miércoles, 14 de enero de 2009

Flash Back_2

(Continúo en flash back)

Caracas, Lunes 8 de octubre de 2007


Hay días en que todo parece que va a salir bien. Entonces no hay cola al llegar a la sede central de la Onidex. Uno pasa directo, le anuncia al jovencito que está a la entrada -frente a una laptop bastante moderna para una dependencia gubernamental- su número de cédula y la razón que lo trae a este centro del reclamo ciudadano, y el joven pone cara de ‘cómo es posible que no le haya salido su pasaporte, señora’ y le da a uno su numerito correspondiente. Dos veces me ha tocado el 218. El joven de la taquilla 11 me dijo, esa vez, que debía jugarlo en la lotería. Pero hoy me tocó el 159, un número que no promete mucho.

Aprovecho que tengo cuarenta personas delante y hago la cola de las fotocopias. También hoy, por un milagro inexplicable, tengo delante de mí sólo tres personas. En un día normal, la cola puede ser de quince o veinte seres apurados y malhumorados. Unas semanas atrás me tocó presenciar el lamentable espectáculo de una señora que le fue rogando, literalmente, uno por uno a todo el que se encontraba en la cola para que la dejaran ir de primera, porque tenía que sacar una copia de algo URGENTE, porque un funcionario la estaba esperando y si no se apuraba el funcionario se iba a ir y la iba a dejar varada. Todos y cada uno de los que estábamos en la cola teníamos la misma urgencia, por razones parecidas o iguales, pero ella era la única que se encontraba en un nivel tal de angustia que nos puso a todos en el trance de darle permiso para colearse o sufrir sus súplicas interminables hasta el fin de los tiempos. Yo la dejé pasar antes de que terminara de pedírmelo. No soporto que nadie me ruegue, por ninguna razón. Y así fue, uno por uno, hasta que llegó al principio de la cola y todos descansamos de su sufrimiento.

Pero hoy no hay nadie rogando, no hay nadie contando su interminable tragedia. Hoy estoy de inmediato frente a la taquilla y le saco copia a todas y cada una de las planillas que me han anotado, firmado, estampado, vuelto a rayar y a firmar cada vez que he venido a hacer lo mismo. Esta vez, traigo también una “Carta explicativa” a ver si haciendo una exposición formal de mi drama se entiende mejor por qué estoy aquí. Vuelvo contenta a mi puesto en las sillas amarillas, frente a las taquillas 11, 12 y 13 a esperar mi turno. Mi número aparece tan rápido en la pantalla que no me da tiempo ni de leer un par de páginas del libro que siempre cargo conmigo cuando me enfrento a cualquier trámite burocrático. A veces me pregunto si la rapidez con la que atienden los reclamos no será una forma de deshacerse de la gente más que un modo auténtico de recibir quejas. He venido tantas veces que ya he comenzado a dudar de que realmente procesen algún caso. Creo que, en realidad, cuando al final del día todos nos vamos, la señora que limpia pasa por cada una de las taquillas, la once, la doce y la trece y recoge parsimoniosamente, sin remordimiento alguno, todas y cada una de nuestras peticiones, quejas o reclamos y los coloca en la misma bolsa negra en la que se acumulan colillas, vasos de plástico manchados de café, papeles arrugados, envoltorios de caramelos y chiclets, grapas inservibles, bolígrafos secos. Después amarra con cuidado la boca de la bolsa y la deja en la puerta para que cargue con ella el camión de la basura en la madrugada del día siguiente.

Sacudo esta idea perversa de mi cabeza y me acerco a la taquilla once donde me atiende un muchacho que se llama Manuel y que me ha atendido antes. Le cuento mi drama una vez más. Le explico que he venido varias veces antes. Le muestro la planilla en la que está su nombre y firma escritos por su misma mano, de puño y letra, como se dice. Me mira como si yo hubiera inventado una historia fantástica, como si no fuera posible que yo hubiera hecho ese mismo reclamo antes y no me hayan atendido. Me mira como si yo fuera idiota, en una palabra. Todos y cada unos de los funcionarios de la Onidex tienen una firme, clara e inamovible creencia: que los ciudadanos que acuden a solicitar documentos de identidad son invariablemente retrasados mentales.

Cuando se apiadan de ti, te dicen que van a hacer todo lo posible por resolverte tu caso, de pana, lo más pronto posible. Llegan incluso a pedirle a uno de los funcionarios que atienden al público –con sus flamantes franelas rojas que proclaman que ahora Venezuela es de todos– que te suba al piso cinco, para que hables con un tal Carlos, para ver qué puede hacer por ti. Llegan incluso a escoltarte al piso cinco, tocar el intercomunicador que está al lado de la puerta de metal del tal Carlos y hasta le entregan tu planilla al funcionario que asoma la cabeza y te jura, te da su palabra de honor, que hoy mismo procesa tu queja y te borran la cita del 2005 que te impide pedir una cita nueva... Pero hoy no es uno de esos días.

Hoy eres el idiota más redomado al que se le puede aplicar la frase con la que te anulan la existencia: ‘ese trámite dura DIEZ DÍAS HÁBILES’. Cuando te lanzan esa frase no hay nada que hacer. Puedes argumentar que ya te han dicho eso antes, que han pasado no sólo diez días hábiles, sino seis veces diez días hábiles desde la primera vez que te anunciaron que el trámite tardaba diez días hábiles y hasta ahora no te han borrado la fatídica cita del 2005. Puedes ponerte irónico y preguntar desde qué fecha corren los diez días hábiles, y mostrar las planillas de las veces anteriores en que te han anunciado la cuenta regresiva que nunca se cumple. Pero como hoy eres el estúpido universal, el tal Manuel simplemente te repite su frase lapidaria una y otra vez hasta que no te queda otra que entender que no vas a sacarlo de ahí y que el diálogo se terminó hace rato.

Así que suspiras, cuentas hasta diez, otros diez días hábiles, y te vas con todas las copias de todas tus planillas, a las que has agregado esta última, debidamente rayada por ambos lados. Cuentas mentalmente los diez días hábiles y calculas que a este paso puede pasar un año más sin que te resuelvan el problema. Ya no vale que te preguntes qué tan difícil puede ser borrar un simple dato de una computadora. Ya no vale que te devanes los sesos tratando de entender por qué ‘el sistema necesita diez días para procesar la operación’. A estas alturas son simplemente preguntas inútiles, o tal vez metafísicas. Preguntas no aptas para el idiota universal. Preguntas cuya respuesta sólo puede tener el señor Carlos del piso cinco, el único ser en todo el planeta que es portador del código secreto que permite borrar las citas viejas en el infalible sistema de la Oficina Nacional de Identificación y Extranjería.

Cuando sales otra vez a la calle en la que se acumulan tarantines donde venden gacetas oficiales, timbres fiscales, papel sellado, bolígrafos, sobres manila, ganchitos de pelo, pastelitos andinos, refrescos, agua... te asalta de nuevo la extraña sensación de que el tiempo se ha detenido. Todo esto te ha pasado antes y ha pasado tan exactamente igual que incluso el nudo que tienes en la garganta, las ganas de gritar que no puedes aguantar, la furia que te pega en la boca del estómago, todo parece tan irreal y al mismo tiempo tan nítido como un sueño del que no puedes despertarte. Entonces te preguntas si no estás ya en el exilio, en un país que no te pertence y para el que tú no eres más que un estorbo, un bicho que se queja, que pone en evidencia las más que evidentes fallas del sistema.

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