viernes, 27 de noviembre de 2009

Pausa


Amiga,

Releí la entrada que escribí ayer y me di cuenta —con horror— que me estoy repitiendo. No es lo mismo repetirse de manera inadvertida que repetirse a consciencia. ¿No te parece?

Cuando te repites sin darte cuenta significa que tu cerebro ha dejado de recibir nueva información y se ha encerrado a manosearse a sí mismo. No me gusta nada esa idea. Es el signo más claro de vejez, de decadencia.

Tal vez sea hora de hacer una pausa en esta bitácora y escribir sólo cuando tenga algo que decir que no sea una senil repetición de lo ya dicho.

Hasta entonces, amiga,

r

jueves, 26 de noviembre de 2009

Contra la tristeza


Amiga,

A riesgo de que esta entrada se parezca demasiado a una de esas columnas de autoayuda que se publican en las revistas de los domingos, voy a permitirme enumerarte mis artesanales soluciones para los tiempos de desasosiego agudo.

1. Caminar: Cuando el clima lo permite —como hoy, ¡bendito sea!— me enfundo mi chaqueta impermeable y antiviento y me voy al parque a caminar mis tristezas. Después de una hora de enérgico patear, de mucho mirar los árboles y el río, de escuchar en mi ipod música o entrevistas o reseñas de libros y películas, regreso como nueva, como si la vida valiera la pena y el mundo tuviera una densidad más ligera o menos trágica.

2. Tomar té: Es algo que he aprendido de este lado del mundo y que me ayuda a llenar los minutos huecos en los que sólo entra el frío. Cuando tengo los hombros contraídos y me empieza a doler el cuello de tanto luchar contra lo helado, me levanto —de donde estoy leyendo o escribiendo— y lleno la tetera, espero frente a la cocina que hierva en agua y pienso en las bondades del calor, en el modo como lo caliente se parece a lo bueno y en la inmortalidad de los cangrejos. Me sirvo mi enorme taza de té (¿se sigue acentuando “té”?) y le pongo un chorro de leche y cuatro pastillitas de azúcar falsa y desde el primer sorbo me reconcilio con la existencia. Había dejado de tomar té en las noches, porque me quitaba el sueño. Pero esta semana compré un té descafeinado que tiene un nombre simple, se llama 99. Es el número con el que los mezcladores de hojas de té reconocen desde tiempos remotos —dos siglos, al menos— esa particular mezcla de hojas. Sabe bien y me deja dormir.

3. Ver películas: Uno de mis pasatiempos favoritos ha sido siempre ir al cine. Sentarme frente a una gran pantalla es para mí sinónimo de desenchufar todos los cables y dejarme ir. Me gusta ir al cine sola y lo he hecho toda mi vida, aunque ahora lo haga con cierto sentimiento de culpa porque a Lyo le gusta acompañarme. Aquí es más difícil que en la tierruca, porque implica enfrentarse al frío y a la lluvia —no es una queja— pero igual lo hago, al menos una vez a la semana, sola o acompañada. Me subo en mi autobús y me voy al cine. Casi siempre al cine local, que tiene ocho o nueve salas enormes y donde siempre pasan al menos una película que me interesa, aunque sea comercial. Cuando estoy en el cine el mundo se detiene, la vida de afuera deja de existir y estoy en una especie de zona cero, ni aquí ni allá, ni antes ni después. Lo malo es salir afuera cuando la película se acaba. Pero aquí no estamos hablando de eso.

4. Hacer planes: Cuando no le veo el sentido a la existencia a veces me funciona hacer planes. Casi nunca los cumplo, pero ese no es el punto. El punto es imaginar un futuro probable en el que me pasan cosas. Un futuro en el que hago algo que vale la pena, que me salva de la nada de no hacer nada. Me imagino publicando un libro —ese es el plan básico. Me imagino dando un curso —los viejos hábitos son difíciles de cancelar. Me imagino viajando o aprendiendo algo nuevo o terminando de escribir ese texto que no termina de salir o hablando con alguien para hacer algo que va a implicar mucho trabajo. Soy una adicta al trabajo y en estos tiempos de desempleo, aunque parezca una de las cosas más absurdas que alguien puede querer, mis sueños se concentran en imaginar que trabajo mucho en algo realmente interesante. Esa posibilidad me hace sentir menos inútil.

5. Leer y escribir: No debería incluir estas dos cosas entre mis recetas para salir de la tristeza, porque en mi caso es como si dijera “respirar”. Escribo esto y siento de una vez que suena pretencioso. Pero no lo es. Porque yo leo por hábito, por gula, por necesidad, por desesperación… pero nunca porque creo que eso me hace mejor persona que el resto de la gente. No creo que leer muchos libros nos distinga de los demás. Creo que los adictos a la lectura somos seres huecos, marcados por un vacío imposible de llenar y que consumimos palabras como consumen ropa o comida o joyas los que tienen dinero y ganas de comprar esas cosas. Lo de escribir es más complicado, pero escribo tal vez por las mismas razones. A veces sin poner los dedos en el teclado o sin agarrar un lápiz, estoy siempre construyendo frases con puntos y comas. Imagino versiones y entonaciones, quito los adverbios terminados en mente, busco sinónimos, alternativas para los posesivos que se repiten siempre más de la cuenta. En fin, escribo siempre y tampoco lo veo como un acto de distinción. Es un modo más de enfrentarme a la nada.

6. Chupar pastillas de Flores de Bach: Sí, las pastillas de Flores de Bach existen en este país y vienen en unas latas amarillas con una especie de cierre mágico que las hace irresistibles. El cuento de las Flores de Bach es demasiado largo para contarlo en esta entrada y creo que tú no lo necesitas (pero para los neófitos hay detalles aquí). Pero no está de más recordarte que fue la acupunturista china que me recomendaste una vez, hace siglos, la que me inició en el tema de las famosas flores, que en la tierruca existen sólo en forma líquida. El asunto es que desde hace tal vez unos veinte años, cada tanto, me dejo llevar por la idea de que tal vez funcionan. Hay una mezcla que se llama “rescue remedy” —remedio de rescate— que se supone que es una especie de panacea que nos cura de todas las inseguridades, las nostalgias, las tristezas y los desasosiegos. Esa es la mezcla que se consigue aquí en pastillas. Nunca había comprado unas para mí, aunque las he usado para regalar, porque me parece que si regalo una de esas latitas amarillas con remedio de rescate, es como si regalara la calma envasada, la paz en gomitas que se disuelven en la boca. Esta semana, sin embargo, me compré mi latita amarilla y me he estado chupando una pastilla de rescate cada mañana después de desayunar. Debo decir que me ayudan a sentirme menos desamparada. No sé si funcionan o no, pero el sólo hecho de que alguien se haya tomado la molestia de producir y envasar esta especie de consuelo chupable me hace sentir como acompañada por todas las almas solitarias que en el mundo han sido. Y eso me reconforta.

En un rato se me van a ocurrir unas cuatro o cinco ideas más, como jugar con mi gato, ver en la tele documentales sobre animales —delfines y ballenas— o largas series en las que lo más interesante siempre pasa la semana siguiente, escuchar música, mirar viejas fotos… pero no alargo más esta entrada porque ya te haces una idea.

Puestos a dejar de quejarnos, sólo queda enumerar consuelos, ¿no?

Te mando un abrazo de rescate,
r

Sin quejas


Amiga,

Me he estado quejando demasiado estos días, del clima, de la soledad, de lo que aprendo o dejo de aprender, de no tener ganas, de carecer de paciencia, de lo mal que funcionan los celulares en el tercer mundo y a veces también en el primero, de la tendencia de algunas personas demasiado cercanas a desaparecerse cuando uno más las necesita, de los tepuyes de la Gran Sabana, de los autobuses que no pasan por East Calder, de las noticias que aparecen en la prensa, del gobierno británico que no se disculpa con los niños abandonados por el mundo, del clima... así que he decidido hacer una pausa en mis quejas y dedicarme a meditar en mi extraordinaria suerte.

La suerte que tengo de no estar viviendo en el tercer mundo. Un mundo donde se va la luz todos los días y también el agua, porque la bomba del agua funciona con electricidad y si vives -digamos- en un cuarto piso, no hay manera.

La suerte que tengo de tener todo el tiempo que quiero para leer y escribir. ¿Qué más puedo pedir?

La suerte que tengo de no tener que preocuparme por nada en la vida. Sólo por el insomnio y la muerte y los accidentes y por no poder escribir aunque tenga todo el tiempo del mundo y -a veces- por estar solita y porque nadie entiende ya de qué coño me quejo tanto.

Por toda la suerte que tengo, pues, he decidido dejar de quejarme. Pero como me quedo sin nada que decir cuando me quedo sin quejas, he buscado la ayuda de Roberto Juarroz para que me ayude a terminar esta entrada sin quejas. Así que aquí va su poema 5 de la Duodécima Poesía Vertical:

Dibujaba ventanas en todas partes.
En los muros demasiado altos,
en los muros demasiado bajos,
en las paredes obtusas, en los rincones,
en el aire y hasta en los techos.

Dibujaba ventanas como si dibujara pájaros.
En el piso, en las noches,
en las miradas palpablemente sordas,
en los alrededores de la muerte,
en las tumbas, los árboles.

Dibujaba ventanas hasta en las puertas.
Pero nunca dibujó una puerta.
No quería entrar ni salir.
Sabía que no se puede.
Solamente quería ver: ver.

Dibujaba ventanas.
En todas partes.


Hasta aquí Juarroz, que me ha ayudado a llegar hasta el fin de esta entrada sin quejarme.

Un abrazo,
r

sábado, 21 de noviembre de 2009

Los niños olvidados del reino


Amiga,

Esta semana asistimos horrorizados a las declaraciones, que aparecieron en la televisión y en la prensa, de sobrevivientes del tráfico de niños que este país llevó a cabo hasta los años setenta. La razón: el primer ministro australiano tuvo la decencia de pedir perdón a los sobrevivientes de esa catástrofe humanitaria que parece no importarle a nadie en el Reino de su majestad británica. El Primer Ministro Brown no se ha sentido obligado todavía a otorgar la gracia de su propia disculpa.

La historia comenzó hace siglos, pero tanto tiempo atrás a nadie le parecía una tragedia. Así que nos quedamos con nuestro pobre siglo XX, digamos con la primera postguerra, para no ir más lejos. En el Reino se había producido un serio desajuste social a raíz de la gran guerra. Familias separadas, niños huérfanos, desempleo, pobreza incontrolable. Y ante semejante estado, a los encargados del bienestar social de la victoriosa Gran Bretaña no se les ocurrió mejor idea que enviar a los pobres, en masa, a países como Australia, Canadá y Nueva Zelanda.

El asunto podría considerarse una solución más bien tradicional, nada innovadora, porque a fin de cuentas este país ha utilizado la emigración forzosa a lo largo de toda su historia conocida. El detalle relevante tal vez sea que, esta vez, los pobres que salieron a partir de la primera guerra -y que siguieron saliendo después de la segunda guerra- eran niños, algunos menores de tres años, que fueron “declarados huérfanos”. Es decir, que nadie se tomó la molestia de averiguar si sus padres vivían ni si era posible reunir a las familias desmembradas por la guerra. A los padres les dijeron que los niños habían muerto. A los niños les dijeron que eran huérfanos. Y asunto concluido.

Así salieron cientos de miles de niños en barco, acompañados por algunos adultos que sin duda obtuvieron algún beneficio del elegante tráfico humano, a sus improbables destinos. En Canadá, Nueva Zelanda o Australia los niños trabajaron hasta el agotamiento en granjas y casas de familia, fueron maltratados y abusados, se les negó su derecho a ser británicos y a regresar a su país de origen, se les impidió reanudar contacto con los familiares que podían seguir vivos, en una palabra, se les trató como escoria.

Muchos de ellos están todavía vivos, por supuesto. Porque, por increíble que parezca, cuando la excusa se la guerra dejó de ser válida, los funcionarios encargados de velar por el bienestar público del Reino, con la obvia anuencia del más alto gobierno, siguieron considerando válida la política de expatriar de manera forzada a los huérfanos pobres. Dice la prensa que esta política se mantuvo hasta los años setenta. Sí, ¡setenta!

Es por eso que esta semana vimos en la BBC a una señora de mi edad, tal vez apenas un poco mayor, llorando ante las cámaras y pidiendo que le devolvieran su dignidad, su pasado, su derecho a tener patria.

Estas cosas se cuentan y no se creen. Ante un hecho histórico como este, perfectamente documentado, uno no puede menos que comprender que la modesta proposición de Jonathan Swift, para prevenir que los niños pobres (de Irlanda) fueran una carga para el reino, lejos de ser una descabellada sátira sin fundamento alguno, está basada en un principio profundamente arraigado en esta sociedad. El principio de que los pobres son carne de cañón y que mientras más pronto se quemen, mejor para todos.

Tal vez por eso abundan las noticias de los más horrorosos crímenes contra niños. Tal vez por eso no pasa un día sin que leamos en la prensa que alguna pobre mujer ha sido golpeada y mutilada. Tal vez por eso hay tantas historias de viejitos abandonados a su suerte y muriendo de mengua en instituciones supuestamente creadas para salvarlos.

Se me dirá que esto pasa en todas partes, ¿no? Y supongo que es verdad. Pero lo que escandaliza, lo que para los pelos, lo que aterra de este caso, es que se trataba de políticas organizadas, de amplios aparatos burocráticos destinados al propósito sistemático y legalizado de deshacerse de niños pobres, engañando con premeditación y alevosía tanto a los niños como a los padres.

Y aún así, hoy, en el año final de esta primera década del siglo XXI, el primer ministro británico todavía se pregunta cuándo será el mejor momento para pedir disculpas y compensar a las víctimas.

Si eso pasa con auténticos ciudadanos británicos, nacidos en esta tierra, de piel blanca y ojos azules —como se sostiene, con el característico racismo local, en uno de los muchos textos que leí sobre el tema— ¿qué pueden esperar los desheredados de orígenes menos afortunados? No mucho, creo.

Te mando un abrazo desamparado,
r

jueves, 19 de noviembre de 2009

Sabina en otoño


Amiga,

Acabo de comprar el último disco de Joaquín Sabina, Vinagre y rosas. Es un gusto ver cómo Sabina se recicla a sí mismo y -a pesar del confortable aire de repetición- tiene todavía mucho qué decir sobre este mundo de locos en el que vivimos.

Por ganas de compartirlo contigo te copio abajo la letra de una de las canciones que más me gusta.

Crisis/Joaquín Sabina

Otro jueves negro en el Wall Street Journal,
desde el veintinueve la bolsa no hace crack,
cierra la oficina crece el desvarío,
los peces se amotinan contra
el dueño del río.

En el vencidinario a la hora del rosario
ni carne ni pescao,
dame otra pastilla de Apocalipsis now
mientras se apolilla el libro rojo de Mao.

crisis en el ego,
todos al talego,
crisis en el adoquín.

Crisis de valores,
funeral sin flores,
dólares de calcetín.

Crisis en la escuela,
quien no corre vuelva,
sexo, drogas, rock and roll.

crisis en los huesos
fotos de sucesos,
cotos de caza menor.

Dan ganas de nada mirando lo que hay:
ayuno y vacas flacas de Tánger a Bombay.
Siglo XXI, desesperación,
este año los reyes magos dejan carbón.

Y la gorda soñado que le aborda el crucero
un fiero somalí.
A ritmo de cangrejo avanza el porvenir.

Crisis en el cielo,
crisis en el suelo,
crisis en la catedral.

Crisis en la cama,
cada sueño un drama,
un euro es un dineral.

Crisis en la luna,
la diosa fortuna
debe un año de alquiler.

Crisis con ladillas,
manchas amarillas,
pánico del día después.

Crisis en la moda,
firma y no me jodas,
esta no es nuestra canción.

Guerra de intereses,
vuelvo haciendo eses,
ábreme por compasión.

Putas de rebajas,
reyes sin baraja,
inmundo mundo mundial.

Sábado sin noche,
méxico sin coches,
libro sin punto final.

Cómete los mocos,
no te vuelvas loco,
múdate a Nueva Orleans.

Gripe postmoderna,
rabo entre las piernas,
Clark Kent ya no es superman.

Mierda y disimulo,
crisis por el culo
del zulo a tu nariz.

Crisis, crisis, crisis…


Va con un enorme abrazo,
r

viernes, 6 de noviembre de 2009

El lado bueno


Amiga,

No todo es malo. No todo es malo. Cada historia dura —o contada duramente— tiene un lado amable. Y este es parte del lado amable de mi historia de profesora devenida estudiante:

He encontrado gente interesante y autores y textos nuevos. Por ejemplo este poema de William Carlos Williams que nos recomendó Stella el miércoles y que me atrevo, humildemente, a traducir aquí —más al venezolano que al español (Te copio abajo el original, porque es tan perfecto).


Es sólo para decirte…

Me comí
las ciruelas
que estaban en
la nevera

y que
estabas tal vez
guardando
para el desayuno

Perdóname
estaban riquísimas
tan dulces
y tan frías


This Is Just To Say
by William Carlos Williams

I have eaten
the plums
that were in
the icebox

and which
you were probably
saving
for breakfast

Forgive me
they were delicious
so sweet
and so cold


Se parece a mis poemas bobos ...¡y eso me levanta tanto el ánimo!

Va con abrazo,
r

jueves, 5 de noviembre de 2009

Impaciencia y otros males


Amiga,

Quería contarte sobre mi experiencia de alumna. No sé si pueda hablar de eso sin perder la paciencia. Tú me conoces y sabes que tiendo a ser intransigente y que la mía es una intransigencia que a veces se manifiesta de la peor manera, en un tono más bien descalificador que mucha gente se toma como un insulto personal. El caso es que soy un bicho intolerante y he aprendido a vivir con eso y a disimularlo lo mejor que puedo, cuando puedo. Pero a veces se me vuelan los tapones y estallo.

Ese es el caso, precisamente, cuando trato de ocupar el lugar de estudiante. He estado demasiado tiempo enseñando para perder en unos meses el instinto, el impulso, el hábito de dirigir una discusión, de establecer lo que es importante y lo que no lo es, de intervenir para que las cosas se hagan a mi manera en el salón de clases, ese espacio que para mí es tan familiar y del que me apropio a veces sin querer.

Debo decir que me he contenido bastante bien en estas cinco semanas (¡ya van cinco semanas!). Pero también en ese tiempo he estado entrando en calor, armando argumentos, viendo cómo yo habría hecho las cosas, cómo las enfrentaría si los cursos los estuviera dirigiendo yo… y claro, ya tengo mis propias opiniones y puedo mal que bien expresarlas, entonces todo se empastela.

Ayer, por ejemplo, tuve el atrevimiento de decir que lo que el autor intenta hacer, sus intenciones —como se dice aquí— no son importantes a la hora de leer una historia. He pasado demasiado tiempo leyendo el texto en el texto mismo, para retroceder ahora y considerar válido que en última instancia alguien resuelva “el misterio” de un cuento acusando al autor de borracho. ¡Y menos si se trata de Faulkner! Reconozco que no tenía razón al reaccionar con una observación que para mí, en mis tiempos de docente, hubiera sido más o menos automática, porque estoy asistiendo a cursos de extensión, que están diseñados para “lectores no especializados”.

Pero ¿qué sentido tiene que el lector no especializado salga de un curso como este sin saber absolutamente nada nuevo?, ¿qué gracia tiene que el curso sólo le refuerce los mismos elementales juicios que ya traía cuando empezó?. Más allá del tipo de público al que están dedicados estos cursos, se supone que debe haber en ellos un elemento de aprendizaje. Algo se debe aprender y no me parece sano, ni válido, que el aprendizaje consista en acumular títulos de textos y nombres de autores. Para eso no es necesario pagar, basta con sentarse a leer dos horas por semana en cualquier biblioteca pública.

El sentido que creo que deberían tener estos cursos, aún tomando en cuenta la necesidad de preservar lo que se llama el placer de la lectura, es el de mostrarle a los participantes que existen algunas herramientas que probablemente sirvan para comprender mejor algunas técnicas, algunos procedimientos sin los cuales la ficción no se puede escribir. No creo que le haga un favor a nadie pretender que podemos hablar entre adultos sobre literatura sin poder diferenciar, para ponerte un ejemplo simple, al narrador del autor de carne y hueso.

No creo que sea un salto teórico demasiado grande explicar lo que es un narrador, cómo funciona, qué tipos de narradores hay y cómo esa voz que narra nunca es el-autor-de-carne-y-hueso. Puede ser fastidioso explicarlo pero sin duda ayuda a entender de qué se trata todo y de ningún modo disminuye el placer de leer. Al contrario, el placer de leer aumenta cuando entiendes cómo se hace.

Para mí, enseñar a leer es un arte. Tal vez por eso me cuesta aceptar que el propósito de un curso de literatura sea únicamente discutir lo que me gusta o lo que no me gusta. O que lo único que al final importe sea lo que el autor dijo cuando le preguntaron qué quiso decir cuando escribió tal o cual línea. O, lo que es infinitamente peor, pasar dos horas tratando de dilucidar qué es ficción y qué no lo es en un texto literario. ¡Auxilio!

Y sin embargo, amiga, a veces uno retrocede. Y precisamente ayer, cuando estaba tratando de ser de lo más profesional explicando —en mi pésimo inglés— por qué un texto de Faulkner no se puede leer aislado, sin tomar en cuenta su proyecto ficcional completo, salí con una de las mías y estallé. Dije que no soportaba a Hemmingway y que me resultaba insufrible su mundo hipermasculino y sus personajes atiborrados de testosterona. Y lo dije en un tono horrible, porque no sé decir en inglés nada demasiado inteligente ni puedo contruir ningún tono sofisticado. Dije —literalmente— que odiaba a Hemmingway y sonó tan mal como suena una cosa así en cualquier idioma.

Como ves, no sólo no me toca fácil, sino que creo que le estoy haciendo la vida miserable a la gente que no necesita que yo le diga en la cara y a quemarropa que Hemmingway es insoportable y que la intención del autor no importa y que no es lo mismo el narrador que el señor que se levanta por la mañana y toma café y se fuma un cigarro, etc.

En fin, no creo que vuelva a inscribirme en ningún curso de literatura, por más que haya aprendido algunas cosas y esté descubriendo nuevos autores que con seguridad seguiré leyendo. Me he vuelto un bicho incómodo y nadie necesita ese tipo de bichos en un salón de clases.

Tal vez lo que deba hacer es tomar un curso sobre algo que no sepa. Inscribirme en un curso de idiomas: retomar el francés o mejorar el portugués. Aprender física o biología… Es un chiste. Es obvio que lo que debo hacer es aprender un oficio nuevo o resignarme a ser docente por el resto de mi existencia.

Ya tomé algunas medidas. Sigo aplicando a cargos para volver a mi antiguo oficio. También me estoy inscribiendo en un curso para entrenarme en la enseñanza del español como segunda lengua. El curso empieza en enero. ¡Ya me oirás quejándome! Mientras tanto, me propongo portarme bien —todo lo bien que me sea dado— en las cinco semanas que faltan para que se acabe mi experimento como estudiante.

En el camino, sigo leyendo apasionadamente. Y hago planas: ¡no debo portarme mal! ¡debo ser paciente! ¡debo ocupar mi lugar! ¡debo ponerme en el lugar de los otros! ¡auxilio!

Te mando abrazos muchos,
r

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Otoño


Amiga,

He seguido escribiendo en cuadernos y papelitos sueltos algunos poemas bobos. Por puro gusto de verlo aquí, te copio abajo uno, para acompañar la hoja de otoño de la foto que tomé el sábado en Newcastle upon Tyne:

Esperas el invierno
desde finales de septiembre
o tal vez desde antes
cuando agosto todavía perdura.

Y esa espera te crispa los dedos
te levanta los pelos de la nuca
te contrae los hombros

te impide aceptar como vienen
los últimos días de sol

las mañanas claras


Creo que es un buen modo de dar la bienvenida al otoño que se instaló del todo esta semana.

Un abrazo,
r

PD: Te debo el cuento de Newcastle, a donde fuimos a visitar a Marcela y a Diego, dos amigos venezolanos. Fue un viaje tan rápido que no sé si puedo contruir más de un párrafo. Espero que sí. Mañana.