jueves, 29 de septiembre de 2011

Donar un libro


Amiga,

Creo que te había contado antes que aquí hacen una vez al año un intercambio de libros patrocinado por dos periódicos. No había participado antes, porque al final nunca estoy pendiente y el tiempo se me pasa. Pero este año decidí que quería probar suerte, no sólo regalando un libro, sino buscando entre los lugares a donde voy habitualmente a ver si encontraba un libro del que pudiera apropiarme. Pude con lo primero, pero con lo segundo no tuve suerte.

El intercambio se llama book swap y los periódicos que lo patrocinan son el Guardian y el Observer. Durante una semana la gente regala al menos uno de sus libros y cualquiera puede quedarse con un libro si lo encuentra en un sitio público debidamente marcado. La semana pasada, todo el que compraba alguno de esos dos periódicos recibía una calcomanía que le podía pegar a la contratapa de un libro que quisiera regalar. La calcomanía tiene dos partes, una que se pega dentro y que explica el procedimiento y tiene un recuadro en blanco donde el antiguo dueño puede hacer un comentario del libro que está donando; y otra, que se pega en una esquina, en la parte de afuera del libro, que dice: “ahora este libro te pertenece”.

Para incentivar el intercambio los dos periódicos dejaron en distintos espacios públicos quince mil libros de distintos géneros y diversas especialidades. Y parece que la gente respondió al llamado con entusiasmo (si entras en el mapa aquí, puedes ver todos los lugares donde la gente ha dejado libros). Es de verdad una idea genial y, sobre todo, simple. Pero si quieres participar, el primer paso es elegir uno de tus libros. Como seguramente te pasaría a ti también, desprenderme de uno de mis libros es un auténtico drama. Para empezar, tenía que ser un libro que ya hubiera leído, porque aunque sé que hay muchos que no voy a leer, no puedo siquiera imaginar en regalarlos si no le he echado por lo menos un vistazo a las primeras cincuenta páginas.

Así que, con mi calcomanía en la mano, mi primera tarea fue recorrer mi biblioteca a ver qué libro cumplía con los requisitos exigidos en la página web del Guardian. El libro debía estar en buenas condiciones y “limpio” (traduzco literalmente) y no debía tener ningún contenido inapropiado, en el caso de que fuera encontrado por un niño. Las recomendaciones no me ayudaban mucho, porque todos mis libros están en buen estado y, que yo sepa, ninguno contiene material “inapropiado”. Así que tuve que establecer mis propias reglas: debía ser un libro que ya hubiera leído; que no quisiera volver a leer; y que estuviera en inglés (más de la mitad de mi biblioteca está en español, por supuesto). Pero, además, pensé que debía ser un libro que de alguna manera hablara de América Latina, de su cultura o su historia.

Esta última regla me pareció imprescindible para que mi donación tuviera algún sentido. Pensé que el intercambio iba a ser ya suficientemente “monolingüe” y que un mínimo de multiculturalismo no le haría daño a nadie. Así que después de acumular unos tres o cuatro candidatos terminé seleccionando el libro de Julia Álvarez, Saving the World. Es un libro que me gustó mucho cuando lo leí, pero estaba segura de que ya no iba a volver a leerlo, y cumplía con mi misión multiculturalista de contar una historia no sólo latinoamericana sino también –y tal vez sobre todo– de integración de Europa y América.

Le pegué la calcomanía a la contratapa del libro y le escribí un comentario alentador. Me propuse acercarme a la ciudad durante la semana para elegir un lugar donde “soltarlo”. Como el clima estaba más bien horrible, consideré la posibilidad de dejarlo en alguno de los dos cafés que hay en el pueblito, o tal vez en el pub que queda enfrente. Pero me pareció que iba a hacer trampa, porque nunca jamás voy a esos lugares y me pareció que la donación tenía que realizarse en un espacio que fuera, al menos para mí, significativo. Entonces pensé en el parque, mi querido parque al que voy a caminar todos los días. Pero el clima estaba tan infame la semana pasada, que pensé que iba a ser un desperdicio dejar a mi pobre libro a la intemperie.

No me quedaba otra que montarme en el autobús y acercarme hasta la ciudad. Estaba lloviendo y no parecía que el clima iba a mejorar. Me puse un sueter y un impermeable y me fui con mi libro en el bolso. De vez en cuando le hacía un cariño escondido, como si tratara de explicarle que estaba haciendo aquel acto de desprendimiento por su propio bien. Vas a conocer a otra gente, le dije, vas a viajar y a ampliar tus horizontes; te van a querer mucho y te van a guardar en una biblioteca bien bonita, más bonita que la mía, donde vas a tener nuevos amigos para conversar sobre muchos temas que ahorita no conoces. Vas a ser feliz, le dije, dándole palmaditas en el lomo.

Mientras iba en camino, tratanto de acallar mi mala conciencia por abandonar a su suerte a uno de mis queridos libros, consideré los distintos lugares en los que podía dejarlo. Pensé en lugares amables que conocía bien, en cafés y en parques, en centros comerciales y en plazas públicas. Descarté las librerías porque una de las instrucciones expresas del periódico patrocinante era precisamente “evitar las bibliotecas o librerías”, por razones más bien obvias. Y dándole vuelta a los sitios que siempre visito en la ciudad, me di cuenta de que había un lugar al que había ido desde la primera vez que estuve en Edimburgo, hace doce o trece años: la Filmhouse, que nosotros llamamos “la cinemateca”.

Cuando llegué al centro estaba haciendo un sol espléndido y yo estaba, como se dice aquí, sobre-abrigada. Aún así, me armé de valor, me quité el impermeable y caminé decidida por Lothian Road camino a la cinemateca. Tenía días sin ir al centro y de pronto me sorprendió la cantidad de gente y en desorden que había en las calles, porque una vez más habían cerrado Princess Street para hacer no se qué reparaciones o conexiones relacionadas con el tram que se habían hecho mal la primera vez. Uno se desacostumbra al ritmo de la ciudad y a sus repentinos cambios cuando vive encerrado en un pueblito de dos calles en el que nunca pasa nada.

Llegué a la cinemateca casi a mediodía. Estaban pasando una película que había querido ver desde hacía tiempo, así que me compré una entrada y decidí que mi generoso acto de donación lo haría al salir. La película se llama Arrietty y cuenta la historia de unos seres diminutos que viven entre los humanos, pero están en peligro de extinción (puedes ver el trailer aquí). Me gustan las películas de dibujos animados y estoy muy lejos de creer que se trata de películas sólo para niños. De hecho, ese día que entré a ver Arrietty en la cinemateca había sólo dos niños acompañados por sus padres. El resto éramos adultos desocupados, casi todos solos, que por alguna razón teníamos dos horas libres en el medio del día para sentarnos a ver una película supuestamente infantil.

Salí con el ánimo ligero. Me acerqué al café que nos ha servido cantidad de veces de lugar de encuentro y donde me encanta comer un plato que sólo he comido aquí: curry de garbanzos. Había poca gente, porque el clima afuera seguía de lo más decente. Consideré en qué mesa mi libro sería más visible y elegí el lugar que puedes ver en la foto: una mesa alta con taburetes donde me he sentado más de una vez a esperar a Lyo o a tomarme un tecito. Me pareció que era un homenaje válido para ese lugar que me ha servido de refugio tantas veces.

Al salir hice un recorrido por algunos cafés y plazas a ver si me tocaba en suerte algún libro. Se suponía que la idea del intercambio era esa. Pero no tuve suerte. Nadie había dejado ningún libro en mi camino. Así que me resigné a entrar en la biblioteca nacional a pasar el resto de la tarde en compañía de otros libros, también públicos, pero que no puedo llevarme comigo a mi casa. No fue una mala tarde, la verdad. Estuve un par de horas leyendo a Saer y se me ocurrieron un par de ideas que tal vez pueda usar más adelante.

Una película que te levanta el ánimo, un libro donado, dos ideas útiles: no es un mal balance para un sólo día.

Te mando un abrazo explayado como un libro abierto,

r

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Recordar las casas 6



Amiga,

Acabo de darme cuenta de que en diciembre del año pasado fue la última vez que escribí sobre las casas en las que he vivido. No sé por qué uno se asombra con el paso del tiempo, pero ese susto de ir andando sin darse cuenta ni cómo es algo que siempre está ahí y se vuelve un lugar común cada vez que lo anunciamos: ¡Qué rápido pasa el tiempo!

Debería haberte contado hace meses sobre la sexta casa en la que viví, la penúltima que iba a compartir con mi familia. Sé que he empezado a escribir sobre ese lugar varias veces, pero por alguna razón no encuentro el archivo, así que me toca empezar de nuevo. El último lugar en el que viví en Caracas con toda mi familia era un apartamento en Terrazas del Club Hípico que quedaba frente a un colegio de monjas donde estudió mi hermana Renée. No me acuerdo cómo se llamaba el colegio ni la calle ni el edificio en el que vivíamos. El apartamento quedaba, si mal no recuerdo, en un séptimo piso. Desde el ventanal de la sala, que daba al estacionamiento, sólo se veía el enorme muro de contención que mantenía en su sitio la colina que estaba atrás, donde se alineaban las casas de la urbanización en la que vivía gente más acomodada que nosotros.

Esa sala con su ventanal sin vista era tal vez el espacio que mejor definía ese lugar al que habíamos ido a parar por algún revés del destino, que supongo que tenía que ver con el inminente cambio de gobierno. Mi papá debe haber tenido que dejar el cargo en el Ministerio y la familia tuvo que reducir gastos, porque me imagino que ya no era posible pagar el alquiler de la casa de La California. Así que, por primera vez en nuestra existencia, tuvimos que mudarnos a un apartamento. Hoy en día puede parecer difícil de imaginar, pero vivir en un apartamento por primera vez a los 16 años no es un ejercicio cómodo.

Uno se acostumbra a las casas, a sus amplitudes y recovecos, a la posibilidad siempre presente de apartarse de todos y meterse en un agujero donde nadie moleste. Las casas tienen patios y jardines y, si hay suerte, balcones. Las casas están pegadas de la tierra y para escapar de ellas basta abrir una puerta. Pero los apartamentos son esos espacios colgados en el medio del aire donde uno se siente como en una jaula y de los que escapar es más difícil, porque hay escaleras y ascensores y muchas llaves y rejas de por medio y se pierde el impulso de la huida en el camino. Y acostumbrarse a ese encierro y a esa falta de espacio es complicado si uno está en medio de una adolescencia más bien explosiva.

Aunque puedo describir el apartamento de Terrazas, no creo que se diferencie mucho de los cientos de miles de apartamentos –o tal vez millones– que existen en Caracas. Se entraba a un pasillo que tenía la cocina a la izquierda. Pasando la cocina había un lavandero y creo que un baño de servicio, pero no estoy segura. Al final del pasillo estaba la sala comedor, con su ventanal por donde se veían las casas de gente que no tenía que pasar las apreturas de espacio por las que nosotros estábamos pasando. En medio de la sala, hacia la izquierda, se abría un pasillo donde estaban alineadas las puertas de los cuatros. Tres cuartos, dos baños, uno dentro del cuarto principal.

Los muebles que habíamos tenido en la casa de la California se apiñaban en este espacio mínimo, haciéndolo más incómodo y opresivo. Los inmensos materos que habíamos tenido desde que vivíamos en Guanare y que nos habían acompañado en la California habían desaparecido. Ya no había nada verde dentro de la casa y creo que no hubo nunca más un matero, ni grande ni pequeño, en las casas en las que vivieron mis padres después. El equipo de sonido todavía ocupaba un lugar en la sala, donde ya no se sentaba nadie sino para ver la tele o cuando había visitas. Mi mamá se había encargado de regalar a Nevado, no sé a qué vecino o familiar. Así que estábamos nosotras cuatro, solas y encerradas en aquel lugar minúsculo, con dos padres que parecían cada vez más furiosos el uno con el otro.

El refugio natural era el cuarto. Como siempre, yo dormía con mi hermana Ruth, y Rebeca y Renée dormían en el otro cuarto, que estaba al fondo del pasillo. Las ventanitas de cada habitación parecían más un filo que una ventana y el aire circulaba apenas o así me parecía. Teníamos unas camas con copetes de mimbre que en un espacio más grande apenas se notaban, pero en aquel huequito resaltaban como una extravagancia descolocada. Había una mesa de noche, también de mimbre, entre las dos camas. Y creo recordar una mesita muy pequeña que servía como de escritorio, pero es posible que esté imaginando un mueble que en realidad sólo tuve más tarde, cuando vivía sola. Como sea, mi recuerdo de ese cuarto es oscuro, opresivo.

No tengo ninguna otra memoria particular del apartamento de Terrazas. No me acuerdo de los detalles de la cocina ni del baño. Ni siquiera me acuerdo de cómo era el cuarto de mis padres ni de los colores de las paredes o de ningún detalle de la decoración, aparte de los eternos cuadros pintados por mi mamá que ocupaban todas las paredes. Para mí ese espacio es un lugar del que sólo quería salir. Yo tenía entre dieciséis y diecisiete años. Había terminado de estudiar bachillerato y había aplicado para estudiar periodismo en la Universidad Central. En esa época no existían los exámenes de admisión ni todo el drama del cupo. Uno llenaba una planilla en la que hacía un listado en orden de preferencia de las tres carreras por las que quería optar. Mandaba la planilla a lo que se llamaba el CNU –Consejo Nacional de Universidades– y esperaba a que le asignaran el cupo.

Me atreví a llenar una sola opción, porque yo quería ser periodista o nada. Así de arrogante y así de segura de mí misma era yo en ese entonces. ¡Qué ingenuidad! Lo increíble es que la realidad no me contradijo y cuando salieron los listados ahí estaba mi número de cédula: me habían dado un cupo para estudiar periodismo en la Central. Pero, por uno de esos típicos reajustes de la UCV, las clases iban a empezar en enero de 1979 y estábamos en septiembre de 1978. Tenía cuatro larguísimos meses por delante. Y para una adolescente con ganas de salir a la calle y comenzar a vivir su propia vida eso era muchísimo tiempo. Así que me empeñé en que quería conseguir un trabajo para hacer algo mientras comenzaban las clases.

Mi papá habló con un conocido suyo, que tenía una imprenta, y este señor me dio un trabajo de aprendiz de todo, en el que me pagaron el primer sueldo que gané en la vida. Sueldo mínimo: mil doscientos bolívares mensuales. Como era todavía menor de edad, mi papá tuvo que acompañarme a que abriera una cuenta en un banco que estaba en el Centro Comercial Terrazas del Club Hípico, a unas tres cuadras de la casa. Ahí depositaba regularmente lo que me pagaban cada mes y sólo gastaba en transporte, libros y discos. Yo me sentía muy orgullosa de estar ganando mi propio dinero a una edad en que las niñas de mi edad andaban disfrutando de sus últimos años de libertad mantenida por los padres.

Así que fue en el apartamento de Terrazas donde empecé lo que yo llamo mi vida productiva. Me levantaba muy temprano, agarraba el autobús en la esquina y me bajaba en la principal de Las Mercedes. Desde ahí caminaba las cinco o seis cuadras largas que había entre Las Mercedes y la casa de tres pisos donde estaba instalada la imprenta, en una callecita que subía desde la Avenida Miguel Ángel y se perdía en un recoveco de la montaña. Creo que la calle se llamaba Minerva. Años y años después, siempre que pasé por el inicio de esa calle sentí un golpe de nostalgia. Esa zona de Bello Monte es para mí el lugar en el que me adueñé definitivamente de la ciudad y me acostumbré a su ritmo, a escuchar sus ruidos y a soportar sus olores. Tal vez por eso, cuando viví en Bello Monte, casi treinta años después, sentí que había regresado a casa.

Estoy consciente de que me alejo del apartamento de Terrazas del Club Hípico. Pero es que así era, amiga, mi vida en ese tiempo. Yo apenas quería estar en aquel lugar donde se respiraba un aire de encierro y resignación, donde el ambiente se hacía cada vez más insoportable. Pero la verdad es que sí tengo recuerdos del lugar, más del edificio que del apartamento. Rebeca había empezado a estudiar en la USB y se iba a la universidad en el Maverick morado de mi mamá, porque le habían sacado un permiso especial para que manejara, aunque no había cumplido los reglamentarios 18 años. Mi hermana Ruth se había empatado con un muchacho que vivía en el edificio. Se llamaba Carlos Cámara, o al menos ese es el nombre que me viene a la mente. Tenía un hermano mayor y varias hermanas menores, así que con ellos armamos una especie de grupo, que no sustituía al grupo grande y bullanguero que teníamos en la California, pero hacía las veces. Creo que mi hermana Renée se unía a veces a ese grupo porque se hizo amiga de la hermana menor de Carlos.

Con ellos íbamos a pasear al Concresa y al Humboldt, jugábamos bowling en un sitio que se llamaba algo así como Pin 18 o 21, que quedaba en el CC Terrazas del Club Hípico, y veíamos todas las películas que podíamos. Estos nuevos amigos eran hijos de un diplomático y habían vivido en Alemania y en otros lugares. Hablaban en inglés y en alemán con sus padres y a mí me parecían el colmo de lo exótico. Nos pasábamos horas conversando en la entrada del edificio y hacíamos loqueras como si no quisiéramos que la infancia se terminara. Me acuerdo que con la patineta de alguno de ellos me lancé por la loma de la avenida que daba al Club Hípico y, por supuesto, terminé en el asfalto, con las rodillas rotas y las manos reventadas.

En el patio de ese edificio adquirí la segunda –perdón, la tercera– cicatriz que tengo en el cuerpo (sin contar operaciones quirúrgicas). Cuando nos mudamos, por falta de mejor entretenimiento o por alguna razón que ahora se me escapa, consideramos que era divertido escalar el muro de contención del estacionamiento. Hacíamos competencias a ver quién subía más alto. Cuando dominamos el arte de llegar hasta arriba y esa meta ya no fue suficiente, el reto comenzó a ser pasar al otro lado. Al final del muro había una pared con esa fila de vidrios rotos que son tan usuales en Caracas y que se supone que sirven para mantener afuera a los intrusos. Si queríamos ir más allá del muro teníamos que superar esa trampa para bobos. Yo lo intenté, segura de que una fila de vidrios rotos no era un obstáculo suficiente. Pasé mi brazo derecho por encima de la pared para agarrarme de la reja que estaba atrás y tomar impulso. Pero hasta ahí llegó mi valor: un vidrio transparente y filoso se me clavó en el lado interior del brazo y al instante la piel se me abrió en una zanja profunda. No me acuerdo qué pasó después, no recuerdo la sangre ni el dolor, pero sé que esa fue mi última incursión en el muro. Y tal vez la última vez que jugué a ser una niña.

Una vez que empecé a trabajar mi interés cambió radicalmente, porque me enamoré de un señor bastante mayor que yo que trabajaba en la imprenta del amigo de mi padre, y a donde me habían dejado ir a trabajar porque se suponía que estaría a salvo de los peligros del mundo exterior. La historia de ese romance llega hasta la época en la que nosotras nos conocimos, y no viene al caso contarla aquí, pero sólo te lo cuento para explicarte por qué mi lugar era ya otro cuando vivíamos en Terrazas. Yo tenía una excusa perfecta para salir de la casa: iba a trabajar. Y en efecto eso hacía de lunes a viernes. Pero trabajaba con el hombre que se iba a convertir en mi primera pareja adulta y durante esos meses yo entré aceleradamente a un mundo al que no había tenido acceso hasta entonces y me sentía dueña de mi destino.

Salía del trabajo a las cuatro y media, pero siempre me las arreglaba para llegar a la casa apenas antes de que oscureciera. En la familia había una regla no escrita que indicaba que todos los miembros menores de edad debían estar recogidos cuando comenzara a anochecer. Yo aprendí temprano a respetar esa regla. Pero también aprendí bastante pronto que todo lo que se puede hacer en la noche se puede hacer también durante el día. Así que mis encuentros con el compañero de trabajo se hicieron todos a la clara luz de las tardes después del trabajo, justo antes de que se hiciera de noche. Y el tráfico de Caracas sirvió de excusa perfecta para justificar las dos horas largas que pasaban entre la hora en la que yo salía del trabajo y la hora en la que llegaba. Y hay que ver lo que se puede hacer en dos horas.

También usaba los fines de semana para escaparme. Pero en ese caso utilizaba la excusa de que iba a visitar a mi amiga Efigenia. Ella vivía en El Marqués. Mi mamá la conocía desde que estudiamos juntas en bachillerato, así que no resultaba demasiado sospechoso que yo dijera que quería ir a pasar una mañana de sábado o una tarde de domingo con mi amiga, en su casa. Nunca me negaron el permiso y entre Efigenia y yo había un código que siempre respetamos. Yo la llamaba y le decía “no me llames hoy, que voy a ir a visitarte”. Y esa era la clave para tener una mañana entera o una tarde toda para dedicársela a mis emocionadas incursiones en el mundo “verdadero” de los adultos, al que había entrado de la mano de aquel compañero de trabajo, que era 14 años mayor que yo, periodista, argentino y casado. Nos sobraba el tiempo en esas tardes de domingo y yo llegaba siempre puntual a mi casa antes de que se ocultara el sol, sintiéndome como la heroína de una canción de Serrat.

Cuando comenzaron mis clases en la Central, en enero de 1979, mi familia ya se había mudado a Barquisimeto. Me buscaron una residencia de señoritas en Las Acacias, donde viví un poco menos de un año, o tal vez un poco más. Mientras tanto mi familia vivía en la segunda casa que tuvimos en Barquisimeto, donde se casó mi hermana Rebeca, en la iglesia que quedaba literalmente cruzando la calle. Con esa casa, que espero que me acompañes a recorrer pronto, se cierra el primer ciclo de las casas en las que he vivido.

Después vienen los apartamentos, cuartos, cuarticos y cuartuchos en los que viví por mi cuenta, sola o acompañada. Pero tú conociste la mayoría de esos lugares y ya no sé si vale la pena que te siga echando el resto de ese cuento. Pero, quién sabe, tal vez resulte un buen ejercicio de memoria, ahora que todo ese mundo me resulta tan increíblemente lejano.

Te mando un abrazo para el que hoy no encuentro adjetivos,

r

viernes, 16 de septiembre de 2011

La escala de los mapas

Amiga,

Estoy leyendo la primera novela de Belén Gopegui, La escala de los mapas (1993) y estoy encantada. Cuando uno trata de retomar el ritmo de la escritura, después de meses ocupado en otra cosa, no hay nada como un libro que le demuestre a uno que escribir vale la pena porque con este oficio se pueden lograr cosas increíbles, que están más allá de la lógica cotidiana, de la simple supervivencia.

El libro empieza con una frase que ha sido muy celebrada por la crítica, por razones que entenderás de inmediato. La primera frase dice así: “Si un hombre pequeño nos besa la mano y acto seguido empieza a describirnos una manivela, ¿qué hacer?”

Los protagonistas de la novela de Gopegui son dos: el narrador, que se llama Sergio Prim, y la mujer que ama o que lo ama, que se llama Brezo Varela. Él la ha amado toda la vida sin que ella lo note. Ella de pronto lo acepta y se enamora. Lejos de ser los ingredientes de un final feliz, es más bien el inicio de una historia de obsesiones y desencuentros, de malentendidos y planes de fuga. Te dejo aquí dos botones de muestra para que veas por qué me tiene fascinada este libro.


No, no fueron celos, pero de pronto me sentí muy desvalido. Envidiaba la desenvoltura de aquel archivófilo para apoyar su mano. Sin duda, pertenecía a ese grupo de afortunados que, cuando se desplazan, basculan entre los cuerpos. Usan hombros o cinturas como asideros y de ese modo atenúan el desequilibrio congénito de nuestra especie. No así yo. A mí no me fue dado el don de esbozar un gesto de afecto detrás de otro, un gesto correctamente elegido, que no parezca inseguro ni tampoco forzado. Mi mano siempre divaga y se retira antes de haber conseguido alcanzar el codo del otro, su espalda o su cadera. Manos en retirada soy, cuerpo en retirada, separado en medio del tráfago de cuerpos, porque no me enseñaron a besar las mejillas ni a aferrar antebrazos ajenos. No sé abandonarme, ni siquiera en el deseo, ni siquiera desvaneciéndome en ti. Yo entro en el deseo y tal vez descanso, pero en seguida se enciende un cerco luminoso, un resplandor naranja e intermitente, que me incita a cruzar, a correr.

(...)

Mi primer movimiento sería una retirada en toda la regla, y diría así: «Óyeme, loca, muchacha que acaricias las tazas como si fueran gatos y a un hombre como si fuera una banda de música, óyeme: yo ya no tengo ímpetu. Han pasado los años y me he instalado en el retraimiento. Vivo como ese pequeño país autárquico que ponían de ejemplo en los colegios: soy Albania. Mi medio natural es sobrio, retazos de llanuras insalubres, mesetas desiguales y un complejo de montañas abruptas. En mi república se practica la autarquía de repliegue: producir para autoabastecerse y permanecer inmodificado, al abrigo de influencias extranjeras. Porque habitar con los otros es la guerra y me destruye, he preferido rodearme de una difusa constelación afectiva. Sus luces están lejos y aunque apenas iluminan, también me dañan poco. Vivo casi a oscuras. Vivo en mi casa breve de lecho breve y breves vistas al exterior. Y no puedo ilusionarme, porque soy un escéptico.»

(...)

Y a Brezo se le ocurría sugerirme una odisea de vagones y equipajes, camas desconocidas, desayunos inesperados. (...) Cientos de kilómetros y al final la arena de las playas, para qué si uno vuelve siempre, para qué, si es aquí donde uno debe habérselas con el tiempo que no descansa nunca, para qué dar rodeos. Brezo pasajera, yo soy de los que un día decidieron emplear sus vacaciones en aprender a quedarse.


Hasta aquí los fragmentos de La escala de los mapas, de Belén Gopegui.

Me gusta esa voz que tiene miedo y que quiere escaparse. Esa mirada que observa los gestos y los ubica en un mapa de afectos. Me gusta la mezcla de interés e indiferencia, la desalmada falta de fe en todos y en todo. Me gusta la eficiencia de esa voz masculina inventada por una mujer.

Espero que a ti también te guste y que allá en la tierruca se consigan los libros de Gopegui.

Un abrazo,
r

martes, 13 de septiembre de 2011

Sufrir en Sicilia


Amiga,

Me estoy recuperando apenas del viaje a Sicilia. La gripe que viajó conmigo para allá y para acá no se me ha quitado todavía. Siento que sigo agotada y que el calor que me atormentó durante todo el viaje se me ha quedado adentro. Me senté ayer a escribirte un recuento del viaje pero me aburrí a mitad de camino y lo dejé para hoy. Releí lo escrito y me pareció fastidiosísimo, así que decidí empezar de nuevo y contarte sólo mis impresiones generales, en vez de hacerte un recuento detenido día por día.

El resumen es más o menos así:

1. Si uno quiere visitar Sicilia como es debido, para ver las famosas ruinas greco-romanas y conocer las ciudades, hay que ir en primavera y/o en otoño, cuando el clima es más benigno. Pero a cuarenta grados a la sombra es imposible disfrutar nada que no sea la playa, y eso si tienes una buena sombrilla o -como nosotros- una super carpa playera que te proteja del sol inclemente. Si pretendías visitar los lugares importantes, lo único que logras un día tras otro, es acumular un sentimiento de culpa horroroso, porque mientras más lees las guías turísticas más reconoces que es una especie de pecado de lesa cultura estar en un lugar con tanta historia y no tener energía ni para acercarte a las ruinas que tienes a la vuelta de la esquina.

2. El mar de Sicilia es hermoso, para verlo de lejos y tomarle fotos, pero las playas son horribles. Incluso la única playa de arena en la que pudimos bañarnos –en Portopalo– era poco más que una franja de tierra rojiza llena de basura de principio a fin. Suena terrible, pero es la pura verdad. Los sicilianos no cuidan las playas, al menos no las que están entre el extremo sur-este y el estremo nor-este de la isla, que fue la zona que recorrimos. No hubo un solo lugar que visitáramos que no estuviera lleno de basura.

3. Nos quedamos en cuatro campamentos. Ninguno tenía la calidad o la limpieza de los campings de Córcega. Todos los baños estaban sucios o apenas limpios. Sólo uno de los lugares tenía unas duchas decentes. En el primero que nos quedamos el espacio para la carpa no estaba delimitado y no se podía dejar el carro adentro, lo que resultaba bastante incómodo. El segundo camping era tan malo que lo bautizamos “la poceta”. No creo que esto requiera más explicaciones. El tercer camping –en Marinello– era bastante bueno y lo mejor que tenía era el restaurant: excelente. El último camping tenía la ventaja de estar muy bien ubicado sobre una playa de arena, pero el olor de los baños era tan fuerte que hasta hoy lo tengo todavía pegado a la nariz.

4. Sólo visitamos tres ciudades: Catania, Taormina y Siracusa. Catania es una ciudad desordenada y ruidosa; sucia a más no poder; con muy pocos atractivos más allá de las plazas y uno que otro edificio imponente. Taormina es un centro comercial al aire libre, con todo lo bueno y lo malo que eso implica. Es una zona peatonal a la que sólo se puede llegar en autobús y tal vez eso le da un encanto particular. Siracusa es, al menos en su parte vieja, mucho más acogedora y fue el único lugar en el que sentí que la gente era genuinamente amable. Se podía caminar a pleno mediodía por las calles angostas y no había hordas de turistas como en Taormina.

5. La comida es excelente. No importa si te comes una pizza en el aeropuerto o una cena con tres platos en un restaurant medianamente decente, siempre se come bien. Yo me quejé un par de veces por el exceso de sal en algunos platos, pero de resto, sólo puedo decir que comimos rico. El gran descubrimiento fueron los canollis (unos dulces espectaculares que son como unas torrejas rellenas de ricotta) y el helado de pistacho, que aunque lo hacen en todas partes, el helado siciliano es la perfección en pasta. En Taormina nos comimos el tiramisú más rico que hemos probado y en un restaurancito perdido de Oliveri, el almuerzo más delicioso que es posible imaginar.

6. Sigo pensando que hay que volver a conocer el resto de la isla y darle el beneficio de la duda. Pero no creo que quiera regresar en verano y definitivamente no quiero viajar haciendo escala en Londres. De ida nos dejaron las maletas y pasamos un día entero dando vueltas y haciendo nada porque nuestro alojamiento estaba embalado en el equipaje que llegó 24 horas después. De regreso tuvimos que dormir tres horas en un hotel cerca del aeropuerto de Gatwick y fue una tortura china.

Creo que este es el mejor resumen que puedo hacerte del viaje. No es muy amable ni entretenido, pero refleja mi estado de ánimo. ¿Qué le vamos a hacer? Estuve toda la semana con gripe y con una diarrea que no se me quitó nunca. Dormí terriblemente mal casi todas las noches, el calor me tenía aturdida durante el día y apenas disfruté algunas horas de la mañana o de la tarde. De resto, sentí que lo único que hice fue esperar a que Lyo hiciera las miles de cosas que había ido a hacer en la isla: remar, nadar, subir al monte Etna, escalar, remar, nadar... Yo no tengo esa energía y quisiera imaginarme las vacaciones como un tiempo de descanso, de no hacer nada. Pero si estás acompañando a un deportista incansable esa idea se vuelve absurda y tus vacaciones terminan convirtiéndose en una larga e inútil espera.

Será la edad, amiga. Tal vez es tiempo de que admita que no estoy para esos trotes: que necesito un hotel con cama limpia y ducha cómoda cada tarde. Y, sobre todo, que necesito quedarme en sitios que no huelan mal y donde sea posible descansar a la sombra, con al menos un ventilador enfrente, cuando el calor apriete. ¿Será mucho pedir?

Te mando un abrazo agotado!

r