domingo, 19 de febrero de 2012

Pessoanas


Amiga,

Esta mañana amaneció un rectángulo de sol tibio en la ventana y en el dibujo de luz que hacía el sol sobre la alfombra me senté con las piernas cruzadas a leer a Pessoa. Me senté en el suelo a leer el Libro del desasosiego, que hemos leído las dos por tanto tiempo sin cansarnos nunca. De ese libro tan nuestro tengo ganas de copiar aquí unos párrafos que se me parecen tanto a lo que somos que no sé ya si somos así porque leímos a Pessoa desde siempre o si somos como somos porque de verdad hay una especie de seres que sólo Pessoa supo describir:

Así las cosas, no sabiendo creer en Dios y no pudiendo creer en una suma de animales, me encontré, como otros hombres, en esa distancia de todo lo que solemos llamar Decadencia. Decadencia es la pérdida total de la inconciencia, pues la inconciencia es el fundamento de la vida. Si el corazón pudiera pensar se detendría.

A quien, como yo, que vive sin saber tener vida, ¿qué le resta más que la renuncia como forma y la contemplación por destino, como ocurre con mis pocos semejantes? No sabiendo qué es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo ya, pues no se puede tener fé con la razón, no pudiendo tener fé en la abstracción del hombre, ni sabiendo qué hacer con ella frente a nosotros, nos resta como consecuencia del alma, la contemplación estética de la vida. Y así, ajenos a la solemnidad de los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos con futilidad a las sensaciones sin propósito, cultivadas en un epicureísmo sutil, como conviene a nuestros nervios.

(...)

Al no tomar nada en serio, al no considerar que nos fuese dada como cierta otra realidad distinta que la de nuestras sensaciones, en ellas buscamos abrigo, y las exploramos como a grandes países desconocidos. Y si nos ocupamos asiduamente, no sólo en la contemplación estética, sino también en la expresión de sus formas y resultados, es porque la prosa o el verso que escribimos, ya desilusionados de querer convencer al ajeno entendimiento o mover la voluntad ajena, es como el hablar en voz alta de quien lee, dando así plena objetividad al placer subjetivo de la lectura.

Bien sabemos que toda obra ha de ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero imperfecto es todo, y no hay ocaso tan bello que no pudiera serlo un poco más (...). Y así, contempladores tanto de las montañas como de las estatuas, complaciéndonos tanto de los días como de los libros, soñándolo todo para luego convertirlo en nuestra íntima sustancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser ajenos a nosotros, pudiéndolos disfrutar como si llegasen hasta nosotros con la tarde.

(...) No tenemos, es cierto, un concepto de valor de aplicación a la obra que realizamos. La realizamos, es verdad, para distraernos, pero no como el preso que teje el esparto tratando de distraer al Destino, sino como la niña que borda almohadas para distraerse sin más.

Considero la vida un parador donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo. No tengo ni idea hacia dónde me ha de llevar, pues no tengo idea de nada. Podría entender este parador como una prisión, puesto que tengo que esperar en él; podría considerarlo un lugar social, puesto que es aquí donde me encuentro con los demás. No soy, sin embargo, ni un vehemente ni un tipo vulgar. Me olvido de quienes se encierran en sus cuartos, tumbados confortablemente en la cama mientras esperan sin sueño; me olvido de quienes conversan en las salas, desde donde las voces y la música llegan cómodas hasta mí. Me siento en la puerta y empapo mis ojos y mis oídos de los colores y los sonidos del paisaje y canto bajito, sólo para mí, vagas canciones que compongo mientras espero.

A todos nos llegará la noche y aparecerá la diligencia. Disfruto de la brisa que me da todo esto y del alma que me dieron para poder disfrutarlo y ni interrogo ni busco. Si lo que dejé escrito en el libro de los viajeros, releído algún día por otros, pudiera servir de entretenimiento a los nuevos viajeros mientras esperan, lo daré por bueno, pero si no lo leyeran ni se entretuvieran con ello, también lo daría por bueno.


Hasta aquí Pessoa, que en este libro habla como Bernardo Soáres. ¿Qué puedo agregar yo? Te dejo un abrazo pessoano y sigo leyendo, aunque el sol ya se me fue de la ventana...

r


PD: Utilizo la edición y traducción de Manuel Moya (Ediciones Baile del Sol, 2010), aunque cambié la palabra “apeadero” que usa Moya, por “parador” que me gusta más.

lunes, 13 de febrero de 2012

Pavor quieto



Amiga,

En estos días me ha estado rondando una especie de revelación. Soy de quienes piensan que uno descubre cosas lentamente y así mismo aprende y desaprende –muy, pero muy despacio. Y una de las lecciones de vida que he estado volviendo a aprender, a cámara lenta, en estos días en los que me acostumbro a ser una cincuentona es que uno debe aceptar que hay momentos en los que la voluntad no basta, en que hay que abandonarse y dejarse ir, como si se flotara en la corriente.

Tal vez esta revelación –contra la que he luchado tantas veces a lo largo de mi vida– se me haya hecho evidente otra vez leyendo a Juan Gabriel Vásquez. Comencé leyendo su novela Los informantes, que me deslumbró. Después leí El ruido de las cosas al caer, que ganó el Premio Alfaguara el año pasado, con toda razón, porque es una novela perfecta. Y ahora estoy leyendo, en mi iPod, Historia secreta de Costaguana: un texto divertido y trágico a la vez, pero que no tiene una sola línea de desperdicio.

Sólo para darte una idea te dejo aquí un fragmento de El ruido de las cosas al caer:

La edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso dependa de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que vaya a sucedernos enseguida. El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna participación de sus propias decisiones. Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida –a veces para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos– suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos, accidente, casualidad, a veces destino. Ahora mismo hay una cadena de circunstancias, de errores culpables o de afortunadas decisiones, cuyas consecuencias me esperan a la vuelta de la esquina; y aunque lo sepa, aunque tenga la incómoda certeza de que esas cosas están pasando y me afectarán, no hay manera de que pueda anticiparme a ellas. Lidiar con sus efectos es todo lo que puedo hacer: reparar los daños, sacar el mayor provecho de los beneficios. Lo sabemos, lo sabemos bien; y sin embargo siempre da algo de pavor cuando alguien nos revela esa cadena que nos ha convertido en lo que somos. Siempre desconcierta constatar, cuando es otra persona que nos trae la revelación, el poco o ningún control que tenemos sobre nuestra experiencia.

Hasta aquí el texto de Juan Gabriel Vásquez. Igual que el personaje que narra esta historia, yo estoy en estos días aceptando la idea de que la vida no está sólo hecha de las decisiones que tomamos, de las cosas que logramos alcanzar a punta de voluntad, sino que también se construye gracias al azar, a los encuentros inesperados y a la coincidencia de dos o más acontecimientos que no podemos controlar. No se trata de resignarse, o al menos ese es el mantra que me repito una y otra vez. Se trata de aprender a esperar. Y de vivir el momento quieto en el que parece que nada pasa como si se tratara de una bendición. La vida nos regala pausas y en esas pausas crecemos.

Así que aquí estoy, amiga, aprendiendo a vivir en un pavor quieto. Sólo espero que no sea una pausa eterna.

Te mando un abrazo abandonado,

r

viernes, 3 de febrero de 2012

Corazones lavados


Amiga,

Tengo semanas mirando al lado de mi computadora un recorte de prensa de una columna que me llamó la atención y guardé con ánimo de traducirla. Y ahora que escribo “recorte de prensa” me doy cuenta de lo obsoleto que se ha vuelto ya ese objeto y el concepto mismo de un papel recortado de un periódico. En estos días ya no recortamos papeles sino que guardamos archivos en carpetas virtuales. Pero, como sea, la verdad es que tengo aquí al lado mientras te escribo la tira larga del periódico en el que leí un artículo que quería comentarte. Se trata de un texto sobre el lavado de cerebros.

A propósito de la muerte del líder norcoreano, Kim Jong-il, y de las demostraciones de histeria colectiva de sus deudos y –¿por qué no?– súbditos, Kathleen Taylor, se preguntaba en el periódico The Guardian si se trataba de un lavado de cerebro. La suya es una opinión autorizada, porque Taylor escribió un libro sobre el tema: Lavado de cerebro: La ciencia del control del pensamiento (Universidad de Oxford, 2004) y en esta breve columna que te comento hace un resumen muy apretado de las condiciones que deben cumplirse para que un lavado de cerebro colectivo o a gran escala sea posible.

Al leer este texto no pude evitar pensar en nuestra tierruca, en las demostraciones de cariño “auténtico” que le profesan al presidente venezolano las multitudes que lo aclaman en el balcón del pueblo, en las viejitas rezando el rosario por su salud, y en otras manifestaciones de apoyo incondicional a las que estamos ya –tal vez demasiado– acostumbrados. Por eso me armé de una tijera el otro día y recorté –como ya no se hace– este texto para traducirte al menos una parte. Y aquí va ese fragmento de un texto que se llama “Corazones y mentes”:

El lavado de cerebro lleva al extremo las técnicas de persuación desarrolladas a lo largo de siglos, utilizando un ambiente altamente coercitivo y controlado. Un campo de prisioneros es el espacio ideal; una dictadura autoritaria se le parece bastante. Las intensas presiones sociales hacen que la adopción de nuevas creencias o convicciones –o su aparente aceptación– parezca el camino más fácil a seguir.

Las cinco técnicas básicas utilizan el aislamiento, el control, la incertidumbre, la repetición y la manipulación de emociones. Estas técnicas funcionan porque nuestros cerebros no son estáticos ni autosuficientes, sino que están constantemente recibiendo nueva información acerca de lo que les rodea, construyendo opiniones y generando comportamientos. Si se cambia la información recibida y se controla el comportamiento, es posible cambiar las mentes.

Lo primero que hay que hacer es poner a la persona en un nuevo ambiente. El aislamiento cambia de inmediato la información que el cerebro recibe, haciendo más débiles las creencias anteriores. (...) Lo segundo, controlar el nuevo ambiente, especialmente en lo que se refiere a bloquear las informaciones o estímulos que puedan volver de nuevo activas las creencias anteriores. Es necesario rodear a la persona de creyentes; prohibir la libertad de prensa y la apertura a internet o controlar lo que estos medios hacen circular.

Es fundamental usar la incertidumbre. Los humanos no soportan la incertidumbre, especialmente si se sienten amenazados. La idea es desmontar las viejas creencias hasta que parezcan ridículas: cualquier idea puede parecer extraña si se la lleva hasta el límite (...).

La repetición es necesaria, porque el lavado de cerebro no se logra rápidamente, lleva tiempo y esfuerzo. (...) Y, finalmente, hay que hacer uso de emociones fuertes. Hay que usar el castigo cuando las creencias antiguas emergen y premiar el uso de las nuevas ideas.

Si estas técnicas se combinan a lo largo de los años, el resultado es poderosísimo.

Hasta aquí el texto de Kathleen Taylor, que finaliza con una nota optimista, afirmando que algunas de estas técnicas son armas de doble filo. Sobre todo el uso reiterado de la incertidumbre. Porque si una población sometida a estas técnicas ve en el gobierno una fuente de incertidumbre permanente, llega un punto en que la gente simplemente no aguanta más y se rebela. De más está decir que estas técnicas están presentes, juntas o por separado, en todas las estrategias publicitarias del régimen de Chávez. Y esa es la razón por la que recorté esta columna para traducírtela aquí.

Esperemos que la pasión del gobierno venezolano por la siembra de incertidumbre termine llevando a la gente al límite de lo soportable. Esperemos que esté cerca el día que los votos revelen que los venezolanos ya no quieren vivir en el aislamiento, con cada uno de sus movimientos controlados, bajo la más desesperante incertidumbre con respecto al futuro y sometidos a la repetición incansable de los mismos discursos que juegan con las emociones más básicas.

Y, por encima de todo, esperemos que después de esta experiencia los venezolanos aprendan alguna lección válida para el futuro.

Es demasiado esperar. Pero la esperanza es terca, amiga.

Te mando un abrazo –¿cómo más podría ser?– esperanzado,

r