miércoles, 12 de febrero de 2014

Oficios imaginarios




Amiga,

Ha nevado un par de veces entre ayer y hoy. El clima frío es perfecto como excusa para quedarse en casa. Me siento desde la mañana en mi mesa y escribo hasta que me duele la mano derecha. He descubierto que si escribo a mano me concentro más. Después paso todo en limpio en mi laptop y doy por terminado el día. Pero es justo en esa hora incierta de la tarde en la que ya no puedo pensar en nada más que se me ocurre imaginarme cómo sería mi vida si fuera una pesona normal, con un trabajo de horario y sueldo fijo. Entonces me da por imaginarme oficios.

Uno de los oficios que me vienen a la mente con más frecuencia es el de cajera de supermercado. Siempre he creído que si uno trabaja en algo totalmente mecánico, como pasar alimentos por un lector que va sumando por su cuenta el precio de cada producto, a uno le sobraría el tiempo para imaginar un mundo otro. Y a veces he dicho que ese es un oficio que yo podría ejercer sin ningún problema. Mi imaginación estaría trabajando a toda máquina mientras sonrío de manera ausente, saludo, doy las gracias, deseo buenos días o buenas noches. Y así, el día entero bajo el bip-bip que hace la máquina que lee el código de cada cosa y al final vomita un resultado.

En un país como este se puede vivir de un oficio así. Al menos esa es la conclusión que he sacado al ver a las señoras y a las jovencitas que trabajan en los grandes supermercados y que andan de punta en blanco, maquilladas y peinadas, y debajo del uniforme lucen ropas a la moda con zapatos altos. Siempre las observo tratando de imaginar cómo me comportaría yo si estuviera en su lugar. Miro sus manos, estudio el modo como se sientan en esas sillas bajitas o se mantienen paradas para poder moverse con más soltura. Algunas parecen instaladas para siempre allí. Otras están claramente de paso. Yo me imagino que si estuviera en su lugar también pensaría que estoy de paso.

En esas andaba en estos días cuando me encontré una columna en TheGuardian en la que una cajera, supuesta lectora del periódico, contaba cómo veía a los clientes que le pasaban por delante todos los días. Por puro amor a las coincidencias traduzco, o más bien versiono, el texto completo:

Por supuesto que te juzgo por lo que compras. Es la única diversión que tengo. Mi trabajo no me demanda mucho en términos intelectuales –la máquina saca todas las cuentas– y llega un momento en que se vuelve mecánico. Tener la misma conversación una y otra vez te desgasta muy rápido.
Llega un momento en que comienzas a clasificar a los clientes en distintos tipos. La madre apurada que alimenta a los niños mientras hace la compra y después me da los paquetes vacíos para que los pase por el escaner. La dulce pareja de ancianos que cuidadosamente empaca la comida para el gato y los pastelitos de higos. La mujer en traje de oficina que compra una botella de vodka barata y luego la esconde en el bolso.
A veces le doy rienda suelta al Sherlock Holmes que llevo adentro. ¿Ojeras, pañales y aspirinas? Bebé recién nacido. ¿Galletas de arroz y espinacas? La dieta estricta comienza mañana. A veces te sientes apenado porque estás comprando laxantes o pañales para adultos incontinentes. Pero a mí eso no me asombra ni me molesta.
Las señoras mayores son de lo más amables y conversadoras, pero a veces me ponen los pelos de punta si veo crecer la cola mientras ellas cuentan los centavos uno por uno. La mayoría de las veces respiro hondo y las trato como trataría a mi propia abuela. No me molesta que la gente siga hablando por el celular mientras yo proceso lo que están comprando, pero me parece de muy mala educación. Y nada me hace sentir más deprimida que ver a un cliente enarbolando una docena de cupones de descuento.
La gente cree que somos idiotas. Pero el hecho es que estudio historia en la universidad, aunque eso es irrelevante. Ni mis colegas ni yo somos estúpidos. Y no merecemos que nos miren con desprecio.

Hasta aquí el texto de la cajera del supermercado. Las últimas dos líneas se me antojan como una contribución de última hora de parte de algún bien intencionado editor, de esos que tienen mala conciencia porque hablan por teléfono mientras hacen la compra. Todo lo demás me suena más o menos auténtico. Al menos así es como me imagino que vería yo a los hipotéticos clientes que me pasaran por delante si yo trabajara como cajera de supermercado. Con una diferencia: me importaría bien poco si alguien me mirara como si yo fuera menos. La gracia estaría precisamente ahí. En sobrevivir entre las grietas. En mirar hacia afuera desde un agujero casi invisible.

Pero esto no es para mí más que un oficio imaginario. La realidad es seguramente otra cosa.

Te mando un abrazo hipotético,
r

1 comentario:

Raquel Rivas Rojas dijo...

Amiga, me permito copiar aquí el comentario que me hiciste por email, porque creo que vale la pena compartirlo con nuestros lectores:

"Esto de los oficios me trae a la memoria un poema de A. Barrera Tyszka, Los gansos y los poetas:I. Rosa Luxemburgo confesó que la historia está llena de equivocaciones, que ella hubiera sido feliz cuidando gansos. Simple: cuidando gansos. II. Sin duda alguna, Rosa Luxemburgo jamás cuidó gansos. "