lunes, 8 de junio de 2015

Otro bicho



Amiga,
He estado mirando algunas entradas viejas en este blog nuestro. Buscaba un cuento que nunca te conté. Y me ha sorprendido encontrarme con una persona que no existe. Ya no soy ni esa actitud ni esa voz. Ya casi no soy esa mirada. Todo lo que he escrito en este blog me suena ahora distante y extraño. Incluso las cosas más íntimas. Como si fueran cartas que me escribí a mí misma desde otro tiempo, desde otra dimensión. Tal vez por eso he regresado cada vez menos a este lugar en el que habité por tantos años.
Pero ¿qué es lo que soy ahora? No te puedo responder en realidad a esa pregunta. No tengo las palabras todavía. O no tengo las ideas, que es lo mismo. Lo que sí sé es que soy otra cosa. Algo menos definido, pero también menos nostálgico. Y supongo que ahí está el centro del asunto: ahora miro mucho menos hacia atrás. He aprendido a centrarme en el aquí y en el ahora. Tal vez por eso soy un bicho menos triste. Lo que no me convierte en un animal alegre. Sino en un ser realista.
Te pongo un ejemplo: los viajes. Por mucho tiempo, parte de la gracia de viajar consistía en contar que viajaba. Es uno de los peores vicios de los viajeros, pero es algo que resulta inevitable. Porque el acto de viajar es un desafío. Y todos nos sentimos obligados a hacer aspavientos cuando logramos algo (por eso este blog nuestro está lleno de viajes). Hasta que el viaje se vuelve hábito, costumbre. Y empieza a tener otro sentido. Entonces dejamos de ser viajeros. Incluso cuando viajamos. Nos convertimos en gente errante y perdemos el deseo de compartir esa errancia. Porque sólo otros seres errantes la comprenden y no necesitan que les echemos el cuento.
Un poco de eso pasa con el exilio. Hay un punto en que el exilio empieza a ser simplemente la vida. Y el día a día no es fácil de contar. La extrañeza desaparece y se pierde la mirada de asombro. Sólo el asombro construye relatos. Y ser un bicho asombrado de manera permanente cuesta mucho. Es un esfuerzo enorme. Pero es también una actitud que a la larga resulta forzada. Porque tarde o temprano dejamos de estar en el medio y pasamos al otro lado.
Te pongo otro ejemplo: manejar. Como he contado aquí alguna vez, a propósito de algunas de las casas en las que he vivido, empecé a manejar cuando tenía quince o dieciseis años. Mi hermana mayor, Rebeca, fue mi primera instructora de manejo. Eso significa que al menos por dos terceras partes de mi vida he sabido manejar, aunque sólo dos veces he tenido carro propio y el tiempo que tuve esos dos carros no suma más de diez años juntos.
Aquí no podía manejar sola porque no tenía licencia. Y obtener una licencia de este lado del mundo es la cosa más complicada que hay. El proceso mismo hubiera dado para una larga entrada de este blog. El sábado pasado aprobé el examen práctico de manejo. Y ni siquiera se me ocurrió escribir sobre el tema hasta ahora.
Ya puedo volver a manejar legalmente. Ayer salí en el carro a hacer la compra semanal, como lo hubiera hecho cualquier domingo en Caracas. Estaba contenta. Recobré una parte de mi relación con el mundo que el exilio me había quitado. Celebré y me reí sola durante todo el fin de semana. Pero no sentí extrañeza. Todo era y es de lo más normal.  
Es lunes otra vez. Vuelvo al trabajo y a las rutinas. El carro está parado afuera y no tengo urgencia de ir a ningún lado. Estoy aquí sentada en mi escritorio terminando cosas pendientes antes de irme a San Francisco. La vida sigue. Que es como decir que no hay nada que contar. Es decir, que soy otra.
Cariños,
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