lunes, 13 de febrero de 2012

Pavor quieto



Amiga,

En estos días me ha estado rondando una especie de revelación. Soy de quienes piensan que uno descubre cosas lentamente y así mismo aprende y desaprende –muy, pero muy despacio. Y una de las lecciones de vida que he estado volviendo a aprender, a cámara lenta, en estos días en los que me acostumbro a ser una cincuentona es que uno debe aceptar que hay momentos en los que la voluntad no basta, en que hay que abandonarse y dejarse ir, como si se flotara en la corriente.

Tal vez esta revelación –contra la que he luchado tantas veces a lo largo de mi vida– se me haya hecho evidente otra vez leyendo a Juan Gabriel Vásquez. Comencé leyendo su novela Los informantes, que me deslumbró. Después leí El ruido de las cosas al caer, que ganó el Premio Alfaguara el año pasado, con toda razón, porque es una novela perfecta. Y ahora estoy leyendo, en mi iPod, Historia secreta de Costaguana: un texto divertido y trágico a la vez, pero que no tiene una sola línea de desperdicio.

Sólo para darte una idea te dejo aquí un fragmento de El ruido de las cosas al caer:

La edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso dependa de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que vaya a sucedernos enseguida. El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna participación de sus propias decisiones. Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida –a veces para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos– suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos, accidente, casualidad, a veces destino. Ahora mismo hay una cadena de circunstancias, de errores culpables o de afortunadas decisiones, cuyas consecuencias me esperan a la vuelta de la esquina; y aunque lo sepa, aunque tenga la incómoda certeza de que esas cosas están pasando y me afectarán, no hay manera de que pueda anticiparme a ellas. Lidiar con sus efectos es todo lo que puedo hacer: reparar los daños, sacar el mayor provecho de los beneficios. Lo sabemos, lo sabemos bien; y sin embargo siempre da algo de pavor cuando alguien nos revela esa cadena que nos ha convertido en lo que somos. Siempre desconcierta constatar, cuando es otra persona que nos trae la revelación, el poco o ningún control que tenemos sobre nuestra experiencia.

Hasta aquí el texto de Juan Gabriel Vásquez. Igual que el personaje que narra esta historia, yo estoy en estos días aceptando la idea de que la vida no está sólo hecha de las decisiones que tomamos, de las cosas que logramos alcanzar a punta de voluntad, sino que también se construye gracias al azar, a los encuentros inesperados y a la coincidencia de dos o más acontecimientos que no podemos controlar. No se trata de resignarse, o al menos ese es el mantra que me repito una y otra vez. Se trata de aprender a esperar. Y de vivir el momento quieto en el que parece que nada pasa como si se tratara de una bendición. La vida nos regala pausas y en esas pausas crecemos.

Así que aquí estoy, amiga, aprendiendo a vivir en un pavor quieto. Sólo espero que no sea una pausa eterna.

Te mando un abrazo abandonado,

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