viernes, 30 de enero de 2009

Flash Back_11


Altagracia, 5 de noviembre de 2007:


Como si la espera fuese poco suplicio, se me inflamó un nervio de la pierna derecha y he estado adolorida por varios días, casi sin poder caminar. Por suerte, hay una vecina de mi mamá que pone inyecciones y que aceptó inyectarme las seis dosis de vitamina B que son el único remedio que funciona cuando mis nervios deciden inflamarse. La Señora Peña es enfermera jubilada y mi mamá me advierte que no debo hablar delante de ella de política, porque es una convencida partidaria de la revolución de Chávez.

Hay días en que un argumento generacional, tal vez ancestral, se puede condensar delante de uno en una persona, en su historia contada rápidamente en media hora. Hoy fue uno de esos días. La señora Peña resumió delante de mí todos los argumentos que las mujeres de la generación anterior a la mía han ido acumulando “en contra de los hombres”. Su rabia, su furia admitida con reiterados golpes de pecho, puntuaba cada una de las anécdotas: desde la poceta manchada de orine que hay que limpiar todos-los-santos-días, hasta el incesante trabajo de la casa, pasando por todos los sinsabores del sexo no deseado y aceptado sólo como un oficio más.

La maternidad misma vista como una esclavitud. La falta de preparación profesional que impidió llevar una vida más independiente, porque el precario oficio de enfermera no daba para levantar dos hijos. La incapacidad de decidir por sí misma un mejor destino, porque sin haber cumplido los 25 años ya tenía dos hijos a cuestas. Las miles de veces en que pensó terminar con el yugo de un matrimonio que nunca pareció haber funcionado. Y al mismo tiempo, todos los miedos. El miedo a la soledad, a la vejez, al abandono de sí que la vejez trae consigo, a la muerte.

La memoria de las injusticias presenciadas en la infancia: el padre que de tanto golpear a la madre le había sacado ya todos los dientes. La rebelión adolescente ante la repetición de la injusticia, porque la madre pretendía que la hermana cocinara para el hermano, porque la mujer debe servirle al varón... Era como si a través de ella hablara la mitad de la raza humana. Una mezcla de resignación y furia, de solidaridad y humillación, de autocastigo y burla de la condición propia.

En la media hora que la señora Peña estuvo hablando yo escuché el reclamo de tantas mujeres que han pasado por lo mismo, incluyendo a mi propia madre. Pero lo que más me sorprendió, porque su discurso no me resultaba nada ajeno, fue su angustia por el estado de furia en el que vivía. Su furia ciega y sorda me pareció lo más cercano. No sólo porque la he visto en mujeres de todas las edades, sino porque parece parte de la condición femenina: esa sensación de impotencia ante un estado de sumisión del que no parece posible escapar.

La furia de vivir siempre en función de otros seres –el esposo, los hijos, los nietos- y no poder ser una persona completa, independiente. Todo esto contado a raíz de la noticia de que su hija le va a dar otro nieto, después de veinte años de haberle dado el primero, porque el joven con el que vive ahora “no sabe de hijos”. Esta expresión me pareció tan reveladora y al mismo tiempo tan terrible. Una mujer dispuesta a parir de nuevo y a criar otro hijo, veinte años después de haber pasado por el mismo trance, sólo para complacer a un nuevo compañero que no ha vivido la experiencia de producir sus propias criaturas.

Ahí se condensa, según la señora Peña, la condición del ser femenino: aceptar por las buenas el auto-sacrificio con tal de complacer al ser con quien se comparte la vida. Pero ¿quién puede asegurar que este sacrificio es por las buenas? Se trata de un sacrificio que parece impuesto por un terco y sordo destino, de ahí la furia, la rebelión sorda contra lo que se DEBE hacer sin desearlo.

La señora Peña tiene muy presentes sus recuerdos de cuando trabajaba en un hospital. Sus historias de viejitos abandonados y en el extremo de la indiferencia son estremecedoras. Las cuenta con lujo de detalles y a ella misma se le eriza la piel, porque en cierto sentido esos seres solitarios y abandonados son como el otro lado del sacrificio que implica vivir en pareja. Si vives con alguien debes sacrificarte, si te quedas sola terminas abandonándote, esa parece ser la moraleja de las historias de la señora Peña.

Uno imagina que es imposible que un ser humano llegue al extremo de no bañarse, de no cepillarse los dientes, de no peinarse... durante meses! Pero al mismo tiempo, en la situación desesperada en la que me encuentro, me resulta inevitable tener la sospecha de que, dado el caso, incluso yo misma podría dejarme caer en el abandono absoluto. Tal vez en otro momento este pensamiento ni me hubiera cruzado por la mente, pero en el limbo emocional en el que me encuentro hasta ese extremo de desolación me resulta factible.

jueves, 29 de enero de 2009

Flash Back_10

Altagracia, 2 de noviembre de 2007

Hoy dejé salir a mi gato. Gussi es mi bebé consentido y una de las cosas más dolorosas y difíciles de todo este proceso de cambio de país ha sido el drama de resolver qué hacer con él. El Reino Unido no acepta animales que vengan de ciertos países y obviamente éste es uno de esos países que está en la lista negrísima de los indeseables. Así que el Gussi tiene que pasar al menos seis meses en algún país aceptable antes de entrar al impoluto territorio de los súbditos de la Reina Isabel II.

Es por eso que planeamos llevárnoslo a algún país de Europa donde las reglas de inmigración sean menos duras y atemperar con él ahí hasta que se cumpla el tiempo reglamentario para poder llevárnoslo a casa. Pero antes de eso necesitábamos dejarlo aquí y mi mamá aceptó cuidarlo, así que desde julio ha estado soportando los calores de Margarita. Ha perdido mucho pelo, pero aparte de eso creo que le gusta esta casa que tiene puertas y ventanas a ras de suelo, desde donde puede ver a todo el que pasa, pajaritos, gente, perros, gatos, lagartijas, hormigas, grillos.

Creo que cada ventana o puerta de vidrio es para él una vitrina a un mundo en el que una vez vivió y al que ya no tiene acceso. Cuando era un bebé Gussi vivía con nosotros en una casita con jardín y su primer año y medio de vida lo pasó instalado en ese jardín todas las horas en que era posible dejarlo afuera. Ahora me da lástima verlo mirar para afuera con ganas de salir y le abro la puerta a ver qué hace.

Como todo gato, Gussi es precavido. Sale lentamente, huele el aire antes de avanzar, camina primero bordeando la casa, porque necesita asegurarse de reconocer el camino de regreso. Se revuelca un rato en distintos rincones de la pequeña acera que bordea la casa y cuando está seguro de haber dejado su propio olor bien impregnado en el lugar que le va a servir de referencia, se aventura a caminar poco a poco hacia lo desconocido.

Me siento en el porche con un libro enfrente y de vez en cuando lo miro para saber cuánto ha avanzado. Gussi come grama aquí y allá, mientras mira a los lados con parsimonia y suspicacia. De pronto lo pierdo de vista y ya no sé dónde está. Me levanto y lo busco, llamándolo. Se ha ido mucho más lejos de lo que pensé que se atrevería en tan poco tiempo. Lo bordeo desde lejos para no asustarlo, hablándole para que me reconozca. Está en posición de ataque y no le gusta nada que haya ido a interrumpirle su aventura.

Cuando me acerco me muestra los dientes y gruñe con el pelo erizado. Su furia es impotencia. Sabe que voy a encarcelarlo otra vez y su pasión por la libertad, el aire libre, la aventura, es superior al amor que me tiene. Me doy cuenta de que estoy sometiendo a mi pobre gato al mismo suplicio al que me somete este ex-país que me mantiene presa. Me paraliza mi papel de carcelera y me siento en la grama a observar a mi gato que me sigue mirando furioso.

Más tarde o más temprano voy a tener que encerrarlo, pero por un rato imagino que puedo dejarlo disfrutar su libertad. Mientras lo veo alejarse de mí con la cola baja, una gorda lágrima se me sale de un ojo.

miércoles, 28 de enero de 2009

Flash Back_9

Altagracia, 31 de octubre de 2007

Lyo vino y se fue. Estuvimos en Coche, disfrutamos algo de Margarita. El gestor milagroso se volvió humo. Al final el amigo del amigo que tenía el teléfono se desapareció y no fue posible siquiera contactarlo. Así que ni con cuatro millones ni con seis es posible aquí comprar un pasaporte, al menos no con los contactos elusivos que tenemos. A pesar de la rabia inicial que me había dado pagar por un documento al que tengo derecho y que el Estado tiene el deber de proporcionarme, pensé que iba a ser la solución.

Me había hecho a la idea de que finalmente la fecha del 12 de noviembre podía ser mi fecha definitiva de viaje. Ahora todo es otra vez incierto. Me quedo en casa de mi mamá, en Bahía de Plata, Altagracia, a esperar que de Caracas llegue alguna noticia que amerite que me regrese a hacer algo productivo allá. Mientras tanto, me aprovisiono de libros y me consuelo con la compañía de mi mamá y de mi gato, que está cada vez más arisco y rebelde.


Altagracia, 1 de noviembre de 2007

Hablo con una tía que tiene un vecino retirado de la Naval que tiene buenos contactos en la Onidex. Ella me dice que no hay problema, que ella va a hablar con este señor para ver qué se puede hacer. Así que le envío por internet la carta explicativa que escribí hace ya casi un mes y copias de las planillas que están registradas en la página web, con todos mis datos. Ahora, otra vez, no hay más remedio que esperar. Mientras espero me dedico a leer. Tengo cada vez menos ganas de seguir escribiendo este diario. Nada parece tener el más mínimo sentido ...y lo que es peor, la más mínima importancia. Todo se me desdibuja mientras pasan las horas, unas exactamente iguales a las otras, y la sensación de estar en el limbo es muy difícil de superar.

martes, 27 de enero de 2009

Flash Back_8

Caracas, Viernes 19 de octubre de 2007

Como ya resulta evidente que mi pasaporte no va a estar listo para la semana que viene, llamo a Manuel, a la agencia de viajes que se encarga de todas mis reservaciones desde hace ya unos cinco años, para decirle que cambie la reservación que tenía para el próximo lunes 22. Como siempre que he hecho este mismo movimiento de fechas –ya van cuatro reservas canceladas: 8 de agosto, 11 de septiembre, 8 de octubre, 22 de octubre- converso largo con Manuel sobre mi drama de indocumentada. Trata de darme ánimos, pero no es fácil. Nadie parece estar en el mismo caso en el que yo me encuentro.

Todo el mundo parece haber resuelto sus dramas identitarios, menos yo. Ante el recuento de gente que logró resolver éste o aquél problema, con tales y cuales cantidades de dinero o con uno u otro gestor, siempre tengo la impresión de que lo que la gente finalmente piensa es que no es la Onidex la que está fallando aquí, por crasa incapacidad e ineficiencia, sino que en realidad soy yo la que no ha hecho lo suficiente, insistido lo suficiente, pagado lo suficiente.

Así que, resignada, cambio la fecha de mi viaje para el 12 de noviembre y todos los planes se cancelan y todos los planes se vuelven a rehacer a partir de la nueva fecha. En vista del cambio Lyo y yo planeamos vernos, en Margarita -Coche incluido- lejos de Caracas y del drama de mi pasaporte. Así que también compro mi pasaje y me dispongo a tomarme un respiro fuera de Caracas.

Cuando apenas hemos terminado de arreglar las fechas, que siempre es complicado cuadrar, nos llama un familiar para decirnos que encontró a EL GESTOR que por cuatro millones de bolívares nos va a sacar el pasaporte DE UN DIA PARA OTRO. El procedimiento es así, uno llama al tipo, le da el número de cédula, el hombre consigue una cita, uno va a la Onidex del centro, hace su trámite y al día siguiente, dinero de por medio, el tipo le entrega a uno el pasaporte ...y ¡listo!

Demasiado bueno para ser verdad, pienso yo. Pero, como estoy acostumbrada a vivir en un país donde el dinero lo puede todo, dejo de lado la total incredulidad para permitirme cierta esperanza. El asunto parece inminente porque todo se hace de manera eficiente y rápida –ese es, por supuesto, el lado de la historia que no me creo- así que es posible que incluso tengamos que suspender nuestro viaje de descanso a Margarita, Coche incluido. Yo igual me aferro a mi viaje... ver para creer.

viernes, 23 de enero de 2009

Vegetando


Amiga,

He estado en estos días alimentando la sensación de que lo único que he hecho últimamente es vegetar. Ya sabes, ese estado de no hacer nada que hace que uno sienta un punto y medio de vergüenza cada vez que alguien muy ocupado pregunta... ¿y tú, qué estás haciendo?

Si respondo que estoy leyendo y escribiendo la gente me mira como si fuera una especie de extraterrestre ocioso. Si sólo respondo que me estoy dedicando a leer, el resultado es una mirada aún más suspicaz, como si hubiera respondido que me dedico las veinticuatro horas del día a masturbarme. Si respondo que estoy buscando trabajo, la mirada de profunda compasión no se hace esperar. Nada parece apropiado a menos que sea un trabajo con horario y remuneración a fin de mes. Una actividad que tenga un nombre concreto y se pueda conjugar en presente.

Así que estoy ensayando la posibilidad de responder que me dedico a ‘vegetar’. Pero en el sentido literal en el que los seres del reino vegetal existen: los árboles están ahí como si no hicieran ‘nada’. Pero resulta que su trabajo es alimentarse y crecer (y de paso ayudarnos a respirar, pero eso no cuenta para esta metáfora ¿o sí?). Eso hago en estos días en que leo y escribo: me alimento ...y crezco. Espero que no literalmente. (De hecho, estoy a dieta y espero poder bajar los seis kilos que engordé en París antes de que el verano nos alcance).

Se trata –quiero creer- de un crecimiento que no se ve. Algo que a falta de mejor palabra se puede llamar madurar, para seguir con la metáfora vegetal. Pero no puedo evitar pensar que a los 47 años recién cumplidos, mi etapa de reflexión y recogimiento no es más que una excusa para dejarme mantener y para dedicarme a ser una simple ama de casa, sin más. Al menos eso es lo que pasa por mi mente culposa cuando no logro escribir ni siquiera un par de líneas en todo el día y se me hacen las ocho de la noche sin darme cuenta.

Hoy, por ejemplo, estuve leyendo la prensa en internet hasta las tres de la tarde, preocupadísima por las noticias de la tierruca. Entre una noticia y otra estuve lavando ropa, porque acabamos de terminar de arreglar la lavadora, que estuvo desarmada durante un mes -a la espera de un repuesto que nunca llegaba- y te puedes imaginar los cerros de ropa sucia que fueron creciendo. A las tres me acerqué hasta el abasto para comprar mi ración de pollo y ensalada del día. Cociné, recogí, me tomé un tecito. ¡Y ya era de noche!

Es cierto que en estos días se hace de noche apenas pasadas las cuatro y media de la tarde. Pero para mí, noche es noche y no hay nada que hacer. Se me apaga el cerebro y aunque puedo leer un rato más e incluso escribir esta nota para el blog, casi en automático, en realidad no es mucho más lo que puedo hacer sin luz de día. Es un condicionamiento mental difícil de superar. Lo único que puedo hacer es esperar a Lyo, ver la tele o darme una ducha caliente y larga.

Y así se me ha ido otro día vegetando. Pero no puedo vegetar sin mala conciencia. He pasado toda la vida ocupadísima y no sé vivir sin un horario, la agenda llena de cosas pendientes y un sueldo que justifique todo el esfuerzo. Me pregunto si la urgencia por hacer cosas no vendrá del hecho de que necesitamos recordar que no vivimos tanto tiempo como los árboles (¿sabes que los cipreses son todavía jóvenes a los doscientos años?¡Qué esperanza!).

Te mando un abrazo,

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Flash Back_7

Caracas, Martes 16 de octubre 2007
(Continuación)

Sigo leyendo. Llega el ayudante que va a asistir a Carlos en el proceso de la inspección. En el momento no me imagino muy bien para qué se necesita tanta gente para abrir unos cuantos baúles y volverlos a cerrar. Sigo leyendo y esperando. Una enorme iguana utiliza el árbol que está sobre mí como su baño particular, casi me salpica. Me cambio de lugar tratando de quedar fuera del área de acción del lagarto. Llega la señora que va a hacer la inspección conmigo. Un rato después, la mujer del SENIAT pasa en una camioneta blanca último modelo, de esas que cuestan lo mismo que un apartamento modesto, y da unas instrucciones que no alcanzo a escuchar. Son ya las diez y media y la puntualidad de todos es sorprendente.

Finalmente, pasadas las once, el guardia de la peinilla regresa y hace un gesto marcial a todos los que esperamos, indicándonos que la función va a comenzar. Entro al galpón, que sólo había mirado desde lejos y el guardia se me acerca. Me pregunta si me han explicado cómo es el asunto aquí. Tardo un par de segundos en responder y Carlos salta a contestar en mi lugar. Dice que sí, que él ya me explicó todo. Cuando el guardia se va, Carlos me dice que lo que quiere saber es si traje el dinero. Le digo que sí, se lo doy, Carlos se lo guarda en el bolsillo y me dice que tengo que dejar afuera mi cartera. Saco el celular y entro, dejando todas mis pertenencias a la buena de dios sobre una máquina que alguna vez se usó para escanear o pesar carga.

Hace un calor realmente infernal porque estamos en Maiquetía, casi al borde del mar, cerca del mediodía, en un galpón sin la más mínima ventilación y bajo un techo de latón que funciona como un horno natural. En cinco minutos ya estoy sudando a mares. La señora que va a hacer la inspección junto conmigo comenta el calor que hace y las dos nos miramos con una especie de complicidad en la desgracia.

Un rato después entra el guardia mayor, seguido por otro guardia menor y atrás llegan Carlos y su ayudante. Me imagino que la transacción se ha hecho, los billetes se han contado y estamos listos para iniciar la farsa de la inspección. Me dicen que van a comenzar por los baúles de la otra señora, porque ella tiene seis bultos y yo sólo tengo cuatro. La lógica elemental de que yo llegué tres horas antes que la otra señora no parece que vaya a funcionar en esta situación. Así que me callo y me dedico a abrir mis baúles para hacer algo con el tiempo y olvidarme del calor que me achicharra.

Un funcionario de la aduana comienza a tomar fotos. Fotografía los baúles cerrados, luego abiertos, luego nos manda a colocar a cada una frente a la carga que le corresponde y nos toma varias fotos. El guardia se pasea de aquí para allá, golpeando todo lo que ve con su larga y puntiaguda peinilla, y nos pregunta, alternativamente, cuáles son los baúles que nos pertenecen. Tanto la otra señora como yo respondemos resignadas a la misma pregunta tres o cuatro veces. Mis baúles están todos juntos, sus tapas levantadas unas contra las otras y yo estoy sentada sobre uno de ellos, no hay manera de equivocarse con la identificación de mis pertenencias. Aún así, el guardia me pregunta una y otra vez si esos son mis baúles. Cuando se cansa de la misma pregunta la cambia por otra que también formula una y otra vez hasta que el calor le achicharra la última neurona: ¿para dónde van esos baúles?.

La cuarta vez que lo oigo insistir en lo mismo me entretengo con la idea de responderle con un lugar distinto cada vez, que suene parecido a Edimburgo, a ver si se da cuenta –Luxemburgo, Friburgo, Johanesburgo. Pero al instante me arrepiento, la guardia nacional carece del más elemental sentido del humor. Más tarde, el guardia me pregunta dónde queda Edimburgo y le digo que en Escocia, a sabiendas de que tampoco podrá ubicar en su mapa mental ese lugar que, si le suena a algo, no puede ser más que a whisky. Se queda con la expresión en blanco. Está a punto de pensar otra pregunta que repetirá por largo rato: ¿qué llevas ahí? Los guardias nacionales dan por sentado que tienen el derecho de tutear a todo el mundo. Menos a sus superiores, supongo.

Ya es mediodía. De nuevo nos explican que debemos esperar a la inspectora del SENIAT porque sin ella no se puede hacer la inspección –lamento la repetición, pero es la palabra que he escuchado más en este día. Así que esperamos resignadas mientras el funcionario sigue tomando fotos y nos cuenta que en esas cajas blancas que están ahí hay unas cuantas docenas de tortuguitas que se van para el norte. El norte parece ser el lugar a donde todo se va. Dice que por ahí han pasado todo tipo de animales, hasta unos delfines estuvieron ahí y también se los llevaron para el norte.

Me imagino aquel galpón infernal lleno de criaturas de todo tipo, como un arca de Noé tropical, y lamento la suerte de los pobres animales que han tenido que sufrir este calor implacable. El guardia sale y entra. Parece que han decidido que no van a esperar por la tal funcionaria del Seniat, después de cuatro horas de espera. Deben haber terminado de negociar cuánto es lo que le toca a cada quién y entonces de verdad la inspección puede comenzar. El guardia manda a abrir todo lo que está empaquetado en los baúles de la otra señora. Carlos y su ayudante tratan de hacer todo lo más pronto que pueden. Abren maletas, desempaquetan cajas, desmontan copetes de camas y colchones, en una actividad frenética que no parece suficientemente rápida para el guardia que los apura a golpe de peinilla.

La señora le está enviando a su hijo, que se fue al norte, todos los muebles, la ropa y los adornos de la casa, incluyendo un enorme peluche blanco que el guardia manda a desembalar por completo, porque considera su deber clavarle al pobre perro de mentira su puntiaguda peinilla. El perro de peluche lanza bolitas de anime por los huecos que el guardia le abre sin misericordia. Cuando se da por satisfecho con su obra de destrucción, el uniformado manda a Carlos y a su ayudante a sellar los huecos con teipe y se sonríe con malicia mientras hace un comentario sobre la cantidad de droga que se podría guardar en aquel enorme animal. La revisión de los seis bultos de la señora dura bastante más de media hora.

Yo sigo esperando sentada en la esquina de uno de mis baúles sin pronunciar palabra. Creo que si abro la boca para decir algo se me va a salir toda la furia que he ido acumulando desde las ocho de la mañana. El hombre que tomaba fotos se me acerca y me regala varias servilletas para que me seque el sudor que me cae a chorros por la cara y el cuello. Cuando finalmente termina la inspección de la otra carga el guardia vuelve a donde están mis baúles y, como si me viera por primera vez en todo el día me pregunta ¿qué tenemos aquí? ¿estos son tus baúles? ¿cuáles son, estos cuatro? ¿para dónde van estos baúles? Le respondo casi en un murmullo cada una de las preguntas pero el guardia ya no me oye porque finalmente se le ha ocurrido una pregunta nueva ¿que llevas ahí?

Ante la evidencia se responde a sí mismo con asombro ¡puros libros! No parece que haya visto nunca una cantidad de libros como esa en el mismo lugar. Me pregunta que a quién se los mando y le digo que a mi esposo. Por instinto decido pasar por debajo de la mesa y no revelar que la mayoría de los libros que van en los baúles son míos: ‘mujer que sabe latín...’ El guardia me pide vaciar sólo una parte de cada baúl, de manera que pueda verle el fondo. Explica de nuevo a todo el auditorio, no sólo a mí, que ellos lo que están buscando es drogas y que es impresionante la manera como los traficantes pueden esconder las drogas en los lugares que uno menos se espera. Noto, sin embargo, que no revisa ninguno de los libros que saco de los baúles y que podrían ser, todos y cada uno, un buen escondite para la famosa droga que buscan con tanto celo patriótico.

El guardia concluye, a la vista de tantos libros, que mi esposo debe ser un hombre muy sabio si ha leído tanto y a continuación lanza una de las frases que sé que voy a tener grabada en mi memoria por el resto de mi existencia: “ese marido suyo debe ser tan sabio y tan inteligente como Chávez; menos mal que se fue, porque este país es demasiado chiquito para tener dos hombres tan inteligentes”. Respiré profundo. Yo sabía desde ayer que éste no iba a ser un día fácil, pero esto va más allá de todo lo que hubiera imaginado. Cuando se cansa de comentar sobre los libros, el guardia se interesa por algunas otras cosas, una navaja de caza, un buho de piedra, que lanza al piso a ver si no se parte (¡y el pobre buho se queda sin una oreja!). Finalmente, escoge un mapa que está enrollado junto con otros afiches y me pregunta qué es. Le digo que es un mapa de la tierra tomado desde un satélite. Se asombra, lo abre y se queda embelesado mirándolo. Llama al otro guardia para que vea qué impresionante es aquel mapa. Entre ambos tratan de señalar algunos países en la geografía difusa que no muestra límites entre países sino bosques verdes, mares azules, desiertos amarillos y picos blancos. Pero apenas logran señalar vagamente a España y a Venezuela.

Cuando pierden el entusiasmo por el mapa el guardia da un último peinillazo sobre mis baúles y manda a cerrar todo. Yo respiro aliviada porque el suplicio está por terminar. No tenía idea de que faltaban todavía unos veinte minutos de calcinamiento en aquel horno que nos estaba cocinando vivos. El cierre de la carga no sólo consiste en que los baúles se cierran con sus respectivos candados y se sellan con unos fuertes listones de metal, sino que además los empaquetan con envoplast (o un material equivalente) hasta que no queda un resquicio libre de la superficie de cada baúl. Luego son rociados con un spray anaranjado en forma de equis en cada lado y finalmente se les coloca una plantilla con un signo que no logré descifrar y con el mismo color anaranjado esa imagen es estampada en cada uno de los lados de cada baúl.

El procedimiento es de una lentitud exasperante y se repite exacto en cada uno de los nueve baúles, el enorme cajón que contiene las camas y el perro de peluche. Cuando esta operación se termina el funcionario de la cámara toma las últimas fotos y casi estamos listos. Pero ahora hay que firmar los papeles que certifican que se hizo la inspección y que estamos conformes, etc. etc. Si fuera posible lo pertinente sería agregar una apostilla, un comentario al margen, haciendo constar que luego de cancelar cuarenta mil bolívares por bulto y de soportar cuatro horas de espera y más de una hora de inspección inútil quedamos, en efecto, inconformes!

Pero eso no está permitido y mis preciosos libros están ya camino a nuestra casa. Si yo no puedo irme, al menos mis cosas se van a exiliar por mí y se van a llevar un pedazo grande de lo que he sido; fuera de este país donde las fuerzas del orden creen a pie juntillas que Chávez es un sabio y que las personas que leen mucho son peligrosas. Mis libros y mi buho de piedra roto por la prepotencia y la ignorancia me dicen desde esos baúles sellados que es posible salir, volar lejos, a pesar de la arbitrariedad, de la corrupción y de la indiferencia.

jueves, 22 de enero de 2009

Flash Back_6

Caracas, Martes 16 de octubre de 2007

Ayer me llamó la joven encargada de enviar nuestros baúles a Edimburgo. Nuestros cuatro baúles, que pesan casi 400 kilos y que están casi todos llenos de libros, han estado guardados desde agosto en el almacén de la empresa encargada del transporte, porque parecía que no era posible enviarlos con la fotocopia de mi pasaporte ya vencido. Así que estuvimos esperando para enviarlos cuando saliera (¡que esperanza!) mi pasaporte nuevo.

En vista de que cada vez está más lejos siquiera la posibilidad de solicitar la cita para tramitar el pasaporte, la semana pasada llevé mi pasaporte viejo a que lo fotocopiaran y lo enviaran con toda la documentación a ver si los funcionarios de la aduana lo aceptaban como documento válido. Finalmente fue aceptado y los baúles deben ser revisados hoy por la guardia nacional para poder ser embarcados.

La joven que me llama para darme instrucciones de qué hacer y cómo llegar, me advierte algo apenada que la guardia ‘cobra’ cuarenta mil bolívares por cada bulto inspeccionado y que debo llevar el dinero (en mi caso 160 mil bolívares) en efectivo para entregárselo al guardia que va a revisar los baúles en la aduana. No puedo evitar pensar que lo grave ya no es el descaro de la corrupción que todo lo impregna, sino el detalle de los procedimientos. La joven me advierte que debo entregarle el dinero al funcionario de la compañía de transporte que me va a atender en la aduana y que él se encargará de hacérselo llegar al guardia en el momento adecuado.

Con mis instrucciones cuidadosamente anotadas acerca de cómo llegar, sin carro, a la aduana aérea de Maiquetía, agarro el metro antes de la siete de la mañana vía Propatria. Me bajo en Gato Negro y después de preguntar a dos o tres choferes de las distintas líneas que se estacionan en plena Avenida Sucre a recibir pasajeros, doy con la camionetica que va a Catia La Mar. Pago los dos mil bolívares que cuesta el pasaje y me dispongo, libro en mano, a esperar que el vehículo se llene.

Miro el reloj con cierta angustia. Se me advirtió que no debía llegar después de las ocho de la mañana porque perdería la inspección y, según las instrucciones, los guardias son muy estrictos con los horarios. Unos quince minutos después, el autobusete está lleno y emprendemos camino. En veinte minutos estamos ya en el distribuidor que va hacia Catia La Mar. Le recuerdo al chofer que me deje frente a la aduana aérea.

Según la joven que me dio instrucciones ‘todos los choferes de carritos saben dónde es la parada’. El chofer duda. No sabe dónde queda la aduana aérea. Pregunta al muchacho que tiene al lado que parece ser su ayudante y éste murmura que debe ser en el aeropuerto. Finalmente, un pasajero que está sentado a mi lado dice que acabo de pasarme y que me tengo que bajar en la primera pasarela y caminar las tres o cuatro cuadras que ya hemos andado desde la parada que me correspondía.

Me bajo, resignada. Sé desde ayer que este no va a ser un buen día. Camino por el borde de la carretera sin aceras. Los carros pasan a más de cien y algunos tocan la corneta al ver la imagen inusual de una mujer caminando en sentido contrario, a todo lo que le dan las piernas, bajo el sol inclemente, porque le han dicho que no puede llegar más tarde de las ocho y falta un cuarto.

Llego a la parada en la que debí haberme bajado diez minutos antes y bajo por unas escaleras que dan a una enorme pared blanca donde, en efecto, dice que está la aduana aérea. Claro, en este país nada tiene un letrero institucional neutro. En realidad lo que me indica que estoy frente al lugar es una gigantesca valla roja y blanca, con la cara de Chávez en primer plano, que dice que los motores de la revolución están a toda marcha y que el SENIAT cumple con la recaudación tributaria en las aduanas.

No tengo tiempo ni ganas de copiar el texto exacto de la valla, pero cualquiera puede verificar que el contenido es casi el mismo en todos y cada uno de los organismos gubernamentales, también en el Metro, en los mercados, en la universidad bolivariana, en cualquier calle o avenida destartalada de Caracas o del interior del país. Flamantes vallas nos muestran por todas partes que estamos en medio de una revolución que parece existir sólo en esos anuncios ...y en el discurso del presidente y en el canal ocho y en la Asamblea Nacional.

Cuando llego al final de una alta pared blanca me detengo en una especie de garita de vigilancia. Pregunto por la oficina que está anotada en el papelito en el que llevo escritas mis instrucciones. Me dicen que debo bajar por una calle inclinada hasta el final y que ahí voy a ver la oficina. Camino mirando cada tanto mi reloj, aterrada porque sé que ya no hay manera de que llegue a las ocho en punto. Finalmente entro en una oficina en la que no conocen a la persona que se supone que debo contactar, digamos que se llama Carlos Pérez.

Nadie sabe quién es ese señor. Los que están en la oficina se miran unos a otros y se repiten el nombre que acabo de pronunciar, nadie sabe. Con la característica falta de atención –por no decir mala educación- del ochenta por ciento de las recepcionistas de este país, la joven que se encuentra tras el mostrador de la recepción de la oficina en la que me encuentro me da una última mirada hostil sin decir palabra y vuelve a lo que estaba haciendo antes de que mi presencia indeseable la interrumpiera: una importantísima conversación con un mensajero en bermudas y casco de motorizado. Uno de los jóvenes que va saliendo se apiada de mí y me dice que la persona que estoy buscando debe estar en el almacén: ¡finalmente alguien con sentido común! El joven me indica cómo llegar.

Son las ocho y entro en pánico. Mientras camino sudando a mares llamo a Carlos por el celular, por suerte la chica de la compañía de transporte me ha dado su número para que lo contacte si me pierdo. Carlos me da nuevas instrucciones. Trato de seguirlas pero no es fácil cuando no conoces las referencias. Tres llamadas después me encuentro con un sonriente Carlos que me espera delante de un enorme galpón azul y blanco –nada aquí adentro es rojo rojito- y del que salen y entran incansables esos tractorcitos que cargan cosas con dos ganchos que llevan al frente y que deben tener un nombre técnico de lo más decente, que yo desconozco.

Saludo a Carlos y él me ve tan acalorada que de inmediato me ofrece agua. Me explica que hay que esperar, porque otra señora tiene una carga que va a salir junto con la mía y que las dos cargas se van a inspeccionar al mismo tiempo. Mientras me tomo el agua helada, Carlos me cuenta que también tenemos que esperar por una inspectora del SENIAT, una tal Marisela, que debe pasar por allí a inspeccionar la carga. Dice que si ella no inspecciona la carga exactamente al mismo tiempo que los guardias, entonces hay que abrir de nuevo los baúles y hacer toda la inspección de nuevo. Este cuento me lo repite varias veces, cada vez que se acerca a explicarme por qué estamos esperando. La palabra ‘inspección’ se repite tantas veces en su explicación que se me ha quedado pegada.

Me siento en el pretil de la cerca que rodea la aduana y saco mi libro. Ya sé, desde ayer, que éste no va a ser un día fácil. Una hora después llegan los puntualísimos guardias que no inspeccionarían mi carga si yo no llegaba a las ocho en punto. Carlos le señala al guardia mayor que yo soy una de las dos personas que tiene inspección pautada para ese día. Le explica que la otra señora no ha llegado y que la inspectora del SENIAT está por llegar. El guardia dice que va a hacer no sé qué no sé dónde y sigue de largo. Lleva en la mano una especie de peinilla, que parece más bien un largo punzón, de esos que se usan para partir el hielo.

Después me enteraría que con ese instrumento inspeccionan las cargas en busca de drogas. Nada de perros entrenados, nada de máquinas de escaneo sofisticadas, nuestros guardias arremeten contra las cargas sospechosas con un largo punzón revelador de sus limitaciones tanto como de sus intenciones, como veremos.

(Continuará)

miércoles, 21 de enero de 2009

Flash Back_5

Caracas, Lunes 15 de octubre de 2007

No todo es tan malo, no todo es tan malo... Tengo todo el día repitiéndome esta especie de mantra para contrarrestar mi pesimismo habitual. Y es que hoy, como por milagro, viví de verdad la experiencia vicaria de recibir un pasaporte... aunque no fuese el mío. Finalmente, el pasaporte de mi hermana salió. Previa consulta con la página web y con la gestora innombrable que ayudó a mi hermana con todo el trámite, me enfilo de nuevo a la Onidex de La Trinidad, armada de la página completa en la que aparecen los detalles del trámite y una autorización con firma y huella dactilar que mi hermana me dejó para que pudiera retirar su pasaporte. No sabemos si es posible en realidad retirar el pasaporte con esa simple autorización, que no está registrada ni notariada (aunque fue lo que nos recomendó la gestora, nos pareció un exceso). Pero ahí voy, dispuesta a creer que es posible retirar el pasaporte de otra persona a punta de buena fe y de una simple autorización no registrada legalmente.

Hago el mismo recorrido de antes, tal vez con más calor y más tráfico, o así me lo parece. Al llegar a La Trinidad encuentro una cola de gente algo más corta que la última vez. Decido que no voy a pasar hambre y antes de sumarme a la cola me voy a la panadería a comer algo, no vale la pena agregar un estómago vacío a los demás sufrimientos de la espera. Cuando termino de comer regreso y me siento lo más cómodamente que puedo en el mismo pretil de la última vez. Abro mi libro y me dispongo a tener paciencia. La gente llega y, como siempre, mide la cola para decidir si se queda o se va. Esta vez, todos parecen tener un ánimo más bien optimista, porque se van sumando a la cola sin muchos aspavientos y en un rato la fila ya parece el doble de larga de cuando llegué.

Hoy no quiero escuchar los cuentos de la gente, no quiero que me echen a perder el pequeño optimismo con el que me levanté en la mañana. Así que me hundo en mi libro y pongo cara de pocos amigos. Aún así es casi imposible dejar de escuchar las historias que la gente cuenta alrededor. Esta vez, a los cuentos típicos de pasaportes difíciles de conseguir se unen las historias de desabastecimiento, los productos que no se consiguen, las largas colas que hay que hacer para comprar leche, la escasez de carne, pollo, azúcar, huevos, aceite... ¡y hasta papel sanitario! y el comentario típico que cierra toda conversación sobre los productos que no se consiguen: cuando se consigue algo ¡está caríiisimo!

No he logrado avanzar cinco páginas en mi libro y ya todo el mundo se moviliza hacia adelante. Parece que el hombre que recoge los papelitos viene en camino. Todos nos ponemos de pie, sacamos nuestro papelito y esperamos ordenadamente. Me sorprendo de ver cómo la gente está ya tan entrenada –¿condicionada? ¿resignada?- que ya cada quien sabe qué hacer en cada momento y cuál es el paso que sigue. Los que no lo saben siguen la coreografía casi unánime de los que sí parecen saber y al final todos terminamos obedeciendo como una fila de corderitos que van al matadero, si se me perdona la trillada metáfora. Ahí va pues, de nuevo, el papelito. Otra vez siento en el estómago el susto de haber entregado la única prueba que certifica que se hizo un trámite para obtener un documento de identidad, aunque no sea el mío. Ahora viene la segunda parte de la espera.

Esta vez hay menos niños. Me da la impresión de que hay gente más joven y, definitivamente, cuando entramos al centro comercial y nos apilamos todos en la planta baja, me doy cuenta de que hay mucha más gente que la otra vez que vine, cuando me despacharon por muerte súbita al primer pitazo. Sale el funcionario después de un rato con el lote de los papelitos perdedores. No son muchos, tal vez unos diez o quince, pierdo la cuenta cuando veo que no estoy entre los expulsados del paraíso esta vez.

Ahora empieza la angustia de si me dejarán retirar el pasaporte con la escueta autorización que tengo. Después de un rato, sale el funcionario con un primer lote de pasaportes. Llama a voz en cuello a cada uno de los afortunados, les entrega el flamante pasaporte y les indica que se dirijan a la oficina a firmar. Escucho con el alma en vilo, preguntándome qué voy a decir cuando el funcionario malencarado me pregunte por la autorización, porque es evidente que yo no soy la dueña del pasaporte que me van a entregar. No estoy en la primera tanda, así que respiro profundo y espero a la segunda.

La gente revolotea por los pasillos, la cola más o menos ordenada que habíamos hecho hasta entonces se deshace. Todos sabemos ya que el orden en el que van a llamarnos no tiene nada que ver con el orden en el que llegamos ni con el tiempo que hemos estado esperando aquí. Parecemos un rebaño asustado en un corral, girando en círculos entre los dos pasillos del pequeño centro comercial.

¿Qué esperamos? ¿por qué tenemos que someternos a la voluntad del burócrata? Hay demasiado miedo y demasiada angustia, pero por un momento imagino que las más de cien personas que estamos ahí atemorizadas y ansiosas podríamos asaltar la oficina en la que apenas habrá seis o siene funcionarios, máximo diez, y reclamar lo que nos pertenece. Mi fantasía se termina cuando sale de nuevo el mismo funcionario con otro lote de pasaportes. En vez de un carnicero implacable, todos vemos en el malencarado funcionario a una especie de salvador, ¡qué desgracia!

Vuelve la lista de nombres. El funcionario repite las instrucciones a los que reciben su documento para que hagan de nuevo una cola, esta vez para firmar en el libro donde consta que los pasaportes fueron retirados. Escucho el nombre de mi hermana y salto. Por unos cinco lentos segundos me imagino que debo ser firme al insistir en que deben entregarme el pasaporte porque tengo una autorización y ese es el pasaporte de mi hermana y tenemos los mismos dos apellidos... pero pronto me doy cuenta de que no necesito argumentar nada de eso. El funcionario me mira con su misma cara impasible, mira la foto del pasaporte... ¡y me lo entrega sin hacer ni una mueca!

¡No lo puedo creer! Mi hermana y yo nos parecemos un poco, pero nadie con dos dedos de frente nos confundiría. Para empezar, mi hermana es casi seis años menor que yo –y para ser francos, unos veinte kilos más flaca- y eso definitivamente se nota. Así que siguiendo la ley de Murphy me digo, mientras me acerco a la cola de los que firman, que tal vez esa que está ahí con el libro es la funcionaria, también bastante malencarada, que me va a pedir la autorización. Llego incluso a sacarla del bolso y la tengo en la mano mientras veo el procedimiento que siguen las personas que están delante de mí para firmar el libro. Una de mis angustias es que además de la firma me indiquen que debo colocar el número de cédula y por supuesto, con mi pésima memoria, es imposible que me lo aprenda en el minuto que falta para que me toque firmar.

Cuando llega mi turno y antes de que pueda abrir mi bocota y echar todo a perder, la funcionaria empuja el libro frente a mis narices y me señala con el dedo y con un gruñido dónde debo firmar. En la línea aparece el nombre, la fecha y el número de cédula, así que estoy salvada, sólo tengo que estampar la firma con el nombre de mi hermana. Así que eso hago. A nadie parece importarle constatar que la firma que aparece en el pasaporte es completamente diferente a la que acabo de estampar. ¡Milagro! Parece que acabo de ganarle una a la Onidex y aunque se trata de una victoria parcial y para mí totalmente vicaria, salgo de la oficina feliz.

No todo es tan malo, no todo es tan malo... a veces la ley de Murphy no funciona.

martes, 20 de enero de 2009

Día de esperanza!


Amiga,

Hago una pausa en mis flash backs para colgar aquí esta foto, publicada por El País hoy, a propósito de la inauguración del gobierno de Barak Obama. Creo que las caras de alegría de la gente lo dicen todo. Hoy es un día en que vale la pena creer que es la gente la que está tomando posesión de algo más importante que el poder: la esperanza.

lunes, 19 de enero de 2009

Flash Back_4


Caracas, Jueves 11 de octubre de 2007


La jornada de hoy ha sido concebida más bien como un saludo a la bandera. He venido cuatro veces a cancelar una cita de diciembre del 2005. La última vez fue hace tres días. Pero como no sé qué más hacer y la desesperación está a la vuelta de la esquina, decido que tal vez la mejor estrategia es la insistencia: “tánto va el cántaro a la fuente... etc”. Así que me levanto temprano otra vez, vuelvo a agarrar mi carrito, luego el Metro, decido ir directo a Capitolio y caminar tres cuadras por la Avenida Baralt hasta la Onidex, en lugar de cambiarme en Plaza Venezuela a la estación Zona Rental y sufrir el desesperante tráfico de gente que se acumula en los pasillos de las dos estaciones peor diseñadas en la historia del transporte subterráneo. Me bajo en Capitolio y antes de las ocho estoy en la puerta de la Onidex. Los buhoneros no han armado sus tarantines todavía, la calle huele a agua sucia y a aceite quemado, a humo de autobuses y a algo piche que debe estar acumulado en bolsas de basura. Y sin embargo todo parece extrañamente limpio, hay como una transparencia en el aire y eso me anima a pensar que tal vez hoy es el día en que mis súplicas serán escuchadas. Tal vez hoy lo que pueda salir bien saldrá bien.

No hay cola. Al entrar a pedir mi número lo primero que noto es que los jóvenes que entregan los papelitos y que están frente a las flamantes laptops –de las que uno esperaría mayor eficiencia, sin duda– han sido uniformados con un sobrio flux negro, camisa blanca, corbata negra. No los veo, pero casi imagino zapatos de patente. Muy impresionante. Sobre todo si se compara con los jeans raídos y las sempiternas franelas rojas, con el letrero infaltable de: “Ahora Venezuela es de Todos”, que usaban hasta ayer nomás. El joven que me atiende ya me ha atendido antes. Por supuesto no se acuerda de mí, pero yo sí lo reconozco. Fue el que una vez me subió al piso cinco, a la oficina del tal Carlos, y me prometió que esta vez sí me hacían la diligencia de borrarme del sistema... no caigo en la tentación de comentárselo. Sin embargo, cuando ve mi planilla pone cara de asombro y me pregunta, como si se lo preguntara a sí mismo, “¿cómo es posible que no te hayan borrado esa cita?”. Saca de la máquina un papelito y me dice, de lo más diligente, “venga conmigo”. Yo me lleno de esperanza, otra vez, por aquello de que la esperanza es lo último en morir y lo que pueda salir bien tal vez salga bien... y lo sigo de lo más animada.

El joven va con mi planilla a la taquilla trece, y habla con el mismo ser que me ha atendido ya tres veces. No los oigo hablar porque me han dicho que espere del lado de afuera del cordón rojo que custodia un diligente joven, antes trajeado de rojo y ahora también elegantemente vestido de negro de pies a cabeza. Hace calor. Todos esos trajes negros me dan más calor, sólo de verlos. Trato de entender los gestos de los dos jóvenes que se pasan de mano en mano mi planilla. Finalmente no aguanto el suspenso y me acerco a la taquilla sin que nadie me dé permiso. Detrás de la ventanilla, el joven ha decicido que hoy es el día de las respuestas fulminantes: “EL SISTEMA ESTÁ CAÍDO”. Dice esto con una seguridad resignada al tiempo que lanza mi papel en la misma pila que más tarde recogerá sin duda la señora de la limpieza. En una era en que las computadoras parecen gobernarlo todo, esta frase parece no ofrecer apelación posible. A pesar del cambio de atuendo, o tal vez por eso mismo, los funcionarios siguen pensando que el idiota que tienen enfrente no puede armar ningún argumento contra esa frase. Lo intento, sin embargo. Solicito pronósticos: ¿cuándo? ¿cómo? ¿qué debo esperar? La respuesta se cierra en un no sé, un no se sabe, contra el que simplemente no tengo ánimo de luchar. Me quedo muda frente a la taquilla.

En todas mis visitas anteriores había tomado la precaución de fotocopiar la planilla firmada por el funcionario de turno, con la fecha de mi visita. De manera ilusa me consolaba pensando que de ese modo acumulaba pruebas irrefutables de la ineficiencia gubernamental. Pero ¿qué se puede hacer ante el exceso de la ineficiencia, ante el colmo de la ineptitud? Una oficina montada toda sobre un sistema computarizado ¿qué hace cuando se cae el sistema? ¿no debería, en honor a la decencia, cerrar las puertas? Digo, es un asunto de ahorro del tiempo de la nación y sus aspirantes a ciudadanos, ¿no? Estaba ante la prueba más clara de la incapacidad, ¿para qué seguir acumulando más pruebas? Todo esto pasó por mi mente en el medio minuto que estuve parada frente a la taquilla, muda de asombro y de furia. Si hubiera tenido algún tipo de poder sobrenatural, de esos que salen en las películas, habría partido con un rayo mortífero a la encarnación de la ineptitud que tenía frente a mí. A falta de eso lo miré con toda la rabia que podía concentrar en un segundo y, en un gesto que quiero considerar digno, di media vuelta y me fui.

Al salir a la calle, con un nudo en el estómago y ganas de romper algo, tuve un único consuelo: pensaba en el modo como contaría, en este diario del pre-exilio, la fulminante escena que acababa de presenciar. A veces la escritura nos salva. No del mundo y sus tragedias pequeñas o grandes, sino de volvernos locos, de caer en la más absoluta desesperación. Es un lugar común comparar nuestros dramas burocráticos, nuestros encontronazos violentos con un Estado o unas instituciones que no funcionan, con los casi inverosímiles relatos de Kafka. Sólo el que realmente haya entrado y salido sin respuestas de oficinas como la Onidex, por haber caído en un agujero negro del sistema, puede realmente percibir la justeza de ese lugar común. No puedo releer al maestro del realismo burocrático, porque todos mis libros están en unos baúles que no han podido salir de este país porque mi pasaporte está vencido. Pero recuerdo sus atmósferas asfixiantes y me pregunto si será verdad que Kafka se reía a carcajadas de sus propias historias cuando las leía en voz alta a sus amigos. Tal vez, algún día, yo también pueda reírme al releer estas páginas. Pero hoy siento que esta ex-patria, de la que estoy saliendo a través de una dura prueba, es la que se ríe a carcajadas de mí.

jueves, 15 de enero de 2009

Flash Back_3

Amiga,

Sigo con el recuento de mis penurias de pre-exiliada:


Caracas, Martes 9 de octubre de 2007

Como si mi propio calvario no fuera suficiente, hoy tengo que ir a la Onidex de La Trinidad a buscar el pasaporte de mi hermana. Ella ha tenido la suerte de sacar su pasaporte en una semana. Fue el lunes pasado a la reseña y el documento ya está listo. Al menos eso dice la infalible página web de la Onidex. Perentoriamente conmina al portador de la cédula de identidad arriba descrita a que acuda a la oficina señalada a retirar su documento de identidad. De no hacerlo, dice en tono marcial la página, el pasaporte será ‘destruido’. El resto de la cita puede que no sea literal, pero la palabra ‘destruido’ lo es, como puede comprobarlo todo el que recientemente haya tenido la fortuna de ver su nombre y cédula impreso en esa página, luego de consultar en la fatídica lista de los pasaportes por retirar. Así que allá me voy. Tomo el Metro hasta Chacaíto. Hago la cola del carrito que sube a Baruta-La Trinidad y me armo de paciencia porque ésta debe ser una de las rutas más largas y más lentas de Caracas, bueno si descartamos Caricuao y Guarenas.

Paso por alto tráfico del camino, porque no hay quien no lo haya sufrido en Caracas. Llego a la Onidex de La Trinidad a la una de la tarde. La cola de gente que espera a que le entreguen su pasaporte sale por una entrada del centro comercial y llega hasta la otra, una cuadra más o menos. Cada quien que llega mira la cola con absoluta resignación. La mayoría se queda, luego de preguntar si ya recogieron los papelitos... algunos pierden enseguida el ánimo, la esperanza, la paciencia y se van casi de inmediato. Los que nos quedamos presenciamos el juego del papelito. Para los que no hayan estado en La Trinidad jugando el juego de ahora-lo-tienes-ahora-no, les cuento:

La gente que viene a buscar sus pasaportes hace fila fuera del centro comercial, porque la oficina de la Onidex está en un lugar tan pequeño e incómodo que no hay manera de que la gente se pueda acomodar adentro. Yo había venido dos veces antes a buscar mi propio pasaporte y ya sabía cómo se organizaba el asunto. Cada tanto, no sé sabe nunca cuándo exactamente, viene un funcionario a recoger el comprobante que le entregan a uno cuando –si uno tiene suerte y no ha caído en ningún agujero negro del sistema– supera exitosamente el segundo paso en la carrera de obstáculos que es sacar en Venezuela un pasaporte (el primero es lograr una cita). Ese comprobante es una tira de papel de unos cuatro o cinco centímetros de alto y del ancho de una página normal, digamos A4. Ese es el único documento que certifica que uno estuvo ahí, pagó sus timbres fiscales, fue reseñado y fotografiado, y su firma fue debidamente registrada por las flamantes computadoras con las que ahora sacan el moderno pasaporte electrónico.

Cuando el funcionario de la Onidex pasa recogiendo el famoso papel y uno lo entrega, no puede menos que sentir un frío en el estómago. Ahí va la única prueba que tienes de que –en efecto- tuviste la dicha de alguna vez acudir a una cita para sacar tu pasaporte Y TODO SALIÓ BIEN! La computadora te reconoció, no había ningún candado al lado de tu nombre, no te hicieron esperar desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde repitiéndote la misma historia: que tu nombre está bloqueado y que no pueden hacer nada por ti. En fin, ahí va la prueba de que todo está funcionando como debe, hasta ahora. Pero entre el momento en que llegas y te incorporas a la cola y el momento en que pasa el funcionario recogiendo la prueba de tu exitosa existencia en el tramado burocrático, pueden pasar muchas cosas. Todos los seres que acuden a la Onidex tienen una historia que contar. Algunas son más interesantes que otras, todas son una muestra del nivel de humillación y desamparo en el que hemos caído. Una mujer cerca de mí le cuenta a otra que ha venido diez veces y que siempre le dicen que tiene que esperar. Yo pienso, sólo para mí, ‘si le cuento llora... yo estoy esperando desde marzo!’.

Un rato después, una señora se sienta en el mismo pretil en el que estoy incómodamente recostada y comienza a hablar conmigo como si nos hubiéramos quedado en el medio de una conversación hace apenas un segundo. Me cuenta cómo se burlaron de ella cuando vino a sacar su pasaporte hace dos semanas. Dice que los funcionarios se burlaban porque ella es andina y nació en San Cristóbal. Cuenta que los tipos se reían y le decían ‘así que tú eres gocha’, ‘¿estás segura?’, ¿no será que naciste un poquito más allá y te quieres hacer pasar por uno de nosotros? La señora estaba indignada porque los tipos pretendían hacerla confesar que era colombiana. Dice que tuvo que pedirle a su esposo que le trajera una copia de la partida de nacimiento que tenía en la casa. Cuando el esposo vino en carrera a traerle la copia, los funcionarios dijeron que una copia no servía, que tenía que ser ‘original’. La señora enfurecida contaba cómo les explicó que todas las partidas de nacimiento son a fin de cuentas una copia, que lo que necesitaban ellos era comprobar los datos y ahí estaban los datos. Pero los tipos se seguían burlando y le preguntaban si no sería en realidad colombiana, le decían que cómo sabían ellos que esa partida de nacimiento no era falsa.

La señora recuerda con tanta claridad la indignación que sintió que se le quiebra la voz y parece que está a punto de llorar. Así que remata rápidamente su cuento diciendo que lo peor fue que a las tres de la tarde el mismo funcionario que se había burlado de ella desde el principio le leyó perfectamente todos sus datos en la pantalla del computador y le dijo que sí, que no había ningún problema, que podía ‘proceder’ a registrar sus huellas. Así de sencillo, sin ninguna otra explicación, sin pedir disculpas. Simplemente necesitaban humillar a alguien y a ella le tocó ese día. La señora con la que hablo puede tener la edad de mi mamá, con seguridad tiene más de 65, que es la edad en la que en este país se considera que uno es ‘anciano’. La tercera edad sirve para algunas cosas, por ejemplo, uno no debería hacer colas de una cuadra o más. Le digo a la humillada señora que vaya a la puerta a ver si la atienden primero. Se va, furiosa y decidida. No regresa, así que imagino para ella un final feliz. Elijo creer que, al menos en su caso, todo salió bien.

Mientras tanto, los que quedamos en la cola nos preguntamos cuándo vendrá el hombre que recoje los papeles. Pasan unos cuarenta minutos en los cuales soportamos un sol aplastante, luego se nubla, luego llueve... un niño juega con un carrito amarillo y lo acompaño a jugar un rato hasta que su mamá me pide permiso para salir de la cola a comprarle algo de comer. Me quedo sin compañero de juego. Finalmente llega el hombre a recoger los papeles. Esta vez los recoge todos. Parece que antes había estado recogiéndolos de veinte en veinte o algo así. Todos nos deshacemos de nuestros papelitos y sabemos que estamos condenados a esperar hasta que se nos anuncie la tragedia de que tenemos que volver a pasar por esto, porque el pasaporte ‘no ha llegado’, o la buena nueva de que finalmente tenemos un documento que nos acredita para existir fuera de este país. En mi caso me permito vivir la experiencia vicaria de estar aquí, imaginando que es mi pasaporte el que están por entregarme. He visto el perentorio letrero en la página web, así que no tengo dudas. La gente se reorganiza. La cola se mueve hacia el otro pasillo porque ya somos menos. Hemos visto salir a algunos ya con su pasaporte en la mano y una cara de alivio evidente. En el nuevo pasillo en que tratamos de mantener el orden de la cola consigo un periódico olvidado y trato de leer para distraerme. Leo todo el primer cuerpo de El Universal. Literalmente todo. La gente está callada, ya nadie tiene ganas de contar su tragedia.

De pronto llega otra vez el funcionario, un funcionario que no es el mismo que nos tocó a nosotros, y les grita a los que están de último en la cola que vengan a entregar sus papeles que ya no van a aceptar a nadie más. La gente que está atrás se viene toda hacia adelante, el orden de la cola se pierde, nadie sabe muy bien qué hacer. Luego se corre la orden o el rumor: hay que entrar, adentro van a avisar quién se queda y quién se va. Este es el propósito de todo el juego: dividir a los ganadores de los perdedores. Cuando volvamos a ver al funcionario salir será como muerte súbita para algunos y para otros el premio gordo.

Todo tiene un aire de azar, de ruego, nadie sabe a ciencia cierta qué lado del destino le va a tocar, no importa cuántas veces haya visto su nombre aparecer en la página web diciendo que su pasaporte está listo. No importa cuántas veces haya venido a buscarlo y le hayan dicho que no está, que no ha llegado. Puedo imaginar que la gente reza, que ofrece velas a los santos en los que más cree. Hasta yo que soy una incrédula convicta y confesa he prendido velas a diestra y siniestra, he mandado a prender velas en mi nombre, he rogado a mis seres queridos que están ya del otro lado que me den una mano: la necesidad tiene la peor cara de perro. Y aquí todos estamos necesitados de milagros. Así que contamos los minutos, rogamos, hacemos promesas y nos distraemos como podemos de la angustia de esperar.

No cabe un alma en los pasillos del diminuto centro comercial. Algunos se sientan en las mesas de los locales que hay para comer: un restaurant en la planta baja y una panadería en el primer piso. Si no consumen algo, más tarde o más temprano sale alguien del personal a indicarle que tiene que desocupar. Las personas negocian, gesticulan, finalmente se levantan y se suman a la multitud sin privilegios de los que esperan parados. Esos pequeños incidentes hacen que todos nos quedemos mirando como quien intenta descifrar el argumento de una película muda o hablada en un idioma que no conocemos. También hay niños que juegan en una especie de mini escenario que hay en la planta baja. Ahí han improvisado un juego que a los que miramos también nos distrae, los niños corren, se persiguen, suben y bajan de la tarima, se llevan por delante las matas, patalean, lloran a lecos o se ríen. Yo me he ubicado en el piso de arriba, desde donde me imagino que miro una función de la comedia humana que se representa sólo para mí, aunque no soy la única que se ha acodado en las barandas a mirar para abajo.

De vez en cuando llega alguien preguntando dónde es que tiene que entregar el papelito para retirar su pasaporte. Algunos le responden que ya no los están recibiendo porque van a ser las tres de la tarde. Otros, más optimistas, le dicen al incauto que se acerque a la puerta a ver si se lo reciben. El que pregunta duda por un momento, no sabe si decidirse por la versión pesimista o aventurarse a ver si hoy es su día de suerte. Cada quien tiene un modo distinto de reaccionar ante estas encrucijadas que parece ofrecer lo que podríamos llamar “el destino”, a falta de mejor concepto: unos avanzan para desafiar la suerte, otros retroceden y deciden de antemano que hoy no es el día en que las cosas van a salir bien.

En los largos meses que llevo esperando un milagro yo he tomado alternativamente un camino o el otro. Hay días en que creo que la providencia va a sonreírme... y todo sale mal. Hay días en que creo que no voy a lograr nada... y, en efecto, no logro nada. No es cierto que si uno cree firmemente en que algo va a salir bien saldrá bien. Tiendo a creer más en la Ley de Murphy: todo lo que pueda salir mal, saldrá mal. Eso me prepara mejor para las catástrofes que no puedo evitar.

Finalmente, un arremolinamiento de gente indica que el funcionario encargado de definir nuestro destino ya tiene algunas respuestas. Y ellas están literalmente en la palma de su mano. Bajo un poco las escaleras para oír mejor y no puedo creer que el primer nombre que el funcionario grita es el de mi hermana. Tardo unos segundos en reaccionar. El hombre repite el nombre dos veces, a pleno pulmón, mientras bajo las escaleras gritando a mi vez, ‘¡aquí! ¡aquí!’. Todo el mundo me apura, corea el nombre de mi hermana, todos se impacientan porque hasta que yo no tome mi papel nadie más va a ser nombrado. Me muero de la vergüenza y apenas logro preguntar ¿no está listo? El funcionario me repite, furioso, NO ESTÁ. A pesar de su cara de odio y de la impaciencia de todos los que esperan, logro hacerle una segunda pregunta, ¿cuándo paso entonces? ‘LA SEMANA QUE VIENE’ me responde y a continuación me da la espalda y grita otro nombre, y todo comienza de nuevo: los gritos que repiten como un eco el mismo nombre, la voz del nombrado que suena en algún rincón, ‘¡aquí! ¡aquí!’...

Los que hemos sido expulsados del paraíso nos retiramos en silencio, con el rabo entre las piernas, con una especie de rabia y de impotencia por no tener a quién reclamarle que en la página web te aseguraron que el pasaporte estaba listo y que si no lo venías a buscar lo destruirían. En la mente se te agolpan todas las quejas. Te dan ganas de zapatear como uno de los niñitos que jugaban hace un rato, zapatear y llorar a moco suelto. Aunque no sea tu pasaporte el que estás tratando de retirar y aunque esta experiencia vicaria sólo haya servido para reiterar una vez más la certeza de que la de Murphy es la única ley posible para lidiar con una realidad tan aplastante como la nuestra.

miércoles, 14 de enero de 2009

Flash Back_2

(Continúo en flash back)

Caracas, Lunes 8 de octubre de 2007


Hay días en que todo parece que va a salir bien. Entonces no hay cola al llegar a la sede central de la Onidex. Uno pasa directo, le anuncia al jovencito que está a la entrada -frente a una laptop bastante moderna para una dependencia gubernamental- su número de cédula y la razón que lo trae a este centro del reclamo ciudadano, y el joven pone cara de ‘cómo es posible que no le haya salido su pasaporte, señora’ y le da a uno su numerito correspondiente. Dos veces me ha tocado el 218. El joven de la taquilla 11 me dijo, esa vez, que debía jugarlo en la lotería. Pero hoy me tocó el 159, un número que no promete mucho.

Aprovecho que tengo cuarenta personas delante y hago la cola de las fotocopias. También hoy, por un milagro inexplicable, tengo delante de mí sólo tres personas. En un día normal, la cola puede ser de quince o veinte seres apurados y malhumorados. Unas semanas atrás me tocó presenciar el lamentable espectáculo de una señora que le fue rogando, literalmente, uno por uno a todo el que se encontraba en la cola para que la dejaran ir de primera, porque tenía que sacar una copia de algo URGENTE, porque un funcionario la estaba esperando y si no se apuraba el funcionario se iba a ir y la iba a dejar varada. Todos y cada uno de los que estábamos en la cola teníamos la misma urgencia, por razones parecidas o iguales, pero ella era la única que se encontraba en un nivel tal de angustia que nos puso a todos en el trance de darle permiso para colearse o sufrir sus súplicas interminables hasta el fin de los tiempos. Yo la dejé pasar antes de que terminara de pedírmelo. No soporto que nadie me ruegue, por ninguna razón. Y así fue, uno por uno, hasta que llegó al principio de la cola y todos descansamos de su sufrimiento.

Pero hoy no hay nadie rogando, no hay nadie contando su interminable tragedia. Hoy estoy de inmediato frente a la taquilla y le saco copia a todas y cada una de las planillas que me han anotado, firmado, estampado, vuelto a rayar y a firmar cada vez que he venido a hacer lo mismo. Esta vez, traigo también una “Carta explicativa” a ver si haciendo una exposición formal de mi drama se entiende mejor por qué estoy aquí. Vuelvo contenta a mi puesto en las sillas amarillas, frente a las taquillas 11, 12 y 13 a esperar mi turno. Mi número aparece tan rápido en la pantalla que no me da tiempo ni de leer un par de páginas del libro que siempre cargo conmigo cuando me enfrento a cualquier trámite burocrático. A veces me pregunto si la rapidez con la que atienden los reclamos no será una forma de deshacerse de la gente más que un modo auténtico de recibir quejas. He venido tantas veces que ya he comenzado a dudar de que realmente procesen algún caso. Creo que, en realidad, cuando al final del día todos nos vamos, la señora que limpia pasa por cada una de las taquillas, la once, la doce y la trece y recoge parsimoniosamente, sin remordimiento alguno, todas y cada una de nuestras peticiones, quejas o reclamos y los coloca en la misma bolsa negra en la que se acumulan colillas, vasos de plástico manchados de café, papeles arrugados, envoltorios de caramelos y chiclets, grapas inservibles, bolígrafos secos. Después amarra con cuidado la boca de la bolsa y la deja en la puerta para que cargue con ella el camión de la basura en la madrugada del día siguiente.

Sacudo esta idea perversa de mi cabeza y me acerco a la taquilla once donde me atiende un muchacho que se llama Manuel y que me ha atendido antes. Le cuento mi drama una vez más. Le explico que he venido varias veces antes. Le muestro la planilla en la que está su nombre y firma escritos por su misma mano, de puño y letra, como se dice. Me mira como si yo hubiera inventado una historia fantástica, como si no fuera posible que yo hubiera hecho ese mismo reclamo antes y no me hayan atendido. Me mira como si yo fuera idiota, en una palabra. Todos y cada unos de los funcionarios de la Onidex tienen una firme, clara e inamovible creencia: que los ciudadanos que acuden a solicitar documentos de identidad son invariablemente retrasados mentales.

Cuando se apiadan de ti, te dicen que van a hacer todo lo posible por resolverte tu caso, de pana, lo más pronto posible. Llegan incluso a pedirle a uno de los funcionarios que atienden al público –con sus flamantes franelas rojas que proclaman que ahora Venezuela es de todos– que te suba al piso cinco, para que hables con un tal Carlos, para ver qué puede hacer por ti. Llegan incluso a escoltarte al piso cinco, tocar el intercomunicador que está al lado de la puerta de metal del tal Carlos y hasta le entregan tu planilla al funcionario que asoma la cabeza y te jura, te da su palabra de honor, que hoy mismo procesa tu queja y te borran la cita del 2005 que te impide pedir una cita nueva... Pero hoy no es uno de esos días.

Hoy eres el idiota más redomado al que se le puede aplicar la frase con la que te anulan la existencia: ‘ese trámite dura DIEZ DÍAS HÁBILES’. Cuando te lanzan esa frase no hay nada que hacer. Puedes argumentar que ya te han dicho eso antes, que han pasado no sólo diez días hábiles, sino seis veces diez días hábiles desde la primera vez que te anunciaron que el trámite tardaba diez días hábiles y hasta ahora no te han borrado la fatídica cita del 2005. Puedes ponerte irónico y preguntar desde qué fecha corren los diez días hábiles, y mostrar las planillas de las veces anteriores en que te han anunciado la cuenta regresiva que nunca se cumple. Pero como hoy eres el estúpido universal, el tal Manuel simplemente te repite su frase lapidaria una y otra vez hasta que no te queda otra que entender que no vas a sacarlo de ahí y que el diálogo se terminó hace rato.

Así que suspiras, cuentas hasta diez, otros diez días hábiles, y te vas con todas las copias de todas tus planillas, a las que has agregado esta última, debidamente rayada por ambos lados. Cuentas mentalmente los diez días hábiles y calculas que a este paso puede pasar un año más sin que te resuelvan el problema. Ya no vale que te preguntes qué tan difícil puede ser borrar un simple dato de una computadora. Ya no vale que te devanes los sesos tratando de entender por qué ‘el sistema necesita diez días para procesar la operación’. A estas alturas son simplemente preguntas inútiles, o tal vez metafísicas. Preguntas no aptas para el idiota universal. Preguntas cuya respuesta sólo puede tener el señor Carlos del piso cinco, el único ser en todo el planeta que es portador del código secreto que permite borrar las citas viejas en el infalible sistema de la Oficina Nacional de Identificación y Extranjería.

Cuando sales otra vez a la calle en la que se acumulan tarantines donde venden gacetas oficiales, timbres fiscales, papel sellado, bolígrafos, sobres manila, ganchitos de pelo, pastelitos andinos, refrescos, agua... te asalta de nuevo la extraña sensación de que el tiempo se ha detenido. Todo esto te ha pasado antes y ha pasado tan exactamente igual que incluso el nudo que tienes en la garganta, las ganas de gritar que no puedes aguantar, la furia que te pega en la boca del estómago, todo parece tan irreal y al mismo tiempo tan nítido como un sueño del que no puedes despertarte. Entonces te preguntas si no estás ya en el exilio, en un país que no te pertence y para el que tú no eres más que un estorbo, un bicho que se queja, que pone en evidencia las más que evidentes fallas del sistema.

martes, 13 de enero de 2009

Flash Back

Amiga,

Creo que el mejor modo de mostrar hasta qué punto ha sido difícil esto que he llamado aquí la reunificación de la familia es reproducir un texto que escribí en el 2007 y que llamé Diario del Estancamiento. Estaba sin pasaporte y no había manera de sacarlo. Entonces comencé a escribir una especie de diario para tratar de documentar el drama por el que estaba pasando. No me duró mucho el impulso porque llegué a sentirme en un extremo tal de desesperanza que me impedía pensar y por supuesto también escribir. Pero en los textos que logré terminar, contando algunos de los detalles de mi secuestro -porque lo viví como un secuestro- creo que puede vislumbrarse no sólo una tragedia personal sino el modo como la vida de ciudadanos comunes y corrientes puede verse frustrada por la burocracia y la ineficiencia de un gobierno que le niega a sus ciudadanos el derecho más elemental: el derecho a elegir dónde y cómo vivir.

Comienzo entonces por el primer texto que escribí y lo voy a ir subiendo por partes, tal como fue escrito:

Caracas, domingo 7 de Octubre de 2007


Hace una semana una astróloga me predijo que no podría salir de mi país hasta diciembre, cuando Saturno se apiadaría de mí e intercediera ante todas las fuerzas del universo para dejarme, por fin, empezar una nueva vida. La misma astróloga me dijo que aprovechara estos dos meses de espera para hacer algo creativo, para vincularme con mi entorno y mi gente, y para hacer un plan concreto de lo que quiero hacer cuando me vaya. Tal vez esto último sea lo más complicado, así que voy a ponerlo en un segundo plano. Si es cierto que tengo que estar aquí atrapada por dos meses, me dije esta mañana, lo mejor que puedo hacer –y que involucra mis ‘talentos’, que fue la palabra usada por la astróloga- es escribir un diario de mis desventuras como pre-exiliada. En cierto sentido, este diario también podría llamarse ‘Diario del pre-exilio’.

Mañana se van a cumplir dos meses de la fecha en que originalmente debía salir de Caracas para irme a vivir con Lyo, en la casa que compramos en abril de este año en un pueblito llamado East Calder, muy cerca de Edimburgo, Escocia. El ocho de agosto debíamos irnos juntos a empezar una nueva vida... pero llegó ese día y yo no tenía pasaporte para salir del país. Mi pasaporte se había vencido el 31 de julio y el nuevo pasaporte, que estaba tratando de sacar desde diciembre de 2005, nada que aparecía. En estos dos meses he estado intentando hacerle entender a las autoridades de inmigración venezolanas que borren una fatídica cita que hice en diciembre del 2005 y a la que no asistí, sin saber que ese pecado de omisión iba a significar un aplazamiento indefinido de mi existencia.

En un primer momento pensé utilizar este diario para acumular observaciones que sólo hace alguien que está a punto de irse al exilio y que mira todo lo que le rodea desde una distancia ya nostálgica. Pensé que no era necesario hacer aquí un recuento de lo que ha sido mi calvario en las oficinas gubernamentales que se supone que tienen como misión otorgarle a la gente documentos de identidad. Pero luego comprendí que parte de esta historia tiene que ver con esas visitas desgastantes, en muchos sentidos inútiles, tensas y al mismo tiempo distendidas (todo pasa como si no estuviera pasando o como si en realidad a nadie le importara) que he estado haciendo con una periodicidad cercana a una vez por semana a la oficina de la Onidex (Oficina Nacional de Identificación y Extranjería) que está en el centro de Caracas, detrás del Teatro Municipal.

Como ahora puedo darme el lujo -¿se puede llamar lujo tener que salir del propio país?- de mirar todo con los ojos del que está a punto de irse, aunque ese punto se estire como una raya, puedo contar mi peripecia como si se tratara de una historia que le sucede a otro. También como si fuera el último sufrimiento que este país ingrato me hace pasar. Como un exorcismo, como una última queja. Una larga queja inútil ante nadie ni nada, ante el destino, ante la astróloga que me predijo que estaba condenada a quedarme aquí dos meses más porque Saturno estaba distraído. Ese lujo de la distancia y de la queja gratuita hace que mi drama parezca menos cruel: material para la escritura. Así que puedo ejercitarme en esa nueva mirada y poner en papel los nuevos sentidos que he estado desarrollando desde que estoy con un pie en el exilio.

Describir, por ejemplo, la oficina de la Onidex en la que he transitado todos los estadios del ruego, de la indignación, de la humillación, de la complicidad, de la camaradería, de la solidaridad, de la indiferencia, de la resignación. Para empezar es necesario hacer una cola en la entrada para pedir un número que le dé a uno el derecho a ingresar en el edificio. Esta cola se hacía en la más absoluta intemperie hace dos meses. Ahora se han apiadado de los mártires indocumentados de la patria y han colocado unos tres metros de toldo rojo para cobijar a los primeros quince o veinte ciudadanos que pacientemente esperan su turno. A las nueve de la mañana, usualmente la cola ya ha cruzado la esquina, así que el toldo le queda muy lejos a los que llegaron después de las ocho y media. Si hace sol se tuestan, si llueve se empapan o se cubren con precarios paraguas o cartones, periódicos, lo que consigan a mano.

En el amplio pasillo que separa la puerta de entrada del edificio de la Onidex de la fachada oeste del Teatro Municipal no permiten que se instalen buhoneros ni ningún tipo de vendedor ambulante, al menos así lo proclaman los letreros que le recuerdan a los transeúntes que el Teatro Municipal es un patrimonio de la nación y que no debe ser mancillado por la economía informal. Pero a la vuelta de la esquina, a donde llega la cola pasadas las nueve, todo tipo de tarantines se acumulan en la fachada norte del edificio de la Onidex (antes DIEX, Dirección de Identificación y Extranjería). Esa es la calle que comunica con las llamadas Torres del Silencio, específicamente con la Torre Sur, donde hasta principios del siglo XX se encontraba el famoso Hotel Majestic, que sólo he visto en fotos. En el cruce con la Avenida Baralt no hay letrero que mencione el nombre ni de la calle ni de la esquina. Pero hay un desvencijado anuncio publicitario que indica que esta fue alguna vez la esquina de San Pablo.

En esa acera techada, que ocupa una cuadra desde la Baralt hasta el Teatro Municipal, que parece un pasillo más de El Silencio, pero sin la elegancia de los portales criollos de Villanueva, se puede conseguir desde hilo y aguja hasta pastelitos andinos, pasando por la prensa, tarjetas de teléfono, timbres fiscales, papel sellado, agua, refrescos, ganchitos de pelo, billetes de lotería, café, té, bolígrafos, sobres, llamadas por teléfono a cualquier celular. Todos estos productos están repartidos entre los puestos ‘fijos’ y los vendedores literalmente ambulantes, es decir, que caminan de arriba a abajo el pasillo pregonando lo que venden. Me imagino que debe haber un constante intercambio entre quienes tienen puestos fijos y quienes pregonan su mercancía en un incesante ir y venir, porque los productos parecen sospechosamente similares.

Si tienes suerte y la cola avanza hasta el punto de salir del pasillo y doblar la esquina, puedes ver el final de la cola y calcular que te falta tal vez media hora para llegar al toldo rojo, donde ya no te va a importar cuánto falte para entrar, porque estarás a salvo de los elementos. Ese es, por supuesto, el tramo más difícil. En compensación, es el tramo en el que puedes escuchar con más claridad los comentarios, historias, quejas, chismes y chistes de tus compañeros de infortunio, porque ya se escucha menos el permanente pregón de los vendedores ambulantes.

He estado tentada a llevar uno de esos grabadorcitos mínimos que graban en mp3 para registrar todas las cosas que se oyen y que la memoria no alcanza a retener, porque estás tan concentrado en tu drama personal que retener con exactitud los dramas ajenos agregaría una tragedia más a lo que ya vives como vía crucis. Sin embargo, algunas historias se quedan en la memoria, como sin querer. Una de ellas es la historia que cuenta en la pata de mi oreja una muchacha delgada y morena a un muchacho bajito de chaqueta roja. La historia tiene que ver con una prima que está terminando de estudiar bachillerato y que no quiere servir para nada, como se dice de la gente que ni trabaja, ni estudia, ni tiene intención de hacerlo en el futuro cercano.

La joven que cuenta dice que si la prima se pone las pilas y hace un curso ‘bancario’ –así lo llama y yo trato de imaginarme por un rato largo a qué se refiere- ella le consigue un trabajo en el banco, donde evidentemente trabaja y donde también trabaja un tal William que le prometió que la iba a ayudar, pero que su prima no podía entrar si no había hecho un curso bancario así que ni modo, sin el curso ella no la podía ayudar. Pero es que Jaquelin no quiere sevir para nada y por eso es que no va a salir de abajo, porque por más que se lo ha dicho –y repite otra vez toda la historia un par de veces- ella no se decide a hacer el tal curso que le facilitaría buscar trabajo en el banco. Inmediatamente cuenta con nombre y apellido los casos de gente que hizo cursos y que entró a trabajar en el banco porque están buscando gente, porque necesitan gente y si haces un curso te ponen a trabajar aunque sea medio tiempo.

Historias como ésta son las más comunes. Historia de gente que busca trabajo, que necesita un trabajo mejor al que tiene o que acaba de conseguir un trabajo y está resolviendo el papeleo que le va a permitir mantenerse en el trabajo que acaba de conseguir. El otro tipo de historia más común son los cuentos de las veces que la gente ha ido a la Onidex a resolver el trámite que nunca parece resolverse con una sola visita. El tópico más reiterado, aparte de contar el drama en sí que lleva a cada quien a soportar este calvario dos, tres, cuatro y quién sabe cuántas veces, es el cuento de la cola misma. La semana pasada la cola llegaba hasta allá, o hasta más acá. Hace dos semanas llovió y nos tuvimos que empapar por una hora. El mes pasado no había ni toldos ni café y aparte de morirnos de hambre nos retostamos de calor. Hace un mes y medio uno podía llegar a las nueve y pasaba de una vez porque no había casi nadie.

Y yo, que ando sola y que pocas veces me instalo a conversar con la gente de la cola, recuerdo para mis adentros haber vivido todas y cada una de las experiencias que cuentan los que están en la cola, porque yo también estuve aquí hace dos meses, hace un mes y medio, hace un mes, hace unas semanas y la semana pasada y dos días atrás. Y mañana, lunes 8 de octubre, fecha para la que tenía reservación para irme a Edimburgo, vía París, por Air France, también voy a estar en la misma cola.

Así que dejo para mañana el recuento pormenorizado de los males que le esperan al ciudadano que tiene la fortuna de ingresar al edificio donde se distribuyen hacendosamente los serviciales funcionarios que tienen la misión de otorgarle a los ciudadanos de la República Bolivariana de Venezuela sus documentos de identidad.

(Esta historia no sólo continuará, sino que parece no tener fin...)

lunes, 12 de enero de 2009

47

Amiga,

Aquí estamos otra vez cumpliendo años. En estos días que van entre mi cumpleaños y el tuyo las dos tenemos la misma edad. Unos flamantes 47 que espero poder aprovechar lo mejor posible.

No me asusta demasiado ponerme un poquito más vieja. Me asusta más no tener planes, que se me acaben las ganas de hacer cosas nuevas, de aprender.

Ya he recibido llamadas, tarjetas electrónicas y mensajes de felicitaciones... y Lyo me hizo ayer mi torta de zanahorias que es la tradición en mi cumpleaños desde hace siglos. Como si fuera poco, hoy hace un espléndido día soleado, después de días de lluvia y viento que parecían no terminar nunca.

Así que no me quejo.

Un abrazo,
r

miércoles, 7 de enero de 2009

7 de enero de 2009 ¡un año!


Amiga,

Hoy hace un año que comencé a escribir este blog para ti y para los amigos que querían saber en qué andaba. Estuve mirando el índice, las fotos y algunas de las entradas y me parece increíble que hayan pasado tantas cosas en este año. Para estas fechas, a principios del 2008, todo parecía complicadísimo de lograr ...y yo en realidad no sabía muy bien si sería posible o incluso si tendría voluntad de seguir adelante. El balance es positivo, sin embargo. Todo lo que imaginé que sucedería a principios del 2008 se cumplió. Incluso hubo tiempo para otras cosas, como viajar a Estocolmo, hacer una visita relámpago a Berna y aprender algo de francés en la propia ciudad luz.

Durante una larga parte del año pasado pensé que no sería capaz de renunciar a mi trabajo y dar el salto definitivo de quedarme en este lado del mundo. Pasé largas semanas y meses imaginando cómo sería de miserable mi existencia si al final me acobardaba y prefería la tierruca al exilio. Ahora que estoy ya de regreso de toda esa incertidumbre y del dolor anticipado de imaginar mi vida destruida, supongo que cabe tocar madera y dar gracias porque todo esté saliendo lo mejor posible.

Y las primeras gracias son para Lyo, que siempre creyó que podíamos cumplir con todos los planes que hicimos y reiniciar nuestra vida juntos sin que faltara nada: ni mis libros, ni mi gato, ni los miles de peroles que he acumulado y continúo acumulando, ni esta habitación propia desde la que te escribo y que estamos terminando de arreglar, para que yo tenga un lugar donde perseguir mis sueños y mis pesadillas.

Ahora falta esperar por un año aún mejor y creer firmemente que vale la pena hacer planes y empeñarse en llevarlos a cabo, incluso cuando todo parece estar en contra.

¿Mis planes para el 2009? Inscribirme de nuevo en la universidad para estudiar un oficio útil, terminar una novela que quiero tener lista antes de septiembre, conseguir un modo de ganarme la vida. Anoto todo aquí como una especie de contrato conmigo misma, con testigos. Espero que el año que viene, cuando este blog y esta larga conversación entre nosotras cumpla dos años en el espacio cibernético –como diría Ígor- yo esté otra vez haciendo un balance positivo.

Lo mismo te deseo a ti. ¡Que todos tus planes se cumplan este año!

Cariños,
r

viernes, 2 de enero de 2009

¡Feliz Año!


Amiga,

¡Qué te puedo decir!

Es un nuevo año... ¡vale la pena tener esperanzas!

¡¡Todo lo mejor en el año que comienza!!

un abrazo grande,
r