jueves, 29 de enero de 2009

Flash Back_10

Altagracia, 2 de noviembre de 2007

Hoy dejé salir a mi gato. Gussi es mi bebé consentido y una de las cosas más dolorosas y difíciles de todo este proceso de cambio de país ha sido el drama de resolver qué hacer con él. El Reino Unido no acepta animales que vengan de ciertos países y obviamente éste es uno de esos países que está en la lista negrísima de los indeseables. Así que el Gussi tiene que pasar al menos seis meses en algún país aceptable antes de entrar al impoluto territorio de los súbditos de la Reina Isabel II.

Es por eso que planeamos llevárnoslo a algún país de Europa donde las reglas de inmigración sean menos duras y atemperar con él ahí hasta que se cumpla el tiempo reglamentario para poder llevárnoslo a casa. Pero antes de eso necesitábamos dejarlo aquí y mi mamá aceptó cuidarlo, así que desde julio ha estado soportando los calores de Margarita. Ha perdido mucho pelo, pero aparte de eso creo que le gusta esta casa que tiene puertas y ventanas a ras de suelo, desde donde puede ver a todo el que pasa, pajaritos, gente, perros, gatos, lagartijas, hormigas, grillos.

Creo que cada ventana o puerta de vidrio es para él una vitrina a un mundo en el que una vez vivió y al que ya no tiene acceso. Cuando era un bebé Gussi vivía con nosotros en una casita con jardín y su primer año y medio de vida lo pasó instalado en ese jardín todas las horas en que era posible dejarlo afuera. Ahora me da lástima verlo mirar para afuera con ganas de salir y le abro la puerta a ver qué hace.

Como todo gato, Gussi es precavido. Sale lentamente, huele el aire antes de avanzar, camina primero bordeando la casa, porque necesita asegurarse de reconocer el camino de regreso. Se revuelca un rato en distintos rincones de la pequeña acera que bordea la casa y cuando está seguro de haber dejado su propio olor bien impregnado en el lugar que le va a servir de referencia, se aventura a caminar poco a poco hacia lo desconocido.

Me siento en el porche con un libro enfrente y de vez en cuando lo miro para saber cuánto ha avanzado. Gussi come grama aquí y allá, mientras mira a los lados con parsimonia y suspicacia. De pronto lo pierdo de vista y ya no sé dónde está. Me levanto y lo busco, llamándolo. Se ha ido mucho más lejos de lo que pensé que se atrevería en tan poco tiempo. Lo bordeo desde lejos para no asustarlo, hablándole para que me reconozca. Está en posición de ataque y no le gusta nada que haya ido a interrumpirle su aventura.

Cuando me acerco me muestra los dientes y gruñe con el pelo erizado. Su furia es impotencia. Sabe que voy a encarcelarlo otra vez y su pasión por la libertad, el aire libre, la aventura, es superior al amor que me tiene. Me doy cuenta de que estoy sometiendo a mi pobre gato al mismo suplicio al que me somete este ex-país que me mantiene presa. Me paraliza mi papel de carcelera y me siento en la grama a observar a mi gato que me sigue mirando furioso.

Más tarde o más temprano voy a tener que encerrarlo, pero por un rato imagino que puedo dejarlo disfrutar su libertad. Mientras lo veo alejarse de mí con la cola baja, una gorda lágrima se me sale de un ojo.

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