viernes, 23 de enero de 2009

Flash Back_7

Caracas, Martes 16 de octubre 2007
(Continuación)

Sigo leyendo. Llega el ayudante que va a asistir a Carlos en el proceso de la inspección. En el momento no me imagino muy bien para qué se necesita tanta gente para abrir unos cuantos baúles y volverlos a cerrar. Sigo leyendo y esperando. Una enorme iguana utiliza el árbol que está sobre mí como su baño particular, casi me salpica. Me cambio de lugar tratando de quedar fuera del área de acción del lagarto. Llega la señora que va a hacer la inspección conmigo. Un rato después, la mujer del SENIAT pasa en una camioneta blanca último modelo, de esas que cuestan lo mismo que un apartamento modesto, y da unas instrucciones que no alcanzo a escuchar. Son ya las diez y media y la puntualidad de todos es sorprendente.

Finalmente, pasadas las once, el guardia de la peinilla regresa y hace un gesto marcial a todos los que esperamos, indicándonos que la función va a comenzar. Entro al galpón, que sólo había mirado desde lejos y el guardia se me acerca. Me pregunta si me han explicado cómo es el asunto aquí. Tardo un par de segundos en responder y Carlos salta a contestar en mi lugar. Dice que sí, que él ya me explicó todo. Cuando el guardia se va, Carlos me dice que lo que quiere saber es si traje el dinero. Le digo que sí, se lo doy, Carlos se lo guarda en el bolsillo y me dice que tengo que dejar afuera mi cartera. Saco el celular y entro, dejando todas mis pertenencias a la buena de dios sobre una máquina que alguna vez se usó para escanear o pesar carga.

Hace un calor realmente infernal porque estamos en Maiquetía, casi al borde del mar, cerca del mediodía, en un galpón sin la más mínima ventilación y bajo un techo de latón que funciona como un horno natural. En cinco minutos ya estoy sudando a mares. La señora que va a hacer la inspección junto conmigo comenta el calor que hace y las dos nos miramos con una especie de complicidad en la desgracia.

Un rato después entra el guardia mayor, seguido por otro guardia menor y atrás llegan Carlos y su ayudante. Me imagino que la transacción se ha hecho, los billetes se han contado y estamos listos para iniciar la farsa de la inspección. Me dicen que van a comenzar por los baúles de la otra señora, porque ella tiene seis bultos y yo sólo tengo cuatro. La lógica elemental de que yo llegué tres horas antes que la otra señora no parece que vaya a funcionar en esta situación. Así que me callo y me dedico a abrir mis baúles para hacer algo con el tiempo y olvidarme del calor que me achicharra.

Un funcionario de la aduana comienza a tomar fotos. Fotografía los baúles cerrados, luego abiertos, luego nos manda a colocar a cada una frente a la carga que le corresponde y nos toma varias fotos. El guardia se pasea de aquí para allá, golpeando todo lo que ve con su larga y puntiaguda peinilla, y nos pregunta, alternativamente, cuáles son los baúles que nos pertenecen. Tanto la otra señora como yo respondemos resignadas a la misma pregunta tres o cuatro veces. Mis baúles están todos juntos, sus tapas levantadas unas contra las otras y yo estoy sentada sobre uno de ellos, no hay manera de equivocarse con la identificación de mis pertenencias. Aún así, el guardia me pregunta una y otra vez si esos son mis baúles. Cuando se cansa de la misma pregunta la cambia por otra que también formula una y otra vez hasta que el calor le achicharra la última neurona: ¿para dónde van esos baúles?.

La cuarta vez que lo oigo insistir en lo mismo me entretengo con la idea de responderle con un lugar distinto cada vez, que suene parecido a Edimburgo, a ver si se da cuenta –Luxemburgo, Friburgo, Johanesburgo. Pero al instante me arrepiento, la guardia nacional carece del más elemental sentido del humor. Más tarde, el guardia me pregunta dónde queda Edimburgo y le digo que en Escocia, a sabiendas de que tampoco podrá ubicar en su mapa mental ese lugar que, si le suena a algo, no puede ser más que a whisky. Se queda con la expresión en blanco. Está a punto de pensar otra pregunta que repetirá por largo rato: ¿qué llevas ahí? Los guardias nacionales dan por sentado que tienen el derecho de tutear a todo el mundo. Menos a sus superiores, supongo.

Ya es mediodía. De nuevo nos explican que debemos esperar a la inspectora del SENIAT porque sin ella no se puede hacer la inspección –lamento la repetición, pero es la palabra que he escuchado más en este día. Así que esperamos resignadas mientras el funcionario sigue tomando fotos y nos cuenta que en esas cajas blancas que están ahí hay unas cuantas docenas de tortuguitas que se van para el norte. El norte parece ser el lugar a donde todo se va. Dice que por ahí han pasado todo tipo de animales, hasta unos delfines estuvieron ahí y también se los llevaron para el norte.

Me imagino aquel galpón infernal lleno de criaturas de todo tipo, como un arca de Noé tropical, y lamento la suerte de los pobres animales que han tenido que sufrir este calor implacable. El guardia sale y entra. Parece que han decidido que no van a esperar por la tal funcionaria del Seniat, después de cuatro horas de espera. Deben haber terminado de negociar cuánto es lo que le toca a cada quién y entonces de verdad la inspección puede comenzar. El guardia manda a abrir todo lo que está empaquetado en los baúles de la otra señora. Carlos y su ayudante tratan de hacer todo lo más pronto que pueden. Abren maletas, desempaquetan cajas, desmontan copetes de camas y colchones, en una actividad frenética que no parece suficientemente rápida para el guardia que los apura a golpe de peinilla.

La señora le está enviando a su hijo, que se fue al norte, todos los muebles, la ropa y los adornos de la casa, incluyendo un enorme peluche blanco que el guardia manda a desembalar por completo, porque considera su deber clavarle al pobre perro de mentira su puntiaguda peinilla. El perro de peluche lanza bolitas de anime por los huecos que el guardia le abre sin misericordia. Cuando se da por satisfecho con su obra de destrucción, el uniformado manda a Carlos y a su ayudante a sellar los huecos con teipe y se sonríe con malicia mientras hace un comentario sobre la cantidad de droga que se podría guardar en aquel enorme animal. La revisión de los seis bultos de la señora dura bastante más de media hora.

Yo sigo esperando sentada en la esquina de uno de mis baúles sin pronunciar palabra. Creo que si abro la boca para decir algo se me va a salir toda la furia que he ido acumulando desde las ocho de la mañana. El hombre que tomaba fotos se me acerca y me regala varias servilletas para que me seque el sudor que me cae a chorros por la cara y el cuello. Cuando finalmente termina la inspección de la otra carga el guardia vuelve a donde están mis baúles y, como si me viera por primera vez en todo el día me pregunta ¿qué tenemos aquí? ¿estos son tus baúles? ¿cuáles son, estos cuatro? ¿para dónde van estos baúles? Le respondo casi en un murmullo cada una de las preguntas pero el guardia ya no me oye porque finalmente se le ha ocurrido una pregunta nueva ¿que llevas ahí?

Ante la evidencia se responde a sí mismo con asombro ¡puros libros! No parece que haya visto nunca una cantidad de libros como esa en el mismo lugar. Me pregunta que a quién se los mando y le digo que a mi esposo. Por instinto decido pasar por debajo de la mesa y no revelar que la mayoría de los libros que van en los baúles son míos: ‘mujer que sabe latín...’ El guardia me pide vaciar sólo una parte de cada baúl, de manera que pueda verle el fondo. Explica de nuevo a todo el auditorio, no sólo a mí, que ellos lo que están buscando es drogas y que es impresionante la manera como los traficantes pueden esconder las drogas en los lugares que uno menos se espera. Noto, sin embargo, que no revisa ninguno de los libros que saco de los baúles y que podrían ser, todos y cada uno, un buen escondite para la famosa droga que buscan con tanto celo patriótico.

El guardia concluye, a la vista de tantos libros, que mi esposo debe ser un hombre muy sabio si ha leído tanto y a continuación lanza una de las frases que sé que voy a tener grabada en mi memoria por el resto de mi existencia: “ese marido suyo debe ser tan sabio y tan inteligente como Chávez; menos mal que se fue, porque este país es demasiado chiquito para tener dos hombres tan inteligentes”. Respiré profundo. Yo sabía desde ayer que éste no iba a ser un día fácil, pero esto va más allá de todo lo que hubiera imaginado. Cuando se cansa de comentar sobre los libros, el guardia se interesa por algunas otras cosas, una navaja de caza, un buho de piedra, que lanza al piso a ver si no se parte (¡y el pobre buho se queda sin una oreja!). Finalmente, escoge un mapa que está enrollado junto con otros afiches y me pregunta qué es. Le digo que es un mapa de la tierra tomado desde un satélite. Se asombra, lo abre y se queda embelesado mirándolo. Llama al otro guardia para que vea qué impresionante es aquel mapa. Entre ambos tratan de señalar algunos países en la geografía difusa que no muestra límites entre países sino bosques verdes, mares azules, desiertos amarillos y picos blancos. Pero apenas logran señalar vagamente a España y a Venezuela.

Cuando pierden el entusiasmo por el mapa el guardia da un último peinillazo sobre mis baúles y manda a cerrar todo. Yo respiro aliviada porque el suplicio está por terminar. No tenía idea de que faltaban todavía unos veinte minutos de calcinamiento en aquel horno que nos estaba cocinando vivos. El cierre de la carga no sólo consiste en que los baúles se cierran con sus respectivos candados y se sellan con unos fuertes listones de metal, sino que además los empaquetan con envoplast (o un material equivalente) hasta que no queda un resquicio libre de la superficie de cada baúl. Luego son rociados con un spray anaranjado en forma de equis en cada lado y finalmente se les coloca una plantilla con un signo que no logré descifrar y con el mismo color anaranjado esa imagen es estampada en cada uno de los lados de cada baúl.

El procedimiento es de una lentitud exasperante y se repite exacto en cada uno de los nueve baúles, el enorme cajón que contiene las camas y el perro de peluche. Cuando esta operación se termina el funcionario de la cámara toma las últimas fotos y casi estamos listos. Pero ahora hay que firmar los papeles que certifican que se hizo la inspección y que estamos conformes, etc. etc. Si fuera posible lo pertinente sería agregar una apostilla, un comentario al margen, haciendo constar que luego de cancelar cuarenta mil bolívares por bulto y de soportar cuatro horas de espera y más de una hora de inspección inútil quedamos, en efecto, inconformes!

Pero eso no está permitido y mis preciosos libros están ya camino a nuestra casa. Si yo no puedo irme, al menos mis cosas se van a exiliar por mí y se van a llevar un pedazo grande de lo que he sido; fuera de este país donde las fuerzas del orden creen a pie juntillas que Chávez es un sabio y que las personas que leen mucho son peligrosas. Mis libros y mi buho de piedra roto por la prepotencia y la ignorancia me dicen desde esos baúles sellados que es posible salir, volar lejos, a pesar de la arbitrariedad, de la corrupción y de la indiferencia.

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