jueves, 29 de julio de 2010

200


Amiga,

Iba a subir una larga entrada que he estado escribiendo desde hace días, sobre la primera casa en la que viví. Pero al abrir el escritorio del blog me di cuenta de que ésta es mi entrada número doscientos.

Me pareció que valía la pena celebrar el número redondo con una nota breve y alguna foto alegre. Me gustan los números redondos y las celebraciones medio inútiles. Así que aquí va nuestro número doscientos ¡¡con fanfarrias y colores veraniegos!!

Y con doscientos y pico de abrazos,
r

PD: La foto la tomó Lyo en uno de sus paseos en bici.

martes, 20 de julio de 2010

Berlín en volandas


Amiga,

El fin de semana estuve en Berlín, acompañando a Lyo que está allá en una conferencia de trabajo. Fueron menos de cuarenta horas, pero creo que resultaron suficientes para hacerme una idea del aire que se respira en esa ciudad tan disputada y controvertida.

No sé si me gustó. De hecho, no estoy segura de que Berlín sea una ciudad que le deba gustar a uno o que deba producir una reacción en términos de si a uno le gusta o no. Me parece más bien que es una ciudad que te pide que la mires sin prejuicios y que la entiendas. Que entiendas sus edificios futuristas tanto como sus monumentos, que entiendas sus lotes vacíos y sus ruinas rodeadas de diseños postmodernos. Pero sobre todo creo que es una ciudad que te pide que tomes en cuenta lo difícil que ha sido su historia.

En Berlín la historia te asalta y no lo puedes evitar. Es tal vez la ciudad que más me ha exigido comprender su pasado. Si no sabes lo que ha sucedido ahí no entiendes nada. Eso pasa con el muro, por ejemplo. Hasta que no ves un mapa donde se muestra el modo como encapsularon a Berlín occidental dentro de un cordón de concreto no entiendes por qué ves restos del muro en todas partes. Y lo mismo pasa con los cambios bruscos de la arquitectura y con los súbitos vacíos o los edificios abandonados en el medio de la ciudad.

Todo en Berlín es al mismo tiempo viejo y nuevo. Todo evoca una culpa y todo parece estar pidiendo un perdón eterno. Tanto los monumentos que recuerdan la guerra como los que se aferran a un pasado más glorioso tienen ese doble significado que parece estar en todas partes. Orgullo y vergüenza. Todo junto y revuelto.

No sé si me gusta esa mezcla. Lo que sí sé es que no podría vivir en una ciudad como esa, donde la culpa se respira por todas partes en las mismas cantidades que la necesidad de olvidar. Y, sin embargo, es posible disfrutar de sus plazas y sus parques, de sus rincones que parecen de pronto parisinos o que producen un aire como romano. Hay una cosa amable y abierta en algunas de sus calles, aunque no alcance a ser del todo acogedora.

En la esquina del hotel en el que Lyo se estaba quedando se instalaban todo el día y toda la noche unos cuatro o cinco jóvenes que en otros tiempos habríamos llamado punks. Bebían y gritaban a voz en cuello a todo el que pasaba. Esos gritos nos recibían en la mañana y nos despedían en la tarde. Esos son los gritos, entre agresivos y festivos, que se van a quedar por mucho rato en mi memoria como el ruido distintivo de Berlín.

jueves, 8 de julio de 2010

Los largos días



Amiga,

La vida sigue. Nada espera. Los días de verano pasan aquí largos y lentos, con una claridad que dura hasta las once y apenas se apaga por un rato para volver a clarear a las tres de la madrugada. Ha habido viento fuerte que tumba árboles y trae y lleva la lluvia de allá para acá como a lo loco. Los días pasan, pues, y hay que seguir con ellos. Para allá, para adelante.

En estos días hemos ido al cine a ver la última película de Woody Allen y a comer en un restaurancito griego que descubrimos hace poco. Hemos hecho planes para ir a Berlín y para nuestra semana de vacaciones en Córcega a finales de agosto. Hemos comprado una notebook que no termina de llegar por correo. Hemos visto los partidos del Mundial y soportado todas sus tristezas y alegrías. Hemos visitado amigos y conversado largo, a pesar de lo que cuesta hacer amigos y conversar largo en otros sitios y otras lenguas.

En estos días he retomado mi amistad con Mirtha, una de mis más viejas y queridas amigas, y estamos ya planeando una visita que será, tal vez y con suerte, en octubre. He caminado por el parque escuchando un Podcast producido por el British Museum donde se cuenta la historia del mundo en cien objetos: un lujo. He ido al dentista y me he mantenido en dieta estricta por casi dos semanas. Compré y perdí un precioso ganchito de pelo. He leído mis blogs favoritos y un libro de Ali Smith que se llama Girl meets boy: una delicia.

La vida sigue, pues, y nada espera. Y esta mañana Lyo me recordó que hace exactamente siete años, tal día como hoy, nos casamos ante la ley, en Margarita, frente a autoridades y testigos, con firmas y ceremonias varias, después de siete años viviendo juntos sin tanto protocolo.

Así que estamos en la mitad del medio amiga. Y la vida sigue, como si nada. ¿No es un milagro?

Abrazos muchos,
r

PD: Resultó que no, que en realidad nos casamos un 10 de julio, así que el aniversario toca el sábado.

viernes, 2 de julio de 2010

La dura tierra


Amiga,

Estuve conversando el otro día con mi amiga María Teresa, que vive en Barcelona y que también viajó hace poco a la tierruca, y las dos compartimos las mismas impresiones. Ella me dice que también decidió no volver más. Y me hacía la observación de que los argentinos o los mexicanos, los peruanos o los chilenos, pasan vacaciones en sus países y regresan contentos, recargados, con un ánimo que se les nota a flor de piel y con ganas de volver lo más pronto posible. Nosotros, sin embargo, regresamos apesadumbrados, adoloridos y aporreados, jurando que no vamos a regresar más.

¿Por qué será? ¿Por qué la tierruca se ha vuelto el lugar del desencanto? ¿Por qué los expatriados que estamos regados por el mundo tenemos esta horrible sensación de que la patria nos repele, nos expulsa, nos obliga a mantenernos fuera? Se trata de una situación política, por supuesto. Pero también hay otra razón, como me decía María Teresa, y es que nuestros compatriotas no dejan de recordarnos que vivimos afuera y que por lo tanto tenemos menos derecho a opinar que los que se quedaron.

La otra razón, digo yo, es que cuando uno se acostumbra a ser tratado como un ciudadano, con todo lo que eso implica, es muy difícil regresar a la categoría de sospechoso. Es agobiante esa sensación de que estás vigilado y de que al mismo tiempo tienes que estar alerta con todo y con todos los que te rodean. Y cuando te acostumbras a que te traten bien, digamos, decentemente: a que te digan buenos días o te pidan permiso, a que te den las gracias o te respondan cuando las das, no sé, esas cosas elementales de la cortesía humana, es muy difícil volver a la rudeza y a las caras largas, al gratuito mal humor y a la falta total de consideración por el prójimo. Los venezolanos han dejado de ser amables y ya ni se dan cuenta.

También creo que parte de la sensación de angustia y de agobio, de ganas de salir corriendo y no volver, tiene mucho que ver con la reacción frente a las noticias que uno escucha o lee en los medios. En las dos semanas que estuve en la tierruca se descubrieron toneladas y toneladas de contenedores de comida podrida y medicamentos vencidos. Todos los días aparecía en la prensa un contenedor nuevo. Y todo seguía exactamente igual. Nadie parecía inmutarse. Menos que menos quienes apoyan al gobierno y siguen creyendo en sus promesas a pesar de las claras evidencias de su fracaso administrativo.

En fin, no sé, amiga. Es como demasiado triste reconocer que a pesar de lo que duele la distancia con los amigos y la familia, a los que uno quiere y extraña tanto, la tierruca ha dejado de ser un lugar viable. Ni siquiera nos queda ya el ánimo de volver de visita. Y eso es mucho más duro de lo que pueden imaginar todos los que desde allá sueñan con vivir en el exilio.

Te abraza lejos,

r