miércoles, 24 de agosto de 2011

Gabriel con Nagasaki


Amiga,

Las noticias de la tierruca me llegan cada vez más tarde. Con casi un mes de atraso me estoy enterando hoy que mi amigo -y antiguo alumno- Gabriel Payares ganó el concurso de cuentos de El Nacional.

Le escribo una línea para felicitarlo y después busco el cuento en la red y lo leo apurada y curiosa. Siempre leo los textos de gente conocida con una especie de susto, por no saber qué hacer si el texto no me gusta. Pero éste me gusta, y mucho. Por eso aquí va un fragmento y aquí está el link por si quieres leerlo entero.

"Hay algo de Ulises en su cuerpo lampiño, una cierta curtimbre que me hace preguntarme si seré Calíope o Polifemo cuando llegue el final de la aventura. Aun así, escucho su recuento como a través de la portezuela de un submarino: lo he oído todo antes, en montones de rostros diferentes. Si la gente supiera lo parecidas que son nuestras vidas, lo indistintos que podemos llegar a ser al cabo de algunos años, como ondas similares sucediéndonos en un estanque, llegaría tarde o temprano a las mismas y exactas conclusiones: no existen buenas y malas iniciaciones, pero sí primeras y segundas veces, y entre una y otra puede mediar solamente el tamiz de la memoria. Es por eso que la vejez consiste en repeticiones: recuerdos de recuerdos, anécdotas contadas hasta el hartazgo. Una vida larga es como una enorme caverna: en ella todo hace eco."

Hasta aquí unas líneas de muestra del cuento de Gabriel. Me gusta tanto que hasta le pasé por encima a los "rostros" como si fueran un pecado venial.

Como sigo en mi traducción, es todo lo que puedo hacer en lugar de escribir: leer a los otros y aceptar la bendición de que haya gente querida que siga escribiendo y lo haga tan bien!

Un abrazo,

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jueves, 11 de agosto de 2011

El reino en llamas



Amiga,

El reino está en llamas. Desde el sábado ha habido disturbios y saqueos en Londres y otras ciudades del sur. En Escocia no se ha encendido la mecha de la protesta y con un frío que ronda los doce grados y una lluvia insistente, no parece que la ola de violencia vaya a llegar hasta aquí. Pero las reacciones frente a los saqueos que aquí son calificados como “actos de protesta ilegítimos” han disparado, como era de esperarse, un debate sostenido en todos los medios.

La discusión comenzó con el asombro y con un lenguaje bastante depurado. Nadie quería hacer apología de la violencia y las palabras “delincuente” y “delito” quisieron imponerse desde el principio como la línea oficial para tratar la ola de saqueos. Pero cuatro días después ya la prensa y los demás medios habían comenzado a hablar francamente de protesta y a buscar las causas sociales y económicas de los disturbios.

El debate en los medios parece ahora incluso más encarnizado que las mismas protestas callejeras. Tiene que ver con la búsqueda de las causas, pero también con la necesidad de encontrar una explicación convincente de por qué están participando en el vandalismo niños de diez y once años, que deberían estar bajo el cuidado de sus padres. Ya han salido trabajadores sociales a hacer análisis de la decadencia de la estructura familiar en las zonas marginales e incluso en las clases medias de Inglaterra. Ya han aparecido historiadores explicando el fenómeno de los disturbios callejeros como una manera de hacer política más allá de los votos. Ya hay economistas y sociólogos puntualizando que ésta no es más que una primera ola de descontento frente a medidas económicas impopulares y advirtiendo sobre la desintegración de la sociedad si se desmontan los programas sociales a los niveles que el gobierno conservador aspira.

En fin, que el debate es largo y tal vez dure hasta finales del verano, que es mucho más de lo que duran aquí las preocupaciones esporádicas por casos de emergencia como éste. El parlamento, que había estado en receso, volvió a entrar en funciones. El primer ministro regresó de sus vacaciones en la Toscana. Todos los altos funcionarios que se habían ido a recibir el merecido rayito de sol más allá de las tierras húmedas del reino, tuvieron que regresar a meter el hombro para poner a los jóvenes en cintura. Y lo han hecho metiendo presos a más de mil jóvenes que en este momento están siendo juzgados por vandalismo.

Y uno no puede evitar recordar cómo durante el caracazo, en Venezuela, guardando todas las distancias, se dieron los mismos debates y se repartieron las mismas culpas. También la clase media comenzó a mirar con asombro alrededor y a pensar en qué tipo de sociedad estaban viviendo. Los políticos del gobierno hablaron de delincuencia, los de la oposición de graves problemas sociales. Los periodistas comentaron los sucesos escogiendo con precisión las palabras, pero mostrando imágenes que hablaban por sí mismas. Todo, todo me regresa a la memoria. Porque ante la violencia generalizada de una masa anónima, los que estamos del lado de acá, mirando los toros desde la barrera, actuamos también como una masa. Una masa que se defiende y se encierra en el terror.

Cuando el caracazo yo vivía en Parque Central, es decir, prácticamente en el medio de los acontecimientos. Decían que las turbas venían a saquear las tiendas y las oficinas y todo el mundo estaba encerrado, mirando por las ventanas lo que pasaba abajo. Pero yo me acuerdo haber paseado por los pasillos vacíos. Las santamarías estaban bajadas y los largos corredores parecían el escenario de una película apocalíptica, de esas en las que todo el mundo se ha ido después de un cataclismo universal. Todo estaba pasando, pero no pasaba nada. A veces llegaba una ráfaga de viento que traía el olor de los cauchos quemados que ardían a apenas un par de cuadras de distancia. Nada más.

Me acuerdo que en esos días se desató también un debate que tenía muchas ramificaciones. En la Simón Bolívar, donde yo estaba comenzando a estudiar una Maestría en Literatura, conversábamos antes y después de clase sobre lo que estaba pasando. El sentimiento más generalizado era el asombro. El segundo, creo, era el miedo. Había gente realmente angustiada por la posibilidad de que los vándalos entraran en sus casas y les quitaran todo lo que tenían. Si tuve algún tipo de miedo en esos días, no era por las cosas que podían quitarme. Era un miedo más bien a la agresión física. Pero no me daban miedo los que protestaban, sino los que estaban tratando de reprimirlos.

Como seguramente te acuerdas, yo había estado trabajando un año en la Televisora Andina de Mérida y durante ese tiempo cubrí como reportera más de un disturbio. En Mérida, como sabes bien, cuando hay protestas la ciudad entera se vuelve una zona de guerra. Nosotros teníamos unos chalecos que decían, por delante en letras amarillas y en mayúscula, PRENSA. Y por detrás, en una letra más pequeña: ¡no dispare! Me encantaban esos chalecos y cuando me ponía uno y salía a la calle a cubrir las protestas me sentía como un personaje de película. No sé si era por el chaleco, o por una especie de inconciencia colectiva de la que me contagiaba inmediatamente, pero el caso es que no me daba miedo estar en medio de las multitudes que rompían vidrios, lanzaban botellas, quemaban cauchos y se repartían potes de leche o latas de atún de algún camión saqueado.

Me asustaba mucho más estar delante de un batallón de policías, cuando disparaban sin mirar a quién balas de plástico o perdigones, o cuando lanzaban en seguidilla diez, quince, veinte bombas lacrimógenas haciendo que todo el mundo se retirara corriendo a todo lo que daban las piernas. Una vez, en la esquina de la plaza Bolívar, saliendo apenas de las oficinas de la TAM, una bomba lacrimógena me cayó en los pies. Me acuerdo que la miré por dos segundos antes de patearla con todas mis fuerzas calle abajo, hacia donde estaban los policías. Es lo más cerca que he estado de convertirme en delincuente.

Todas esas imágenes me han vuelto a la memoria viendo en la televisión a los jóvenes británicos –ingleses, diría Lyo, porque aquí en Escocia no ha pasado nada– destrozar vidrieras y asaltar joyerías y tiendas de ropa y zapatos, enfrentando desafiantes a la policía. Dicen que se comunicaban dónde sería el próximo asalto a través de la mensajería de texto de los celulares. Y no ha faltado el incauto que ande por ahí culpando a los nuevos medios de la facilidad con que se dispararon y extendieron los disturbios. Pero en 1987, cuando yo trabajaba en Mérida, no había celulares. Y el comportamiento de los jóvenes en las calles incendiadas era exactamente el mismo.

Como era igual la reacción de los políticos que estaban en el gobierno y la de los políticos que estaban tratando de ganar puntos desde la oposición. En estos casos, sea en el primero o en el tercer mundo, parece que alguien hubiera escrito un manual para uso de la especie humana con un capítulo escrito para cada uno de los actores que participan en la contienda. Y todos parecen siempre haberse leído sólo el capítulo que les corresponde.

Desde el reino todavía en llamas, te mando un abrazo contagioso como un disturbio callejero,

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