viernes, 27 de junio de 2008

Con Alonzo en París (Final)



Amiga,

No tengo fotos del tercer y último día que pasamos con Alonzo en París, porque me olvidé de bajarlas de la cámara a la compu. Así que, sólo por no perder la costumbre, te ilustro esta nota con una foto “en picada” de la Torre Eiffel, vista desde un costado del segundo piso.

El tercer día era domingo y decidimos tomárnosla con calmita. Teníamos un solo plan, subir a la basílica del Sacré Coeur y luego caminar a Montmartre, a la Place du Tertre y almorzar por allá. Hicimos en metro el largo el viaje desde el hotel donde estábamos a la estación más cercana al funicular que sube a la basílica. Al bajar en la estación, el mar de turistas era mucho más tupido de lo que habíamos encontrado en los otros lugares... o tal vez las callecitas ahí son más pequeñas. Hay, en realidad, sólo una vía por la que todo el mundo sube y es, por supuesto, una callecita llena de tiendas. Por suerte, aunque compró un par de cosas, Alonzo estaba más interesado esta vez en los jugadores callejeros que invitan a los turistas a apostar, con tres cartas o tres fichas sobre una mesa, retándolos a que adivinen cuál es la carta elegida o la ficha marcada. Supongo que ese juego tiene un nombre, pero no tengo idea de cuál es. Lo que sí es seguro es que se trata de un juego caza-bobos y aunque todo el mundo lo sabe la gente igual se para a ver... y Alonzo no fue una excepción.

Delante de los tipos que llamaban a la gente a apostar Alonzo nos decía a los gritos que ese juego era una trampa y que los tipos eran unos bandidos. Pero igual insistía en pararse a mirar y yo empecé a preocuparme de que eventualmente se le ocurriera ponerse a apostar, sólo para desenmascarar a los tramposos. Intentamos caminar adelante, para obligarlo a pasar de largo y olvidarse de las apuestas, pero no era fácil. Se quedaba parado frente a cada mesa de apuestas por un largo rato y cuando adivinaba la trampa comentaba a todo leco en qué consistía. Después de un rato terminamos literalmente empujándolo para mostrarle la basílica que, vista desde abajo es un espectáculo realmente impresionante.

Cuando la vio se emocionó y logramos que se olvidara de las cartas y las apuestas. Pero, por supuesto, se negó en redondo a subir las escaleras que los turistas suben entusiasmados, porque es para todos como una especie de bautismo parisino. Como ya sabíamos que se iba a negar veníamos dispuestos a subir con él por el funicular y a hacer la cola respectiva. La cola se tardó más de lo habitual, porque sólo estaba funcionando uno de los vagones del funicular. Al llegar arriba tomamos las obligatorias fotos. Alonzo se sentó en las escaleras finales y quedó de lo más contento con la imagen, porque se ve como cualquiera de los turistas que subieron realmente a pulso cada escalón y llegaron arriba cansadísimos.

Después de las fotos y al ver la cantidad de gente que entraba a la basílica, Alonzo se animó también a entrar y aceptó que se trataba de un lugar que valía la pena ver. Mientras yo prendía una vela a la virgen él siguió de largo con el río de gente y tuvimos que correr para alcanzarlo. Cuando le conté que estaba prendiendo una vela se burló de mí, porque conoce mi recalcitrante incredulidad, pero me defendí diciéndole que era una costumbre pagana: ofrecer fuego a la madre tierra. No me creyó, por supuesto. Al salir descansamos un rato en los escalones, junto con cientos de visitantes que miraban el cielo encapotado, preguntándose dónde iban a meterse si llovía. En efecto, un rato después llovió un poco y escampamos debajo de los árboles de una plaza cercana. Alonzo estuvo preguntándose desde que llegamos por qué la mayoría de los árboles de París son maples (no sé cómo se llaman en español). También aquí hay maples y debajo de ellos nos refugiamos por un rato, especulando por las razones de la preferencia botánica: tal vez son árboles más resistentes a las inclemencias del tiempo, tal vez hacen poco daño a las aceras y calles porque tienen raíces profundas, tal vez viven muchísimo tiempo...

Cuando dejó de llover nos acercamos a la Place du Tertre. Era el día del padre y queríamos regalarle a mi papá un retrato o una caricatura de las que pintan en el momento los retratistas que se instalan ahí a ganarse la vida con sus pinceles, lápices, carboncillos y papeles de distintos tipos. Yo me había hecho en ese mismo lugar mi retrato, tocada con una boína francesa que en el momento me pareció de lo más chic y ahora me da más bien vergüenza. Fue hace casi diez años y la mujer asiática que me había dibujado en tiza sobre papel negro me dijo, divertida, que no iba a poner en el retrato la arruga que tengo en el entrecejo para que me viera más joven. ¡Qué diría ahora!

Alonzo se distrajo mirando cada uno de los pintores y no parecía muy interesado en un retrato, hasta que vio a un tipo haciendo una caricatura de una manera muy ágil y divertida. Eso sí lo animó y esperamos nuestro turno comentando la agilidad del dibujante. Todo el que pasaba se detenía a ver al hombre dibujando. Hablaba un poco de cada idioma, además de francés, lo oímos hacer comentarios a los clientes potenciales en italiano, inglés, alemán y español, al menos. Cuando le tocó el turno a Alonzo, se acomodó muy circunspecto en la silla frente al dibujante y él le dijo que sonriera. Mi papá le dijo que no, que él era así, serio. Yo le confirmé al dibujante que era verdad, que él no se reía nunca y que si quería hacerle una caricatura tal como él era tenía que hacerla sin sonrisa. El hombre se lo tomó a chiste y se dispuso a hacer su dibujo sin inmutarse por la excentricidad. La verdad es que la caricatura quedó de lo más divertida y, aunque Alonzo al principio no parecía muy convencido, al final aceptó que una caricatura no es un retrato y que uno no debe salir “bien” en ellas. Es una lástima que no le haya tomado una foto, porque sería la ilustración perfecta para esta nota.

Después de la caricatura buscamos dónde comer. Lyonell quería que comiéramos crepes en un lugar interesante que había descubierto en una esquina, donde había música en vivo. Pero nos acordamos de lo que para Alonzo es COMIDA y elegimos mejor un lugar donde servían grandes platos con entradas y postres. Lo que llaman aquí una fórmula. Yo me salí con la mía y pedí una sopa de cebollas, para recordar que eso fue exactamente lo que comí cuando por primera vez estuve en Montmartre. Mi papá pidió una carne que no le gustó mucho porque estaba dura, aunque se la comió completa. Lyo estaba encantado con su pato en salsa de hongos. Nos tomamos nuestro tiempo comiendo, porque esa era la idea del día, no tener apuro alguno. Nos distrajimos viendo a la gente pasar, haciendo comentarios sobre los carros, los atuendos, los perros, las motos... todas las cosas curiosas que uno ve cuando hay tanta gente junta de tantos lugares diferentes.

La siguiente tarea era acercarnos al Moulin Rouge. Elegimos una vía lateral, consultando varias veces el mapa porque en esa zona hay un laberinto de calles y uno nunca está seguro de ir por el camino correcto. Después de mucho pararnos en las esquinas de cada callecita llegamos a la avenida donde está el Molino Rojo. Bajo las instrucciones precisas de Alonzo, tuve que cruzar la calle para tomar un par de fotos en las que cupiera el enorme molino. Consultamos los precios porque mi papá realmente tenía ganas de ver el espectáculo. Pero la entrada más barata, con dos bebidas, sin cena, costaba setenta euros. ¡Demasiado para nosotros!

Era suficientemente temprano como para que nos animáramos a pasar por el Barrio Latino antes de regresar al hotel y Alonzo aceptó, aunque no sabía muy bien si valía la pena. Pero todas las dudas se le disiparon cuando vio las vitrinas de los restaurantes. En el Barrio Latino el espectáculo es la comida y eso es lo que Alonzo aprecia más que cualquier otra cosa. Lástima que no se nos ocurrió almorzar ahí... hubiera sido el mejor modo de cerrar la visita a París, pero después del almuerzo que habíamos comido nadie tenía hambre y nos contentamos con sentarnos a tomar un café en una esquina. Por supuesto, mi papá no se podía ir sin llevarse evidencia de aquellas vitrinas llenas de carnes, mariscos, pescados y vegetales.

Así que mientras él y Lyo se sentaban cómodamente a tomarse un café yo hice de nuevo todo el recorrido por las callecitas del Barrio Latino para recolectar las imágenes que Alonzo me había encargado. En una de las vitrinas un mesonero me dijo que tenía que pagar un euro si quería tomar una foto. Hice el gesto de registrarme los bolsillos para que entendiera que no tenía dinero y luego me fui. Cuando me iba me dijo que podía tomar la foto for free. Pero yo preferí otras vitrinas, hay tantas que no hay ninguna razón para empeñarse en tomar justamente la que tiene al lado a un mesonero desocupado que se divierte molestando a los turistas.

Esa noche había otro juego de la Eurocopa y tratamos de regresar a tiempo para ver el partido. Habíamos visto dos juegos antes, en los bares cercanos al hotel, sorprendidos por el poco interés que los franceses parecían tener en el campeonato. Después nos explicaron que cuando están perdiendo los franceses prefieren hacer como la zorra de la fábula. Esa noche jugaban Suiza contra Portugal y Turquía contra la República Checa, si teníamos suerte tal vez podíamos ver al menos uno de los juegos cerca del hotel. Pero al final mi papá estaba cansado y cuando llegamos se fue directo a dormir. Al día siguiente nos tocaba levantarnos temprano porque nos esperaba un viaje de tres horas en tren a Besançon...

(Continuará)

miércoles, 25 de junio de 2008

Con Alonzo en París (Segunda Parte)



Amiga,

Sigo con mi cuento de Alonzo en París.

Al segundo día de estar en la ciudad luz, Alonzo ya se había dado cuenta de que iba a tener que lidiar con dos problemas claves: la comida y el cansancio. El primer día que se dispuso a desayunar se encontró con que los franceses, particularmente los parisinos, desayunan un café y la mitad de una canilla con mantequilla y mermelada. La única variación es la posibilidad de sustituir el pan por un croissant. No sirvió de nada que intentáramos convencerlo de que un crujiente y delicioso croissant era no sólo suficiente como desayuno, sino que era la costumbre del lugar y que debía probar lo que comen los locales para experimentar el modo de vida parisino como parte de la experiencia del viaje. Pero él insistía que no. Él había comido muchos cachitos en Venezuela y no necesitaba probar uno en París. Él lo que quería comer era COMIDA, así en mayúsculas, en el desayuno, el almuerzo y la cena. Nada de balas frías o sanduchitos.

Total que Lyonell le consiguió un restaurant que quedaba a dos cuadras del hotel, en el que había un mesonero que hablaba español y que le preparó una tortilla con jamón y queso, de lo más adornada con ensalada y abundante pan con mantequilla y un gran café con leche. Al día siguiente intentamos desayunar en otra parte, por puro espíritu de aventura, y no fue posible lograr que nos entendieran que queríamos COMIDA en el desayuno. Así que volvimos al restaurant con el mesonero que hablaba español y pedimos nuestros enormes desayunos que costaban ¡quince euros cada uno! ...una cantidad con la que cualquier viajero de bajo presupuesto hubiera desayunado, almorzado y cenado... pero no COMIDA!

Ya llegaría el momento de aceptar las crepes y los sanduchitos, pero todavía no. El siguiente problema era aún más apremiante, cómo caminar menos y conocer de todos modos la ciudad. Y ahí se presentó el segundo antojo del viaje, Alonzo quería montarse en uno de esos autobuses que te muestran “París en un santiamén” o en uno de esos botes que navegan por el Sena de arriba a abajo. Nosotros nunca nos hemos montado ni en unos ni en otros. En los autobuses, porque encaramado en esos vehículos climatizados es imposible conocer realmente la ciudad, no la sientes ni la hueles ni la disfrutas ni la padeces. En los botes, porque, como comprobé después, parece obvio que desde el río es muy poco lo que se puede ver de París, más allá de la parte de abajo de los puentes y los techos de los edificios más altos.

Logramos convencerlo de al menos intentar subir a la torre antes de hacer el paseo en el famoso bote. Así que hicimos nuestra cola, con paciencia de turistas, para subir por el pilar norte, donde nos pareció que había menos gente. La cola fue larga y lenta y pensé que en algún momento Alonzo iba a tirar la toalla. Pero no, sorprendentemente se distrajo mirando a la gente, tomando fotos, escuchando a los demás turistas hablar en los más variados idiomas y tratando de adivinar de dónde venía cada quien. Cuando finalmente nos tocó entrar a una cabina de seguridad, que agregaron ahora al ya engorroso proceso de comprar las entradas, Alonzo decidió, para divertirse, que debía conversar con el funcionario encargado de revisar las pertenencias de todo el mundo. Le hizo un par de preguntas en español, y como el hombre le puso mala cara, porque se dio cuenta de que se estaba burlando de él, terminó la diversión diciéndole a todo leco: “¡pero no te arreches!”. Después de pasar el puesto de seguridad, Alonzo de lo más divertido iba comentando que el hombre no había entendido nada, cuando una señora entrada en carnes y con el pelo pintado de amarillo le respondió que ella sí había entendido todo y lo llamó paisano. La mujer era de Maracaibo y por supuesto a mi papá le pareció una gran oportunidad de hablar en español con otra gente que no fuéramos nosotros y que no quisiera que se la tragara la tierra ante sus pintorescas ocurrencias. Pero la distracción no le duró mucho porque la maracucha no era del tipo conversador.

Finalmente, llegamos al segundo piso de la torre y tomamos nuestras respectivas fotos, en cada una de las cuatro caras de la torre, instrucciones precisas del dueño de la cámara de por medio. El tope de la torre estaba cerrado por exceso de gente, así que no pudimos subir hasta el final, pero Alonzo se dio por satisfecho y decidió que ya era hora de montarse en los botes que se veían justo enfrente. Lyonell bajó a pie por las escaleras y me dejó con mi papá para que hiciéramos la larga cola del ascensor y bajáramos al ritmo de los viejitos y los niñitos. Mientras estábamos en la cola a Alonzo se le antojó ir al baño. Por supuesto, al salir cruzó exactamente al lado contrario de donde yo estaba y estaba a punto de perderse en los recovecos de la torre. Yo no tenía otra salida que pegarle un grito a todo lo que me daba la voz. Era eso o perder el puesto en la cola para ir a buscarlo.

Logramos bajar como sardinas en lata en un ascensor lleno de gente que hablaba español y estuvimos un rato descansando bajo la torre... hasta que le dio de nuevo por el tema del bote. Lo convencimos de comernos unas crepes antes del paseo, porque eran ya pasadas las tres y quién sabe cuánto se tardaría el famoso recorrido por el Sena. Lamento no haber tomado ninguna foto de Alonzo comiendo crepes a la orilla del río, la verdad es que hubiera sido todo un documento. Era la primera vez que aceptaba una ‘bala fría’ como comida. Nos sentamos en la grama y comimos como todo turista que se respete, sin ningún protocolo y “sin meter los pies debajo de la mesa”. Al terminar de comer hicimos cola para comprar las entradas al dichoso bote. Esta vez mucho menos larga que la anterior. Lyo se fue a la Gare de Lyon a comprar los pasajes para Besançon y nos dejó en el muelle esperando el bateaux. Cuando finalmente llegó el bote subimos con todos los demás turistas, nos instalamos, tomamos unas fotos para probar que estuvimos ahí –por supuesto- y, acto seguido, ¡Alonzo se instaló a dormir! El paseo duró al menos una hora y media y sirvió para que Alonzo durmiera una plácida siesta que costó doce euros. Si se hubiera recostado a dormir en el banco de una plaza la siesta le hubiera salido más barata.

Habíamos decidido bajarnos del bote en la parada más cercana a los Champs Elysées, para irnos desde ahí caminando hasta el arco del triunfo. Así que nos bajamos en el puente Alejandro III con la intención de caminar por la cuadra que pasa entre el Grand Palais y el Petit Palais, donde nos íbamos a encontrar otra vez con Lyo. Le tomé a Alonzo la inevitable foto frente a la estatua de Bolívar y seguimos caminando para acercarnos a la entrada de los Campos Elíseos. No habíamos caminado ni una cuadra, literalmente ni una cuadra, y ya Alonzo estaba otra vez cansado. Te puedes imaginar lo que fue tratar de caminar con él las nueve o diez cuadras llaneras que hay desde ahí hasta el Arco. La estrategia básica de Alonzo cuando está cansado es pararse a ver vidrieras. Y por supuesto eso es lo que sobra en la avenida de los Campos Elíseos. Como íbamos caminando con Lyo, le daba un poco de vergüenza demostrar cansancio, así que hizo su mejor esfuerzo de todo el viaje, parándose lo menos posible y calculando con ojo de llanero cuántas cuadras faltaban para llegar al Arco que tenía siempre enfrente. Finalmente tuvimos que ceder y sentarnos con él a mitad de camino en un banco de la vía, hasta que recuperó fuerzas y pudo seguir.



Cuando logramos llegar al Arco del Triunfo la única preocupación de Alonzo era encontrar el nombre de Miranda entre los cientos de nombres inscritos en el monumento. Yo no me acordaba de haberlo visto nunca y por supuesto no sabíamos dónde buscar. Después de mucho leer, Lyo terminó descubriendo el nombre del Generalísimo, pero cuando fuimos a buscar a Alonzo para contarle, resultó que habían cerrado el centro del Arco, para hacer alguna ceremonia relacionada con los veteranos de guerra y a él lo habían dejado adentro, pensando que era uno de los viejitos homenajeados. Cuando después de un rato los guardias se dieron cuenta del error, lo invitaron amablemente a salirse del área de la ceremonia y él salió de lo más tranquilo, por el lado contrario a donde nosotros estábamos. Por supuesto nosotros nos preocupamos, porque estaba lejísimo y teníamos que dar toda la vuelta para encontrarnos con él y pensamos que no iba a saber qué hacer cuando se viera solo en medio de aquel lugar desconocido, por más que fuera uno de los monumentos más emblemáticos de la ciudad.

Lo curioso de ser despistado es que puedes distraerte incluso de tu propia distracción y de los peligros que implica. Alonzo es como Míster Magoo, puede estar en medio de las situaciones más complicadas y siempre sale bien. Si se hubiera separado definitivamente de nosotros, por cualquier razón, no hubiera sabido qué hacer, ni siquiera cómo llegar al hotel donde estábamos, porque no tenía idea de dónde quedaba ni cómo se llamaba. El día que llegamos yo había intentado mostrarle en un mapa el lugar donde estaba el hotel y le había explicado dónde quedaba cada uno de los sitios que pensaba que podíamos visitar, pero él no había demostrado el más mínimo interés en la ubicación geográfica de nada. Tal vez porque era demasiada información para un solo día o porque, como que era imposible que recordara todo, prefirió dejar de intentarlo de entrada. Sólo reaccionaba cuando reconocía los lugares típicos, pero sin mirar demasiado el mapa ni preocuparse por dónde estaba cada cosa. Así que dejado de su cuenta se hubiera perdido sin ninguna duda. Como te puedes imaginar, todo esto sucedía en medio de un gentío de todas partes que hablaba a gritos en todos los idiomas imaginables. Hubiera sido como perderse en la Torre de Babel...

Por suerte, Lyo lo alcanzó del otro lado del Arco mientras yo intentaba no perderlo de vista desde el extremo opuesto. Cuando nos reunimos y logró ver el nombre de Miranda en el Arco, consideró su misión finalizada y preguntó cómo nos devolvíamos al hotel.

Hicimos todos los viajes del hotel al centro en metro. Hubiera sido tal vez mucho más agradable, fresco y cómodo hacerlos en autobús, pero no teníamos mucho tiempo para aprendernos las rutas ni para perdernos con Alonzo por la ciudad. Así que nos conformamos con lo que conocemos mejor. Pero el metro de París no es sencillo y a veces hay que caminar tanto entre una línea y otra, subiendo y bajando escaleras, sorteando gente en larguísimos pasillos, que terminas pensando que en realidad parte del camino lo haces a pie. Y por supuesto cada caminata por recovecos subterráneos del metro eran para Alonzo un verdadero calvario. Pero hay que decir que lo soportó sin quejarse.

Al final del segundo día estaba, por supuesto, en el estado de cansancio más absoluto, pero aún así aceptó la sugerencia de comernos unos mejillones con papas fritas en un restaurant frente al hotel. Esta vez a Lyo le tocó recibir las instrucciones para tomarnos la respectiva foto... pero esa no aparece aquí, porque la autora de estas líneas tiene el derecho de censurar imágenes comprometedoras...

(Continuará)

martes, 24 de junio de 2008

Con Alonzo en París (Primera parte)



Amiga,

Aquí va la primera parte del cuento que te ofrecí sobre Alonzo en París. Tú conoces a mi papá y sabes que lo menos que se puede decir de él es que es de lo más idiosincrático. Si estuviéramos en el siglo XIX y ésta fuera una crónica costumbrista, Alonzo sería exactamente el personaje de “Un llanero en la capital”. La diferencia es que este llanero, nacido y criado en San Fernando de Apure, estudió en la Universidad Central de Venezuela, vivió gran parte de su vida adulta en Caracas y es un típico venezolano del siglo XX. Con eso quiero decir un venezolano de su tiempo. Mi papá nació en 1930 y aunque no ha cumplido los ochenta años cada tanto le recuerda a uno que está a punto de cumplirlos. Eso significa que ha vivido y sigue viviendo en el siglo pasado, y que a sus habituales características se han agregado las chocheras típicas de la edad, así que viajar con él no es fácil.

El primer inconveniente es que se cansa. No porque esté viejo, en realidad, sino porque no camina jamás. Esa es una de sus características de venezolano típico: va de la puerta de la casa al carro, de ahí a media cuadra máximo de donde tiene que hacer cualquier diligencia y de ahí al carro y de nuevo a la casa. Caminar parece ser, para los venezolanos de clase media, lo que era trabajar o tener un oficio para los británicos del siglo XIX: algo que sólo hacen los desposeídos, los pobres de la tierra. Y te puedes imaginar que conocer París, sin caminar largo y tendido, es un completo desperdicio.

Así que durante tres días estuvimos literalmente “arreando” a Alonzo para que caminara más de dos cuadras a la vez sin sentarse a descansar. Aún así el tiempo nos rindió y logramos ver los típicos monumentos o lugares de peregrinaje del turista básico: Notre-Dame, el Louvre, la torre Eiffel, el arco del triunfo, el Sacré Coeur y Montmartre, con su Moulin Rouge... y hasta logramos que caminara un rato por el barrio latino. La verdad es que estaba encantado con todo y para nosotros resultó interesante volver a los lugares llenos de turistas a los que no habíamos regresado desde la primera vez que estuvimos en París, con excepción de Notre-Dame y el barrio latino a donde siempre volvemos.

Cuando uno ya conoce un lugar y ha dejado de observarlo con ojos de visitante, es de lo más curioso ver las reacciones típicas de todo turista ante monumentos tan emblemáticos como el Arco del Triunfo o la Torre Eiffel. Primero es el asombro, luego –inevitablemente- la foto. Lo que parece interesale al turista no es el lugar en sí que está visitando, sino la foto que se tiene que tomar para mostrarla más adelante y probar que en efecto estuvo ahí. La segunda cosa es comprar algún objeto que le recuerde el lugar que visita. Por eso hay tantas tiendas de “recuerdos” en los sitios turísticos. Estas dos compulsiones se basan en un presupuesto previo: que esa será la primera y única vez que estarán en el lugar y hay que acumular la mayor evidencia posible de esa visita única.

Por supuesto, Alonzo no es una excepción a esta regla. Pero, siendo como es de particular, mi padre tiene su manera de hacer lo que todos los turistas hacen. En primer lugar, cuando decide que un sitio es digno de una foto se detiene en medio de la acera –sin importar a quién esté estorbando ni cuánta gente tiene que cambiar de rumbo para esquivarlo–, se registra con calma el bolsillo donde tiene la cámara y procede a sacarla y encenderla con toda la parsimonia del caso. Enfoca lo que quiere que salga en la foto, pero no la toma, porque obviamente él quiere aparecer junto al monumento en cuestión, así que te ordena que te pares donde él está y que le tomes la foto exactamente desde el lugar que él te indica con lujo de instrucciones (insisto en que todo esto sucede por lo general en el medio de una congestionada vía pública). Cuando tiene un ataque de generosidad y quiere que tú salgas en la foto, te da instrucciones precisas de dónde te tienes que sentar y hacia dónde tienes que mirar para que él pueda fotografiarte donde cree que debe ser. Si sigues al pie de la letra sus instrucciones, entonces se dispone a tomar la foto.

Pero aquí viene un paréntesis imprescindible, que tiene que ver con el uso de las nuevas tecnologías. Alonzo se acaba de comprar en Madrid una cámara digital que apenas está aprendiendo a usar y, claro, no es fácil que se acostumbre. Como todas las cámaras digitales, ésta tiene una pantalla negra que sirve de visor y al mismo tiempo de reproductor de las imágenes que ya se han tomado. Si uno la coloca en un ángulo determinado, la pantalla se vuelve un espejo y en lugar de dejarte ver lo que quieres fotografiar te refleja a ti intentando tomar la foto. No es grave y se puede resolver apenas cambiándose un poco de lugar o inclinando ligeramente la cámara, para evitar que la luz te refleje. Pero para Alonzo éste es un problema técnico insuperable. Cada vez que se ve a sí mismo en la cámara se enfurece y no logra disparar, porque la cámara no lo deja ver la imagen que quiere captar. Se dice fácil, pero si tú eres uno de los objetos que Alonzo quiere fotografiar, digamos, al lado de la pirámide del Louvre a las cuatro de la tarde, bajo el inclemente sol del verano, el asunto se complica. Puedes estar veinte minutos achicharrándote mientras Alonzo se queja de que no puede tomar la foto porque no te ve... El tema de las fotos daría para escribir veinte páginas más, así que lo dejo de ese tamaño.

El otro tema es el de las compras compulsivas de souvenirs. Es todo un espectáculo ver a Alonzo entrar en una tienda de “recuerditos”. Te puedes imaginar que hay miles de esas tiendas en París, tal vez más de las que hay en Londres o en Edimburgo, por ponerte un ejemplo que conozco. Todas son iguales y venden las mismas cosas. Lo único que cambia es el nombre de la ciudad que está estampado en cada perolito. Pero eso sólo lo aprendes cuando has visto ya unas cuantas. El primer día que caminamos por la ciudad yo quería que llegáramos a Notre-Dame antes de que la cerraran. Creía que a las cinco iba a estar cerrada así que hice lo posible por llegar antes de esa hora. Le dije a mi papá que teníamos que apurarnos y que ya habría tiempo de comprar cosas en los otros dos días que nos quedaban.

Nos bajamos en la estación de metro más cercana y sólo teníamos que caminar dos o tres cuadras, pasando por el Hotel de Ville, hasta llegar a Notre-Dame. Pero resulta que en esas tres cuadras hay tal vez la concentración más grande de tiendas de recuerditos para turistas que existe en todo París. Y, por supuesto, antes de ver siquiera un palmo de la ciudad luz, Alonzo ya necesitaba comprar souvenirs. Había logrado torearlo para que no entrara en las primeras dos tiendas que vimos, mostrándole los edificios, explicándole dónde estábamos y por qué ese lugar era interesante. Pero mis explicaciones le entraban por un oído y le salían por el otro, porque él estaba interesado sólo en dos cosas, después de las fotos: las mujeres –bonitas, feas, flacas, gordas, jóvenes, viejas...– y las tiendas de recuerditos. Así que en la primera oportunidad en que me distraje se metió en una tienda con la excusa de ver si tenían un “pelo ´e guama” de su tamaño y ahí se instaló por más de media hora.

Sólo a un llanero venezolano se le puede ocurrir buscar un sombrero “pelo ´e guama” en París, pero así es de idiosincrático mi padre. O, más bien, esas excentricidades le sirven para salirse con la suya cuando quiere. En este caso, lo que en realidad quería era comprar recuerditos, ¡sin haber visto más de media cuadra de la ciudad!. Total que lo acompañé a elegir una gorra, una franela y una navaja, todas con el flamante letrero de París (después compraría unos llaveritos en Montmartre y no me acuerdo qué más). Pero mi padre no es el tipo de comprador que elige tres cosas, paga y se va. No. Él tiene que ver todos y cada uno de los productos que hay en la tienda. Tiene que tocarlos, desplegarlos, abrirlos o cerrarlos, hacer comentarios sobre cada textura, color, forma o material. Tiene que acordarse de otros objetos similares que ha comprado o ha querido comprar y no ha podido. Y, sobre todo, tiene que antojarse siempre de algo que no ve en los estantes y tiene que insistir en que uno “pregunte” por tal o cual talla, por tal o cual color. No importa cuántas veces le expliques que no hablas francés y que no sabes cómo preguntar eso, él siempre va a insistir en que “preguntes”. Si uno no le hace caso él va y pregunta directamente en Español. Y cuando el sujeto que lo atiende demuestra no comprender el idioma, él no se inmuta y repite la pregunta más lento y en voz más alta, como si la lentitud y la vociferación fueran el remedio más expedito para el monolingüismo...

Total que cuando finalmente salimos de la tienda de recuerditos ya era tarde. Logramos llegar a Notre-Dame, sin embargo, y no estaba cerrada porque en verano los horarios se extienden hasta más tarde. Pero había una larga cola de turistas intentando entrar y no pude convencer a Alonzo de que realmente valía la pena ver por dentro esta iglesia. Para él “todas las iglesias son iguales” y no hay manera de convencerlo de que hay excepciones a su regla. ¡Ni siquiera frente a una de las catedrales más imponentes del mundo! Pero eso sí, me dio detalladas instrucciones para que le tomara una foto. Y las instrucciones se extendieron, como puedes ver en la imagen que te colgué arriba, a los paseantes y turistas que pretendían aparecer coleados en su idea de la foto perfecta...

(Continuará)

lunes, 23 de junio de 2008

Con Alonzo en París (anuncio)



Amiga,
Tengo días sin escribir porque hemos estado paseando a mi papá por París y por Besanzón. Te puedes imaginar que no ha sido una tarea fácil. Ya se regresó a Madrid, así que hoy es mi primer día desde que regresamos a Francia sin ocupaciones de guía turística. Estoy escribiendo un par de notas con las aventuras de Alonzo en París, pero quiero hacerlo con calma, así que sólo te cuelgo aquí un adelanto: Alonzo en la Torre Eiffel.

viernes, 6 de junio de 2008

Aeropuertos

Amiga,

Cuando uno vive en medio de dos culturas es inevitable hacer comparaciones y justo cuando regresas de un viaje es cuando los contrastes se hacen más evidentes. En mi viaje de ida y vuelta, de Edimburgo a Caracas vía París, pasé por tres aeropuertos, tres culturas, tres modos diferentes de manejar la idea del viaje y la concepción de lo que es un pasajero. Si tengo que ser justa en la comparación, los que salen perdiendo son los aeropuertos venezolanos. Y digo los aeropuertos en plural porque pasé por Maiquetía y por los aeropuertos de Mérida y El Vigía, así que creo que puedo usar el plural sin exageración.

En un aeropuerto europeo te sientes en total libertad de moverte y el único momento en que tienes que someterte a las normas de seguridad es cuando pasas la puerta del chequeo. Ahí te despojas de todas tus pertenencias, las colocas en una bandeja, pasas al otro lado y asunto concluido. Ocasionalmente te piden una revisión extra del equipaje de mano y si se te ha olvidado que no puedes cargar líquidos te los quitan implacablemente (te lo digo yo que he perdido dos perfumes por distraída). Pero nada más. El resto del tiempo que transitas por un aeropuerto europeo es exacto al tiempo que pasas en un gran centro comercial, miras tiendas, comes, te tomas un café, lees la prensa... Ni siquiera existe la angustia de los aeropuertos norteamericanos donde el chequeo de inmigración es francamente denigrante. Aquí los funcionarios conversan mientras al descuido abren tu pasaporte y lo vuelven a cerrar sin siquiera mirarte. Cuando todavía sigues esperando que te hagan un cerrado interrogatorio sobre el propósito de su visita, el funcionario se asombra de que sigas parada enfrente, sin dar paso al próximo pasajero que espera en la fila.

¡Qué contraste con nuestros aeropuertos! La palabra que mejor define los aeropuertos venezolanos es autoritarismo. Bien visto, es tal vez la palabra que mejor define todas nuestras relaciones con las instituciones, sean cuales sean. En un aeropuerto venezolano te sometes de entrada a la autoridad incontestable de la aerolínea que te transporta y a la autoridad bruta de los funcionarios que verifican tu identidad y que uno nunca sabe si son policías o funcionarios del CICPC o guardias nacionales vestidos de paisano. Jamás he comprendido por qué un guardia nacional o funcionario de inmigración se considera autorizado a preguntarte cuál es el propósito de tu viaje al exterior, ¿habrá alguna respuesta incorrecta a esa pregunta? ¿existe alguna ley que prohiba que uno viaje fuera de su país a hacer lo que se le venga en gana?

Pero no es sólo eso, en Maiquetía también debes someterte al escrutinio de personajes extraños que se mueven por los pasillos con un aire de propietarios y que uno no sabe muy bien qué tipo preciso de autoridad ostentan, pero lo mejor ante ellos es pasarles por un lado sin levantar ninguna sospecha. Tal es la impunidad y la falta de escrúpulos de los oscuros personajes que se mueven en nuestros aeropuertos que ya hemos escuchado dos veces, por dos vías diferentes, historias de pasajeros extranjeros a los que “ruletean” para sacarles dinero en efectivo. El cuento es siempre el mismo y, sólo como muestra, traduzco la historia que le escuché directamente a un pasajero en enero, cuando esperábamos en Maiquetía para abordar.

El joven era evidentemente un norteamericano que había pasado unos días de vacaciones en Venezuela, tal vez con el ingenuo propósito de ver en persona el llamado socialismo del siglo XXI. Su aspecto de viajero informal –mochila, jeans, franela desgastada, zapatos de goma- contrastaba con el atuendo de los venezolanos que viajan al extranjero y que suelen vestirse como si fueran a un almuerzo de negocios. Esta debe ser la primera pista que pone en alerta a los funcionarios especuladores de Maiquetía. La segunda pista es el acento o la evidente incapacidad de comunicarse en español. El asunto es que los inescrupulosos funcionarios capturan a su presa basados en el principio de que son jóvenes, están solos, no conocen las reglas y no hablan el idioma.

Una vez que escogen a sus víctimas la rutina parece ser la misma. Separan al individuo del resto de los pasajeros y someten su equipaje a un detenido escrutinio. Luego se inicia un interrogatorio lleno de preguntas y contrapreguntas que hacen que la pobre víctima se sienta cada vez más confundida. Finalmente, le aseguran al viajero que debe someterse a una supuesta radiografía para demostrar que no es portador de ninguna droga. Acto seguido se llevan al atribulado joven en un taxi para una supuesta clínica que queda “aquí cerca”. Cualquiera que conozca la ubicación del aeropuerto de Maiquetía sabe que nada queda cerca... y menos una clínica.

Por supuesto, el asustado viajero a estas alturas ya ha mirado el reloj quinientas veces y está seguro de que cualquier retraso lo va a hacer perder el vuelo. Un vuelo que seguramente pagó a la tarifa más barata, esa que no permite cambios ni reembolsos por ningún tipo de inconvenientes. Así que el pobre pasajero saca la cuenta y piensa que lo mejor será hacer todo como se lo indican para que el asunto se resuelva lo más pronto posible. Pero, por supuesto, eso es exactamente lo contrario de lo que quieren los ruleteadores de Maiquetía, para quienes cada minuto que pasa se dibuja como una cifra más en dólares. Parece que el ruleteo en realidad incluye el paso por una supuesta clínica que debe estar en Catia La Mar o tal vez en La Guaira. Ahí hacen esperar al pobre joven durante minutos que parecen horas, sentado en un solitario pasillo donde no hay ni doctores ni pacientes ni nada que indique actividad inmediata. Cuando ya resulta inminente la pérdida del vuelo del pobre pasajero, los funcionarios regresan de sus supuestas gestiones para informarle al joven que al parecer no hay posibilidad de hacerle la famosa radiografía allí y que entonces van a tener que ir a otra clínica que queda más lejos... hay una pausa que permite que la pobre víctima calcule la gravedad del asunto y luego el funcionario ofrece graciosamente una solución.

Por quinientos dólares en efectivo ellos podrían hacer caso omiso de los procedimientos y devolver al pasajero rápidamente al aeropuerto para que pueda tomar su vuelo y olvidarse de todo este desafortunado incidente. ¿Qué otra opción le queda al joven desprevenido? Sólo contar uno a uno los churupos que le quedan y entregarle a los mafiosos del aeropuerto hasta el último centavo que logra recolectar entre sus pertenencias. Con un profundo alivio el joven entra finalmente al área de espera de Maiquetía, pero las manos todavía le tiemblan mientras le cuenta su odisea a dos compatriotas que escuchan sorprendidos su historia tomándose un café. A nosotros, que estamos sentados al lado, se nos cae la cara de vergüenza y no podemos salir de nuestro asombro. Nos preguntamos a cuánta gente le habrán hecho lo mismo los inescrupulosos funcionarios de Maiquetía...

martes, 3 de junio de 2008

París de paso...



Amiga,
Ya estoy de regreso en Edimburgo, después de pasar unos días en París. La foto de arriba es de la Rue St. Antoine, vista desde el apartamento en el que nos quedamos. Como ves, es una calle ancha y bastante transitada. Al fondo se distingue la torre St. Jaques, que está a un par de cuadras de Notre Dame. Así que estábamos en el centro mismo de la ciudad. Desde ahí se puede ir caminando hasta el Museo de Arte Moderno, hasta Les Halles, hasta la misma catedral, pasando por el Hotel de Ville... en fin, a todos lados. Fuimos también a Dauphine, la universidad donde está trabajando Lyo, y a la Villa Pasteur, que es donde vamos a quedarnos cuando nos instalemos allá en Julio.



En esta foto sólo se ve la esquina de la Calle de las Ursulinas y, apenas, la puerta de entrada de la Villa Pasteur, porque el edificio está dentro de esas fachadas antiguas, pero es una construcción moderna. La verdad es que estamos bien animados con la idea de vivir ahí por unos meses. El lugar está apenas a unas cuadras La Sorbona, donde espero poder inscribirme en un curso de francés.

Mientras tanto, me adapto de nuevo al frío escocés. En París el clima estaba perfecto, veraniego y cálido. Aquí, estamos todavía por debajo de los quince grados, con mucha lluvia y nada de sol. Además, hay un silencio que asusta. Después de pasar un mes en la bulla estruendosa de la Av. Las Américas en Mérida y en el ruido 24 horas de la Rue St. Antoine, este silencio es angustioso.

Estoy comenzando a pensar que lo que me deprime de estar aquí, más que el frío o la lluvia, es el terrible aislamiento. Vivir en el medio de la nada produce una sensación de sinsentido, de carencia absoluta de motivaciones. Es como si el mundo se detuviera y nada más importara. Sólo parece real la campana de la iglesia de la esquina, que anuncia inútilmente el paso del tiempo.