sábado, 11 de junio de 2011

Ensayo de caminata



Amiga,

Desde hace tiempo venimos planeando hacer una larga caminata, de esas que duran varios días y en las que es posible atravesar alguna parte de esta isla de costa a costa. Me encanta la idea de hacer un recorrido que tenga una especie de significado contundente. Y aquí, en esta isla que tiene por un lado un océano y por el otro un mar, la idea de cruzar de uno a otro es de lo más tentadora. Por supuesto hay unos cuantos cruces costa-a-costa. Pero aquí en Escocia tenemos la ventaja de tener una de las franjas más angostas en las que se puede caminar desde el Mar del Norte hasta el océano Atlántico en un par de días —tres como mucho.

Y ese es el primer costa-a-costa que queremos hacer. Pero primero queremos estar seguros de que yo puedo pasar dos o tres días caminando. Digo “que yo puedo” porque es obvio que Lyo podría caminar por semanas y eso no ha estado nunca en duda. Así que el sábado pasado hicimos nuestra primera prueba de caminata larga. Caminamos veinte kilómetros por el Forth and Clyde, que es un canal que va desde el estuario del río Forth, que da al Mar del Norte, hasta la desembocadura del río Clyde, más allá de Glasgow, en plena costa atlántica. Pero nuestro recorrido, esta vez fue más modesto.



Salimos de la casa en autobus y nos montamos en un tren en Haymarket que nos llevó a un pueblito llamado Croy. La idea era hacer el camino de regreso, de oeste a este, desde la mitad del recorrido hasta Falkirk, que está relativamente cerca del final. Es decir, queríamos hacer un pequeño ensayo con vestuario para ver cómo se veía el camino, cómo se comportaban nuestros pies —los míos, quiero decir— y si era posible, a la vista de todas esas variables, hacer el recorrido costa a costa, incluyendo quedarnos a dormir en el camino. Íbamos, pues, a reconocer el terreno.



La idea inicial había sido caminar por el muro de Antonino, que construyeron los romanos en el año 142. Pasaron doce años tratando de mantener ahí el límite norte de sus dominios, antes de tirar la toalla y decidir que los encuentros con los salvajes de las tierras altas eran más de lo que podían soportar por mantener un territorio que sólo producía lluvia eterna y súbditos ingratos. No era en realidad una muralla sino una especie de talud, con una fosa al lado y una línea de pequeños fuertes que no se conservan.



Lo único que en realidad se ve son algunos restos de piedras que hacen una hilera discontinua. Pero aquí de todo monumento antiguo hacen una atracción turística, así que los conservacionistas se han dedicado a marcar el camino para ver si agregan un destino más a los muchos que ya existen y compiten con el muro de Adriano, que está más al sur y es mucho más conocido.



A pesar de todo el esfuerzo que han hecho, la verdad es que el muro de Antonino es medio intransitable, porque hay que ir bajando y subiendo cuestas sin mucho propósito. Desde arriba se ve un panorama hermoso, pero también una vía más sencilla y menos complicada: el Forth and Clyde Canal.



Los canales tienen muchas ventajas para las caminatas largas. La más importante de ellas es que están en terrenos planos y no tienes que subir y bajar montañas. La otra ventaja es que vas caminando al lado del agua y a mi me parece que no hay mejor compañía para un recorrido largo. El agua acompaña, relaja, le pone banda sonora al camino y atrae cantidad de vida silvestre, por lo que siempre hay algo que ver y no hay lugar para el aburrimiento.



Así que una vez que nos montamos sobre el lomo del canal, lo que quedaba era disfrutar del camino, saludar a los paseantes que andaban por ahí y medir la resistencia de los pies por los siguientes veinte kilómetros. Las primeras dos o tres horas son las menos pesadas. Todo es novedoso, todo huele distinto y vas comentando lo que ves sin bajar el paso. Lyo se había llevado su nuevo bote inflable —te debo ese cuento— para ver si podía hacer una parte del recorrido remando. Pero descubrimos casi desde el principio que nos esperaba una caminata en contra del viento y que el canal era mucho más ancho de lo que nos imáginábamos. Así que fuimos dejando para después la aventura del bote.



En algunos tramos el canal parece un verdadero río. Tiene hasta corriente y el fondo no se ve. A lo lejos se oye el ruido del tráfico que va por las autopistas y de vez en cuando se ve pasar el tren que sigue más o menos la misma ruta del canal, porque el canal va por un valle por donde también cruzan todas las vías que comunican el este con el oeste de esta parte de Escocia. Todo lo que va o viene de Edimburgo a Glasgow pasa por este valle. Sin embargo, por largos ratos no se oye sino el ruido de los pájaros y parece que no hay nada más que el agua y las matas. Puedes fácilmente hacerte la ilusión de que estás en medio de la pura naturaleza, aunque en realidad estés justamente en el cinturón más densamente poblado de este rincón del mundo.



A las dos horas y media de camino decidimos pararnos a comer algo. Habíamos llevado sanduchitos y frutas. El lugar donde nos instalamos a comer tenía una mesita y banquitos, además de un montón de árboles que nos daban un leve refugio contra el viento que habíamos venido soportando de frente todo el tiempo. Comimos, descansamos un poco, hicimos pipí escondidos entre las matas y seguimos camino. Cuando descansas y comes sientes que en realidad todavía no has caminado nada. Sin embargo, ya yo había recorrido el doble de lo que camino cada día en mi parque local. Pero hacer un alto en el camino tiene también sus desventajas. Te enfrías y comienzas a darte cuenta de que, por muy cómodos que sean los zapatos que cargas, los pies van a empezar a dolerte en un rato apenas.



Por suerte el camino mejora y a partir de aquí hay más movimiento, el canal tiene exclusas y casitas al lado de las exclusas que alguna vez sirvieron para alojar a los trabajadores del canal que suponemos estaban encargados de dejar pasar las barcazas que iban y venían de un mar al otro. Porque, cuando se construyó, en el siglo XIX, el Forth and Clyde pretendía ser una especie de canal de Panamá: un paso relativamente rápido y sin complicaciones entre un lado y el otro de la isla. La teoría era que transportar bienes por esta vía saldría más barato que dar toda la vuelta por el peligroso Mar del Norte. Pero justo cuando terminaron de construir el canal —éste y todos los demás— llegó la era del ferrocarril y la vida útil de los canales no pasó de veinte o treinta años.



Ahora los canales se usan para caminar, para pasear a los perros, para andar en bici y, en el verano, para llevar a los turistas de un lado a otro. Creo que quienes sacan más ventaja de este nuevo uso son los que caminan, porque es un modo simple de atravesar un territorio que, de otra manera, sería demasiado hostil. El peatón está siempre al final de la cadena alimenticia de los que se mueven en camiones, carros, motos o bicicletas. Todos lo atropellan. Pero en el canal, en su borde plano y ancho el peatón es el rey. Así que puedes andar por kilómetros y kilómetros sin miedo a que te lleven por delante, sin cruzar calles o avenidas peligrosas y sin tener que consultar un mapa cada tres minutos, porque sabes con certeza que la vía te lleva de A a B sin que necesites nada más que un mínimo de constancia.




A veces, cuando más los necesitas, los letreros no aparecen por ningún lado. Otras veces son inútiles y otras, como en este caso, sólo sirven para reconfirmarte que estás a seis millas y un cuarto de tu objetivo final. Este letrero nos estaba indicando que estábamos a diez kilómetros —más o menos— de nuestro punto de llegada. Es decir que íbamos por la mitad del camino. Por supuesto de la mitad para allá es cuando comienzas a sentir el dolor en los pies, la falta de aire, una especie de mareo que le atribuyes al exceso de viento o al frío. Porque nos hizo frío durante todo el camino y apenas salió el sol un par de veces. De hecho, desde este punto del camino estuvimos bajo amenaza de lluvia, viendo las nubes negras acercarse cada vez más por el noreste. Al final no llegó a llover y hay que reconocer que fue un alivio no tener el sol encima todo el tiempo. Lo único que de verdad hubiéramos preferido ahorrarnos fue el viento de frente, que sopló todo el día como queriendo hacernos renunciar a la aventura.



Los últimos kilómetros antes de llegar a Falkirk los hicimos callados y concentrados en seguir a un ritmo decente, en no parar hasta llegar a la meta. Supongo que siempre es así. Hay un punto en el que sólo te quedan fuerzas o ánimo para apretar el paso y mantener la convicción de que puedes llegar hasta el final sin tirar la toalla. Te duelen los pies, el cuerpo se resiste, ya no miras el panorama ni escuchas a los pajaritos. Sólo quieres que el camino se termine de una vez.



Cuando finalmente vimos la gran rueda de Falkirk sentimos lo que debe sentir todo el que llega a una meta a partir de un esfuerzo físico: ¡alivio! …y ganas de descansar. Decidimos pararnos un rato y aprovechar que frente a la rueda hay un café de lo más cómodo, donde uno puede ir al baño, mirar la tienda que vende recuerditos y tomarse un te calentito, para recuperar fuerzas. El lugar está diseñado para que mientras estás adentro puedas ver la rueda en funcionamiento, a través del altísimo vidrio que le sirve de techo…



La rueda de Falkirk es un asunto que hay que ver y no es fácil —ni divertido— de explicar. Es, en términos simples, una especie de ascensor que sirve para conectar el Union Canal y el Forth and Clyde Canal, por el que veníamos andando. Pero lo interesante es el mecanismo que hace que la rueda sea una atracción turística. Porque está diseñado para funcionar por gravedad y, en principio, la idea es que el agua misma debía servir como contrapeso para bajar un barco que viene desde el Union Canal y ponerlo sobre el Forth and Clyde, salvando un desnivel de 24 metros, que es como decir un edificio de unos ocho pisos de altura. Originalmente había que pasar por once exclusas para salvar ese desnivel y el proceso duraba horas. Con la rueda, en unos veinte minutos el paso está resuelto. Puedes ver aquí la rueda funcionando y toda la explicación correspondiente.



Después de tomarnos un tecito y comernos una espectacular torta de manzana, subimos al Union Canal, sin necesidad de rueda, por un caminito empinado que está detrás del centro de visitantes. Lo que ves en la foto es el horizonte donde termina el Union Canal, literalmente en el aire. Esta última parte del camino nos llevaba por un canal que es para nosotros bastante más conocido, porque es el que pasa por nuestros predios y llega al centro mismo de Edimburgo. Esta vez no íbamos tan lejos, sólo hasta el pueblito de Falkirk, pero ese último kilómetro se me hizo eterno. Aún así, en medio de las quejas porque el final del camino no parecía llegar nunca, íbamos planeando nuestra siguiente caminata. Imaginamos varias rutas y, sobre todo, un tiempo mejor, con menos viento y menos frío.



Sin embargo, en el Union Canal nos sentíamos ya en casa. Reconocimos un aire familiar en sus bordes, una especie de sensación de bienvenida en sus olores y en sus dimensiones, menos generosas, pero más acogedoras. Si no hubiéramos estado tan cansados, Lyo se hubiera animado a lanzarse al agua a remar un rato. Pero la verdad es que después de seis horas de camino —incluyendo los descansos— no dábamos para mucho más. Sin embargo, preferimos imaginarnos que si nos proponíamos hacer ocho horas diarias podíamos hacerlo, porque aparte del típico dolor en la planta de los pies, no había mucho más que lamentar. Estábamos enteros, podíamos mantenernos en pie y seguir andando, ¿qué más podíamos pedir?



Nos paramos varias veces en el camino a consultar el mapa, porque no podíamos creer que la estación de tren que estábamos buscando estuviera tan lejos. Finalmente llegamos y la entrada era tan simple como se veía en el papel. Justo antes de llegar a un larguísimo túnel había una salida a la izquierda y ahí estaba la estación. Pequeñita y discreta. Compramos los pasajes de regreso a Edimburgo, usamos el baño que estaba casi limpio y esperamos nuestro tren en medio de las carcajadas y los chistes incomprensibles de un grupo de escoceses que habían bebido como se toma aquí los sábados en la tarde: más de la cuenta.

Al llegar a Haymarket caminamos decididos hasta la parada de autobús y revisamos los horarios. Justo en ese momento llegó nuestro autobus 27. Pero teníamos enfrente una tentación mucho más grande que nuestras ganas de llegar a casa: el restaurant de comida japonesa que está en la misma acera y donde nos encanta comer. No lo pensamos mucho y entramos. Cuando nos trajeron nuestros platos calientes se nos acabó el remordimiento. No nos importó llegar casi dos horas más tarde, teníamos la barriga llena y el corazón contento.

Lo peor de esas caminatas largas viene siempre después, por supuesto. Pasé dos días con un dolor agudo en una pierna. Un dolor que parecía salir de la parte de atrás de la rodilla y subía hasta la cadera y bajaba hasta el tobillo. Los pies se me recuperaron al día siguiente, pero no salí a caminar al parque hasta el miércoles, por miedo a que se me agravara la lesión. Por suerte, ya volví a mis caminatas diarias y creo que estoy lista para las dos jornadas de ocho horas.

Pero eso tendrá que esperar a que mejore el tiempo y a que yo regrese del viaje a Washington. Me voy a visitar a mis hermanas y a mis sobrinos la semana que viene. Ya te contaré…

Mientras tanto, te dejo aquí un abrazo largo como un canal,

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viernes, 3 de junio de 2011

¡Viva Piglia!

Amiga,

Suena de lo más feo que uno se autoplagie -o autocite- pero mi amiga Gina me acaba de avisar que Piglia se ganó el Premio Rómulo Gallegos de este año y yo no puedo resistir las ganas de celebrarlo aquí contigo y con los lectores improbables de este blog nuestro. Y lo hago citando un fragmento de un post que subí en enero y donde hablaba también de muchas otras cosas.

El post decía así:

Y hablando de pensar con los demás, te quería contar que terminé de leer hace unos días Blanco nocturno, de Piglia. Qué envidia, amiga. Es como descubrir a Onetti otra vez. Y sabes lo mucho que me gusta Onetti. Siempre que me preguntan cuál es mi escritor favorito —en medio de una de esas conversaciones medio inútiles con gente que uno apenas conoce, gente que sabe que enseñas literatura y quiere ser amable contigo— digo que Onetti, y nombro a continuación algunas de sus novelas o cuentos y hago un comentario sobre lo fácil que resultaría traducirlo, porque es universal y eterno, etcétera. Es una respuesta que fabriqué hace tiempo, sólo para evitar tomar una decisión de última hora cuando me preguntan una cosa tan abominable como esa y que para mí es simplemente imposible de responder. Bueno, pues ahora me voy a cambiar a Piglia.

No que yo no haya admirado y leído a Piglia con la boca abierta antes. Es que ahora lo voy a convertir en mi respuesta por defecto a toda pregunta impertinente sobre qué autor me gusta más. Y mi libro favorito hasta nuevo aviso: Blanco nocturno. Es tanta mi pasión que me leí las primeras páginas en PDF y, por no esperar, compré el libro electrónico. Lo empecé a leer varias veces pero no quería terminarlo. Así que hice lo que hago con los libros que quiero leer con calmita sin que se me acaben: lo fui leyendo dos veces, es decir, cada cincuenta páginas o así volvía para atrás y releía. La verdad es que un par de veces me salté la relectura obligada, porque quería saber qué pasaba después. Aun así, me duró más de un mes y tiene escasas doscientas páginas. Pero todo se acaba, ¿no? Es una lástima que Piglia no escriba larguísimas novelas de 700 páginas como las que escriben los gringos o los británicos. ¡Sería un lujo enorme!

El asunto es que ahora necesito el libro en papel. Porque aunque leer en el lector electrónico es comodísimo y liviano, y tiene miles de ventajas de las que ya hemos conversado, cuando un libro te parece imprescindible y lo vas a andar ponderando por ahí como El-libro-que-más-te-gusta, no te queda otra que tenerlo en papel. Así que ya me tocará comprarlo otra vez. ¿No será esa la trampa del libro electrónico?


Me alegra haber escrito ese elogio desmedido a una novela que en verdad se lo merece antes de que fuera premiada. Sigo sin comprar el libro en papel. Pero creo que ahora tengo que hacerlo casi de urgencia.

Por lo pronto, me toca releerlo.

Te mando un abrazo pigliano!

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