miércoles, 19 de febrero de 2014

Protestar en exilio



Amiga,

¿Cómo se viven las protestas de la tierruca desde el exilio? (Lo voy a seguir llamando exilio y espero que no se me pongan filológicos con el término).

Cuando hay protestas en todas las calles del país que seguimos llamando nuestro a pesar de la distancia, el corazón nos da más de un salto. Se nos llenan los ojos de lágrimas ante cada foto. Se nos hace un nudo en la garganta frente a cada injusticia. Sí. Todo eso. Así de cursi y de gaita maracaibera. Cuando hay protestas y vemos las fotos y los videos de gente reclamando en la calle, y no podemos estar ahí, pateando esa avenida en la que crecimos, llenando esa plaza en la que hemos estado tantas veces, la impotencia nos hace dar puñetazos en el aire.

Cuando hay protestas en las que no podemos participar, nos quedamos pegados a la pantalla de la computadora. Escuchamos las consignas y los aplausos, vemos el lento avanzar de la multitud, leemos con asiedad lo que otros dicen. Saltamos de un medio a otro, de una red a otra, de un muro a otro. Tratamos de formarnos una opinión aunque sepamos que la distancia nos impide tener una mirada realmente propia. Queremos opinar, queremos criticar, queremos decir algo a alguien que quiera escucharnos y que sienta la misma pasión que nosotros estamos sintiendo. Abrimos la boca para gritar y el grito no nos sale.

Cuando en la tierruca matan a alguien por protestar en la calle, o alguien es herido, detenido o torturado, y no podemos salir a manifestar con una pancarta en la mano y no podemos siquiera agarrar una olla y cacerolear hasta que nos duelan las manos, hacemos búsquedas por internet para ver si hay alguna protesta cerca en la que podamos participar. Repetimos en nuestros muros las denuncias, retuiteamos las noticias que queremos que se conozcan, firmamos cartas abiertas para apoyar a los que manifiestan allá lejos. Y sentimos una inmensa, aguda, desesperante impotencia.

Nunca me ha gustado el símbolo de la bandera. Ninguna bandera. Y, sin embargo, cuando en la tierruca hay protestas y veo a la gente marchar con la bandera en una gorra, con la bandera enarbolada en una mano, con la bandera rota en una franela, quisiera tener aquí uno de esos trapos tricolores. Me gustaría poder colgarlo en una de mis ventanas sin importar si alguien entiende o no lo que significa. Sin importar que mis vecinos piensen que estoy apoyando a algún equipo de fútbol desconocido y sigan de largo como si nada.

¿Cómo se vive la protesta en el exilio? Con una mezcla de tristeza e impotencia. Exacta a un luto a distancia. Y no hay nada peor para un exiliado que el luto a distancia. Si alguien se te muere cuando estás lejos, tu primer impulso es correr para allá y acompañar a los tuyos. Pero no siempre puedes. Y te quedas varado con tu dolor y tu impotencia en medio del frío y la oscuridad. Así es como se siente vivir a distancia una protesta en la que no podemos participar.

Por lo que valga, por lo poquísimo que sirve, te dejo aquí un abrazo solidario,

r

viernes, 14 de febrero de 2014

Luto en Tracabordo


Amiga,

He estado viendo en las redes las fotos y videos de la protesta de los estudiantes venezolanos. He visto el video en el que Bassil Dacosta cae abatido en la calle y la foto en la que se muestran los mensajes dejados por sus amigos y compañeros de lucha en el lugar de la tragedia: esquina de Tracabordo, La Candelaria. Hubo tres muertos o más. Pero los estudiantes y los medios han elegido este símbolo para que represente lo que está pasando en el país.

Es demasiado pronto para pasar por encima del dolor y atreverse a elaborar un discurso racional. Así que ni siquiera voy a intentarlo. Sólo quiero dejar aquí constancia de mi angustia. Pero también de mis dudas, porque la duda es antes que nada un sentimiento. Y mi duda se condensa en una serie de preguntas.

¿Quién sale ganando cuando los jóvenes venezolanos se enfrentan en la calle y terminan matándose a tiros? ¿Por qué siempre son esos jóvenes los que terminan en el piso, en un charco de sangre? ¿Por qué no hay ningún dirigente con un mínimo rasguño dando la cara cuando hay que darla?

Carne de cañón lo llaman. Son las víctimas aleatorias de las guerras en las que los que salen victoriosos olvidan a sus mártires. Mientras veo repetirse de nuevo las mismas escenas de luto, los mismos desgarramientos de vestiduras, las mismas promesas vacías, mi duda se ensancha hasta convertirse en una larga desolación.

No se trata de buscar un punto medio para acallar la conciencia ni de llamar a la calma y la cordura. Yo estoy de un lado bien claro en esta guerra declarada. Estoy en contra del desgobierno ilegítimo de Maduro. Pero me pregunto si echar a la jauría a un grupo de jóvenes para que los asesinen en plena calle es la mejor estrategia contra un gobierno delincuente y encubridor de asesinos.

Dejo aquí mi duda, como si dejara una vela encendida en la esquina de Tracabordo.

Y te mando un abrazo triste, triste...
r

miércoles, 12 de febrero de 2014

Oficios imaginarios




Amiga,

Ha nevado un par de veces entre ayer y hoy. El clima frío es perfecto como excusa para quedarse en casa. Me siento desde la mañana en mi mesa y escribo hasta que me duele la mano derecha. He descubierto que si escribo a mano me concentro más. Después paso todo en limpio en mi laptop y doy por terminado el día. Pero es justo en esa hora incierta de la tarde en la que ya no puedo pensar en nada más que se me ocurre imaginarme cómo sería mi vida si fuera una pesona normal, con un trabajo de horario y sueldo fijo. Entonces me da por imaginarme oficios.

Uno de los oficios que me vienen a la mente con más frecuencia es el de cajera de supermercado. Siempre he creído que si uno trabaja en algo totalmente mecánico, como pasar alimentos por un lector que va sumando por su cuenta el precio de cada producto, a uno le sobraría el tiempo para imaginar un mundo otro. Y a veces he dicho que ese es un oficio que yo podría ejercer sin ningún problema. Mi imaginación estaría trabajando a toda máquina mientras sonrío de manera ausente, saludo, doy las gracias, deseo buenos días o buenas noches. Y así, el día entero bajo el bip-bip que hace la máquina que lee el código de cada cosa y al final vomita un resultado.

En un país como este se puede vivir de un oficio así. Al menos esa es la conclusión que he sacado al ver a las señoras y a las jovencitas que trabajan en los grandes supermercados y que andan de punta en blanco, maquilladas y peinadas, y debajo del uniforme lucen ropas a la moda con zapatos altos. Siempre las observo tratando de imaginar cómo me comportaría yo si estuviera en su lugar. Miro sus manos, estudio el modo como se sientan en esas sillas bajitas o se mantienen paradas para poder moverse con más soltura. Algunas parecen instaladas para siempre allí. Otras están claramente de paso. Yo me imagino que si estuviera en su lugar también pensaría que estoy de paso.

En esas andaba en estos días cuando me encontré una columna en TheGuardian en la que una cajera, supuesta lectora del periódico, contaba cómo veía a los clientes que le pasaban por delante todos los días. Por puro amor a las coincidencias traduzco, o más bien versiono, el texto completo:

Por supuesto que te juzgo por lo que compras. Es la única diversión que tengo. Mi trabajo no me demanda mucho en términos intelectuales –la máquina saca todas las cuentas– y llega un momento en que se vuelve mecánico. Tener la misma conversación una y otra vez te desgasta muy rápido.
Llega un momento en que comienzas a clasificar a los clientes en distintos tipos. La madre apurada que alimenta a los niños mientras hace la compra y después me da los paquetes vacíos para que los pase por el escaner. La dulce pareja de ancianos que cuidadosamente empaca la comida para el gato y los pastelitos de higos. La mujer en traje de oficina que compra una botella de vodka barata y luego la esconde en el bolso.
A veces le doy rienda suelta al Sherlock Holmes que llevo adentro. ¿Ojeras, pañales y aspirinas? Bebé recién nacido. ¿Galletas de arroz y espinacas? La dieta estricta comienza mañana. A veces te sientes apenado porque estás comprando laxantes o pañales para adultos incontinentes. Pero a mí eso no me asombra ni me molesta.
Las señoras mayores son de lo más amables y conversadoras, pero a veces me ponen los pelos de punta si veo crecer la cola mientras ellas cuentan los centavos uno por uno. La mayoría de las veces respiro hondo y las trato como trataría a mi propia abuela. No me molesta que la gente siga hablando por el celular mientras yo proceso lo que están comprando, pero me parece de muy mala educación. Y nada me hace sentir más deprimida que ver a un cliente enarbolando una docena de cupones de descuento.
La gente cree que somos idiotas. Pero el hecho es que estudio historia en la universidad, aunque eso es irrelevante. Ni mis colegas ni yo somos estúpidos. Y no merecemos que nos miren con desprecio.

Hasta aquí el texto de la cajera del supermercado. Las últimas dos líneas se me antojan como una contribución de última hora de parte de algún bien intencionado editor, de esos que tienen mala conciencia porque hablan por teléfono mientras hacen la compra. Todo lo demás me suena más o menos auténtico. Al menos así es como me imagino que vería yo a los hipotéticos clientes que me pasaran por delante si yo trabajara como cajera de supermercado. Con una diferencia: me importaría bien poco si alguien me mirara como si yo fuera menos. La gracia estaría precisamente ahí. En sobrevivir entre las grietas. En mirar hacia afuera desde un agujero casi invisible.

Pero esto no es para mí más que un oficio imaginario. La realidad es seguramente otra cosa.

Te mando un abrazo hipotético,
r