lunes, 2 de junio de 2014

Diatriba utópica


Amiga,

Qué cosa tan rara es la memoria. Olvidar es tal vez el acto de higiene mental más natural que ejercemos cuando estamos empeñados en seguir adelante. Tal vez por eso los que quieren –a propósito– enterrar los talones y dejar de moverse, de ser siempre otros, se empeñan en recordar el pasado y no salen de ahí.

Olvidar tiene sus modos. A veces nos olvidamos de una idea que una vez tuvimos y cuando la encontramos otra vez, en alguna nota escrita en un papel suelto que se quedó entre las páginas de un libro, nos sorprendemos de haber pensado semejande barbaridad. No creo que haya nadie que se salve de esa vergüenza retrospectiva. Al menos nadie que haya agarrado una vez un lápiz para poner una idea en un papel. Ahí es cuando nos aliviamos de ser otras.

Pero hay olvidos más gratificantes. Como cuando descubrimos que algunas ideas que tenemos hoy las hemos ido masticando y digiriendo por mucho tiempo, aunque a veces se nos presenten como un descubrimiento reciente. Eso me pasó hoy cuando me encontré con un texto viejísimo perdido en una de mis más viejas carpetas en la memoria de mi computadora.

Parece una breve ponencia que escribí tal vez con la idea de leer en alguno de esos eventos a los que te invitan para que digas algo que abra la discusión sobre este tema o el otro. Pero no me acuerdo realmente en qué situación ni por qué razón lo escribí. Es posible que haya estado jugando con la idea de incorporar esas ideas a otra cosa que pensaba escribir, pero nunca terminé de concretar. Quién sabe. El caso es que se refiere a un tema que está van vigente ahora como estaba en los años noventa del siglo pasado.

Una prueba de su vigencia, si es que fuera necesaria, es la foto que acompaña esta nota y que tomé frente a la plaza Bolívar de Bogotá, hace apenas unas semanas.

El lenguaje del texto es tal vez lo que más me sorprende, porque tiene una seguridad y una firmeza que he dejado de tener. Pero me sigo identificando con las ideas y, hoy en día, iría incluso más lejos y hablaría sobre la familia, la amistad, las relaciones humanas como instituciones que están siendo minadas también por una lógica mercantil inaceptable. Pero no quiero complicar el cuento.

Te copio abajo el texto tal como lo encontré en mis archivos. Bueno, no. Miento. No pude evitar cambiar una palabra que hoy me hace mucho ruido y que no puedo soportar en ninguna parte. Cambié “rostro” por “máscara.” Es una de las muchas manías de estilo que no tenía hace veinte años y de las que ahora no puedo librarme. De resto, está igual. Y te pido disculpas por el tono de manifiesto: escucho una voz que grita mientras lo leo. Pero, dada la gravedad del tema, tal vez ese grito destemplado también esté hoy vigente.

Aquí va mi diatriba perdida:


Un deseo llamado autonomía


Es común oír hablar en estos días sobre la globalización o las nuevas realidades multiculturales como espacios en los que todo puede y debe ser vendido o comprado. La academia parece ser ahora uno de los últimos territorios a conquistar por este impulso globalizante que otorga sentido a los lugares sólo cuando estos han aceptado inclinarse ante la lógica mercantil.

En este espacio del mercado global, o de la globalización de los espacios en tanto que mercados, parece imponerse un relato temporal según el cual toda referencia al bien público, al servicio social, a la lógica del intercambio no mediado por el valor de cambio, queda necesariamente condenada a ser una ruina del pasado. Este relato de la evolución social nos cuenta que hemos superado aquellas arcaicas estructuras institucionales en las que el saber no era, necesariamente, un valor de cambio. Antes, cuando no éramos tan sabios como somos en esta era post-política –es decir post-comunista– solía haber una cosa llamada servicio público. Ahora, que somos tan perspicaces bailando al son de la música del mercado, todo debe venderse o al menos someterse a las leyes de la oferta y la demanda.

Lo que convenientemente parece olvidar este relato –demasiado “macro” para ser postmoderno, todo hay que decirlo– es que en la cultura de la globalización en la que efectivamente vivimos se ha abierto un enorme espacio para furiosos y gratuitos intercambios simbólicos no regidos por las leyes del mercado. Ese espacio de la gratuidad y del placer, e incluso del odio, pero también de la solidaridad, es el nuevo lugar en el que se gestan las identidades globales del presente. No es casual que la red informática comenzara siendo una red de intercambio de información académica. Es de esa red académica de intercambio de saberes, proyectos, intuiciones, pasiones y deseos que extrajo su modelo la web.

Lo que parece olvidar el relato del mercado global es que esos intercambios gratuitos tienen su asiento en una institución arcaizada por el relato lineal de la globalización mercantil: la universidad pública. Desde los movimientos autonómicos de Córdoba en 1918 hasta hoy –sí, hasta HOY– la lucha por mantener la Universidad como una institución pública y autónoma ha sido construida sobre la idea misma del intercambio de saberes como base para el cambio social. Sea cual sea la dirección de este cambio.

Al insertar a las instituciones sociales en una línea temporal y decidir que hay algunas que han quedado «en el pasado›» –como la nación y la escuela pública, para mencionar dos instituciones relacionadas entre sí por una historia de estrechos desencuentros– lo que queda fuera de esta línea temporal ascendente es representado como rémora. El «progreso», esa infame categoría que el positivismo del XIX entronizó como razón de ser de un Estado patriarcal, violento y etnocida, vuelve a presidir con otra máscara las nuevas violencias de esta era de la globalización. Entonces, el discurso intelectual y el espacio mismo del saber deben cotizarse en el mercado. Deben someterse a sus súbitas alzas y a sus lucrativas bancarrotas.

Sin embargo, creo que todavía es posible pensar –sí, HOY– el espacio del saber académico como un lugar para la reflexión crítica. Porque la universidad pública en América Latina ha sido un lugar de producción de saberes alternativos o independientes. Un proyecto que se quiere crítico, que se quiere beligerante en términos políticos –e incluso económicos, porque ofrece una lógica de la ganancia alternativa– no puede dejar su supervivencia en manos del mercado. Porque el mercado, sea local o global, no valora sino las ideas que le permiten reproducirse sin demasiadas contradicciones o tensiones.

La pugna entre los valores del lucro y el imperativo social del servicio público está aquí, de nuevo, presente. Por más que los apologistas neoliberales del mercado intenten convencernos de que la noción misma de «servicio público» está fuera de discusión, porque es una ruina del pasado, ella vuelve, como todo lo reprimido, por la ventana de la necesidad. El cuerpo social exige y demanda un espacio en el que el servicio público sea posible. La salud es sin duda el lugar prioritario para esa idea del bien común. Pero la educación no puede quedar fuera, si queremos mantener en funcionamiento la posibilidad misma de una sociedad no totalmente colonizada por las leyes del mercado.

Si la academia en América Latina quiere seguir sirviendo como espacio alternativo para la producción de un pensamiento no oficial, es preciso que se distancie no sólo de las políticas estatales –frente a las cuales las universidades se declararon autónomas a partir de 1918– sino también frente a las políticas de la empresa y el capital privados, sean locales o globales. Toda la discusión sobre la privatización de la enseñanza pasa por alto justo este punto: la necesidad de mantener la autonomía de la Universidad como institución al servicio del cuerpo social como un todo y no al servicio del Estado o del Mercado.

Se puede argumentar que esta es una posición utópica. Todo lo que se inscribe en una lógica no mercantil parece ser, hoy en día, capturado como blasfemia en la palabra «utopía». Pero tal vez sea ése otro término que debamos resemantizar como espacio de lo posible. ¿Qué empresa del saber se libra de propósitos utópicos? ¿No han sido utópicas, a su tiempo, todas las búsquedas de la razón y la pasión? La búsqueda de la verdad en las ciencias naturales o de la belleza en el arte o de la justicia en las ciencias sociales no puede ser calificada más que de utópica. Y sin embargo, es esa búsqueda la que nos ha obligado a dudar de nuestros propios relatos, cuando esos relatos han significado alguna forma de violencia simbólica o empírica. 
 
Tal vez ya es hora de que, en medio de los clamores celebratorios de la globalización, algún resto de pensamiento arcaico abandone el cementerio de ruinas, al que ha sido confinado por la lógica mercantil, y proclame de nuevo la necesidad de un espacio público en el que el pensamiento independiente sea aún posible –sí, HOY.


Hasta aquí mi diatriba contra la lógica mercantil, contra la monetarización de todo lo humano. No sé para qué sirve colgarla aquí. Tal vez sólo para que yo misma la vuelva a encontrar dentro de otros veinte años.

Te dejo un abrazo utópico,
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