas por semestre, en las que contaría mis experiencias como iban sucediendo y así cumpliría con mi cuota imaginaria de textos por mes: cada semana un texto, cuatro entradas por mes, ¡listo!

Pero está claro que no ha sido así. La experiencia de haber dado clases por casi veinte años no te prepara para recibirlas. Incluso estoy empezando a pensar que más bien es una desventaja, porque estás siempre parada como en el medio del camino, ni aquí ni allá, ni en el lado del emisor ni en el lado del receptor. De todos modos, bien pensado, ese es precisamente el lugar del desterrado. Así que amiga, esta experiencia de estudiar me ha revelado un nuevo lado del destierro: el destierro del púlpito, me atreveré a llamarlo.

Pasé tanto tiempo en la tarima, por así decirlo, que ahora que estoy en el pupitre, y no detrás del escritorio, me ha costado encontrar la actitud correcta o más adecuada a las circunstancias. Si una clase va muy rápido, quiero intervenir para detenerla. Si siento que me aburro a mares porque los largos silencios y la exposición en cámara lenta me dan sueño, quiero intervenir para acelerar el ritmo. Y así... Pero ya voy aprendiendo que esa no es mi función y que debo adoptar un rol más pasivo, lo que no es fácil para mí, por supuesto.

Así que, de algún modo, estoy retomando este blog nuestro para ejercer aquí mi necesidad de intervenir de la manera que más me gusta: haciendo crítica. Como bien sabes, no se me da eso de andar pasivamente por la vida sin por lo menos quejarme un poco. Durante la primera semana de clase me quejé, básicamente, de que me trataran como una delincuente, amenazándome con la policía si me desaparecía por más de dos semanas (hay muchos extranjeros aquí con visa de estudiantes y parece que la universidad ha asumido el papel de monitorear a esos seres que pueden potencialmente escaparse y quedarse en el país ilegalmente) o con terribles consecuencias si se me ocurría plagiar algún texto en algún trabajo parcial o final.

Esto creo que merece un párrafo aparte. Según parece, el problema del plagio es tan extendido y complicado que las universidades han desarrollado aquí un sistema de búsqueda que procesa todo texto que se entrega como trabajo de clase y este sistema determina qué textos has sacado de dónde. Cuando uno le entrega un trabajo a un profesor tiene que pasarlo por esta especie de filtro que mide tus niveles de “originalidad” y –hay que suponer– le avisa al docente si tu texto es o no viable como un discurso que te pertenece. Me parece de lo más ingenioso todo el asunto. Lo que me molesta bastante es que te lo reiteren una y otra vez, hasta el punto de que el asunto se convierte en una especie de advertencia con tintes de amenaza.

En la segunda semana me quejé de que los profesores que no nos dan materias puramente prácticas comenzaban cada clase advirtiéndonos que la teoría era difícil, pero que al final entenderíamos por qué es importante. Como sabes, no soy fanática de la teoría por la teoría misma, porque creo que la teoría –en cualquier área, pero sobre todo en las ciencias sociales– debe cumplir una función práctica, ayudarte a pensar y a resolver problemas. Pero estoy muy lejos de creer que la mejor manera de acercarse a la teoría sea asustanto la gente de entrada –¡es difícil! ¡es tan difícil!– para luego disolver en pequeñas pastillitas una serie bastante compleja de razonamientos y terminar afirmando que en realidad el lobo no es tan fiero como lo pintan.

En la tercera semana dejé de quejarme y me dediqué más bien a poner manos a la obra. Tuve que hacer varias traducciones al español y al inglés que me llevaron una inmensa cantidad de tiempo y me hicieron pensar que en realidad no sirvo para esta extraña profesión de andar cambiando textos de un idioma a otro. Se trataba de textos legales, médicos, o empresariales... nada que ver con mis más elementales intereses. Tal vez por eso me costó tanto y me sentí perdida y francamente desalentada. Lo que empeoró cuando hicimos en clases las correcciones de los respectivos textos. Un desastre, amiga. Llegué a dudar hasta de mi capacidad de construir una frase decente en mi propia lengua materna!!

Para completar, el sábado pasado asistí a una charla que se suponía que iba a ser para informarnos sobre el aspecto práctico de lo que aquí se llama liaison –es decir, interpretación pública– y que tiene que ver con el trabajo de interpretar para entes gubernamentales, tribunales, hospitales, etc. Es una de las materias más interesantes que estoy viendo y un área de trabajo que realmente me interesa. Así que me anoté en algo que se anunciaba como un “workshop”, lo que aquí y en todas partes debería entenderse como taller: es decir, una actividad concebida con el énfasis en el diálogo y la puesta en común de experiencias (algo de lo que tú sabes mucho más que yo).

Pues resultó que la tal actividad no era otra cosa que la conferencia de la directora de una empresa que no sólo le estaba haciendo propaganda a su negocio, sino que además andaba reclutando gente y convenciendo a los incautos estudiantes que fueron a escucharla de que esa agencia era mejor que todas las demás que están por ahí tratando de hacer lo mismo. Pasé todo el sábado furiosa porque me sentí engañada. Y, todo hay que decirlo, pagué la furia con mi amor de la vida que no tenía ni arte ni parte.

Pero es que uno tiende a pensar que el espacio académico debería garantizar una especie de juego limpio. Si se invita a la comunidad universitaria a una actividad académica, no hay por qué sospechar que se trata en realidad de una actividad mercantil. Y justo ahí me di cuenta de las implicaciones de estar estudiando una maestría en traducción en una escuela de administración de empresas. Tengo la impresión de que quienes enfocan sus intereses hacia los negocios no parecen comprender el límite en el que termina lo académico y comienza lo mercantil, o para decirlo con todas sus letras, la propaganda corporativa.

En esta cuarta semana en la que estoy ahora han sucedido dos cosas al mismo tiempo. Por un lado, me estoy acostumbrando ya a las rutinas de cada día y creo estar organizándome de manera que las actividades ya no me agobien (por eso me he hecho este tiempo para ponerme al día con este blog nuestro); por otro, me estoy enfocando en lo positivo que puedo sacar de esta experiencia. Lo que, en mi caso, no es fácil, por supuesto. Pero en eso ando, tratando de ver la luz más allá del túnel, el vaso medio lleno, el queso a la tostada, esas cosas que la gente optimista hace para echar palante.

Si tuviera que hacer una lista de las cosas en las que estoy intentando concentrarme, en los primeros lugares de esa lista estaría la gente, la cantidad de gente de todas partes con la que estoy compartiendo mi día a día. Lo otro positivo sería el descubrimiento de que, a pesar del arranque un poco chirriante, mi músculo académico sigue funcionando y sigo siendo capaz de aprender. Y, finalmente, creo que esta experiencia me ha hecho integrarme más al lugar en el que estoy. Me he sorprendido a mí misma en estos días diciéndole a estudiantes que están de paso que yo vivo aquí y que no voy a regresar a mi país. Y lo he dicho con la naturalidad con que se enuncian hechos cumplidos.

A veces formular en voz alta la situación en la que estás termina de definir lo que eres y en estos días me he dado cuenta, como nunca antes, de mi situación de expatriada. A veces me asusta. Pero la mayoría de las veces me conformo. Cuando estás en medio de una comunidad que viene de todas partes y no pertenece a ninguna descubres que no estás sola, que la errancia es también una condición posible y que no tiene que ser doloroso no pertenecer.

Aquí está pues el resumen de mis primeras cuatro semanas como estudiante reincidente. Ojalá tenga tiempo de hablar de otras cosas en los próximos meses, porque si no, este blog nuestro se va a volver aburridísimo y hasta yo misma lo voy a abandonar...

Te mando un abrazo sin traducción,
r

jueves, 30 de agosto de 2012

Estilo y contenido



Amiga,
Estuve dos semanas asistiendo al Festival de Libros de Edimburgo. Vi y escuché a mis dos autoras escocesas favoritas: AL Kennedy y Ali Smith. Escuché el monólogo ensimismado de Joyce Carol Oates, hablando sobre su última novela Mudwoman. Asistí a la charla de Junot Díaz sobre su último libro de cuentos y –acompañada por Lyo– escuchamos a Andrés Neuman leer un par de páginas de la traducción al inglés de El viajero del siglo y hablar sobre cómo escribió la novela y por qué.
Ha sido un lujo asistir a todos esos eventos. Me he permitido comportarme como una fan. Le dije a AL Kennedy que me encantaban sus cuentos y que quería traducirlos al español, mientras le pedía que me firmara uno de sus libros. A Junot Díaz le comenté que éramos medio paisanos, le pedí al despedirme que me dejara darle un beso, y me fui de lo más contenta con mi edición firmada de La maravillosa y breve vida de Oscar Wao. Hablamos con Neuman en español y nos contó de su próxima novela, que sale en un mes.
Se me había ocurrido escribir una entrada larga contándote los detalles de cada charla y hasta había tomado notas en mi iPod para no olvidar algunos datos. Pero ahora que me siento a escribir la verdad es que creo que lo único que realmente quiero hacer es traducir, al menos una parte, de la charla que dio Ali Smith y que creo que dice mucho más del evento que cualquier otra cosa que yo pueda decir.
Pero antes creo que debo anotar al menos cuatro líneas sobre el contexto en el que se produce esta charla. En 1962, mi año de nacimiento, se realizó en Edimburgo una conferencia mundial de escritores. En aquella conferencia –que duró una semana y fue reseñada por toda la prensa europea– se tocaron varios temas que parecían condensar los debates literarios del momento: censura, compromiso político, nacionalismo, estilo y contenido. Cincuenta años después, los organizadores de la feria del libro reunieron a varios escritores para debatir los mismos temas.
Ali Smith hizo una relectura del tema “Estilo versus Contenido”. Esa fue la conferencia que escuché, leída a la velocidad del rayo frente a un frasco casi vacío de peptobismol, que Smith aseguró que era lo único que le había permitido estar ahí presente y mantenerse en pie. La conferencia fue publicada en The Guardian y por eso pude releerla y entender realmente cada una de sus implicaciones. Aquí te traduzco el texto con algunos saltos. Aunque quité algunos ejemplos que utilizó a lo largo de su propuesta, creo que lo que he dejado permite captar la posición de la autora con respecto a esa falsa distinción entre la forma y el fondo, lo que se dice y el modo como se dice.
El texto comienza con una declaración de Paulo Coelho hablando del daño que le ha hecho a la literatura el “estilo puro”, es decir, “sin contenido” de James Joyce en Ulises (¡!). Smith imagina un ring de boxeo en el que se encuentran Joyce en un extremo y Coelho en el otro, y las primeras palabras de su charla son “Pelea, pelea, pelea” –o tal vez “Pelear, pelear, pelear”. El enfrentamiento ficcional se repite varias veces a lo largo del texto y luego se retoma al final. Aquí va entonces un fragmento del texto, que traduzco in media res:
Nada es perjudicial para la literatura, excepto la censura, y ni siquiera la censura evita que la literatura vaya para donde le dé la gana, porque la literatura tiene sus maneras de superar cualquier cosa que intente detenerla, y además logra crecer en el intento. Me importa poco si todo el mundo o nadie lee el Ulises o si nadie o todo el mundo lee las cincuenta sombras de Coelho. (Risas!) Hay espacio suficiente en el mundo para todos nosotros. Somos enormes. Contenemos multitudes. Una buena discusión, como un buen diálogo, es una prueba de vida, pero yo siempre voy a preferir irme a leer un libro. Y como me gusta el estilo, es bastante probable que el libro sea Ulises. Tal vez el capítulo de los cíclopes, en el que hay una fusión de pugilismo con las parodias de diferentes estilos de escritura a lo largo de los siglos, en el que se describe una pelea entre los colonizados irlandeses y los colonizadores ingleses; es el capítulo en el que Bloom, hablando en su propio estilo defectuoso sobre cosas insignificantes –violencia, historia, odio, amor, vida– se enfrenta a un grupo de escandalosos y a un legendario fanático tuerto.
O tal vez leería a una de las escritoras más originales entre los que escriben en este momento en inglés, Nicola Barker. Abriría Clear: A Transparent Novel, un libro escrito cien años después del Ulises de Joyce. ¿De qué se trata? Ostensiblemente habla de la realidad, de un hecho real: se trata del ilusionista David Blaine y de cómo sobrevivió por 44 días en el 2003, sin comer nada y encerrado en una caja transparente sobre el Támesis. Pero desde la primera página esta novela, hecha toda de transparencias y engaños, es una disección de todas las vanidades, las seducciones, las cosas que buscamos en los libros y en el arte y en la cultura. Como Ulises, es también un discurso sobre el heroísmo. Su narrador es uno de esos vastos personajes de Barker, atroces y gloriosos, y de todo lo que se le ocurre hablar, cuando comienza su discurso, es prosa. Precisamente a lo que se refiere es a otro libro, la novela Shane, de Jack Schaefer, “Una novela clásica del oeste americano”:
Estaba pensando en lo increíblemente precisas que eran esas primeras líneas, y lo sorprendentemente fáciles que parecían; el estilo de Schaefer (su –ejem– “voz”) de un tono comedido tan envidiable, su “visión” (si es que me atrevo a usar esta palabra tan pronto) tan absolutamente inquebrantable.
Yo sí que tengo unas bolas bien puestas”/ “Tengo unas grandes bolas, ¿me oyen? Tengo unas buenas bolas y me encantan y no tengo nada más que probar” ...cuando tienes unas bolas de ese tamaño, automáticamente desarrollas una forma extraña de autoridad moral ...una certeza intelectual especial, que es muy, pero muy seductora...
Entonces el narrador explica el poder que tienen sobre nosotros los estilos literarios que amamos:
Yo me vuelvo arcilla –literalmente moldeable– en las manos de Schaefer ...Ser manipulado, guiado, manejado de una manera tan magistral. Es simplemente... yo estoy... yo soy increíblemente feliz al ser parte de ese proceso.
La escritura de Barker es una fuerza del siglo XXI, enérgica, juguetona, llena de detalles intrascententes, de grandilocuencia, de frases enfáticas y atrevimiento formal, y –como sucede en todos los procesos literarios– no todos los lectores están de acuerdo en formar parte, aunque muchos lo hacen. ¿Llamaré bolas a lo que Barker muestra? No creo, pero sí quiero enfatizar las posibilidades de procreación. Para describirlo utilizaría algo menos relacionado con el género. ¿Goce? No, todavía suena demasiado a género. ¿Fuerza vital? Ciertamente tiene un rugido de vida. Vamos a llamarlo simplemente estilo.
Segundo Punto: El estilo como más de una cosa a la vez
La multivocalidad de Barker es un despliegue de una sola de las versatilidades propias del estilo literario. En ese inicio podemos ver al mismo tiempo el engreimiento y la vulnerabilidad del personaje, su incapacidad de ver la ironía que el texto construye a costa suya. Además tenemos el diálogo, la seducción, el modo como dejamos que algo nos reconstruya sin ofrecer resistencia. Hay una reflexión sobre el territorio y el papel de los pioneros e incluso sobre la autoridad moral. Y al mismo tiempo hay un minado de todo eso; la autoridad del estilo desmantela la autoridad, la revela como un asunto de machos.
Gore Vidal decía que “El estilo es saber quién eres, lo que quieres decir, y no pararle bolas a nada más”. Entonces ¿hay algo que condenar en el estilo? ¿Algo de jactancia, de desafío, el desafío de la individualidad? ¿Hay, además, un modo en el que algunos escritores usan el estilo como marca de existencia? ¿una prueba de que hemos estado aquí? Pero un estilo que funciona bien es poderoso, aunque sea optimista o escandaloso o discreto. La existencia del estilo es un asunto de precisión verbal, nada más. ¿Y qué tiene que ver exactamente la felicidad con el proceso?
Punto 3: Estilo como contenido
Es la discusión más fácil del mundo, y una de las más engañosas: estilo versus contenido. La noción común de lo que es el estilo literario, especialmente del estilo que llama la atención sobre sí mismo, es que se trata de algo que está en el exterior, un asunto de apariencias, una cosa superficial; una cosa fraudulenta, no la cosa real. Es lo que nos impide ver lo que está tratando de decirse incluso en el momento de decirlo.
Pero todo lo escrito tiene estilo. La lista de ingredientes que aparece en una caja de Cornflakes tiene un estilo. Y todo lo literario tiene estilo literario. Y el estilo forma parte de cualquier obra. El modo como algo se dice es lo que se dice. Una historia es su estilo. Un estilo es su historia, y las historias –como las cebollas, como la tierra en que vivimos, como el estilo– tienen capas, son construcciones estratificadas. En ningún caso el estilo carece de contenido. Esto se debe a que cuando se juntan unas palabras con otras se produce el estilo, y nunca hay allí una falta de algún tipo de estilo. De otra manera podríamos, por ejemplo, echar a la basura una de las más recientes traducciones de Madame Bovary, hecha por Lydia Davis (quien investigó todas las versiones hechas por Flaubert y tomó en cuenta los textos que el autor tachó de un borrador a otro, para reconstruir los elementos metafóricos y líricos de la novela), y simplemente pasar el texto a través del traductor de Google.
El estilo no es el fantasma en la máquina, es la vida que impugna a la máquina. No hay nada fantasmal en el estilo. Está vivo y es humano. Es más, el estilo prueba no sólo la existencia humana individual, sino también la existencia de la comunidad.
Leer un libro es un acto al mismo tiempo individual y social, y esa es la razón por la que el tema de qué tanto debemos comprometernos en la lectura es un asunto tan sugerente e interesante (¿lees para escapar? ¿para pensar, para aprender, para comprender? ¿o para que te entretengan?). Porque puede que no te guste un estilo. Puede que no sea tu estilo. Pero ese es un asunto importante, precisamente el que evidencia el poder del estilo. Lo único que un estilo literario no puede ser es indiferente; es por eso que es un poderoso removedor de pasiones y gustos, furia y discusión. Por eso es que realmente nos preocupa. Es por eso que un estilo que no nos gusta se puede sentir como una afrenta personal.
Y el estilo es tan versátil que puede contener todas las contradicciones al mismo tiempo. Estoy pensando en una novela como Beast of No Nation, de Uzodinma Iweala, o en el libro de Helen Oyeyemi, The Icarus Girl, historias de terrible violencia contadas desde la inocencia de los niños; o novelas como Slaughterhouse 5, de Kurt Vonnegut, o Catch 22, de Joseph Heller, que echan luz sobre horribles hechos históricos como si fueran entretenimientos cómicos. El estilo puede hacer muchas cosas al mismo tiempo y de hecho lo hace. Puede ser irónico, ambiguo, desafiante, cuestionador, caprichoso. Puede que no sea agradable a la vista. No tiene que serlo. No todo es simple.
(...)
El estilo es químico y reactivo, y abrumador y emocionante. Puede ir a donde quiera y hacer lo que quiera.
Punto 7: El estilo como realidad
Lo que el estilo hace y a dónde va, es siempre revelador. Naturalmente, algunos escritores son más atentos con el lenguaje y la estructura que otros, y algunos quieren que esto se note más que otros. Pero el estilo no es el lenguaje, es mucho más que eso. El estilo no es la voz. El estilo no es la forma. Ni estilística ni parataxis ni ritmo ni metáfora. El estilo es lo que sucede cuando la voz y la forma se encuentran y se fusionan para formar algo que es más que ambas cosas.
(...)
Una de las cosas más emocionantes que tiene la novela es que su forma es tradicionalmente revolucionaria. (...) Pero las estructuras de lo que hacemos están inevitablemente vinculadas a las estructuras de nuestra cultura, al modo como estamos viviendo, al modo como estamos pensando. La habilidad de percibir y cuestionar e incluso de alterar la estructura de las cosas está relacionada con asuntos como la revelación, el cuestionamiento y el cambio en nuestras formas artísticas. Es posible impregnarse de moda, como si fuera un perfume. Pero el estilo es integral. Es el modo como las cosas huelen en realidad.
Punto 153: El estilo como implemento, adorno, cepillo de dientes, protector, madre, arte, amor
La palabra estilo viene, en su forma inglesa, del latin stilus, que era la palabra con la que se nombraba un instrumento para escribir, posiblemente mezclada con la palabra griega stylos, con la que se nombraba una columna que sostenía o adornaba una estructura o un lugar.
Un estilista era un asceta que vivía, por razones religiosas casi siempre, encaramado en lo alto de una columna día tras día. Es difícil mantener el balance en toda una novela, mantener su verticalidad, en medio de todas esas sillas y tazas y cepillos de dientes, encima de una columna (tal vez, entre todos los novelistas, solamente Virginia Woolf podía mantener un pie en tierra). Pero ahí está TS Eliot, allá arriba, con su largo abrigo negro entonando Cuatro cuartetos para nuestro bien. “Los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad”.
La palabra “contenido” –en inglés, content– significa tanto lo que es contenido como lo que está contento, una forma de felicidad cercana a la calma. ¿Están vinculadas la felicidad y la contención? Pregúntenle a cualquier niño. El estilo es también un modo estético de contener algo y eso nos permite tanto la distancia como la cercanía de eso que es contenido. Es algo que nos protege contra las cosas más obscuras tanto como nos sostiene frente a la desechable superficialidad de la vida.
El estilo es también algo que nos desconcierta, porque el arte es tanto una manera de contenernos como una forma de abrirnos hacia afuera. (...) El estilo nos da –¿cómo llamarlo?– una especie de gracia, supongo. Pero cualquiera que lo lea puede darse cuenta de que una crítica del estilo no solamente protege, sino que también revela, permitiendo la aparición intacta, sana y salva, de todo lo que no se puede decir, de las respuestas más primarias.
Ahora voy a citar el texto de Alain Badiou, In Praise of Love –Elogio del amor– porque creo que lo que allí dice sobre el amor puede ser también una definición en progreso de los poderes y dones del estilo literario.
En el nivel más básico, la gente enamorada confía más en las diferencias en lugar de cuidarse de ellas. Los reaccionarios siempre sospechan de las diferencias a nombre de la identidad ...pero si queremos, por el contrario, abrirnos a las diferencias y a sus implicaciones, de manera que el colectivo pueda estar constituido por el mundo entero, entonces la defensa del amor se vuelve un punto que es necesario practicar. El culto identitario de la repetición debe ser desafiado por el amor a lo que es distinto, único, irrepetible, inestable y extraño.

Punto 7.000.000.000: ¿cómo debe enfrentarse el novelista a la novela?

Con ingenuidad. Con humildad. Con un martillo. Con energía. Con erudición. Con inocencia. Tradicionalmente, anárquicamente, con espíritu de aventura, fragmentado, completo, cualquier adverbio que quieran, pero siempre con un ojo puesto en lo que la historia pide, porque eso es más que suficiente. La historia se encargará de dictar el estilo. (Y de todos modos no vas a necesitar los adverbios, táchalos todos cuando estés corrigiendo).

Le pregunté a dos escritoras más jóvenes que yo, cuyo trabajo es muy diferente entre sí, cómo pensaban que debíamos aproximarnos a la novela. Kamila Shamsie me dijo: “Con atrevimiento, y con cierto miedo en el corazón.” Esto me recordó a Charlie Chaplin en El Circo, encerrado por error en una jaula con un león dormido. Se acerca mucho al modo como uno se siente cuando escribe una novela. Eres valiente, o más vale que lo seas, y eres un idiota. Hay que andar con cuidado. Le mandé un mensaje de texto a Helen Oyeyemi. ¿Cómo debería el novelista acercarse a la novela? Me respondió: “Con valentía y vigor y flexibilidad, creo.” Entonces su mensaje de texto decía: “¿Tú que piensas?” Sí, se trata siempre de un diálogo.

Y se trata claramente de un asunto de valentía. Oh! Pero es sólo una novela, como asegura Jane Austen en el capítulo cinco de La abadía de Northanger, el más postmoderno de sus trabajos, en el que nos dice lo que la novela puede hacer, con ese tono que combina de manera encantadora la indiferencia con una modestia al mismo tiempo real y fingida. El mejor lenguaje que se pueda elegir = los máximos poderes de la mente, el saber más exhaustivo, la naturaleza humana, la intensidad de la vida, la elocuencia, el humor, el mundo.

El mundo, en una novela, en un tweet, en un grano de arena. (...)

Pelear, pelear, pelear. El lenguaje siempre está dispuesto. Es una pelea por la vida. Todo lo que necesitamos hacer, lectores y escritores, desde la primera línea hasta la última página, es ser tan abiertos como un libro, y vivir la vida que hay en el lenguaje, en todos sus niveles. Entonces el estilo, como de costumbre, hará lo que sabe hacer mejor. Entonces ustedes y yo y todos nosotros (todos los siete billones de nosotros que estamos aquí y ahora en el mundo, sin olvidar a toda la gente del futuro y el pasado), con todas nuestras individualidades, con todas nuestras luchas, con todos nuestros modos de expresión, nos encontraremos, de una manera y de otra, cuando de trata de la novela, contenidos y contentos."

Hasta aquí mi defectuosa traducción de la brillante intervención de Ali Smith en la Conferencia de Escritores de Edimburgo.

Espero que te haya parecido tan interesante como a mí.

Te mando un abrazo estilizado y contenido,
r

martes, 21 de agosto de 2012

Fuera de la jungla

Amiga,

Te escribo hoy desde la perplejidad, desde el asombro, desde una forma del pavor. En apenas un poco más de un mes he estado en el punto más débil de una línea quebrada pero ascendente que me voy a atrever a llamar la cadena alimenticia del mundo académico, copiándome una idea que escuché en estos días en el Festival Internacional del Libro de Edimburgo. Las cadenas alimenticias se caracterizan por mostrar, de la manera más gráfica, la ley de la supervivencia del más fuerte. Y también la crueldad, a veces gratuita, que marca las relaciones entre los seres vivos.

El pez grande se come al pez chico. Todo ser vivo está ubicado en una pirámide que lo convierte en alimento de otro ser más fuerte, mejor dotado o con mayores recursos. Los animales más débiles aprenden a escapar de sus enemigos naturales y desarrollan estrategias que les permiten adaptarse, reproducirse y sobrevivir. En la jungla académica se cumplen todas y cada una de estas leyes. La única diferencia con el mundo natural es que en la academia todo el que entra comienza en el extremo de los invertebrados y aspira a terminar obteniendo la parte del león. Todos son, potencialmente, corredores en una competencia que los llevará de un extremo al otro.

Cuando estás en el lado más débil de la cadena, sabes que cualquier paso en falso podría producir una catástrofe que te cueste tu misma supervivencia en la jungla. Cuando has superado todas las pruebas y puedes decir que has llegado a la cima –al llegar, por ejemplo, a profesor titular– sabes que ningún pez grande puede ya comerte. Pero nunca te olvidas que estás rodeada de fieras. Y por eso, cuando merodeas por la jungla sin un signo claro que muestre tu estatus, tienes que comportarte como la liebre más pequeña, que sabe que no se puede descuidar ni un segundo.

Las instituciones te dan seguridad, estabilidad, refugio. Si tienes un título y un puesto dentro de una institución estás protegida y la jungla parece lejana. Pero si renuncias a ese beneficio y te atreves a producir, desde fuera de ese refugio, los mismos objetos que producen los que hasta ayer eran tus colegas, te expones –como la liebre libre– a todo tipo de ataques, amenazas, zarpazos y expulsiones. Tu trayectoria desaparece de pronto y el trabajo inmenso que te llevó pasar de un extremo a otro de la cadena alimenticia se disuelve.

Por eso, supongo, me he visto expuesta, en medio de la jungla, a los ataques más insólitos. Ni siquiera cuando era estudiante, que se supone que es el grado cero de la carrera académica, tuve que defenderme de ataques tan injustificados. No creo que deba contarte aquí los detalles, pero no puedo evitar dejar constancia de mi desconcierto, de mi perplejidad, de mi profunda desilusión con el mundo académico. No encuentro justificación alguna que me permita comprender por qué los seres más educados del planeta –si es que asumimos que la acumulación de títulos es sinónimo de educación– se comportan a veces como las personas más insensibles, irrespetuosas y soberbias.

Y en estos días en que me he sentido otra vez en el escalón más bajo de la cadena alimenticia, me he dado cuenta de que no es que quiero volver a estar al lado del león. Es que quiero estar total y completamente fuera de esa jungla. Seguramente me voy a meter en una selva más intrincada. No importa. Al menos tendré de nuevo la oportunidad de ir midiendo mis pasos con cuidado para que nadie me trague y para no pisar a nadie bajo ningún concepto. Espero que eso baste.

Te mando un abrazo que tiembla como una liebre,

r

viernes, 17 de agosto de 2012

Con faldas y a lo loco


Amiga,

Cuando el clima se pone veraniego y al caminar por las calles me siento como en Caracas, me dan como ganas de vestirme de trópico. En invierno uno anda tan arropado entre chaquetas y bufandas que en realidad importa poco lo que uno carga puesto. Pero en verano la ropa se nota y se vuelve un asunto de estilo. Y una cosa es la ropa que usas en tu lugar de origen y otra, muy distinta, es la ropa que te pones cuando estás en un lugar en el que nadie te conoce. Por eso el tema de esta nota no es en realidad la ropa, en sí misma, sino el vestuario que elige quien está en el destierro, lejos de los suyos, sin jueces conocidos a la vista.

Vestirse es disfrazarse y eso vale aquí y allá. Pero cuando uno se siente liberado del gusto ajeno, se despoja también del gusto propio. Las normas que usabas de manera estricta se relajan y te atreves a usar prendas que ni siquiera mirarías si estuvieras en tu medio natural. El espacio que te rodea se vuelve una especie de escenario en el que puedes asumir personalidades diferentes, porque sabes que en realidad nadie se va a dar cuenta. El mundo que empieza más allá de la puerta de la calle es tan ajeno que se vuelve irreal y por eso es posible caminar a través de él con una fachada distinta cada día. Nadie te exige coherencia.

Ya sé que sueno críptica, así que aquí va el cuento que sirve de explicación a esta perorata pretenciosa. Ayer fui al centro comercial a buscar un remedio para Gussi. Eso me llevó cinco minutos y necesitaba matar algo de tiempo para justificar la salida y las tres libras que pago por el pasaje del bus que me lleva y me trae. Así que me dispuse a hacer el recorrido que siempre hago por las mismas tiendas. Entré en la tienda de descuentos a comprar varios jabones y un champú. Y entré en la tienda de ropa en la que compro baratijas para renovar mi guardarropa siempre falto de algo, aunque me prometí que esta vez no iba a comprar nada.

Me fui directo al final, donde cuelgan los trapos que están en oferta. Siempre hago eso y me distraigo un rato imaginándome cómo me veré con esta o aquella camisa, con un suéter largo hasta las rodillas o un pantalón con goma en la cintura. No tengo gustos muy exigentes cuando miro rebajas, porque en realidad casi nunca compro nada. Desde que vivo aquí sólo había mantenido una regla: nada de estampados. Me mantuve firme por un rato largo. Años. Hasta que comencé a antojarme de usar faldas. ¡Faldas! amiga. Yo que nunca.

Y con las faldas vinieron los estampados. Es verdad que me las pongo con camisas estrictamente blancas o negras o azules. Nada de estampados extra. Pero he ido atreviéndome a comprar pintas cada vez más vistosas. Primero eran unas discretas hojitas marrones, después unos puntitos no muy discretos, pero soportables. De ahí pasé a los cuadros y las flores, pequeñas pero flores. Y ayer, amiga, lo confieso con un poco de pena, pero no mucha, me compré una falda de un estampado que soy incapaz de describir. Por eso esta nota va con foto de tela. La tela que ves allá arriba es de la falda que compré ayer. Una falda que yo no usaría en Caracas ni en un millón de años, pero que aquí me resulta cómoda y hasta divertida.

No he estrenado mi nuevo disfraz todavía. Pero ya me imagino saliendo de la casa con una facha irreconocible a los ojos de quien me haya visto allá. Falda estampada, camisa negra, cholas de plástico. Caminaré rauda y veloz por la calle. Me miraré de reojo en el reflejo de las vidrieras con asombro, sin reconocerme. Pero los vecinos no notarán nada extraño. Cuando me suba al autobús nadie va a mirarme dos veces. Y, mientras dure el verano y el tiempo no me obligue a esconderme otra vez bajo los abrigos, yo me estaré riendo por dentro de una travesura que no le hace daño a nadie.

Te mando un abrazo lleno de colores,
r